No recuerdo exactamente en qué momento me quedé dormido. Poco después de la medianoche me invadió un profundo agotamiento, por lo que me desnudé y me metí en la cama de Rod. Cuando estaba a punto de quedarme dormido, sentí una presencia extraña junto a la cama. Me dije que estaba siendo un estúpido. Abrí los ojos y vi que la presencia extraña no era más que una planta, un filodendro de hoja dividida que había en un soporte situado al lado de la cama. Pensé que en realidad tenía tanto derecho a estar allí como yo mismo. El caso es que, para entonces, mi sueño se había esfumado y no podía dejar de pensar frenéticamente en todos mis problemas.
Encendí la radio del equipo estéreo de Rod, bajé el volumen y me acomodé en una silla a la espera de que la música acabase y emitieran las noticias. Siempre ocurre lo mismo… cuando uno quiere escuchar música, ponen noticias cada quince minutos. Pues bien, lo contrario también suele ocurrir: uno nunca encuentra algo cuando lo necesita, ya sea un policía, un taxi o las malditas noticias.
Finalmente emitieron las noticias. El locutor utilizaba su voz sonora para informar de un montón de sandeces, sin mencionar que se había cometido un robo y un asesinato en la calle 67 Este.
Cambié de emisora, pero, como era de prever, tuve que esperar media hora a que empezara el próximo noticiario, pues en aquel momento estaban poniendo una música suave que sonaba a folk-rock. Cuando el cantante aseguró que la voz de su chica era como un trazo de tiza sobre la pizarra de su alma —juro que no lo estoy inventando—, me di cuenta de que tenía hambre. Fui a la cocina y, tras abrir cajones y alacenas y mirar en el frigorífico, pensé que aquella casa parecía la de la vieja madre Hubbard[1]. Al final di con una caja de arroz blanco del Tío Ben, una repulsiva lata de sardinas noruegas con salsa de mostaza y una colección de jarritas y latas de hierbas, especias y salsas que, de haberla tenido, me hubieran servido para condimentar la comida. Decidí preparar algo de arroz, pero una mirada al interior de la caja bastó para descubrir que no era el primer invitado sorpresa que había reparado en ella: el arroz blanco del Tío Ben se había transformado en mierda negra de cucaracha.
En otra alacena encontré una caja cerrada de espaguetis, y pensé que podría aprovecharlos con aceite de oliva, siempre que este no estuviera rancio, que lo estaba. En aquel momento empecé a dudar de que tuviera hambre, pero luego abrí otra alacena y descubrí que Rodney Hart era un verdadero loco de la sopa. Delante de mis narices, había sesenta y tres latas de sopa Campbell, y si sé el número exacto es porque las conté, y las conté porque quería saber exactamente cuánto tiempo podría seguir vivo sin salir de allí. Consumiendo una lata al día, tenía para dos meses, lo cual era tiempo de sobra, me dije, ya que mucho antes de que se me acabaran las provisiones habría pasado a manos de la policía, estaría cumpliendo condena por homicidio en primer grado y el problema de mi alimentación habría pasado a manos del estado.
Así pues, en realidad no había nada de qué preocuparse.
Empecé a temblar, pero traté de concentrarme en la tarea de abrir una lata. Considerando que la sopa era el fundamento de la existencia de Rod, tenía un abrelatas bastante primitivo, aunque cumplía su función. Eché la sopa concentrada de pollo con estrellitas en un puchero presumiblemente limpio, añadí agua, calenté el brebaje en la cocina, lo animé con un poco de tomillo y un pellizco de salsa de soja y me senté para comerla justo cuando la emisora de folk-rock emitía un resumen de cinco minutos de las noticias. Repitieron parte de las informaciones que ya había oído en la otra emisora, me dijeron mucho más de lo que quería saber acerca del tiempo y no hicieron alusión alguna al difunto J. F. Flaxford o al ladrón asesino que había acabado con él.
Terminé mi sopa y limpié la cocina. Luego abrí otras alacenas hasta que encontré la colección de botellas de Rod, que consistía fundamentalmente en una viejísima botella de licor de moras con un sospechoso poso oscuro en el fondo. Menudo tesoro. Sin embargo, y por increíble que parezca, también había una botella de whisky escocés con dos tercios de su contenido. No obstante, tenía pegada la etiqueta de cierta licorería y había sido embotellado en Hackensack, de manera que difícilmente podía pertenecer a la misma clase que un Chivas o un Pinch.
Pero los ladrones no pueden elegir. Permanecí sentado durante un buen rato, bebiendo el whisky escocés y viendo las películas de Channel 9 a última hora, apagando cada media hora (cuando me acordaba) para escuchar las noticias de la radio. No dijeron nada sobre J. Francis y sobre mí, aunque al cabo de un rato es probable que escuchara la noticia sin enterarme.
