6

A las seis y veinticuatro minutos de aquella tarde los muchachos del Channel 7 habían dicho todo lo que cabía decir sobre la búsqueda de Bernard Rhodenbarr, el distinguido ladrón que se había convertido en un sanguinario asesino, en cinco estados. Dejé en mi plato uno de los mejores muslos de pollo del viejo y astuto coronel[2] y crucé la habitación para apagar el Panasonic de Rod. Ruth estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, olvidándose de su muslo de pollo mientras despotricaba contra la perfidia de Ray Kirschmann.

—¡Qué desfachatez! Se lleva mil dólares, ganados con el sudor de tu frente, y luego dice esas barbaridades sobre ti.

Según la versión de Ray, yo me había agazapado entre las sombras para saltar sobre él y Loren por sorpresa; sólo su osadía y perseverancia le habían permitido identificarme durante la pelea. «Hace años que sospecho que Rhodenbarr podía tener un comportamiento violento», había declarado a los periodistas. Me pareció que su ceñuda y enojada mirada no iba dirigida a las cámaras de televisión, sino, a través de ellas, a mí.

—Bueno, le hice una mala jugada —aclaré—. Por mi culpa ha quedado como un idiota delante de un compañero.

—¿Crees que está convencido de lo que dice?

—Claro que sí. Tú y yo somos las únicas personas en el mundo que no creen que haya matado a Flaxford.

—Y el verdadero asesino.

—Por supuesto —convine—. Pero es poco probable que confiese. Nadie aceptará mi palabra y no hay mucho que tú puedas hacer para probar nada. De hecho, ni siquiera sé por qué me crees.

—Tienes cara de persona honrada.

—Para ser un ladrón, es posible.

—Y yo soy una mujer muy intuitiva.

—Eso parece.

—J. Francis Flaxford… —farfulló.

—Descanse en paz.

—Sí… Nunca me he fiado de los hombres que escriben sólo la inicial de su nombre de pila. Siempre tengo la impresión de que llevan una especie de vida oculta. Hay algo retorcido en la manera que tienen de verse a sí mismos y en la imagen que ofrecen al mundo.

—¿No crees que estás generalizando?

—Bueno, no sé… pero ¿qué me dices de G. Gordon Liddy, E. Howard Hunt…?

—Compañeros de profesión…

—¿Tú también tienes segundo nombre, Bernie?

Hice un gesto de asentimiento.

—Grimes —dije—. El apellido de soltera de mi madre.

—¿Utilizarías el nombre «B. Grimes Rhodenbarr»?

—Nunca lo he hecho, y dudo que llegue a hacerlo alguna vez. De todos modos, eso no significaría que estuviera ocultando algo, sino que habría perdido el juicio. B. Grimes Rhodenbarr, por amor de Dios… Verás, hay mucha gente que no soporta su nombre de pila pero que está contenta con su segundo nombre, de manera que…

—Pues que lo cambien —me interrumpió ella—. Es completamente legal. El problema surge cuando dejan esa inicial delante, como quien no quiere la cosa. Es entonces cuando no me fío de ellos. —Sacó la punta de la lengua—. Además, me gusta mi teoría. Jamás se me ocurriría fiarme de J. Francis Flaxford.

—Creo que ahora sí puedes hacerlo. Estar muerto significa no poder hacer nada «como quien no quiere la cosa».

—Ojalá supiéramos algo más sobre él. Todo lo que sabemos es que está muerto.

—Bueno, es el dato más significativo de que disponemos. Si no estuviera muerto, no tendríamos por qué saber nada sobre ese hijo de puta.

—No deberías hablar así, Bernie.

—Supongo que no.

De mortuis[3], ya sabes…

Masticó lo que quedaba de su muslo de pollo, recogió los restos que habíamos dejado y se los llevó a la cocina. Me fijé en su pequeño trasero mientras caminaba y, cuando se inclinó para tirar los huesos a la basura, noté que se me hacía un nudo en la garganta, entre otras cosas. Luego se dispuso a servir dos tazas de café, mientras yo me obligaba a pensar en el difunto Francis Flaxford, con una J. delante del nombre y un R. I. P. detrás.

La noche anterior me había preguntado si el cadáver sería realmente el de Flaxford. Cabía la posibilidad de que otro ladrón hubiera estado trabajando en el apartamento. Pero ¿quién le había matado? ¿El mismo Flaxford?

No importaba. A todos los efectos, el cadáver era el de Flaxford, un empresario de cuarenta y ocho años de edad, con intereses en los negocios inmobiliarios, director de arriesgadas obras de teatro fuera del circuito de Broadway, vividor y hombre de mundo. Se había casado y divorciado hacía muchos años, vivía solo en su lujoso apartamento de la zona este y alguien le había hecho añicos el cráneo con un cenicero.

