A la mañana siguiente Ruth no tuvo que tirar ninguna planta. Yo me desperté unos minutos antes de las nueve, me duché y busqué por la casa algo con que afeitarme. Rod había dejado una maquinilla en el botiquín, escondida detrás de una caja de tiritas vacía. Era una Gillete obsoleta, y hacía al menos un año que no la utilizaban y mucho más que no la limpiaban. Tenía puesta una vieja cuchilla, a la que había adheridos algunos pelos de la última vez que Rod se había afeitado con ella. La puse bajo el chorro del grifo, pero era como intentar limpiar los establos de Augias con la escoba de un niño.
Decidí llamar a Ruth y pedirle que trajera algunas cosas: pasta dentífrica, un cepillo de dientes y lo necesario para afeitarme. Busqué Hightower en la guía telefónica de Manhattan y descubrí que se trataba de un apellido mucho más común de lo que hubiera imaginado; además, ninguno de los Hightower que encontré se llamaba Ruth o vivía en Bank Street. Llamé a información y una operadora con acento latinoamericano me aseguró que no había ningún abonado con aquel nombre o que viviera en aquella calle. Al colgar el auricular me dije que no tenía motivos para poner en tela de juicio la fiabilidad de la operadora sólo porque me hubiera parecido que el inglés era su segunda lengua. No obstante, volví a marcar el 411 e hice las mismas preguntas a otra operadora. Su acento era dulce y melodioso, pero no tuvo mejor suerte buscando el número de Ruth.
Llegué a la conclusión de que su número no figuraba en la guía. Ella no era actriz, así que ¿por qué iba a necesitar que su número telefónico apareciera en el listín?
Encendí el televisor para sentirme acompañado, puse al fuego una cafetera, regresé al salón y miré el teléfono durante un rato. Decidí marcar el número de mi apartamento para comprobar si había algún policía en aquel momento. Cogí el auricular y lo colgué de inmediato: no estaba seguro de mi número telefónico. Me sorprendió, ya que, aunque nunca llames a tu casa, tienes que saberlo para dárselo a otras personas. Supongo que en mi caso esta circunstancia no se da con frecuencia. Así pues, lo busqué en la guía, y me alegro de poder decir que lo reconocí nada más verlo. Marqué y, como no respondió nadie —lo cual era previsible—, volví a colgar el auricular.
Cuando iba por mi segunda taza de café, oí unos pasos que subían por las escaleras y se acercaban a la puerta. Era ella. Llamó, pero dejé que utilizara su llave. Cuando entró, radiante, llena de vitalidad y cargando una pequeña bolsa de ultramarinos, anunció que traía huevos y tocino.
—Veo que has preparado café —añadió—. Estupendo. Aquí tienes el Times de esta mañana, aunque no hay nada interesante.
—Lo suponía.
—Podría haber comprado el Daily News, pero nunca lo hago. Siempre pienso que si ha ocurrido algo realmente importante, el Times hablará de ello. ¿Es esta la única sartén que tiene Rod?
—Sí, a menos que se haya llevado las demás de gira.
—Desde luego no parece que sea un amante del hogar. En fin, tendremos que arreglárnoslas con lo que haya. No estoy acostumbrada a esconder fugitivos, pero haré todo lo posible para que te sientas bien. Por cierto, eso sería dar cobijo a un fugitivo, ¿no?
—Se dice «cómplice encubridor de un delito de homicidio» —puntualicé.
—Parece serio.
—Lo es.
—Bernie…
La cogí por el brazo.
—He estado pensando en esto, Ruth. Tal vez deberías dejar este asunto.
—No digas tonterías.
—Podrías acabar metiéndote en un buen lío.
—Eso es imposible —replicó ella—. Eres inocente, ¿no?
—La policía no piensa lo mismo.
—Cambiará de opinión cuando encontremos al verdadero asesino. Vamos, Bernie, anímate. He visto todos los clásicos, ¿recuerdas? Sé que los buenos siempre sobreviven. Y nosotros somos los buenos, ¿no es así?
