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El metro estaba bastante tranquilo cuando lo cogí. En el vagón del tren local de la Octava Avenida dirección norte, al que subí en la calle Catorce, no había más que una persona, lo cual era una buena noticia. La mala era que se trataba de un agente de las autoridades de transporte público con un revólver enorme en la cintura. No dejaba de mirarme porque no había nadie más a quien mirar, y yo sabía que no tardaría mucho en entender por qué mi cara le resultaba familiar. En cualquier momento se iluminaría una bombilla sobre su cabeza y él entraría en acción.

Pero no fue así. En Times Square recogimos a otros viajeros —un par de enfermeras fuera de servicio y un drogadicto en plena crisis—, que ofrecieron al policía otros puntos donde fijar la vista. En la calle Cincuenta y nueve se bajó; mi parada era la siguiente. Subí por las escaleras y, con el aire de la mañana en la cara, salí al cruce de la Setenta y dos y Central Park West y me pregunté qué demonios estaba haciendo.

La noche anterior me había sentido realmente cómodo, sentado en el sofá de Rod con la mirada puesta en el televisor y mi brazo en torno a Ruth. Pero en cuanto ella se marchó, empecé a sentir un intenso vacío. Estaba nervioso, no podía ver la tele, no dejaba de andar de un lado a otro. Poco después de medianoche tomé una ducha y, al darme cuenta de que la idea de ponerme la misma ropa me resultaba espantosa, eché un vistazo en el armario y la cómoda de Rod.

No había mucho donde elegir. O Rod se llevaba casi toda su ropa de gira o simplemente no tenía mucha. Encontré una camisa y un par de calcetines elásticos de color azul marino. Eso fue todo.

Luego vi la peluca. Era rubia y larga, aunque demasiado corta para un hippy. Me la puse, me miré en el espejo y me quedé asombrado ante la transformación. El único problema era que llamaba un poco la atención, pero lo resolví con una gorra de paño que había en un estante del armario. La gorra disimulaba la peluca y le restaba aparatosidad.

Pensé que cualquiera que me conociera personalmente me reconocería, pero un extraño que pasara a mi lado por la calle sólo vería un poco de pelo rubio y una gorra de paño.

Me dije que estaba loco. Me quité la gorra y la peluca y volví a sentarme delante del televisor. Al cabo de unos minutos el teléfono sonó ininterrumpidamente veintidós veces, por lo que pude contar, hasta que la persona que llamaba se rindió o la compañía hizo lo que tenía que hacer. El teléfono había sonado varias veces durante el día (Ruth había estado a punto de cogerlo en una ocasión), pero no con tanta insistencia.

A la una menos cuarto me puse la peluca y la gorra y salí a la calle.

Tras salir del metro me dirigí a casa. Había cogido el metro en lugar de un taxi porque no quería hablar con nadie. En realidad, quizá temía encontrarme con el taxista que me había llevado la noche anterior. No obstante, cuando me disponía a recorrer las manzanas que me separaban de mi casa, empecé a pensar que debería haberlo hecho al revés. Había mucha gente en la calle Setenta y dos, y llevaba varios años viviendo en aquel barrio. Mientras andaba, reconocí a varias personas. No sabía cómo se llamaban, pero les había visto en la calle en alguna ocasión, y era lógico suponer que ellas también me habían visto a mí y que, por tanto, podrían reconocerme si me observaban con atención. Traté de variar mi manera de andar para despistar. No sé si sirvió de algo, pero lo cierto es que nadie pareció reparar en mi presencia.

Finalmente me detuve en la esquina situada enfrente de donde vivo cruzando la calle en diagonal. Alcé la mirada y vi mi ventana, en la decimosexta planta. Mi apartamento… Mi pedazo de espacio privado.

Dios sabe que no era gran cosa: dos habitaciones pequeñas y una cocina, un cubículo que costaba demasiado y estaba situado en un estéril edificio moderno. Pero era mi casa, maldita sea, y me sentía a gusto en ella.

