Afortunadamente las aceras estaban casi vacías; de lo contrario, tal vez habría tropezado con alguien. Gracias a ello, logré llegar a la esquina sin detenerme, como si estuviera corriendo campo a través, y para cuando doblé a la izquierda en la Segunda Avenida, la lógica y la falta de resuello se aliaron para restar fuerza al pánico que me embargaba. Al parecer, nadie me perseguía. Me puse a andar a paso ligero. Incluso en Nueva York la gente suele mirarte cuando corres. Es posible que no se les ocurra hacer nada, pero el hecho es que me crispa los nervios.
Al cabo de un rato, levanté la mano y llamé a un taxi que se dirigía hacia el sur. Le di mi dirección y, tras doblar un par de esquinas, cambió de rumbo, aunque para entonces yo también había cambiado de planes. Mi apartamento se encuentra en lo alto de un edificio relativamente nuevo del West End, a la altura de la calle Setenta y uno. En los días despejados —de vez en cuando hay alguno— se puede ver, si no el horizonte, al menos el World Trade Center y ciertas partes de Nueva Jersey. Es un refugio perfecto contra los agobios de la ciudad y las adversidades de la fortuna, por eso di mi dirección al taxista sin pensarlo dos veces.
Sin embargo, también era el primer lugar al que irían a buscarme Ray Kirschmann y los suyos. Lo único que tenían que hacer era mirar en la guía de teléfonos.
Me recosté en el respaldo del asiento y me llevé instintivamente la mano al bolsillo izquierdo de la chaqueta en busca de un paquete de cigarrillos, que en el pasado sin duda hubiera estado allí. Si viviera en aquel piso de la calle 67 Este, pensé, podría sentarme en la butaca de cuero verde y vaciar los restos de tabaco de mi pipa en el cenicero de vidrio tallado. Sin embargo, las circunstancias eran muy distintas…
«Calma, Bernard. Trata de pensar fríamente», me dije.
Tenía varias cosas en que pensar. Por ejemplo, quién había invertido mil dólares en tenderme una trampa para que me acusaran de asesinato y por qué aquel hombre con forma de pera me había elegido para interpretar el papel de imbécil. Pero no tenía tiempo de dedicarme a pensamientos tan profundos. Había logrado escapar, pero sólo porque un poli había perdido el sentido providencialmente y el otro había reaccionado con lentitud en el momento en que yo reaccionaba con una rapidez impropia de mí. La huida quizá me había dado ventaja, pero sólo de unos minutos y podía perderla antes de que me diese cuenta.
Tenía que desaparecer por un tiempo y esconderme. Por el momento había conseguido que los perros perdieran mi pista y ahora debía recuperar la tranquilidad de mi madriguera antes de que volvieran a encontrar el rastro. Por cierto, me resultaba desagradable que todos mis pensamientos se centraran en la caza del zorro y cosas así.
Deseché tales pensamientos y traté de concentrarme en los aspectos concretos de mi situación. Mi apartamento quedaba descartado, estaría atestado de polis en menos de una hora. Tenía que escabullirme a algún sitio, con cuatro paredes, techo y suelo, donde me sintiera a salvo. Debía ser un lugar con el que nadie me relacionara y donde no pudieran descubrirme. Además, debía estar en Nueva York, porque si salía de mi territorio, corría el peligro de que me reconocieran.
El piso de un amigo…
El taxi avanzaba hacia el norte mientras yo repasaba mi lista de amigos y llegaba a la conclusión de que no tenía ni uno en cuya casa pudiera presentarme de improviso. La cuestión es que siempre procuro evitar las malas compañías. Fuera de la cárcel (y prefiero estar fuera de ella todo el tiempo posible) nunca me relaciono con otros ladrones, atracadores, timadores, estafadores o granujas de semejante calaña. Si uno está entre rejas, la verdad es que no puede escoger; pero cuando estoy en la calle, me limito a tratar con personas que, aunque no sean estrictamente honestas, no pertenecen al mundo de la delincuencia. Quizá mis amigos birlen a sus jefes material de oficina, se saquen deducciones fiscales de la manga o ignoren las multas por aparcamiento indebido, pero ninguno de ellos es un presidiario, al menos que yo sepa, y que ellos sepan, yo tampoco.