—Me gustaría pensar que así es.
—Entonces no tenemos por qué preocuparnos. Ahora dime cómo te gustan los huevos y lárgate de aquí. En esta cocina no hay sitio más que para mí y las cucarachas. ¿Qué estás haciendo, Bernie…?
—Besándote el cuello.
—Bueno, supongo que no hay nada de malo en ello. En realidad, podrías seguir haciéndolo si quieres… Es muy agradable, Bernie. Incluso podría llegar a gustarme…
Nos estábamos comiendo los huevos cuando sonó el teléfono. El servicio de contestadores automáticos estaba atento y atendió la llamada cuando sonaba por cuarta vez.
Aquello me trajo algo a la memoria.
—He intentado llamarte antes —dije—, pero tu número no figura en la guía, a menos que esté bajo el nombre de tu marido o algo así.
—Es cierto, no está en la guía. ¿Qué querías?
—Afeitarme.
—Ya me he dado cuenta, aunque no me desagrada. De todos modos comprendo que quieras afeitarte.
Le conté que no tenía crema de afeitar y el estado en que se encontraba la maquinilla de Rod.
—Creí que podrías comprarlo al venir.
—Voy ahora mismo. No me cuesta nada.
—Si hubiera tenido tu número, podrías haberte ahorrado el viaje.
—No te preocupes. No me importa —insistió—. ¿Necesitas algo más?
Se me ocurrieron varias cosas y ella hizo una lista. Saqué un billete de diez de mi cartera y le obligué a que lo cogiera.
—No hay prisa, de veras —dije.
—Prefiero ir ahora. Bernie, estaba pensando que… tal vez no sea buena idea llamar por teléfono.
—¿Por qué?
—Bueno, ¿no crees que la gente del servicio de contestadores puede saber si el teléfono está descolgado o si estás hablando con otra persona? Quizá incluso puedan escuchar la conversación.
—No lo sé. Nunca he sabido cómo funcionan estas cosas.
—Además, saben que Rod no está en la ciudad, y si se enteraran de que hay una persona en su casa…
—Ruth, normalmente dejan que el teléfono suene veinte veces antes de contestar. Son así de eficientes. Sólo prestan atención a la línea de un abonado cuando está sonando, e incluso entonces su atención deja bastante que desear.
—Pero la última vez que sonó lo cogieron de inmediato.
—Una casualidad… ¿Realmente crees que supone un riesgo llamar por teléfono?
—Bueno…
—Es imposible.
Sin embargo, cuando ella se marchó, me quedé de pie al lado del teléfono mirándolo fijamente como si fuera una amenaza en potencia. Descolgué el auricular y empecé a marcar el número de mi apartamento, pero antes de acabar colgué.
Luego fregué los platos del desayuno y leí el periódico. Lo único que decía el Times acerca de mí era que todavía no había sido detenido, nada nuevo.
Como esta vez no me molesté en cerrar con llave, fui a abrir la puerta cuando ella llamó. Me dio una bolsa de papel en la que había una maquinilla, una caja de cuchillas, crema de afeitar, un cepillo de dientes y un tubo de pasta dentífrica. También me devolvió los cuarenta y siete centavos que habían sobrado de mi billete de diez dólares. De vez en cuando sucede algo sorprendente que demuestra que todo lo que se dice sobre la inflación no está injustificado.
—Voy a salir unos minutos —dijo Ruth—. Puedes afeitarte mientras tanto.
—Pero si acabas de llegar.
—Lo sé. Quiero ir a la biblioteca y consultar el índice del Times. Ya hablamos de esto anoche. No sé de qué otra manera averiguaremos algo acerca de Flaxford si no localizo a su exesposa y hablo con ella.
—No creo que merezca la pena molestarse.
