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El primer poli que entró me resultó desconocido, era muy joven y con cara de novato. A su compañero lo reconocí de inmediato. Era un tipo canoso, de abundante papada, barriga y una nariz larga y aguileña. Se llamaba Ray Kirschmann y llevaba en la policía de Nueva York desde la época en que iban armados con mosquetes. Ya me había arrestado hacía años y en aquella ocasión demostró ser un hombre razonable.

—Hijo de mala madre… —dijo, bajando su arma y poniendo una mano sobre el arma de su joven compañero—. Se trata de Bernard, el hijo de la señora Rhodenbarr. Guarda la pipa, Loren. Bernie es un caballero de la cabeza a los pies.

Loren enfundó el arma y respiró hondo. Los ladrones no son los únicos desgraciados que se ponen nerviosos cuando abren una puerta que no es la suya. Por eso no es de extrañar que Ray se asegurase de que su joven compañero atravesaba el umbral antes que él.

—Hola, Ray —le saludé.

—Encantado de verte, Bernie. Te presento a mi nuevo compañero, Loren Kramer. Loren, te presento a Bernie Rhodenbarr.

Nos saludamos y yo le tendí la mano. Este gesto pareció confundir a Loren que, tras mirarme la mano, trató torpemente de sacar el par de esposas que llevaba colgadas del cinturón.

Ray se echó a reír.

—¡Por amor de Dios! —exclamó—. ¿A quién se le ocurre esposar a Bernie? El hombre que tienes delante no es un matón desequilibrado, Loren, sino un ladrón de casas profesional.

—Bueno, yo… —balbuceó el joven.

—Cierra la puerta, Loren.

Loren cerró la puerta sin molestarse en echar el pestillo y yo traté de calmarme un poco. Hasta el momento no habíamos llamado la atención y los vecinos no se habían apiñado en el pasillo, de manera que me propuse pasar el resto de la noche bajo el techo de mi querida casa.

Educadamente dije:

—No te esperaba, Ray. ¿Vienes por aquí a menudo?

—Serás hijo de puta… —Sonrió—. Con los años te estás volviendo un chapucero, ¿lo sabías? Estábamos en el coche cuando recibimos la queja de una mujer que había oído ruidos sospechosos. Pero si siempre has sido tan silencioso como un ratón. ¿Cuántos años tienes, Bernie?

—Cumplo treinta y cinco en abril. ¿Por qué?

—¿Eres Tauro? —inquirió Loren.

—Soy Géminis.

—Mi esposa es Tauro —apostilló el joven policía. Había soltado la porra del enganche y se golpeaba rítmicamente con ella la palma de la mano.

—¿Por qué? —volví a preguntar, lo cual dio lugar a un momento de confusión, ya que Loren intentó explicar que su esposa era Tauro debido a la fecha en que había nacido, mientras que lo que yo quería saber era por qué Ray me había preguntado la edad. Ray pareció lamentar haber sacado el tema.

—Me refería a que los años te están convirtiendo en un chapucero —explicó Ray—. Eso de hacer ruido y llamar la atención es impropio de ti.

—No he hecho ruido alguno.

—Hasta esta noche.

—Me refiero a esta noche. Además, acabo de llegar.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Hace unos minutos; quizá quince o veinte como mucho. Ray, ¿estás seguro de que habéis entrado en el piso correcto?

—Hemos entrado en el que hay un ladrón, ¿no?

—Cierto, cierto —admití—. Pero ¿os han dicho de qué piso se trataba? ¿Era el 311?

—Bueno, no nos dieron el número, pero dijeron que era el piso exterior derecha de la tercera planta. Es decir, este.

—Mucha gente confunde la derecha con la izquierda.

Ray me miró. Loren se golpeó la palma de la mano con la porra y se las arregló para dejarla caer al suelo. La porra rebotó en la alfombra china y Loren la recogió mientras Ray le fulminaba con la mirada.

—Te aseguro que no he hecho tanto ruido en toda la noche —comenté.

—Verás, Bernie…

—Quizá se refirieran al piso de arriba. Quizá la mujer sea inglesa. Enumeran los pisos de forma diferente. Al primer piso lo llaman planta baja, ¿sabías?, de modo que lo que llaman tercer piso estaría en la tercera escalera, que para nosotros es el cuarto piso y…

—Jesús…

Miré a Loren y luego de nuevo a Ray.

—¿Estás loco o qué? ¿Quieres que te lea tus derechos para que recuerdes que eres un delincuente al que han cogido con las manos en la masa? ¿Qué leches te pasa, Bernie?

—Pues que acabo de llegar. Y no he hecho nada de ruido.

—En ese caso, quizá el gato del piso de al lado tiró una planta al suelo y lo nuestro sólo ha sido cuestión de suerte y hemos entrado aquí por equivocación. Pero eso no cambia las cosas. Tú sigues estando aquí, ¿no es así?

