—¡Es un actor!
—Un actor —repetí—. He estado dormido durante la mayor parte de la película. He visto esa escena por casualidad. Pero allí estaba, mirando hacia el asiento trasero del taxi y preguntando a James Garner dónde quería ir: «¿Adónde, amigo?». Creo que me desperté justo cuando decía esa frase, esas dos palabritas…
—¿Y le reconociste al instante?
—No tengo la menor duda. Es el mismo hombre. La película fue rodada hace quince años y él ya no es tan joven como antes, aunque ¿hay alguien que lo siga siendo? Pero tiene la misma cara, la misma voz, el mismo físico… Ha engordado unos kilos desde entonces, pero ¿quién no lo ha hecho? Sí, es él… Lo reconocerías si lo vieras, como actor, quiero decir. Debo de haberle visto en cientos de películas y series de televisión, haciendo de taxista, cajero de banco o matón de tres al cuarto.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién sabe? Las trivialidades no se me dan nada bien. Lo malo es que no han puesto los títulos de crédito al acabar la película. He estado ahí sentado, esperando, pero Garner no ha vuelto a coger el mismo taxi, aunque tampoco esperaba que lo hiciera. En cuanto a los títulos de crédito, supongo que la televisión suele cortarlos, y al principio nunca salen, ¿verdad?
—Creo que no. ¿Insinúas que podrían incluir su nombre? Pero si sólo dice «¿Adónde, amigo?».
—Bueno, decía más frases, quizá media docena. Ya sabes, hablaba del tiempo, el tráfico… lo que suele decir el típico taxista de Nueva York. ¿Alguna vez te ha preguntado un taxista «¿Adónde, amigo?»?
—No, aunque no hay muchas personas que me llaman «amigo». Es curioso: decías que te resultaba familiar y no conseguías recordar dónde le habías visto antes…
—Le había visto en la maldita pantalla miles de veces. Por eso su voz también me resultaba familiar. —Fruncí el entrecejo—. Y por eso le he reconocido, Ruth. Lo que no entiendo es cómo me reconoció él a mí. Yo no soy actor, a menos que estemos dispuestos a afirmar que el mundo entero es un teatro. ¿Cómo puede un actor saber que Bernie Rhodenbarr es un ladrón de casas?
—No lo sé. Quizá…
—Rodney…
—¿Qué?
—Rodney es actor.
—¿Y bien…?
—Los actores se conocen los unos a los otros, ¿no?
—La verdad es que no lo sé. Supongo que algunos se conocerán. ¿Se conocen los ladrones los unos a los otros?
—Eso es diferente.
—¿Por qué es diferente?
—Nuestro trabajo es solitario. Actuar supone estar con mucha gente sobre un escenario o delante de una cámara. Los actores trabajan conjuntamente. Quizá Rodney haya trabajado con él.
—Sí, es posible.
—Y Rodney me conoce… de las partidas de póquer.
—Pero él no sabe que tú eres un ladrón.
—Bueno, al menos eso creía, pero quizá estaba equivocado…
—Un momento, un momento… No vayas tan deprisa. Si no me equivoco, sospechas que Rodney se enteró por casualidad de que tú eres un ladrón y se lo dijo a nuestro actor, quien decidió que serías la persona ideal para cargar con el asesinato. Finalmente, para redondear el asunto, fuiste del lugar del crimen al apartamento de Rodney.
—Podría ser…
—No está mal, ¿eh?
—Verás, Ruth, hay que reconocer que no es fácil tragarse esa historia —admití—. De todas formas en este asunto aparecen actores por todas partes.
—Sólo hay dos —puntualizó ella—, y sólo uno aparece por todas partes.
—Flaxford estaba relacionado con el mundo del teatro. Tal vez esta sea la relación existente entre él y el actor que me ha metido en este lío. Él era director, y quizá tuvo un altercado con ese actor…
—Que entonces decidió matarle y tender una trampa a un ladrón para que cargara con el muerto.
—Oh, vamos, te dedicas a rechazar todas las posibilidades.
—Bernie, creo que deberíamos centrarnos en lo que sabemos. No importa cómo te encontró ese hombre, al menos por ahora. Lo que importa es cómo vamos a encontrarle nosotros. ¿Te has fijado en el título de la película?