—¿Por ir al Times? Pero si está en la Cuarenta y dos con la Quinta…
—Ya sé dónde está el Times. Me refiero a lo de su exesposa.
—Bueno, en realidad es posible que no sea ninguna molestia. Bernie, ¿no van las exesposas a las honras fúnebres de sus exmaridos? Porque es allí adonde voy a ir esta tarde. A las dos y media se celebran las honras fúnebres de Flaxford. ¿Qué diferencia hay entre unas honras fúnebres y un funeral?
—No lo sé.
—Creo que depende de si el servicio es de cuerpo presente o no. Quizá la policía retenga el cadáver para hacerle una autopsia o algo así. Quién sabe, tal vez no estén seguros de si está realmente muerto…
—Ya han establecido la causa y la hora de su muerte.
—Bueno, en ese caso quizá no quieran soltarlo o haya que enviarlo a alguna parte. ¿Qué importa? No se puede celebrar un funeral sin el muerto, ¿verdad?
—Pregúntaselo a Tom Sawyer.
—Muy gracioso. ¿Y si voy al bar… La caja de Pandora?
—Se llama Pandora a secas. ¿Para qué quieres ir allí?
—No lo sé, maldita sea. Por la misma razón por la que voy a ir a las honras fúnebres, supongo. Por si diera con ese tipo.
—No sé por qué habría de ir a las honras fúnebres.
Se encogió de hombros.
—Yo tampoco, pero si conocía a Flaxford por cuestiones de negocios, es posible que tenga que ir. Y si no acude a las honras fúnebres, puede que esté ahogando sus penas en el Pandora. Todo es posible, ¿no te parece?
Luego pasó a exponer las razones por las que pensaba que el Pandora podía ser un lugar frecuentado por nuestro amigo, razones muy parecidas a las que me habían impulsado a entrar en él para tomar una cerveza aquella madrugada. Tanto si se encontraba en el bar como en la capilla, Ruth estaba convencida de que lo reconocería gracias a mi descripción.
Nos quedamos sentados hablando de esto y de otras cosas durante una hora, hasta que finalmente decidió que había llegado el momento de actuar. En varias ocasiones estuve a punto de mencionarle que había ido al Pandora hacía unas horas, pero sin saber por qué, no me decidí a hacerlo.
En cuanto salió, el día se oscureció. Ella estaba en la calle tratando de ayudarme, y todo lo que yo podía hacer era esperar sentado y matar el tiempo. Llegué a la conclusión de que debería haberme puesto la peluca y la gorra y haberla seguido, pero luego pensé que seguramente la policía habría apostado a un agente de servicio en la capilla por una cuestión de rutina. Me pregunté si Ruth sería consciente de ello y si lograría pasar inadvertida para evitar que la siguieran cuando se marchara.
Cuando no tienes nada mejor por lo que preocuparte, te las arreglas con lo que tienes. Así pues, decidí que debía prevenirla, pero no podía llamarla porque no tenía su número telefónico y además había ido directamente a la biblioteca. Podía telefonear a la biblioteca y pedir que la avisaran, por supuesto, aunque no tenía la menor idea de si solían hacerlo. Pensé en decir que se trataba de un caso de vida o muerte… pero de inmediato deseché la idea, ya que lo único que conseguiría con ello sería llamar la atención. Lo que podía hacer era ponerme la peluca y la gorra e ir personalmente a la biblioteca, aunque con toda seguridad encontraría a Ruth en una sala en la que habría algún policía. Cuando ella pronunciara mi nombre, se me caería la peluca y la gorra, todo habría acabado.
Así pues, lo que hice fue ir al cuarto de baño y afeitarme. Me tomé todo el tiempo posible. En primer lugar me enjaboné y aclaré la cara cuatro o cinco veces y luego me afeité con mucho cuidado y prudencia. Hacía años que no acababa algo de forma tan apurada —a menos que no tengamos en cuenta mi salida del apartamento de Flaxford—. Me dejé el bigote sin afeitar, pensando que tal vez podría convertirse en una parte útil de mi disfraz y que seguramente quedaría de maravilla con la peluca y la gorra.