En una de esas tristes horas que preceden al amanecer conseguí dejar la televisión —después de terminar la botella de whisky— y meterme por segunda vez entre las sábanas de Rodney.
Lo siguiente que oí fue un golpe y la voz de una muchacha que decía:
—¡Mierda!
Nadie ha despertado jamás de manera más abrupta. Me había quedado dormido, tan profundamente que ni siquiera soñé, pero de pronto estaba despierto y destemplado. Además, había otra persona en el apartamento, una mujer y, a juzgar por su voz, estaba bastante cerca de mí.
No me moví, procurando respirar como uno respira cuando está dormido, con la esperanza de que no hubiera notado mi presencia pese a que era casi imposible. ¿Quién sería? ¿Qué demonios estaría haciendo allí? ¿Cómo iba a salir yo de aquel lío?
—Mierda —repitió, quitándome la palabra de la boca—. Te he despertado, ¿verdad? No era mi intención. Estaba regando las plantas sin hacer ruido, cuando he tirado ese maldito trasto. Espero que no le haya pasado nada a la planta. Siento haberte molestado.
—No importa —dije a la almohada sin apartar la cara de ella.
—Supongo que no volveré a necesitar mi talento para regar plantas —prosiguió—. ¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo?
—Un par de semanas.
—Rod no me dijo que habría alguien en el piso. Supongo que habrás llegado hace poco, ¿no?
—Anoche, a última hora —respondí.
—Bueno, no sabes cómo siento haberte despertado. ¿Sabes qué voy a hacer? Preparar una taza de café para los dos.
—Sólo hay sopa.
—¿Sopa?
De mala gana, me volví y, parpadeando, la miré. Estaba al lado de la cama. Había puesto el filodendro de hoja dividida en su sitio y estaba regando las raíces. La planta no parecía en muy mal estado y ella era una preciosidad.
Tenía el pelo corto y negro, la frente amplia, las facciones perfectamente proporcionadas, con la curvatura justa en la punta de la nariz y la cantidad de resolución exacta en la expresión de la barbilla; labios bien formados que, si bien no eran generosos, tampoco resultaban escasos; y orejitas rosas con lóbulos bien definidos. (Había leído recientemente un libro de bolsillo sobre cómo determinar el carácter y la salud de las personas a partir de las orejas, de ahí que me fijara en tales cosas. Sus orejas, según aquella fuente, parecían perfectas).
Llevaba pantalones de pintor blancos, que demostraban su buen criterio al apretarse a ella con fuerza. Empezaban a clarear a la altura de las rodillas y del trasero. La camisa era vaquera, con botones tipo perla y adornos de flores estampadas. También llevaba un pañuelo rojo al cuello y calzaba mocasines de piel.
Sólo podía censurarle que estuviera en mi piso, bueno, en el de Rod. Estaba regando las plantas y poniendo en peligro mi seguridad. Sin embargo, cuando pensé en todas las mañanas en que había despertado solo y en cómo me hubiera sentido de ver a aquella muchacha en mi habitación… Qué injusto era todo. Las mujeres, la policía, los taxis, las malditas noticias… Nunca los tienes a mano cuando los necesitas.
—¿Sopa? —Volvió la cara hacia mí y sonrió sin mucha convicción. Tenía los ojos azules, verdes o de ambos colores, y los dientes blancos y bien alineados—. ¿Qué clase de sopa?
—Pues prácticamente cualquiera que desees: sopa de alubias rojas, de fideos con queso, de crema de espárragos, de tomate, de queso cheddar.
—No me digas que hay sopa de queso cheddar…
—¿Te he mentido alguna vez? Si no me crees, compruébalo tú misma: están en la alacena. Campbell la hace y Rod la almacena. Aparte de la sopa no hay nada, excepto algo de arroz con cucarachas.
—Me parece que no es muy práctico con las cosas de la casa. ¿Hace mucho que le conoces?
—Somos viejos amigos —mentí—, aunque no le he visto durante los últimos años. —Eso sí era verdad.
—¿Amigos de la universidad o de Illinois?
La situación se complicaba. ¿De qué universidad hablaba? ¿A qué parte de Illinois se refería?
—De la universidad —me arriesgué a responder.
—Y ahora has venido a Nueva York y te quedas hasta… —Los ojos verdes o azules se abrieron de par en par—. ¿Hasta cuándo? No serás actor, ¿verdad?