—Si tuvieras que matar a alguien —dijo Ruth—, no utilizarías un cenicero, ¿verdad?

—A Flaxford le gustaban los ceniceros voluminosos —le informé—. Tenía uno de cristal tallado en el salón con el que se podría derribar a un buey. Según dicen, el arma homicida fue un cenicero de cristal tallado; si era como el que yo vi, habrá bastado para hacer el trabajito. —Volví a mirar el reportaje del Post y, señalando su fotografía con un dedo, añadí—: No estaba nada mal.

—Esa clase de hombres no es mi tipo.

Las facciones de su cara eran agradables, tenía abundante cabello oscuro, que empezaba a encanecer a la altura de las sienes, y un bigote muy cuidado.

—Tiene aire distinguido.

—Si tú lo dices.

—Incluso elegante.

—Y también aficionado a los secretos y a hacer las cosas de tapadillo.

—Recuerda: de mortuis

—¡A la mierda con eso! Como decía mi abuela, si no tienes nada bueno que decir sobre alguien, dilo. Me pregunto cómo ganó tanto dinero. ¿A qué crees que se dedicaba?

—Aquí dice que era empresario.

—Eso sólo significa que ganaba dinero, pero no explica cómo.

—Tenía intereses en los negocios inmobiliarios.

—Eso se puede hacer cuando tienes dinero, como lo de ser director de obras de teatro fuera del circuito de Broadway. Es posible que ganase un montón de pasta con lo de los negocios inmobiliarios y lo perdiera con las obras de teatro. Siempre ocurre lo mismo. De todos modos, algo tenía que hacer para ganarse la vida, y apuesto a que se trataba de un asunto sucio.

—Quizá tengas razón.

—En ese caso, ¿por qué no lo menciona el periódico?

—Porque a nadie le importa. A la gente sólo le interesa que fue asesinado porque estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Da la casualidad de que un ladrón desequilibrado eligió su casa al azar y de que él estaba dentro en aquel momento. De ese modo J. Francis acudió a su cita con la muerte. Si hubiera llevado ropa interior de mujer en el momento del asesinato, habría sido un buen tema y los periodistas se hubieran molestado en investigar su vida. Pero sólo llevaba un batín de Brooks Brothers, con lo que su muerte no pasa de ser un tema anodino.

—¿Dónde dice que el batín era de Brooks Brothers?

—Me lo he inventado. Ignoro dónde compraba la ropa. El Times asegura que sólo llevaba un batín; el Post un albornoz.

—Tenía entendido que estaba desnudo.

—No, según los periódicos. —Traté de recordar si Loren había dicho algo sobre si estaba vestido o no—. Tal vez en la edición de la mañana del Daily News ponga que estaba desnudo. ¿Qué importa?

—Nada. —Estábamos sentados uno al lado del otro en el sofá Lawson. Ella dobló el periódico y lo dejó a un lado—. Ojalá supiéramos por dónde empezar —comentó—. Pero es como si tuviéramos que desatar un nudo sin saber dónde están los cabos. Lo único que tenemos es el cadáver y el hombre que te metió en este lío.

—Un hombre que además no conocemos.

—Es el señor Peonza. El señor Ojos de Chocolate. Un hombre estrecho de hombros y ancho de cintura que evita mirar a la gente a los ojos.

—Ese es exactamente el hombre que buscamos.

—Y que a ti te resulta vagamente familiar.

—Me resulta muy familiar, especialmente su voz.

—Pero no le conoces.

—No.

—Mierda. —Cerró las manos y las apretó contra sus muslos—. ¿No es posible que lo conocieras en la cárcel?

—No lo creo. Supongo que sería lo lógico. Eso explicaría por qué sabe que soy un ladrón de casas. El problema es que no recuerdo ninguna faceta de mi vida en que él esté presente. Quizá le vi en el metro o me crucé con él por la calle…

—Es posible. —Frunció el entrecejo—. Te ha tendido una trampa. Hay dos posibilidades: o él mató a Flaxford o sabe quién lo hizo.

—Dudo que haya matado a nadie.

—Pero debe de saber quién lo ha hecho.

—Tal vez.

—En ese caso, tenemos que encontrarle. Dijiste que no sabes cómo se llama. ¿Te dio un nombre falso?

—No. ¿Por qué?

—Podríamos intentar localizarle en ese bar…

—El Pandora. ¿Para qué quieres localizarle?

—No lo sé. Quizá para decirle que tienes la caja de cuero azul.

—¿Qué caja?