A continuación saqué la gorra y la peluca del armario, me las puse y contemplé ante el espejo la sombra oscura que tenía debajo de la nariz; volví a meter la peluca y la gorra en el armario, me apliqué crema de afeitar y borré de mi cara el frustrado bigote.
Y así fue como acabó el asunto. Me había afeitado de la manera más meticulosa posible, y lo único que podía hacer para invertir más tiempo en aquella actividad era raparme la cabeza. Una muestra del estado mental en que me encontraba es que incluso llegué a plantearme esta posibilidad, con el pretexto de que la peluca se ajustaría mejor a mi cabeza.
En una ocasión marqué nuevamente el número de mi piso por puro aburrimiento. Escuché la señal de ocupado, lo cual me asustó hasta que comprendí que aquello no significaba necesariamente que mi teléfono estuviese descolgado. Quizá las líneas estaban saturadas —ocurre con frecuencia—, o alguien había telefoneado a mi casa en aquel momento y le habían pasado la llamada antes que a mí. Volví a intentarlo unos minutos más tarde y el teléfono sonó, pero no contestó nadie.
Encendí el televisor y empecé a cambiar de canales. En la WOR estaba repitiendo unos capítulos de Highway Patrol, así que me acomodé y vi cómo Broderick Crawford se las hacía pasar canutas a los demás.
Saqué mi juego de llaves y ganzúas y las sopesé mientras me planteaba la posibilidad de hacer una visita a los demás pisos del edificio: «Sólo para mantenerme en forma», pensé. Podía mirar los timbres de abajo, apuntar los nombres, buscarlos en la guía, telefonear para saber quién estaba en casa y luego abrir algunas puertas para ver qué encontraba, quizá algo de ropa o comida de gato para Ester y Mordecai.
En realidad, no llegué a plantearme seriamente esta locura, pero necesitaba cosas en que pensar.
Sumido en tales pensamientos, me quedé adormilado frente al televisor, y mis anodinos sueños sustituyeron la no menos aburrida película. No recuerdo exactamente cuánto tiempo permanecí dormido. Tampoco estoy seguro de por qué me desperté, quizá fue un simple ruido en el exterior; sin embargo, sospecho que debí de oír y reconocer inconscientemente aquella voz.
En cualquier caso, lo cierto es que abrí los ojos y me quedé perplejo. Luego parpadeé furiosamente y fijé la mirada.
Ruth volvió pasadas las cinco. Para entonces yo ya había recorrido kilómetros sobre la alfombra, caminando de un lado a otro y lanzándome de tanto en tanto sobre el teléfono para luego alejarme de él sin haber descolgado el auricular. A las cinco en punto la televisión emitió las noticias, pero estaba demasiado nervioso y apenas pude prestar atención a lo que decía un tipo sonriente, que hablaba sobre algo horrible que acababa de suceder en Marruecos o quizá en el Líbano.
Entonces oí los pasos de Ruth en las escaleras y abrí la puerta antes de que ella metiera la llave en la cerradura. Irrumpió en el apartamento y se volvió para cerrar la puerta con llave, al tiempo que de su boca empezaba a brotar un torrente de palabras. Al parecer, tenía infinidad de cosas que contarme sobre el estado del tiempo, los servicios de la biblioteca pública y las honras fúnebres por J. Francis Flaxford, pero teniendo en cuenta la atención que yo era capaz de prestarle en aquel momento, podía haber hablado en el idioma que hablen en Marruecos o en el Líbano.
La interrumpí en medio de una frase.
—¿Estaba allí nuestro amigo? —pregunté.
—No, creo que no. Ni en el oficio ni en el Pandora. Por cierto, es un bar asqueroso.
—Así que no le has visto.
—No, pero…
—Pues yo sí.