—Sí, así es. —La sonrisa que se dibujó en mis labios debió de ser de tristeza—. Sin duda habéis tenido suerte. Lo que tengo entre manos esta noche supone mucha tela.

—¿De veras?

—Ya lo creo.

—Qué interesante… —dijo Ray.

—¿Os ha dado la llave el conserje?

—Quería subir y abrirnos la puerta, pero le dijimos que permaneciera en su sitio.

—Así pues, excepto vosotros, nadie sabe que estoy aquí.

Los policías se miraron mutuamente. El contraste entre ellos era evidente: Ray llevaba su viejo uniforme de siempre; Loren, joven y pulcro, llevaba uno recién lavado.

—Hasta el momento, así es.

—¿De veras?

—Un arresto como este puede venirnos muy bien a mí y a Loren. Nos serviría de mucho. Incluso podríamos conseguir una felicitación gracias a él.

—Vamos, no es para tanto… —objeté.

—Siempre cabe la posibilidad.

—Y una mierda. No me has atrapado por iniciativa propia. Has venido por una queja de la que te has enterado por radio. Nadie va a colgarte una medalla.

—No te falta razón —convino Ray—. ¿Tú qué opinas, Loren?

—Bueno… —dijo el joven, mordisqueándose el labio inferior pensativamente. A diferencia del resto de su uniforme, la dichosa porra estaba desgastada y tenía arañazos. Tuve la impresión de que se le caía con frecuencia y sobre superficies más abrasivas que una alfombra china.

—¿Cuánta tela llevas encima, Bernie?

No tenía sentido regatear. Suelo llevar mil dólares para urgencias y esa era la cantidad que llevaba en aquel momento. No obstante, los mil pavos que llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón eran los que me habían adelantado por el trabajo de aquella noche, así que, si se los entregaba a mis amigos los polis, a excepción de dos horas de mi tiempo y lo que me costara el taxi, no perdería nada. En cuanto a mi amigo el de los ojos vivos, se quedaría sin sus mil dólares, pero así eran las cosas: tendría que olvidarse de ellos.

—Mil dólares.

Observé la expresión de Ray Kirschmann. Creó que consideró la posibilidad de sacarme más, pero seguramente llegó a la conclusión de que era todo lo que tenía. Además era innegable que la tajada no estaba nada mal, dado que sólo tenía que dividirla en dos partes.

—Es mucha tela —reconoció—. ¿La llevas encima?

Saqué el dinero y se lo entregué. Meneó los billetes como si fuera un abanico y los contó con la mirada, procurando que no se notara demasiado.

—¿Has cogido alguna cosa de aquí, Bernie? Porque si ponemos en el informe que no había nadie y luego el inquilino denuncia un robo, se nos puede caer el pelo.

Me encogí de hombros.

—Siempre podéis decir que me largué antes de que llegarais —dije—, aunque no será necesario, Ray. No he encontrado nada que merezca la pena robar. Acabo de llegar y lo único que he tocado ha sido el escritorio.

—Podríamos registrarle —sugirió Loren. Ray y yo le fulminamos con la mirada y el joven se sonrojó—. Era sólo una idea —añadió.

Le pregunté de qué signo era.

—Virgo —contestó.

—En teoría va bien con Tauro.

—Ambos son signos de la tierra —dijo—. Mucha estabilidad…

—Estoy de acuerdo.

—¿Te interesa la astrología?

—No especialmente.

—Creo que tiene muchas cosas positivas. Ray es Sagitario.

—Joder… —exclamó Ray. Volvió a mirar el dinero, encogió un poco los hombros, dobló los billetes y les encontró alojamiento en su bolsillo. Loren observó sus movimientos con aire un tanto melancólico. Sabía que recibiría su parte más tarde y aun así…

Ray se mordisqueó una uña.

—¿Cómo has entrado, Bernie? ¿Por la escalera de incendios?

—Por la puerta principal.

—¿Has pasado por delante de las narices de ese payaso de ahí abajo? Estos conserjes son la leche…

—Bueno, es un edificio muy grande.

—Sí, claro, aunque tú no desentonas, con esa pinta tan impecable estilo zona este y la ropa que llevas… —Vivo en la zona oeste y normalmente llevo vaqueros—. Y encima habrás venido con una maleta, ¿no?

—No exactamente. —Señalé la bolsa de Bloomingsdale—. Sólo traje eso.

—Mejor aún. Bien, creo que ya puedes cogerla y marcharte. Aunque… espera un momento. Será mejor que salgamos nosotros primero. Si no, tendríamos que explicar por qué hemos tardado tanto tiempo en salir, etcétera, etcétera… Eso sí, que no se te vayan los dedos cuando nos larguemos, ¿eh?

—Aquí no hay nada que llevarse —respondí.

—Quiero que me des tu palabra, Bernie.

—La tienes —dije solemnemente, conteniendo la risa.

—Espera tres minutos y luego lárgate. No te entretengas más tiempo, Bernie.

—De acuerdo.