Por tanto, no es de extrañar que no tenga lo que se suele llamar amigos íntimos. Como ninguno de ellos sabe toda la verdad sobre mí, nunca he llegado a cultivar una intimidad verdadera. Con algunos juego al ajedrez o al póker. Hay un par de jóvenes con los que de vez en cuando voy a ver un combate o un partido de béisbol. A veces salgo a cenar con alguna chica o voy al teatro o a un concierto y, en ciertas ocasiones, comparto con ella la almohada. Sin embargo, hace ya mucho tiempo que no hay un hombre en mi vida al que pueda considerar un verdadero amigo, y casi el mismo que no tengo una relación seria con una mujer. Supongo que se trata de esa obsesión actual por la independencia, agravada por la naturaleza solitaria de un ladrón de casas reservado.
Nunca había tenido ocasión de lamentarme de todo esto hasta aquel momento, excepto en las malas noches que se dan de vez en cuando, cuando tu propia compañía es la peor del mundo y no hay persona alguna a la que conozcas lo bastante bien como para llamarla a las tres de la madrugada… En fin, al parecer no había nadie sobre la faz de la tierra a quien pudiera pedir que me ocultase. Por otro lado, no habría servido de nada, ya que de haber tenido un amigo o una amante, su casa hubiera sido el primer objetivo de la policía, presentándose en ella un par de horas después de que yo me hubiera largado.
—¿Quiere que dé media vuelta?
La voz del taxista me sacó de mi ensimismamiento. Se había detenido ante un stop y se había girado para mirarme con dificultad por el tabique de plexiglás que le mantenía a salvo de los viajeros homicidas.
—Estamos en la Setenta y uno Oeste —anunció—. ¿Quiere bajar en esta acera o en la otra? —Yo también le veía con dificultad. Me levanté el cuello del abrigo y me encogí dentro de él como si fuera una tortuga sobresaltada—. Oiga, ¿doy media vuelta o qué?
—Por favor.
—¿Significa eso que sí?
—Sí, eso significa que sí.
Esperó a que el tráfico se despejara, giró describiendo la típica vuelta ilegal de ciento ochenta grados y a continuación frenó con suavidad delante de mi mismísima casa. Quizá podía perder un minuto y entrar a toda prisa, coger algo de ropa y el dinero que guardo para los casos de urgencia. Estaría fuera en un abrir y cerrar de ojos…
No.
El taxista levantó la mano, dispuesto a detener el taxímetro.
—Un momento —dije—. Lléveme al centro.
Su mano quedó suspendida sobre el taxímetro como si fuera un ruiseñor sobre una flor. Luego la apartó y se volvió de nuevo para mirarme con irritación.
—¿Que le lleve al centro?
—Así es.
—¿Ya no le gusta este sitio?
—No es como lo recordaba.
En sus ojos apareció la típica expresión neoyorquina de cautela del que acaba de comprender que está tratando con un lunático.
—Sí, claro… —dijo entonces.
—Ya nada es lo mismo —añadí temerariamente—. El barrio se ha ido a la mierda.
—¡Dios Santo…! —exclamó en cuanto arrancó el taxi—. Verá, amigo, esto no es nada. Debería ver el lugar en que vivo. Está en el Bronx. No sé si conoce el Bronx, pero ya que habla de barrios de mala vida…
Y eso es exactamente lo que hizo: hablar de barrios de mala vida, y no paró hasta que llegamos al extremo oeste de Manhattan. Lo mejor de la conversación fue lo predecible que resultó. No tuve que prestar atención. Tan sólo dejé que mi mente vagara mientras mi boca se llenaba con los apropiados gruñidos, murmullos de aprobación y «no-me-digas» que la ocasión requería.
Así pues, volví a repasar la lista de los supuestos amigos que puedo considerar como tales: los aficionados al ajedrez, a los que derrotaba rutinariamente ante el tablero; los tramposos con las cartas, a los que ganaba al póker también de forma rutinaria; los aficionados al deporte; los compañeros de copas; y, por supuesto, la serie desconcertantemente corta de mujeres con que había mantenido últimamente la clase de relación más superficial que quepa imaginar…
¡Rodney Hart!