—El hombre de en medio. Va sobre la adquisición de una empresa y no sobre un ménage à trois de homosexuales, como quizá hayas imaginado. Los protagonistas son James Garner y Shan Willson; conozco a otros dos o tres actores, pero ninguno de ellos es nuestro amigo. Es de 1962 y el ingenioso crítico cinematográfico del Times opina que el argumento es predecible y las interpretaciones resultan garbosas, una palabra, por cierto, que ya no se oye mucho.
—Por suerte…
—Supongo que tienes razón —convine. Cogió la guía y le dije que lo que necesitaba eran las páginas amarillas. Luego sugerí—: Podemos llamar a uno de esos videoclubes y preguntar si tienen una copia de la película, aunque ahora estará todo cerrado, ¿no?
Me lanzó una mirada de extrañeza y me preguntó en qué cadena habían puesto la película.
—En Channel 9.
—Es de la WPIX, ¿no?
—De la WOR.
—Exacto. —Cerró la guía y marcó el número—. No estarías diciendo en serio lo de alquilar la película para ver quién sale, ¿verdad?
—Bueno, en cierto modo…
—Seguro que hay alguien en la cadena que tiene una lista del reparto. Deben de recibir esta clase de llamadas continuamente.
—Sí, claro…
—¿Queda algo de café, Bernie?
—Voy por él.
Fue necesario hacer más de una llamada. Sin duda, los de la WOR estaban acostumbrados a recibir llamadas estúpidas de aficionados al cine, y como estos constituían la mayor parte de su audiencia, estaban preparados para atenderles. Sin embargo, la lista del reparto que acompañaba a la película incluía sólo a los protagonistas. «El típico taxista de Nueva York», con su media docena de frases, no figuraba entre ellos.
No obstante, Ruth esperó durante un buen rato al teléfono, ya que la persona con que estaba hablando creía que uno de sus compañeros sabría sin duda quién interpretaba al taxista en El hombre de en medio. El compañero en cuestión era una especie de enciclopedia del cine, pero había salido por un bocadillo y, por supuesto, Ruth no quería darle el número para que llamara cuando regresara, de modo que tuvo que esperar. Cuando por fin se puso al teléfono, aseguró que no se acordaba de quién interpretaba al taxista, aunque sí de una parte de la película que tenía lugar en un taxi. Ruth trató de describir al hombre con forma de pera, lo cual me pareció un tanto osado por su parte, ya que no le había visto jamás, ni en el cine ni en la realidad. Aun así, repitió mi descripción con bastante exactitud, continuó la conversación durante un rato, le dio las gracias y colgó.
—Dice que sabe exactamente a quién me refiero —me informó—, pero que no se acuerda de cómo se llama.
—Magnífico.
—De todos modos ha averiguado que la película es una producción de la Paramount.
—¿Y qué?
Información de Los Ángeles nos dio el número de Paramount Pictures. Allí era tres horas menos, de modo que la gente todavía estaba en la oficina, salvo aquellos que aún no habían vuelto de comer. Tras varios intentos, Ruth encontró a una persona que le dijo que la lista del reparto de una película de hacía más de diez años se encontraría en los archivos inactivos. Así pues, Paramount la remitió a la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Información de Los Ángeles le facilitó el número y Ruth hizo la llamada. Una persona de la Academia confirmó que la información se encontraba en los archivos y que estos estaban a su disposición si quería consultarlos personalmente —en otras circunstancias quizá nos hubiéramos planteado emprender un «pequeño» viaje de cinco mil kilómetros—. La verdad es que no le dieron muchas facilidades hasta que mencionó que era la secretaria de David Merrick. Creo que fue el nombre adecuado para las circunstancias.
—Lo están buscando —me dijo, tapando el auricular con la mano.
—Creí que nunca mentías.
—De vez en cuando se me escapa alguna inexactitud.
—¿En qué se distingue eso de una mentira?
—Hay una sutil diferencia…
Cuando se disponía a añadir un comentario a su respuesta, una persona empezó a hablar desde el otro lado del continente. Ella asintió varias veces y garrapateó frenéticamente unas palabras en la tapa de la guía telefónica. Luego expresó el agradecimiento del señor Merrick y colgó el auricular.
Entonces me preguntó:
—¿Qué taxista era?
—¿Qué?
—Hay dos taxistas en la lista del reparto. Uno se llama «Taxista» y el otro «Segundo Taxista». —Miró las notas que había tomado y añadió—: Paul Couhig es el «Taxista» y Wesley Brill es el «Segundo Taxista». ¿Quién crees que puede ser nuestro hombre?