Confesé que no lo era. Pero entonces ¿qué demonios era? Improvisé una historia, sentándome en la cama y tapándome con la sábana hasta el cuello. Le dije que había estado trabajando en el negocio de alimentación que mi familia tenía en Dakota del Sur, negocio que habíamos vendido a un competidor por un buen precio, y que ahora quería pasar una temporada a solas en Nueva York antes de decidir qué hacer con mi vida. Conté mi historia de forma que pareciera muy sincera y aburrida, con la esperanza de que ella perdiera interés y se acordara de alguna cita urgente. Sin embargo, mis palabras debieron de resultarle más fascinantes que a mí, ya que permaneció pendiente de cada una de ellas, sentada en el borde de la cama con los dedos entrelazados sobre las rodillas y los ojos muy abiertos, con expresión inocente.
—Quieres encontrarte a ti mismo… —comentó—. Es muy interesante.
—Bueno, nunca he creído que estuviese perdido. Aunque ahora que realmente no tengo nada que hacer…
—En cierto modo, me encuentro en la misma situación. Me divorcié hace cuatro años. Por aquel entonces tenía trabajo, aunque no era un trabajo muy exigente; luego lo dejé y ahora estoy en paro. Pinto un poco, diseño joyas y últimamente me he dedicado a los vidrios de colores. No es lo que hace todo el mundo, sino algo que más o menos he inventado yo. Son esculturas tridimensionales de estilo libre. El problema es que no estoy muy segura de si lo hago bien o no. Es decir, no sé si son simplemente un pasatiempo. Si descubro que es sólo eso, no me interesa, porque yo no quiero pasatiempos. Quiero hacer algo, aunque todavía no sé el qué. O al menos creo que no lo sé. —Me miró batiendo las pestañas—. Supongo que no querrás sopa para desayunar, ¿verdad? ¿Qué te parece si salgo un momento y traigo unos cafés? No tardaré ni un minuto. El tiempo justo para que te vistas.
La muchacha llegó a la puerta antes de que tuviera ocasión de hacer objeción alguna. Cuando la cerró, me levanté de la cama y fui al servicio —debería evitar mencionarlo, pero era la primera vez en mucho tiempo que sabía lo que estaba haciendo—. Luego me puse la ropa del día anterior y me senté en mi silla favorita para ver quién entraba por la puerta de mi nuevo apartamento.
Sin duda podría ser la señorita de las plantas, dispuesta a servir el desayuno al joven serio y formal de Dakota del Sur, pero también los servidores de la ley.
«¿Qué te parece si salgo un momento y traigo unos cafés?». Por supuesto… Aquello significaba que había reconocido al ladrón asesino, o asesino ladrón —o mamón viperino o lo que se prefiera—, y aprovechaba la oportunidad para a) escapar de sus garras y b) dejar que se hiciera justicia.
Pensé en huir, pero me dije que no tenía sentido hacerlo. Mientras existiera la posibilidad de que no avisara a la policía, aquel piso era un lugar mucho más seguro que la calle. Supongo que el factor más importante de aquel razonamiento era la inercia. Tenía la sangre llena del asqueroso whisky escocés que me había tragado la noche anterior y la cabeza hecha un almacén de quincalla oxidada, de modo que resultaba más fácil quedarse sentado que echar a correr.
Podía seguir con aquella historia, pero ¿por qué? No tuve que esperar a que abriera la puerta para saber que volvía sola. Oí sus pasos, y no hay manera de que un grupo de sabuesos suba por una escalera y haga el mismo ruido que una frágil señorita. Así pues, antes de que abriera la puerta, ya me había tranquilizado, aunque, cuando lo hizo y apareció por ella su fresca y bonita cara, debo confesar que me quedé prendado.
Había traído café y enseguida se puso a preparar una cafetera. Mientras lo hacía, charlamos relajadamente de cosas triviales. Había tenido ocasión de preparar mis mentiras durante su ausencia, así que cuando me dijo que se llamaba Ruth Hightower, yo no dudé en decirle que me llamaba Roger Armitage. A partir de aquel momento nos tuteamos.
Le comenté que la línea aérea había perdido mi equipaje, adelantándome a la posibilidad de que se le ocurriera reparar en mi falta de pertenencias. Ella dijo que era típico de las líneas aéreas y convenimos en que una civilización capaz de mandar a un hombre a la Luna no tiene por qué extraviar un par de maletas. Acercamos un par de sillas a ambos lados de la mesa y nos bebimos nuestro café con las tazas desportilladas de Rod. Era un buen café.