Su nombre acudió a mi mente como una pelota alta que pasa por el lateral derecho cerca de la base del bateador. Un tipo alto, enjuto, con unas cejas altas y pobladas y una nariz bastante larga, cuyas aletas solían ensancharse cuando tenía en las manos algo mejor que dos pares. Lo había conocido en una partida de póquer hacía un año y medio y, desde entonces, le había visto sólo dos veces lejos del tapete: una en un bar del Village, en que nos encontramos por casualidad y tomamos un par de cervezas charlando, y otra cuando consiguió el papel de segundo protagonista en una efímera obra off-Broadway y yo fui a los camerinos cuando acabó la función en compañía de una joven dama a la que estaba intentando causar impresión (por cierto, no funcionó).
¡Mi querido Rodney Hart!
¿Qué tenía de maravilloso Rodney? Bueno, en primer lugar, sabía que vivía solo y, aún más importante, no estaba en casa y no volvería a la ciudad hasta dentro de dos meses. Hacía aproximadamente una semana que había ido a la partida de póquer para anunciar que no podríamos seguir zurrándole. Acababa de firmar para una compañía que iba a hacer la gira de Dos si vienen por mar e iba a recorrer Estados Unidos de arriba abajo para llevar a las provincias la idea de la cultura que tienen en Broadway. Incluso había dejado escapar la innecesaria información de que no iba a subarrendar el piso. «No merece la pena —había dicho—. Hace años que lo tengo y pago un precioso alquiler de noventa al mes. El propietario ni se molesta en pedir las subidas a que tiene derecho. Parece mentira, pero le gusta alquilar pisos a actores. La emoción del maquillaje y todas esas tonterías… Le encanta. Bueno, el caso es que prefiero pagar noventa al mes a permitir que algún cabronazo se siente en mi retrete y duerma en mi cama».
Él no lo sabía, pero el cabronazo que iba a sentarse en su retrete y a repantigarse entre sus sábanas de percal era ni más ni menos que Bernard Rhodenbarr. Y ni siquiera iba a pagarle noventa al mes por el privilegio.
Pero ¿dónde demonios vivía?
Creía recordar que en alguna parte del Village y decidí que era todo cuanto necesitaba saber mientras estuviera en aquel taxi. Sin duda me convertiría en un pasajero memorable. Mi fotografía no tardaría en llenar los periódicos y el taxista podría, por primera vez en su infeliz vida, llegar al extremo de atar cabos.
—Aquí está bien —dije.
—¿Aquí?
Estábamos en alguna parte de la Séptima Avenida, a un par de manzanas de Sheridan Square.
—Pare el taxi —insistí.
—Usted manda —respondió el taxista, utilizando una frase que siempre me ha parecido la manera más educada de expresar desprecio. Saqué la cartera, pagué, le di una propina que justificara su desprecio y, mientras lo hacía, comencé a arrepentirme de haber entregado los mil dólares a Ray y Loren. Desde luego, no era la mejor inversión de mi vida. Si en aquel momento hubiera tenido los mil pavos, tal vez habría gozado de cierta libertad de movimientos. Sin embargo, todo lo que tenía, después de ajustar cuentas con el taxista, eran setenta dólares y el cambio. Además, parecía poco probable que Rod fuera de esa clase de personas que dejan cantidades sustanciosas de dinero en un piso vacío.
A propósito, seguía sin saber dónde demonios vivía.
Encontré la respuesta en una cabina telefónica, pensando, mientras hojeaba la guía, en la providencial circunstancia de que Rod fuera actor. Digamos que ninguna de las personas que conozco tienen su número en la guía; los actores, sin embargo, son de otra raza. Lo hacen todo excepto escribir su número de teléfono en la pared de los servicios —y algunos incluso eso—. Mi querido Rod figuraba en la guía, por descontado, y a diferencia de Hart, que es un apellido bastante común, Rodney es un nombre bastante poco común, de modo que allí estaba, alabado sea Dios, con su piso de Bethune Street, en las mismas entrañas de la zona oeste del Village. Se trataba de una calle tranquila, aislada, una calle que los turistas jamás hollaban. ¿Podía encontrar mejor sitio que aquel?
En la guía no sólo se indicaba la dirección sino también el número de teléfono —como acostumbran indicar las guías de teléfono—, de manera que invertí una moneda de diez centavos en una llamada, lo cual es algo que suelo hacer antes de allanar una morada. Dejé que sonara siete veces, en mi opinión, es suficiente. Pero soy una persona escrupulosa, y siempre dejo que los teléfonos de los pisos en que existe la posibilidad de entrar a robar suenen doce veces. Este, sin embargo, sonó sólo siete antes de que alguien descolgara, momento en que estuve a punto de vomitar.