—Wesley Brill.
—¿Te suena el nombre?
—No, pero es el último taxista que aparece en la película. Eso le convierte en el segundo, no en el primero, ¿no crees?
—A menos que estuviera haciendo un bis cuando le viste.
Cogí la guía. No había ningún Couhig en Manhattan, se llamara Paul o de cualquier otra manera. En cambio, había muchos Brill, pero ninguno que tuviera Wesley de nombre de pila.
—Tal vez sea un nombre artístico —sugirió ella.
—¿Crees que un actor secundario como él se molestaría en adoptar un nombre artístico?
—Nadie empieza una carrera de actor con idea de ser secundario. Además, es posible que supiera que había otro actor que tenía su verdadero nombre y tuviese que buscar otro.
—O que su nombre no esté en la guía o que viva en Queens…
—Estamos perdiendo el tiempo. —Volvió a descolgar el auricular—. En la AAC tendrán la dirección de Couhig y Brill.
Pidió a la operadora de información el número de la Asociación de Actores de Cine, lo cual evitó que tuviera que preguntar a Ruth qué era la AAC. Luego marcó otros diez números y preguntó a alguien cómo podía ponerse en contacto con nuestros dos queridos actores. En aquella ocasión no se molestó en hacerse pasar por la secretaria de David Merrick. Evidentemente no era necesario. Esperó unos minutos y dibujó unos círculos en el aire con el bolígrafo. Le devolví la guía y volvió a escribir unos garabatos en la tapa.
—Es Brill —dijo—. Tenías razón.
—No me digas que te lo han descrito.
—Tiene un agente en Nueva York. Me han dado los nombres y números telefónicos de los agentes. A Couhig lo representa la agencia William Morris, que está en la costa Oeste. El agente de Brill se llama Peter Alan Martin.
—¿Y Martin vive aquí, en Nueva York?
—Sí. Tiene un número de teléfono de Oregon 5.
—Supongo que los actores suelen vivir en la misma costa que sus agentes.
—Parece lógico —convino ella. Empezó a marcar, esperó unos minutos, lanzó un resoplido de irritación y colgó—. Ha salido para todo el día —dijo—. Era un contestador. No soporto esos dichosos cacharros.
—Son horrorosos.
—Si mi agente tuviera un contestador en lugar de una secretaria, me buscaría otro.
—No sabía que tuvieras agente.
Se ruborizó.
—Tengo hambre…
—Aún quedan unos huevos en el frigorífico.
—Bernie… ahora no.
—Está bien. —Volví a consultar la guía. No encontré ningún Wesley Brill, pero sí algunos «Brill, W.». Los dos primeros contestaron y nos informaron de que allí no vivía ningún Wesley. Él tercero no respondió, pero se trataba de un número de Harlem y parecía poco probable que viviera allá.
—Tal vez su número no figure en la guía —sugirió Ruth—. Nos lo dirán en información.
—¿Un actor sin número telefónico en la guía? En fin, siempre existe la posibilidad. De todos modos, aunque así fuera, ¿de qué nos serviría?
—Supongo que de nada.
—Entonces no merece la pena intentarlo.
—Tienes razón.
—Ya sabemos quién es —añadí—. Eso es lo que importa. Por la mañana podemos llamar a su agente y averiguar dónde vive. Lo fundamental es que ya tenemos por dónde empezar. Si la policía apareciera dentro de una hora, la situación sería diferente. Ya no estaría con las manos vacías, tendría algo más que una descabellada historia acerca de un hombre gordo de hombros redondeados y ojos castaños: tendría un nombre que añadir a la descripción.
—¿Y qué ocurriría?
—Me encerrarían en una celda y tirarían la llave al fondo del mar —respondí—. Pero nadie irrumpirá en el apartamento. No hay de qué preocuparse, Ruth.
Se acercó a una tienda de ultramarinos que había a la vuelta de la esquina y compró unos bocadillos y unas cervezas, luego fue a la licorería por una botella de Teacher’s. Le había pedido que la comprara, pero para cuando volvió a casa, yo había decidido que no bebería. Sólo tomé una cerveza para cenar.
A continuación nos sentamos en el sofá y tomamos un café. Ella se echó un poco de whisky en el suyo. Me pidió que le enseñara mis herramientas de ladrón y, cuando lo hice, me preguntó el nombre y la función de cada una.