Aquello se había acabado. Incluso si salía de aquel lío —y no alcanzaba imaginar cómo podría hacerlo—, no creía que pudiera seguir viviendo allí. Ahora todo el mundo conocía la terrible verdad que se ocultaba tras el simpático inquilino del 16 G. Era un ladrón, un vulgar delincuente.

Pensé en todas las personas que saludaba diariamente en el ascensor, en las mujeres con que bromeaba en la lavandería, en el conserje y los porteros de cada planta, en el administrador y en el hombre que se encargaba de las chapuzas. Mi vecina, la señora Hesch, una anciana que fumaba como un carretero y a la que siempre podía pedir prestado un poco de detergente, era la única persona de la casa a la que realmente conocía en realidad, aunque tampoco estoy muy seguro. De todos modos, mantenía una buena relación con todos y me gustaba vivir en aquel edificio.

Pero yo, Bernard Rodhenbarr, ladrón de casas, no podría volver allí. Tendría que trasladarme a otra parte y dar un nombre distinto al mío para alquilar un piso. ¡Por Dios, si ya es bastante difícil desenvolverte como delincuente profesional, cuando tienes que soportar la pesada carga de la fama, la cosa se complica!

¿Podía arriesgarme a subir al piso? El conserje que trabajaba en el turno de noche, un hombre mayor y corpulento que se llamaba Fritz, estaba en su puesto. No creía que pudiera engañarle con el truco de la gorra y la peluca. Cabía la posibilidad de que con un par de pavos cerrara los ojos a sus deberes civiles, aunque también cabía la posibilidad de que no fuera así, y el riesgo de que ocurriera esto último era desproporcionado en comparación con los beneficios posibles. Por otra parte, había una puerta lateral, un tramo de escaleras que conducía al sótano. Siempre estaba cerrada con llave; se podía salir por ella y el administrador la abría para recoger los repartos, pero nadie podía utilizarla para entrar en el edificio. Nadie excepto yo…

En el sótano podría coger el ascensor y subir hasta la decimosexta planta sin pasar por el vestíbulo. Luego podría salir del mismo modo, llevando una maleta llena de ropa y mis cinco mil dólares para urgencias. Si me entregaba o me detenían, necesitaría dinero para pagar un abogado. Además, prefería llevar el dinero conmigo a tenerlo guardado en un apartamento al que no me estaba permitido entrar.

Saqué la anilla en que llevaba las llaves y las ganzúas, salí de las sombras y crucé la calle Setenta y uno. Justo antes de llegar a la otra esquina, un coche se detuvo delante de mi edificio y aparcó junto a una boca de incendios. Aunque aquel sedán parecía normal, noté algo en el aplomo con que el conductor lo aparcaba que me hizo ver claramente que se trataba de un policía.

Dos hombres bajaron del coche. No los reconocí y tampoco vi nada en su aspecto que me permitiera afirmar que eran policías. Vestían traje y corbata, pero mucha gente viste de ese modo, no sólo los detectives de paisano.

Permanecí en mi acera de West End Avenue. Sin duda mostraron algo a Fritz, y yo retrocedí y me coloqué al lado de un portal de piedra roja, en un lugar donde no llamaba la atención. Si alguien se fijaba en mí, me tomaría por un ladrón y evitaría el encuentro conmigo.

Estuve allí un solo minuto. Luego me entraron ganas de echar un vistazo a mi ventana, de manera que volví a la esquina de antes, conté hasta la decimosexta planta y localicé el apartamento G. La luz estaba encendida.

Permanecí allí quince largos minutos y la luz siguió encendida en todo momento. Me rasqué la cabeza, una estupidez cuando llevas puesta una peluca que no ajusta bien. La puse nuevamente en su sitio y me pregunté qué se proponían hacer aquellos malnacidos en mi casa y cuánto tiempo tardarían.