—Siete, cuatro, uno, nueve —dijo una suave voz femenina, ante la que dejé de sentir arcadas y me relajé. Los actores incluyen su número de teléfono en la guía por el mismo motivo por el que disponen de un contestador automático. El número que acababan de darme no era otro que las cuatro últimas cifras del de Rodney. Me aclaré la garganta y pregunté cuándo volvería a la ciudad, y la señora de la dulce voz me informó amablemente de que estaría de gira durante quince semanas más, que en aquel momento se encontraba en San Luis y que podía darme el número de su hotel si lo deseaba. No lo deseaba, por supuesto. Reprimí el infantil impulso de dejar un mensaje gracioso y colgué el auricular.
Aunque me costó un poco, conseguí encontrar Bethune Street, y avancé por ella hacia el oeste hasta localizar el edificio de Rodney. Estaba a manzana y media de Washington Square, en un barrio de casas de ladrillo rojo y almacenes. El edificio que yo buscaba era una casa de cinco pisos, humilde pero honesta, que resultaba indistinguible de las colindantes de no ser por los herrumbrosos números que tenía junto a la puerta.
Aguardé en la calle por un momento para asegurarme de que no había llamado la atención de nadie y a continuación entré disimuladamente en el zaguán. Miré detenidamente la fila de botones que había en la pared por si encontraba en ella nombres de actores y actrices ilustres; sin embargo, Helen Hayes no figuraba en ninguna parte y los Lunt tampoco. Rod, en cambio, sí estaba. El nombre «R. Hart» aparecía escrito en tinta en el botón correspondiente al del inquilino del piso 5-I. Como había cinco plantas y dos pisos por planta, aquello significaba que vivía en la última planta y en la parte interior del edificio. ¿Podía encontrar lugar más discreto que aquel?
Como es difícil resistirse a la fuerza de las viejas costumbres, apreté el timbre con decisión y esperé por si había alguien en el piso que pudiese contestar. Afortunadamente no fue así. Entonces se me ocurrió llamar a otros timbres elegidos al azar —es algo que suelo hacer cuando trabajo—. La gente te abre la puerta sin el menor reparo y si por casualidad asoman la cabeza al pasillo para ver quién es, lo único que tienes que hacer es sonreír y decir que has olvidado la llave. Funciona de maravilla. El problema era que Rod vivía en el último piso, lo que suponía que tenía que pasar por todas las plantas, y si alguien me veía, podría reconocerme en caso de que los periódicos publicaran mi fotografía, por lo que tendría que refugiarme allí durante una temporada.
Así pues, no merecía la pena correr el riesgo, por pequeño que este fuera, sobre todo teniendo en cuenta que tardaría unos cinco segundos en abrir la puerta principal del edificio.
Subí a toda prisa hasta el último piso y respiré hondo, tratando de tranquilizarme. La puerta de Rod estaba indicada con la señal 5-I; me detuve frente a ella y agucé el oído. Por debajo de la puerta que había al fondo del pasillo, la 5-E, no se veía luz alguna. Llamé a la puerta de Rod y aguardé; volví a llamar y a continuación saqué mi instrumental.
La puerta de Rod tenía tres cerraduras. Algún aficionado había tratado de forzar una de ellas con un destornillador o un cincel, aunque no parecía que hubiera tenido éxito. Había un cilindro Medeco, una cerradura de seguridad Segal, provista de una barra de acero con que se atrancaba la puerta desde dentro, y un pedazo de chatarra que habrían instalado sólo para molestar. Empecé por la tercera y luego ataqué la Segal. Esta es un buen seguro para evitar que un drogata entre en tu casa y resulta difícil de abrir con la ganzúa; sin embargo, yo tenía las herramientas adecuadas, de modo que no me entretuvo mucho rato. Las gachetas cedieron y la barra de acero se deslizó a un lado por la corredera. Sólo faltaba el Medeco.