—Es ilegal tener estas cosas, ¿verdad? —comentó.
—Puedes ir a la cárcel por ello.
—¿Cuáles usaste para abrir las cerraduras de este piso? —Se las mostré y le expliqué cómo se hacía—. Me parece extraordinario —comentó y un delicioso temblor atravesó su cuerpo.
—¿Quién te enseñó a usarlas?
—Aprendí solo.
—¿En serio?
—Más o menos. Cuando empezó a gustarme el oficio, me agencié varios libros sobre cerrajería y luego estudié un cursillo por correspondencia que organizaba una empresa de Ohio. Me pregunto si se matriculará en esos cursos alguien que no sea ladrón. Conocí a un tipo en la cárcel que había estudiado un cursillo organizado por una universidad a distancia; todos los meses le mandaban por correo una cerradura diferente junto con las instrucciones necesarias para abrirla. El tipo se sentaba en su celda y pasaba horas practicando con las cerraduras.
—¿Y las autoridades de la cárcel se lo permitían?
—Bueno, en realidad estaba aprendiendo un oficio. En teoría el estado debe fomentar esa clase de actividades en la cárcel. Él estaba aprendiendo a robar, desde luego, lo cual le suponía dar un paso enorme, ya que así podría dejar de asaltar gasolineras, que era el campo al que se había dedicado hasta aquel momento.
—Supongo que debe de ser más rentable.
—Por lo general sí, aunque el factor más importante para él era la violencia. Verás, el problema no era que hubiera disparado a alguien, sino al revés, que alguien le había disparado a él en una ocasión. De ahí que llegara a la conclusión de que robar era una actividad mucho más segura.
—Así que sin salir de la cárcel se convirtió en todo un experto.
Me encogí de hombros.
—Digamos simplemente que estudió un cursillo. No sé si llegó a convertirse en experto o no. A una persona sólo se le pueden enseñar ciertas cosas, sea por correo o personalmente. El resto tiene que salir de su interior.
—¿De sus manos?
—De sus manos y de su corazón. —Me di cuenta de que me había sonrojado al decir aquella frase—. No te engaño, Ruth. Recuerdo que cuando tenía doce años aprendí yo solo a abrir la puerta del cuarto de baño de mi casa. Se podía cerrar desde dentro apretando un botón que había en el tirador; de ese modo, la puerta sólo se podía abrir desde dentro pero no desde fuera. Con ello conseguías que nadie entrara en el cuarto de baño, la típica cerradura para preservar la intimidad. Claro que también se podía apretar el botón de dentro, cerrar la puerta por fuera y quedarte sin poder entrar.
—Continúa.
—En cierta ocasión mi hermana hizo algo así, con la salvedad de que no se quedó fuera, sino dentro, y lo único que se le ocurrió fue sentarse y echarse a llorar porque no podía girar el tirador. Mi madre llamó a los bomberos, desmontaron la cerradura y la rescataron…
—Cualquier otro niño que hubiera tenido esa experiencia habría decidido ser bombero de mayor. Tú en cambio decidiste ser ladrón de casas.
—Lo único que decidí fue que quería saber cómo se abría la maldita cerradura. Cogí un destornillador e intenté apalancar el pestillo y meterlo en la cerradura con la punta, pero no tenía la flexibilidad necesaria. Luego estuve a punto de conseguirlo con un cuchillo de mesa. Entonces se me ocurrió usar uno de esos calendarios de plástico que los agentes de seguros regalan y tú te guardas en la cartera… Sabes a cuáles me refiero, ¿no? Pues bien, funcionó. Me las ingenié para tarjetear el pestillo sin haber oído hablar del principio en que se basan las cerraduras.
—¿Tarjetear?
—Viene de tarjeta. Siempre que te encuentres con una cerradura que se cierra echando el pestillo, se trata de una cerradura que puedes tarjetear. Resultará más o menos difícil dependiendo de cómo ajusten la puerta y la jamba, pero nunca será imposible.
—Es fascinante —dijo y su cuerpo volvió a estremecerse con el mismo delicioso temblor de antes. Seguí hablando de mis primeras experiencias con las cerraduras y de la emoción que siempre me embargaba cuando abría una; ella parecía tan ansiosa por oír todo aquello como yo por contarlo. Le hablé de la primera vez que me había colado en el piso de un vecino, había cogido unos fiambres del frigorífico y pan de la cesta, me había preparado un bocadillo y, después de comerlo, me había largado dejándolo todo tal como lo había encontrado.
