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Era un hombre grueso, cuyo físico recordaba a un boliche hinchado. Aunque no era muy corpulento, quizá no lograra encontrar su talla de pantalón en ninguna tienda. Seguramente por las mañanas se ponía el cinturón a tientas.

Tenía la cara ovalada y papuda, aunque sus facciones resultaban anodinas. Sólo sus ojos llamaban la atención. Los tenía grandes y vivos, y me recordaron a los besos de chocolate Hershey —su tonalidad marrón era exactamente la misma—. Tenía el cabello negro y liso, y empezaba a clarear por arriba, de modo que la raya le llegaba casi a la coronilla. Supongo que rondaba los cincuenta. Por suerte soy ladrón, jamás podría ganarme la vida adivinando la edad y el peso de la gente en un parque de atracciones.

Lo conocí una noche en un local llamado Bar Rilete —apuesto a que la persona que bautizó el establecimiento se sintió muy orgullosa de la ocurrencia—. El Bar Rilete, en que sirven bebidas contenidas en la clase de recipiente que su nombre indica, se encuentra en la Segunda Avenida, a la altura del número setenta. Es un tugurio para solterones y, a menos que seas uno de los dueños y quieras comprobar cuánto dinero ha entrado en la caja registradora, sólo hay una razón para ir allí… Yo había ido precisamente por esa razón, aunque aquella noche la selección de señoritas asequibles era tan deslumbrante como el menú de la cena en un bote salvavidas. Había decidido largarme en cuanto vaciara mi vaso de vino, pero alguien pronunció mi nombre a la altura de mi hombro.

Aquella voz me resultó un tanto familiar. Me volví y allí estaba el hombre que he descrito, tratando infructuosamente de mirarme a los ojos. Mi primer pensamiento fue que no era policía, y me sentí aliviado. Luego pensé que su cara, al igual que su voz, me resultaba familiar. Finalmente me dije que no lo conocía. No recuerdo el cuarto pensamiento, aunque es posible que lo tuviera.

—Quiero hablar contigo —dijo—. Se trata de algo que te interesará.

—Podemos hablar aquí mismo —dije—. ¿Nos conocemos?

—No, pero supongo que podemos hablar aquí; no hay mucha gente, ¿verdad? Imagino que el fin de semana tendrán más movimiento.

—Normalmente sí… —comenté y luego añadí—: ¿Vienes por aquí a menudo?

—Es la primera vez.

—Qué interesante. Yo no suelo venir mucho. Quizá un par de veces al mes. Pero es interesante que nos encontremos aquí, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, tú me conoces a mí y yo a ti no. Sin embargo, me resultas familiar, no sé por qué, y aun así…

—Te he seguido.

—¿Qué dices?

—Podríamos haber hablado en tu barrio, en uno de esos garitos de la Setenta y dos que frecuentas, pero creo que el tío vive por allí, ¿comprendes? Joder, me refiero al lugar donde come ese tipo…

—Por supuesto —dije como si todo estuviera claro.

Pero no era así. Lo cierto es que en aquel momento no tenía idea de lo que aquel hombre quería. El camarero acudió a nuestra mesa y me enteré de que mi acompañante quería un whisky escocés con agua; cuando le sirvieron su copa y volvieron a llenar mi vaso de vino, me enteré de algo más.

—Quiero que me consigas algo —prosiguió.

—¿De qué estás hablando?

—Sé quién eres, Rhodenbarr.

—Menuda sorpresa. Al parecer, sabes mi nombre, pero yo no sé el tuyo…

—Sé a qué te dedicas, Rhodenbarr. Hablaré claro: eres un ladrón.

Presa de nervios, miré alrededor. El tipo hablaba en voz baja y el volumen de las conversaciones que se estaban manteniendo en el bar era alto, pero de todas formas traté de averiguar si nuestra conversación había llamado la atención de alguien. Tras comprobar que no era así, repuse:

—No sé de qué estás hablando…

—Basta de gilipolleces.

—Está bien —respondí. Bebí un trago de vino y añadí—: Se acabaron las gilipolleces.

—Necesito que robes una cosa para mí. Está en un piso; puedo decirte cuándo estará vacío. El edificio tiene algunas medidas de seguridad, es decir, un conserje las veinticuatro horas del día, pero carece de sistema de alarmas o algo así. Sólo el conserje.

—Parece fácil —comenté instintivamente. Luego, encogiéndome de hombros, añadí—: Se diría que sabes bastantes cosas de mí.

—Por ejemplo a qué te dedicas.