La cerradura cilíndrica Medeco la anuncian como una cerradura antirrobo, lo cual es, por supuesto, una verdadera estupidez. En realidad, no existe tal cerradura, aunque la exageración es excusable. Lo único que significa es que hay que hacer dos trabajos al mismo tiempo. Pongamos que eres criptógrafo y que te dan un mensaje que fue codificado por una persona cuya lengua materna es el serbocroata, un idioma que desconoces. Pues bien, tienes que descifrar el código y aprender el idioma al mismo tiempo. Esto no es exactamente lo que tuve que hacer con la Medeco, pero es la mejor explicación que se me ocurre.
Fue complicado y cometí algunos errores. De pronto, oí que abrían una puerta y estuve a punto de sufrir un infarto, pero la puerta estaba en el piso de abajo y, hasta cierto punto, conservé la calma. A continuación volví a intentarlo y volví a meter la pata; entonces acerté y… «ábrete sésamo». Entré rápidamente y eché los tres cerrojos, como si fuera la doncella de un cuento.
Lo primero que hice fue asegurarme de que, esta vez, en el piso no había más cuerpos que el mío. No me costó demasiado. El piso tenía una habitación amplia en la que habían levantado una estantería a modo de tabique a fin de disponer de un pequeño dormitorio. La cocina era pequeña y tenía mal aspecto. El cuarto de baño era todavía más pequeño y tenía peor aspecto; en cuanto encendí la luz, varias cucarachas salieron corriendo, despavoridas. La apagué y volví al salón.
Un lugar acogedor, pensé. Los muebles parecían viejos, probablemente habían sido adquiridos de segunda mano, pero en su conjunto el piso resultaba bastante cómodo. Había varias plantas, palmeras, filodendros y otros cuyos nombres ignoraba. En las paredes había carteles, pero no de los de Bogart o el Che Guevara, sino de los que imprimen para anunciar exposiciones en las galerías. Miró, Chagall y otros que me eran tan desconocidos como algunas plantas. Al final llegué a la conclusión de que, para ser actor, Rod tenía bastante buen gusto.
La alfombra era un andrajoso pedazo de moqueta de color granate que medía metro y medio. La cenefa de un lado estaba a punto de soltarse y la del otro no se veía por ninguna parte. En ciertos puntos estaba totalmente deshilachada y su aspecto general era lamentable. Pensé que la próxima vez me acordaría de traer la Bokhara, cuyo estado era mucho mejor que el de aquella alfombra de mala muerte.
De pronto, empecé a temblar.
La Bokhara no era una alfombra de mala muerte, desde luego. Loren sólo se había desmayado sobre ella. En cambio, la que había en él otro dormitorio sí que debía de serlo…
¿Quién había matado a aquel hombre? ¿Quién era? ¿Quizá el mismo J. Francis Flaxford? Según la información que me habían dado, tenía que estar fuera de casa desde las ocho y media hasta medianoche, como muy pronto. Sin embargo, si el único propósito de dicha información era conseguir que me acusaran de asesinato, no debía darle mucho crédito.
Un hombre… muerto. En el dormitorio. Alguien le había machacado la cabeza y su cuerpo todavía estaba caliente. Magnífico…
Si al menos hubiera tenido la precaución de echar un vistazo al apartamento tras entrar en él, el asunto habría sido muy diferente. Sin duda hubiera descubierto al fiambre y hubiera puesto pies en polvorosa. Para cuando el ilustre equipo formado por Kirschmann y Kramer hubiera hecho acto de presencia, yo ya habría estado en mi pequeña torre de acero y cristal, tomando un whisky escocés y mirando al sur, al World Trade Center, con una sonrisa en los labios. Ahora, en cambio, era un maldito fugitivo de la justicia y, a todas luces, el asesino de un asesinado al que ni siquiera conocía. Y como mi sangre fría había brillado por su ausencia, había reaccionado ante la situación de dos maneras: a) utilizando la fuerza bruta y b) poniendo tierra de por medio. Así pues, si en algún momento había existido la remota posibilidad de convencer a alguien de que yo jamás había matado a nada más evolucionado que una cucaracha o un mosquito, había desaparecido sin dejar rastro.
Desesperado, empecé a andar de un lado a otro. Busqué algo de beber en los armarios y no encontré nada. Volví al salón, me senté, decidí que la silla en que me había sentado antes era más cómoda y al final deseché ambas y me tumbé en el sofá.
De repente, empecé a pensar en el curioso hombrecillo que me había metido en aquel lío.