—La que fuiste a…

—No existe ninguna caja de cuero azul.

—Sí, claro… —reconoció ella—. Nunca ha habido tal caja, ¿verdad? No era más que un señuelo. —Frunció el entrecejo con un gesto de concentración—. Pero ¿por qué dijo que te esperaría en el Pandora?

—No lo sé, pero apuesto a que no se molestó en aparecer.

—Maldita sea, ¿por qué se citó contigo?

—Lo único que se me ocurre es que tuviera previsto avisar a la policía si yo aparecía en el bar, aunque supongo que eso tampoco tiene sentido. Quizá sólo pretendía que el asunto pareciera verosímil. —Cerré los ojos por un instante para recordar mis conversaciones con él—. De todos modos, hay algo interesante. Me parece que trató en todo momento de hacerme creer que era un tipo duro. ¿Por qué lo haría?

—Para que temieras engañarle, supongo.

—¿Y por qué habría de hacerlo? Ese tipo tiene algo enigmático. Creo que fingía ser un tipo duro porque no lo es. Ya sabes, mucho ruido y pocas nueces… Seguro que es una especie de embaucador. —Sonreí—. A mí me engañó, de eso no hay duda. Resulta difícil de creer que no hubiera ninguna caja azul en el piso. Logró convencerme de que la había y de que no quería que la abriera bajo ningún concepto.

—Aunque no le recuerdes de la cárcel, ¿crees que le habrán arrestado alguna vez?

—Es posible. Son gajes del oficio. Por muy bueno que seas, tarde o temprano acabas metiéndote en problemas. Te he contado lo de mi último arresto, ¿verdad?

—¿Cuando llamaste a un timbre estropeado?

—Sí. Acabé entrando en un piso con los inquilinos dentro. De pronto, me encontré con un hombre armado que me miraba con cara de pocos amigos y, cuando le dije que teníamos que intentar ser razonables y saqué mi dinero del bolsillo, resultó ser el presidente de no sé qué asociación anticrimen. Tenía tantas posibilidades de llegar a un acuerdo con él como de sobornar a un rabino con un sándwich de jamón. Te aseguro que no se limitaron a tirarme un libro a la cabeza: me tiraron toda la biblioteca.

—Pobre Bernie —se lamentó ella y puso una mano sobre la mía. A continuación nuestras miradas se encontraron, para luego separarse y dejarnos a solas con nuestros pensamientos.

Los míos se dirigieron, y no por primera vez, a la cárcel. Si me entregaba, seguramente podría llegar a un acuerdo con el fiscal declarándome culpable de homicidio en segundo grado, tal vez incluso con alguna circunstancia atenuante. Con toda probabilidad estaría en la calle al cabo de tres o cuatro años, contando con que consiguiera remisión de pena y la libertad condicional. Nunca había cumplido una pena tan larga, aunque la última vez había pasado una buena temporada a la sombra, año y medio, y si puedes aguantar ese tiempo, puedes aguantar cuatro años. En cualquier caso, lo que haces es seguir adelante y cumplir con tus tareas día a día.

Ahora ya no era tan joven y, para cuando saliera, ya tendría la friolera de cuarenta años. Pero ¿acaso no se dice que es más fácil cumplir una condena cuando eres mayor, porque parece que los meses y los años pasan con más rapidez?

En la cárcel no hay mujeres, ni manos suaves, ni traseros prietos y redondos. Hay hombres con traseros así, por supuesto, pero mis gustos son más bien convencionales.

—Bernie. ¿Y si acudo a la policía?

—¿Para entregarme? Lo comprendería si hubiera una recompensa, pero…

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué habría de entregarte? ¿Estás loco?

—Un poco. ¿Por qué quieres hablar con la policía?

—¿No tienen libros llenos de fotografías de criminales? Podría decir que he sido víctima de un estafador y que quiero que me enseñen algunas de esas fotografías.

—¿Y luego qué?

—Bueno, quizá le reconocería.

—Pero si nunca lo has visto, Ruth.

—Tras oír la descripción que has dado, tengo la sensación de que sería capaz de reconocerle.

—Pero sólo verías su cara, no su perfil.

—Entiendo.

—Por eso la llaman foto de frente.

—Creo que, en ese caso, no es un plan factible.

—No, supongo que no, Ruth.

Le giré la mano y acaricié la palma y los dedos hasta las yemas. Ella se acercó más a mí. Permanecimos sentados de aquel modo varios minutos, durante los cuales hice acopio de fuerzas para rodearle los hombros con un brazo. Cuando me disponía a dar el paso, ella se puso en pie y dijo:

—Ojalá pudiéramos hacer algo. Si supiéramos cómo se llama ese hombre, al menos tendríamos por dónde empezar.