—Sí, a eso me refiero. Así pues, también sabrás que trabajo solo…

—No tengo previsto entrar en el edificio contigo, muchacho.

—Y que sólo trabajo para mí…

Frunció el entrecejo.

—Vamos, Rhodenbarr, esto es pan comido. Un simple trabajo de una hora a cambio de cinco mil dólares. Creo que es un buen negocio.

—No está mal.

—Calcula cuánto sacarías si trabajaras por eso cuarenta horas a la semana…

—Doscientos mil semanales —contesté de inmediato.

—Es una cantidad de cojones.

—Sí, la verdad es que… Espera, deja que lo calcule… Al año ascendería a diez millones, contando con dos semanas de vacaciones en verano…

—Una cantidad de la leche.

—O una semana en verano y otra en invierno. Quizá esta sería la mejor solución. Aunque también podría ir de vacaciones en primavera y otoño para aprovechar los precios de la temporada baja. Claro que, si ganara diez millones de dólares al año, supongo que no tendría sentido ahorrar. Apuesto a que empezaría a soltar billetes a diestro y siniestro. Sí, volaría en primera clase, iría en taxi a todas horas, me llevaría cajas enteras de vino Mondavi en lugar de comprar una mísera botella de vez en cuando, con lo que sin duda ahorraría un diez por ciento por cada caja, aunque al final tampoco ahorraría porque acabaría bebiendo más que de costumbre. Naturalmente la tensión podría acabar afectándome, aunque tendría las dos semanas de vacaciones para desahogarme y…

—Muy gracioso.

—Sólo son los nervios.

—Está bien. ¿Has acabado de decir tonterías…? Quiero que hagas lo que te he dicho. Se trata de algo que necesito y para ti es fácil conseguirlo. Además el precio es justo, ¿no te parece?

—Depende de lo que quieras que robe. Si se trata de un collar de diamantes valorado en un cuarto de millón de dólares, los cinco mil dólares equivalen al salario de un culi.

Su cara se torció para transformarse en lo que pretendía ser una sonrisa. En cualquier caso, no consiguió iluminar el bar con ella.

—No es un collar de diamantes —aseguró.

—Magnífico.

—Lo que vas a robar vale para mí cinco de los grandes, aunque para cualquier otra persona no valga nada.

—¿De qué se trata?

—De una caja —respondió y luego, como ya he contado, pasó a describirla—. Tendrás información del lugar, el piso, todo… Será como robar caramelos en la calle.

—Nunca robo caramelos en la calle.

—¿Qué?

—Por los gérmenes.

Apartó la idea de la cabeza con un movimiento de sus pequeñas manos y dijo:

—Ya sabes a qué me refiero. Basta de chistes, ¿eh?

—¿Por qué no lo robas tú mismo? —Me miró—. Conoces el apartamento, su distribución… También sabes lo que buscas, que, por cierto, es más de lo que yo sé y más de lo que quiero saber. ¿Por qué no te ahorras los cinco mil pavos…?

—¿Y encargarme del trabajo yo mismo?

—¿Por qué no?

Hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Hay ciertas cosas que no hago —contestó—. No me extirpo el apéndice, no me corto el pelo, no arreglo las tuberías de mi casa. Verás, con las cosas importantes, aquellas que requieren la mano de un experto, lo que hago es buscar a un experto.

—¿Y crees que soy el experto que necesitas?

—Exacto. Las cerraduras son para ti como la grasa para un ganso. Al menos eso es lo que me han dicho.

—¿Quién te lo ha dicho?

El hombre se encogió de hombros.

—Hoy en día es difícil recordar las cosas —replicó.

—Yo siempre las recuerdo.

—Qué extraño —apostilló—. Tengo tales agujeros en la memoria que uno podría caer por ellos. —Me tocó el brazo—. Esto se está llenando. ¿Qué te parece si nos vamos? Sigamos charlando en la calle para aclarar el asunto.

Así pues, salimos a la calle y, aunque no robamos caramelo alguno, llegamos a un acuerdo y quedamos en que yo estaría localizable durante la próxima semana. No había tiempo que perder.

Entonces dijo:

—Me pondré en contacto contigo, Rhodenbarr. La próxima vez que te vea te diré la dirección, la hora y todo lo que debes saber. Además, recibirás tu anticipo de mil dólares.

—No sé por qué, pero creía que me los darías ahora.

—No los llevo encima. Con la cantidad de rateros y drogatas que hay, no es aconsejable salir a la calle por la noche con tanta pasta encima.