Hablamos durante un buen rato, y me identifiqué tanto con mi personaje que acabé sintiéndome cómodo con él. Quizá fue por la influencia del entorno, Rod había dicho que al propietario le gustaban los actores, así que tal vez el edificio estuviera repleto de ellos…
En cualquier caso, yo era un Roger Armitage perfecto, el típico chico que acababa de llegar a la ciudad, y ella era la señorita que había conocido en una situación delicada pero graciosa. Así pues, a los pocos minutos, me vi a mí mismo tratando de encontrar una manera natural de preguntarle si conocía bien a Rod y qué importancia tenía en su vida…
Pero ¿qué demonios importaba? El futuro de nuestra relación carecía de importancia porque esta ya pertenecía en su mayor parte al pasado. En cuanto ella se marchara, tendría que pensar en poner los pies en polvorosa. Aquella mujer no era una estúpida y tarde o temprano averiguaría quién era yo, y cuando esto ocurriera, me convendría estar en otra parte.
De pronto, ella dijo:
—He intentado por todos los medios acabar de regar las plantas y marcharme sin despertarte, pero en realidad debería haberme largado enseguida, ya que tú mismo te habrías ocupado de cuidar de las plantas. Pero no he pensado en eso y la verdad es que me alegro de no haberlo hecho. Estoy disfrutando con nuestra conversación.
—Yo también, Ruth.
—Es fácil hablar contigo. Suelo tener problemas para hablar con la gente. Sobre todo con los hombres…
—Resulta difícil de creer que no te sientas a gusto con cualquiera.
—¡Qué cosas más bonitas dices! —Sus ojos… Ya había advertido que abarcaban la gama del verde al azul, variando según el humor del que estuviera o la luz que los iluminase. Sus ojos, como estaba diciendo, me miraron tímidamente bajo sus pestañas entornadas—. Hace un buen día, ¿verdad?
—Sí —convine.
—Un poco frío, aunque el cielo está despejado. Pensé en traer unos bollos, pero no sabía si te apetecería algo aparte del café.
—Con el café es suficiente. Además es muy bueno.
—¿Quieres otra taza?
—Gracias.
—¿Cómo quieres que te llame? ¿Bernie o Bernard?
—Como prefieras.
—Creo que te llamaré Bernie.
—Así es como me llama la mayoría de la gente —dije—. ¡Oh, Dios mío…! —exclamé a continuación.
—Tranquilo, Bernie. —Inclinándose hacia la mesa y esbozando una sonrisa, se acercó a mí y puso su suave y pequeña mano sobre la mía—. No tienes por qué preocuparte —dijo.
—¿De veras?
—Por supuesto. Sé que no has matado a nadie. Soy una persona extremadamente intuitiva. De no haber estado segura de que eres inocente, no habría tirado la planta y…
—¿La tiraste a propósito?
—Bueno, primero tuve mis dudas, pero luego le di una patada al soporte para que rebotara contra la pared y cayese al suelo.
—Así pues, lo sabías desde el principio.
—Tu nombre aparece en todos los periódicos, Bernie. Y también en tu carnet de conducir y los papeles que llevas en la cartera. Te he registrado los bolsillos mientras dormías. No conozco a muchas personas que duerman tan profundamente como tú.
—¿A cuántas conoces?
Por increíble que parezca, se ruborizó.
—Bueno, yo… ¿Qué estaba diciendo?
—Que me registraste los bolsillos.
—Sí, y he creído reconocerte. Había una foto en el Times esta mañana, aunque no se te parece mucho. ¿Es verdad que cortan el pelo tan corto cuando te meten en la cárcel?
—Desde que Sansón derribó el templo, hacen las cosas con la mayor precaución.
—Pues me parece horrible… Bueno, el caso es que, en cuanto te vi, comprendí que no podías haber matado al tal Flaxford. Tú no eres un asesino. —Frunció un poco el entrecejo—. Aunque supongo que eres un auténtico ladrón.
—Eso parece.
—Pues sí, eso parece. ¿Es cierto que conoces a Rod?
—No muy bien. Hemos jugado a póker en un par de ocasiones.
—Pero él no sabe cómo te ganas la vida, ¿verdad? Por cierto, ¿cómo conseguiste sus llaves…? Pero qué tonta soy, ¿para qué las necesitarías? He visto todos esos instrumentos que llevas en el pantalón. Parecen realmente eficaces. ¿No es necesario utilizar una palanqueta para abrir puertas?
—Sólo si eres torpe.
—Pero tú no lo eres, ¿verdad? Tu oficio tiene un aspecto muy… sexual, ¿no te parece? ¿Cómo has acabado dedicándote a algo así? Bueno, en teoría es el hombre quien debe hacer esta pregunta a la chica, ¿no? Al parecer, tenemos un montón de cosas de qué hablar, y seguro que son mucho más interesantes que todas esas tonterías sobre Roger Armitage y el negocio de alimentación de Dakota del Sur. Apuesto a que nunca has estado en Dakota del Sur…, aunque eres muy hábil mintiendo. ¿Quieres un poco más de café, Bernie?
—Sí —respondí—, creo que sí.