—Lo que a ti te gustaba realmente era abrir cerraduras —concluyó Ruth.
—Abrir cerraduras y entrar en las casas.
—Lo de robar vino más tarde.
—Si no tenemos en cuenta lo que te he contado. De todos modos no tardé mucho tiempo en empezar a robar. Una vez que has entrado en una casa, no cuesta mucho llegar a la conclusión de que lo lógico es irse con más dinero del que llevabas al entrar. Aunque abrir puertas es emocionante, parte de la emoción que comporta procede de las posibles ganancias que hay al otro lado de la puerta.
—¿Y el peligro?
—Supongo que también forma parte de ello.
—Bernie, describe cómo es.
—¿Lo de robar casas?
—Sí. —La expresión de su cara era muy intensa, y había una fina capa de sudor sobre su labio superior. Apoyé una mano en su pierna. Uno de los músculos de su muslo vibró como si fuera la cuerda de una guitarra—. ¿Qué se siente?
Moví la mano de un lado a otro y respondí:
—Una sensación muy agradable.
—Ya sabes a qué me refiero. ¿Qué se siente al abrir una puerta y entrar en la casa de otra persona?
—Es emocionante.
—Seguro que sí. —Se pasó la lengua por el labio inferior—. ¿Da miedo?
—Un poco.
—Y en esa emoción, ¿no hay un aspecto sexual?
—Depende de con quién te encuentres dentro. —Solté una carcajada—. Disculpa, Ruth, era una broma. Sí, supongo que tienes razón. Simbólicamente resulta de lo más obvio, ¿verdad? —Mientras hablaba, yo no dejaba de gesticular—. Rozar las gachetas correctas, acariciar un par de sitios y luego abrir la puerta suavemente para deslizarte en el interior poco a poco.
—Sí…
—Claro que un ladrón torpe, que utiliza una palanqueta o abre la puerta a patadas, simbolizaría un planteamiento más directo del sexo, ¿no te parece?
—Estás bromeando.
—Sólo un poco.
—Eres el primer ladrón que conozco, Bernie. Tengo curiosidad por saber cómo es.
En aquel momento sus ojos tenían un tono azul y una expresión de absoluta inocencia. Puse un dedo bajo su barbilla, le levanté la cabeza y le di un beso en la punta de la nariz.
—Vas a saberlo muy pronto —le dije.
—¿Qué?
—Dentro de un par de horas —le expliqué—, podrás verlo por ti misma.
Para mí era perfectamente lógico. Era una experta tirando de la lengua a la gente por teléfono, y a la mañana siguiente lograría sonsacar a Peter Alan Martin la dirección de Wesley Brill. Sin embargo, ¿qué motivo había para esperar tanto? ¿Por qué teníamos que correr el riesgo de que el agente informara a Wesley? Y si estaba metido en el ajo, ¿por qué habíamos de permitirle que tomara precauciones?
Además, el despacho de Peter Alan Martin estaba entre la Sexta Avenida y la calle Dieciséis, y si hay algo más sencillo que entrar en un edificio de oficinas después de la hora de cierre, yo ignoro qué puede ser. Por otro lado, saldría del edificio con la dirección de Brill unas horas antes que de la otra manera, y además sin despertar sospechas. En fin, supongo que aquello tenía el mismo aliciente que cualquier otro robo. Nunca se sabe lo que puedes encontrar, y siempre cabe la posibilidad de que sea más de lo que imaginabas en un principio.
—Pero es arriesgado salir a la calle —objetó Ruth—. Podrían verte.
—Me disfrazaré.
Se le iluminó la cara.
—¿Y si conseguimos maquillaje? Tal vez Rod tenga algo en casa. Yo te lo pondré. Podríamos empezar por un bigote falso.
—Te aseguro que el bigote no me favorece. Además, con el maquillaje lo único que se consigue es dar la impresión de que vas maquillado, con lo cual llamas la atención en lugar de pasar inadvertido. Espera un momento…
Fui al armario, cogí la peluca y la gorra, me metí en el cuarto de baño y me miré en el espejo mientras me disfrazaba. Salí y posé para Ruth, que pareció gratamente sorprendida. Me incliné teatralmente y, al hacerlo, la gorra y la peluca cayeron sobre la alfombra. De inmediato, Ruth se echó a reír.
—Vamos, no es para tanto.