—Bien —dijo.

Se dio media vuelta, pero cuando se disponía a abrir la puerta, Loren Kramer dijo que tenía que ir al cuarto de baño.

—Jesús… —exclamó Ray.

Loren preguntó:

—¿Sabes dónde está, Bernie?

—Ni idea. Regístrame si quieres —ironicé—. Es una broma…

—¿Qué?

—No he pasado del escritorio —dije—. Pero supongo que el retrete debe de estar por ahí atrás.

Loren fue a buscarlo mientras Ray se quedaba meneando la cabeza. Le pregunté cuánto tiempo hacía que Loren era su compañero.

—Demasiado —respondió.

—Entiendo.

—No es un mal chico, Bernie.

—Parece simpático.

—Sí, pero es un estúpido de mierda… Y lo de la astrología me saca de quicio. ¿Crees que vale para algo esa idiotez?

—Tal vez.

—Ya, pero aunque así sea, ¿a quién leches le importa? ¿A quién le importa que su esposa sea Tauro? Eso sí, la tía está buenísima. Loren, en cambio… Joder, estaba dispuesto a registrarte. Cuando has dicho «Regístrame», el muy gilipollas ha estado a punto de hacerlo.

—Creo que sí.

—Sin embargo, tiene una cosa buena: sentido común. Hace un tiempo me asignaron uno de esos tipos honestos… Menuda mierda. Incluso pagaba sus cafés. Al menos Loren sabe cerrar los dedos cuando alguien le pone dinero en la mano.

—Gracias a Dios.

—A eso me refiero, Bernie. Si hay algo que le gusta, es la pasta, aunque supongo que su esposa se la gastará con la misma rapidez con que él la lleva a casa. ¿Crees que será porque es Tauro?

—Tendrás que preguntárselo a Loren.

—Quizá me lo diga si se lo pregunto. De todas formas, uno puede soportar un montón de estupideces a cambio de un poco de sentido común, eso no puedo negarlo. En fin, espero que no se mate con su maldita porra, dándose con ella en la rodilla o algo así… Bernie, quítate los guantes.

—¿Qué?

—Sí, hombre, los guantes de goma. No conviene que los lleves por la calle.

—Gracias —dije y me los quité. En algún lugar del piso Loren tosió y tropezó con algo. Me metí los guantes en el bolsillo.

—Las herramientas del oficio… —comentó Ray—. Prefiero tratar con profesionales, tíos como tú. Joder… imagina que hubiéramos tenido que encerrarte esta noche, que el conserje hubiera subido con nosotros y no hubiese habido manera de solucionar el asunto. Me habría quedado sin dinero, pero al menos estaría tratando con un profesional.

En algún lugar sonó la cisterna de un retrete. Contuve un impulso de consultar mi reloj.

—Te sientes más cómodo —prosiguió—. ¿Sabes a qué me refiero? Verás, esta noche, al entrar por esa puerta, no sabía qué demonios encontraríamos al otro lado.

—Conozco la sensación —aseguré al tiempo que tendía la mano para coger la bolsa de la compra. De pronto, la expresión que Ray tenía en la cara hizo que me volviera para ver qué estaba mirando. Se trataba de Loren, que estaba al fondo de la habitación con la boca tan abierta como el túnel de Holanda y la cara más pálida que una mascarilla de cirujano.

—En… en… el… dormitorio —tartamudeó. Y a continuación añadió precipitadamente—: Cuando volvía del lavabo, he entrado por equivocación en el dormitorio y he visto a ese tío… Está muerto, con la cabeza machacada y sangre por todas partes, sangre caliente. ¡El tipo todavía está caliente! ¡No puedo creerlo! ¡Dios, lo sabía, no puedes fiarte de un Géminis, lo sabía, mienten como bellacos, Dios, Dios…!

Loren cayó pesadamente sobre la alfombra, la que podría ser de Bokhara.

Ray y yo nos miramos mutuamente.

Hablando de profesionalismo, apenas había pasado un momento cuando los dos perdimos la cabeza. Él se quedó donde estaba, como abobado, sin intentar coger la pistola ni acercarse a mí, sin mover un solo músculo, inmóvil, plantado sobre sus pies planos, porque seguro que tenía los pies planos. En cuanto a mí, tuve una reacción impensable, una reacción de la que ninguno de los dos jamás me hubiera creído capaz.

Salté sobre él. Él seguía mirándome boquiabierto, demasiado perplejo para reaccionar, y yo embestí contra él, le empujé con todas mis fuerzas y eché a correr. Salí zumbando por la puerta y encontré la escalera en el mismo lugar en que la había dejado, bajé a toda prisa los dos tramos y atravesé el vestíbulo a la velocidad para cuya definición fue acuñada la expresión «como alma que lleva el diablo».

El conserje, tan atento como siempre, me abrió la puerta.

—¡Me acordaré de usted cuando llegue la Navidad! —dije a voz en grito. Y me alejé sin esperar una respuesta.