—Sí, las calles no son seguras.

—Es la selva.

—Podrías darme la dirección ahora —sugerí—. Y el nombre del tipo al que vaciaré la hucha. Necesito tiempo para estudiar la situación.

—Tendrás todo el tiempo que necesites.

—Bueno, creí que…

—Además, te aseguro que, en este momento, no tengo ni el nombre ni la dirección. Ya te he dicho que tengo muy mala memoria.

—¿De veras?

—Juraría que sí.

Me encogí de hombros.

—Debo de haberlo olvidado.

Aquella misma noche pasé varios minutos preguntándome por qué había aceptado aquel trabajo y llegué a la conclusión de que tenía dos motivos. El dinero era el primero, motivo que desde luego no era nada trivial. La certeza de hacerme con cinco mil dólares, así como la seguridad de que el plan ya estaba hecho, era más importante que organizar un trabajo desde el principio y luego regatear con un perista.

Pero el dinero no era el único motivo. La verdad es que intuía que sería imprudente dar una respuesta negativa a mi nuevo y seboso amigo. El problema no consistía en que hubiese un motivo aparente por el que temer si le mandaba a la mierda. Sencillamente no parecía una buena idea.

Además, estaba la curiosidad. ¿Quién demonios era aquel sujeto? Si no le conocía, ¿por qué me resultaba tan familiar? Y aún más importante, ¿por qué me conocía él a mí? Si él era un profesional y me había reconocido como a otro profesional, ¿por qué habíamos estado perdiendo el tiempo como dos pájaros tropicales participando en un ritual de apareamiento? Por supuesto, no esperaba necesariamente llegar a conocer las respuestas a estas preguntas, pero tenía la sensación de que podría dar con ellas si llegaba al final del asunto. Por otro lado, en aquel momento no tenía ningún trabajo en perspectiva y el dinero que tenía ahorrado no duraría toda la vida.

Hay un pequeño restaurante en Amsterdam Avenue, entre la Setenta y cuatro y la Setenta y cinco, al que voy un par de veces al mes. El propietario es un turco que tiene un bigote intimidatorio y cocina una comida tan turca como él, aunque menos intimidatoria. Dos días después de mi primera reunión con mi nuevo amigo, estaba sentado delante de la barra; acababa de zamparme un estupendo tazón de sopa de lentejas y, mientras esperaba a que me sirvieran mis hojas de uva rellenas, me entretuve mirando una colección de pipas de espuma de mar que había en una vitrina de cristal. El hombre del bigote va a Turquía cada primavera y vuelve con una bolsa llena de pipas que, según insiste, son mejores que cualquiera de las que uno puede comprar al contado en Dunhill. No fumo en pipa, así que no me siento tentado; sin embargo, cada vez que como allí, admiro la colección y trato de recordar si hay algún fumador de pipa en la tierra del que sea lo bastante amigo para comprarle una de esas preciosidades. Nunca recuerdo a nadie.

—Mi viejo solía fumar en una de espuma de mar —dijo una voz familiar a mi lado—. Era la única pipa que tenía, y debía de fumar en ella unas cinco o seis veces al día. Con el paso de los años acabó más negra que un dos de picas. Tenía un guante especial que se ponía en la mano con que sostenía la pipa. Siempre se sentaba en la misma silla y se dedicaba a fumar en su pipa con toda la lentitud y tranquilidad del mundo. También tenía un estuche especial, donde la guardaba cuando no fumaba. Un estuche forrado de terciopelo azul.

—Apareces en los momentos más insospechados.

—Un día se le rompió —prosiguió—. No sé si se le cayó, se rompió en el estuche o si era demasiado vieja… No tengo ni idea. La memoria, ya sabes…

—Como un tamiz.

—Peor aún. Lo curioso es que mi viejo no se compró una nueva. Ni una de espuma de mar ni una de brezo. Nada. Simplemente dejó de fumar, eso es todo. Cada vez que pienso en ello, me digo que quizá nunca creyó que pudiera perder aquella pipa y que, cuando ocurrió, se dio cuenta de que no hay nada en la tierra que dure eternamente, por lo que decidió que nada era importante y que no volvería a fumar. Y eso fue lo que hizo.

—Supongo que tendrás un motivo para contarme esta historia, ¿no?

—En absoluto. Simplemente lo he recordado mientras miraba esas pipas. No quiero interrumpirte la comida, Rhodenbarr.

—Podría decirse que ya lo has hecho.