—Pero si es para morirse de risa. Un par de horquillas bastarán para asegurarnos de que no vuelva a suceder. Sería una situación bastante violenta si se te cayera el pelo en mitad de la calle.
«Anoche no sucedió nada», pensé, pero no se lo dije. No le había mencionado que había salido a solas y tenía la impresión de que sería inoportuno comentárselo en aquel momento.
Eran aproximadamente las nueve cuando salimos del apartamento. Llevaba mi anilla de herramientas en el bolsillo, así como los guantes de goma y un rollo de cinta adhesiva que había encontrado en el botiquín. No creía que fuera necesario romper alguna ventana, pero la cinta adhesiva es muy útil si tienes que hacerlo y, como no conocía el despacho de Martin, no sabía lo que me esperaba. Ruth había encontrado unas horquillas en su bolso y me había fijado la peluca al pelo. Así pues, podía inclinarme lo que quisiera sin preocuparme por ella. La gorra podía caerse, por supuesto, y Ruth había pensado en sujetarla igualmente a la peluca, pero yo me había negado.
Al salir, le pedí el segundo juego de llaves de Rod, eché el pestillo, el cerrojo y el cilindro y se lo devolví. Ella se quedó mirándolo por un momento y luego lo metió en el bolso.
—¿Y has abierto todo esto sin las llaves? —preguntó.
—Soy un chico con talento.
—Desde luego.
No nos cruzamos con nadie al salir del edificio. En el exterior el aire era fresco y limpio y la temperatura no había subido ni un grado con respecto a la noche anterior. Estaba a punto de comentarlo cuando recordé que ella no sabía que había salido la noche anterior. Ruth dijo que debía de ser agradable salir a la calle después de pasar dos días enjaulado. «Y que lo digas», respondí, y ella comentó que debía de sentirme nervioso al estar en la calle y saber que todos los policías de la ciudad iban tras de mí. Aunque hasta cierto punto era una exageración, le di la razón y añadí que no estaba demasiado nervioso. Ella me cogió del brazo y echamos a andar hacia el noreste.
Con ella me sentía mucho más seguro. Cualquiera que se fijaba en nosotros veía un hombre y una chica cogidos del brazo, y cuando uno ve eso, no se le ocurre preguntarse si tendrá delante a un conocido fugitivo de la justicia. Así pues, estaba mucho más tranquilo que la noche anterior. Creo que al principio ella estaba un poco tensa, pero una vez que dejamos atrás algunas manzanas, se sentía totalmente relajada y dijo que ardía en deseos de entrar en el despacho del agente.
—¿Acaso crees que entraremos juntos, encanto? —pregunté.
—Por supuesto.
—Olvídate de ello. Yo soy el ladrón, ¿recuerdas? Tú eres el confederado leal, así que te quedarás fuera y vigilarás los caballos.
Ella pareció contrariada.
—No es justo. También tengo derecho a divertirme.
—El rango tiene sus privilegios.
—Dos cabezas valen más que una, Bernie, y cuatro manos más que dos. Si registramos los dos el despacho de Martin, todo será más rápido.
Le recordé el viejo refrán que dice que demasiadas cocineras estropean el caldo. Todavía enojada, llegamos a la esquina de la Dieciséis con la Sexta. Averigüé cuál era el edificio de Martin y observé que había una cafetería de la cadena Riker en la esquina de enfrente.
—Espera allí —le dije—. Tómate una taza de café. Seguramente no será el mejor que hayas probado…
—No quiero café.
—Quizá prefieras un bollo…
—No tengo hambre.
—O una pasta de ciruelas pasas. Esa cafetería es famosa por sus pastas de ciruelas pasas.
—¿De veras?
—Y yo qué sé… Puedes hacer señales con el farol por la ventana… Una señal si vienen por tierra y dos si vienen por mar, Ruth Hightower en la otra orilla tiene que estar… —bromeé—. ¿Qué sucede?
—Nada.
—Dos si vienen por mar es la obra en que está trabajando Rod. Bueno, yo estaré en la otra orilla y no tardaré mucho. Entrar y salir, rápido como un rayo. Ese es mi sistema.
—Entiendo.
—Pero sólo cuando robo. Te aseguro que no lo aplico a todas las facetas de la vida humana…
Me sentía animado, creo que incluso optimista. Le di un beso de amigo y, tras comprobar que se dirigía a la cafetería, me apresté a librar batalla.