—O si supiéramos por qué querían matar a Flaxford —puntualicé—. Alguien tenía un motivo para desear su muerte, ¿lo entiendes? Si supiéramos más sobre él, quizá sabríamos qué buscar.

—¿Y la policía no va a…?

—La policía ya sabe quién le ha matado. No habrá ninguna investigación, Ruth, porque para ellos el culpable soy yo y el caso está cerrado. Lo único que tienen que hacer es echarme el guante. Esta es la razón por la que la trampa resulta tan eficaz. Quizá sólo haya una persona en el mundo con motivos para matar a Flaxford, pero nadie lo sabrá jamás, porque el asesinato de Flaxford está envuelto en un paquete al que han puesto un lacito y una tarjeta en donde se puede leer mi nombre.

—¿Y si voy a la biblioteca y consulto el índice del New York Times? Quizá publicaron algo sobre él hace años y figura en el archivo de microfilmes.

Moví la cabeza en un gesto de negación.

—Si hubiera algo jugoso, ya lo habrían descubierto y lo habrían publicado en la necrológica.

—Tal vez haya algo que para nosotros tenga sentido. Merece la pena intentarlo, ¿no crees?

—Supongo.

Dio media docena de pasos en una dirección, luego volvió sobre ellos, dio media vuelta y volvió a comenzar. Era una imitación bastante buena de un león enjaulado.

—No puedo quedarme sentada —dijo—. Me crispa los nervios.

—Creo que no te gustaría la cárcel.

—¡Por Dios…! ¿Cómo puede soportarlo la gente?

—Día a día… —respondí—. Te invitaría a pasar la noche en la ciudad, Ruth, pero…

—No, tienes que quedarte aquí —dijo—. Me hago cargo de ello. —Cogió uno de los periódicos y empezó a pasar las páginas—. Tal vez haya algo interesante en la televisión —comentó. Resultó que ponían una película de gángsters de la Warner Brothers en la WPIX. Salía toda la banda: Robinson, Lorre, Greenstreet y un montón de viejos actores secundarios, cuyos nombres nunca me he preocupado de aprender pero cuyas caras sería incapaz de olvidar. Ruth se sentó a mi lado y vimos la película; al final me las arreglé para rodearle los hombros con un brazo, y, durante los anuncios, nos dimos un par de besos.

Cuando el último maleante se llevó su merecido y pasaron los títulos de crédito que anunciaban el final de la película, ella comentó:

—¿Ves? Los malos siempre pierden al final. No tenemos de qué preocuparnos.

—La vida —proclamé— no es una película de serie B.

—De acuerdo, pero tampoco es una epopeya de Cecil B. De Mille. Ya verás como las cosas salen bien, Bernie.

—Espero que tengas razón.

Comenzaron las noticias de las once y las vimos hasta que llegaron a la parte que nos interesaba. No se habían producido novedades en el caso Flaxford, y la información que dieron fue sólo una versión abreviada de lo que ya habíamos oído horas atrás. Luego notificaron un arresto por tráfico de drogas que se había llevado a cabo en Hunts Point; Ruth se acercó al televisor y lo apagó.

—Bueno, será mejor que me marche —dijo.

—¿Adónde?

—A mi casa.

—¿Y dónde está eso?

—En Bank Street. Cerca de aquí.

—Podrías quedarte un rato más —sugerí.

—Estoy cansada. Esta mañana me he levantado temprano.

—Si es por eso, podrías… dormir aquí —propuse.

—Será mejor que no, Bernie.

—Pero no puedes volver a casa a solas. Con lo tarde que es y en este barrio…

—Aún no son las doce, y este es el barrio más seguro de la ciudad.

—Me gusta que me hagas compañía —añadí.

Ella sonrió.

—Esta noche quiero ir a casa, de veras —insistió—. Quiero ducharme y quitarme esta ropa de encima…

—¿Y…?

—Y tengo que dar de comer a mis gatos. Los pobres deben de estar medio muertos de hambre.

—¿No pueden abrirse una lata ellos?

—No. Están terriblemente mimados. Se llaman Ester y Mordecai. Son abisinios.

—¿Por qué les pusiste nombres hebreos?

—¿Preferirías que los hubiera llamado Haile y Selassie?

—Ante tal alternativa…

La seguí hasta la puerta. Dio media vuelta con una mano en el tirador y nos besamos. Estuvo bien. Deseaba de veras que se quedara. Dejó escapar un ruido esperanzador desde el fondo de la garganta y se apretó contra mí un poco.

Entonces la solté. Ella abrió la puerta y dijo:

—Hasta mañana, Bernie.

Y se fue.