—Estaré en la esquina limpiándome los zapatos. No creo que tardes mucho, ¿verdad?

—Creo que no.

Se marchó. Me comí las hojas de uva. No tenía intención de tomar postre, pero finalmente pedí una ración excesivamente dulce de baklava y una taza de café turco negro y espeso. Pensé en tomar otra, pero supuse que me mantendría cuatro años despierto y deseché la idea. Así pues, pagué la cuenta al hombre del bigote y fui al puesto del limpiabotas que había en la esquina.

Mi amigo me entregó la información que necesitaba acerca de J. Francis Flaxford y su caja de cuero azul. En realidad, dijo más de lo que quería saber, aunque no respondió a ninguna pregunta importante.

Cuando le pregunté cómo se llamaba, deslizó su mirada por mi frente y me obsequió con una mirada de decepción.

—Podría darte un nombre —respondió—, pero ¿qué sabrías que no sepas ya? No habría muchas posibilidades de que fuera verdadero, ¿no es así?

—Desde luego.

—Entonces ¿por qué hemos de complicarnos la vida? Todo lo que necesitas saber es dónde y cuándo conseguir la caja, que es de lo que acabamos de hablar, y cómo y dónde has de dármela para llevarte los cuatro mil restantes.

—¿Significa eso que vamos a planearlo por adelantado? Creía que sólo tenía que ocuparme de mi trabajo y que un buen día aparecerías hablándome al oído en una tienda de ultramarinos. O que quizá te encontraría en la lavandería que hay en el sótano de mi casa cuando bajara a echar los calcetines a la secadora.

Suspiró y dijo:

—Entrarás en casa de Flaxford a las nueve o nueve y media. A las once y media, como muy tarde, ya habrás salido. No te costará mucho sacar una caja de un escritorio. Lo mejor será que a continuación te vayas a casa, bebas algo, te duches, te cambies de ropa y todo lo demás… —«Y que me deshaga de las herramientas de trabajo y los diversos objetos que pueda haber birlado», pensé—. Tómalo con calma. Más tarde, acudirás a un local agradable que no queda lejos de tu casa. Hay un bar en Broadway con… creo que es la Sesenta y cuatro, llamado Pandora. ¿Lo conoces?

—He pasado por delante de él.

—Es un sitio agradable y tranquilo. Ve allí, digamos… a las doce y media y siéntate en una de las cabinas que hay en la parte trasera. No hay camarera, así que tendrás que pedir en la barra lo que quieras beber y llevártelo a la mesa.

—Me parece que será mejor que me ponga un traje.

—Es un lugar discreto y tranquilo, no se meten en tus asuntos. Sé puntual, aunque tal vez tengas que esperar media hora.

—¿Tú aparecerás a la una?

—Así es. Si surge algún problema, espera hasta la una y media, luego coge la caja y vuelve a casa. De todos modos no habrá problemas.

—Claro que no —convine—. Pero supongamos que alguien intenta quitarme la caja.

—Pues coge un taxi, por amor de Dios. No conviene que vayas por ahí a esas horas. Espera un momento… —Guardé silencio—. ¿Crees que te robaría por cuatro mil dólares de mierda? ¿Por qué habría de hacer eso?

—Porque sería más barato que pagarme.

—¡Dios Santo! —exclamó—. ¿Y cómo podría pedirte que trabajaras para mí otra vez? Mira, si quieres, llévate una pistola para estar más tranquilo, aunque sospecho que lo único que conseguirás es ponerte nervioso y un disparo en el pie. Te juro que no tienes de qué preocuparte. Tráeme la caja y tendrás cuatro de los verdes.

—Verdes… —repetí.

—¿Qué?

—Verdes… Cuatro de los grandes…

—¿De qué estás hablando?

—Bueno, estaba pensando que tienes muchas formas de referirte al dinero. Eres como un diccionario de argot.

—¿Qué pasa con mi forma de hablar, Rhodenbarr?

—Nada —contesté—. Es culpa mía. Los nervios, supongo. Me pongo tenso.

—Sí —dijo pensativamente—, seguro…

Me senté en el sofá de Rod y consulté mi reloj. Faltaba poco para la medianoche. Aunque había salido del apartamento de Flaxford con tiempo de sobra, no parecía que pudiera llegar al Pandora a la hora convenida. Mis mil dólares de anticipo no eran más que un recuerdo y los cuatro mil restantes nunca serían míos; a la una de la madrugada mi anónimo amigo estaría tomando su whisky escocés y preguntándose por qué habría decidido dejarle plantado.