Demasiado, pensé. Además, harían ruido, ya que no tenían motivo alguno para revolver mi casa en silencio, de modo que si yo subía a continuación era muy posible que mis vecinos estuvieran atentos a cualquier cosa…

Finalmente decidí largarme de allí.

Paseé durante un rato. Manteniéndome alejado de las calles no residenciales y de las farolas, me dediqué a caminar pensando qué podía hacer a continuación. Al final fui a parar a media manzana del Pandora. Encontré un lugar desde donde podía vigilar la entrada sin llamar la atención y me quedé allí hasta que sentí un calambre en la pantorrilla y me di cuenta de que tenía la garganta reseca. No sé cuánto tiempo estuve en aquel lugar, pero fue el suficiente para que entraran en el establecimiento ocho o diez personas y salieran otras tantas. Ninguna de ellas era mi amiguito con forma de pera.

Quizá le había visto por el barrio y por eso me resultaba tan familiar. Quizá me cruzaba habitualmente con él y su cara y su físico se me habían quedado grabados de forma subliminal. Quizá había elegido el Pandora porque era allí adonde solía ir, pese a no tener intención alguna de acudir a la cita. Quizá estaba dentro en aquel preciso momento…

Lo cierto es que dudo que creyera en aquella última posibilidad siquiera por un momento. Sin embargo, tenía tanta sed como para agarrarme a un clavo ardiendo mientras esto significara que también agarraría una jarra de cerveza. La remota posibilidad de que mi amigo se encontrara en el bar me llevó a buscar las razones necesarias para entrar yo mismo.

No estaba allí, por supuesto, pero la cerveza me supo muy bien.

No me quedé mucho tiempo, y cuando salí pasé un mal momento. Estaba seguro de que alguien me seguía. Caminaba por Broadway hacia el sur y hubiera jurado que el hombre que andaba a unos veinte o treinta metros detrás de mí había salido del bar poco después que yo. Doblé la esquina de la calle Sesenta y él hizo lo mismo, lo que no supuso precisamente una inyección de moral.

Crucé la calle y continué andando hacia el oeste. Él permaneció al otro lado de la calle. Era un hombre menudo, y llevaba una cazadora de popelina, un pantalón oscuro y una camisa fina. La escasa luz no me permitía verle la cara, pero no quería detenerme para observarle con detenimiento.

Antes de llegar a Columbus Avenue, cruzó la calle y empezó a andar por mi acera. Torcí hacia el centro por Columbus —que aproximadamente a esa altura pasa a ser la Novena Avenida— y cuál no sería mi sorpresa cuando vi que él también doblaba la esquina y me seguía. No sabía qué hacer. Podía despistarle; entrar en un portal y golpearle cuando pasara; o seguir andando y ver qué hacía.

Opté por seguir adelante. Segundos más tarde, se metió en un bar y allí acabó todo. No era más que otro pobre desgraciado en busca de un trago.

Llegué a Columbus Circle y cogí el metro para volver a casa, es decir, a mi segunda casa. En aquella ocasión no tuve tantas dificultades para encontrar Bethune Street. Estaba justo donde la había dejado. Abrí la puerta de abajo con la misma rapidez que si hubiera tenido la llave, subí a toda prisa los cuatro deprimentes tramos de escalera y llegué al apartamento de Rod en un abrir y cerrar de ojos. Tampoco tuve problemas con las tres cerraduras, ya que la puerta estaba cerrada únicamente con el pestillo, que conseguí tarjetear con una lámina de acero flexible, instrumento con el que, por cierto, se pierde menos tiempo que con una llave.

A continuación eché todos los cerrojos y me metí en la cama. No había conseguido nada y había cometido varias insensateces, a pesar de lo cual estaba acostado en la cama de Rod y me sentía satisfecho conmigo mismo. Había salido a la calle en lugar de esconderme y había hecho lo posible por asumir cierta responsabilidad sobre mi persona. Sin duda era una sensación agradable.