Pasadas las nueve cogí mi bolsa de la compra de Bloomingsdale y salí del portal al mismo paso que un individuo rubio, alto y de facciones un tanto equinas, con un maletín que parecía demasiado delgado para resultar útil. Tenía el aire de un modelo de alta costura, podríamos decir. Vestía uno de esos modernos gabanes a cuadros y llevaba el pelo cortado a mechones y algo más largo que yo.
—¡Vaya, volvemos a encontrarnos! —dije mintiendo descaradamente—. Parece que por fin ha quedado un día bastante bueno.
Sonrió, totalmente dispuesto a creerse que éramos vecinos y nos dirigíamos unas palabras de vez en cuando.
—Sí, pero esta tarde hace un poco de fresco —comentó.
Convine en que hacía fresco. Pocas cosas podría haber dicho con las que yo no me hubiera mostrado de acuerdo gustosamente. Tenía aspecto respetable y se dirigía hacia el este por la calle Sesenta y siete, de ahí mi interés en él. No quería hacerme amigo suyo ni jugar a balonmano con él ni que me dijera el nombre de su peluquero ni proponerle que intercambiáramos recetas de pastas de té. Sólo quería que me ayudara a pasar por delante del conserje.
El conserje en cuestión estaba plantado delante de un edificio de ladrillo de siete pisos situado a media manzana de distancia, y durante la última media hora había permanecido casi tan inmóvil como el mismo edificio. Yo le había dado ese tiempo para abandonar su puesto y él no había aprovechado la oportunidad, de manera que no me quedaba más remedio que pasar por delante de sus narices, lo cual es más fácil de lo que cabría pensar y, desde luego, más fácil que las distintas alternativas que había considerado previamente: dar la vuelta a la manzana y atravesar otro edificio para meterme por el respiradero de la parte trasera del edificio que a mí me interesaba; subir cual mosca humana por la escalera de incendios y escurrirme como el agua entre las rejas de acero de alguna ventana de la primera o segunda planta. El método apropiado es tan sencillo que parece euclidiano: el camino más corto para entrar en una casa pasa por la puerta principal.
Tenía la esperanza de que mi rubio compañero fuera inquilino de aquel mismo edificio. Podríamos haber cruzado el vestíbulo y subido en el ascensor, continuando con nuestra conversación como hasta ese momento. Pero aquello no iba a suceder. Cuando tuve la certeza de que no iba a corregir el rumbo este que había tomado en un principio, dije:
—Bueno, yo sigo por aquí. Espero que ese negocio de Connecticut le salga bien.
Seguramente se quedó perplejo al oír este comentario, ya que no habíamos hablado de ningún negocio de Connecticut o de ninguna otra parte. Aunque también es posible que imaginara que lo había confundido con otra persona. Daba igual. Siguió andando hacia La Meca mientras yo doblaba a mi derecha (hacia Brasil), saludaba al conserje con un vago movimiento de cabeza y una sonrisa, y entonaba un amable «Buenas tardes» a una mujer de pelo canoso que lucía una papada con muchos más pliegues de lo habitual. La mujer me respondió con una risilla poco convincente y su terrier me ladró a los tobillos mientras yo entraba con resolución en el ascensor, donde, por cierto, no había ascensorista.
Subí hasta la cuarta planta, localicé la escalera y bajé al piso inferior. Esto lo hago casi siempre, y a veces me pregunto por qué. Supongo que se lo vi hacer a alguien en una película y me quedé impresionado, aunque es una verdadera pérdida de tiempo, sobre todo si en el ascensor en cuestión no hay ascensorista. La única utilidad que tiene es que, en caso de apuro, uno sabe ya dónde están las escaleras, si bien debería ser posible encontrarlas sin necesidad de andar arriba y abajo.
Al llegar a la tercera planta busqué el piso 311, situado en la parte delantera del edificio. Me quedé quieto por un momento, dejando que mi oído se hiciera cargo de la situación. Luego llamé al timbre y esperé prudentemente treinta segundos antes de insistir.
Esto no es una pérdida de tiempo. Las instituciones públicas de los cincuenta estados del país proporcionan comida, ropa y alojamiento a los muchachos que se olvidan de llamar a los timbres. Hace un par de años llamé diligentemente al timbre de un piso de propiedad cooperativa de Park Avenue en que vivía una pareja encantadora, los Sandoval. Pues bien, apreté el dichoso botón hasta que me dolió el dedo y fui directamente a la cárcel, sin ni siquiera pasar por el fiscal. El maldito timbre no funcionaba, los Sandoval estaban en casa zampándose unos bollos tostados y Bernard G. Rhodenbarr no tardó en ir a parar a una habitación con rejas en las ventanas.
Pero este timbre sí funcionaba. Al ver que el segundo timbrazo no obtenía más respuesta que la del primero, metí la mano bajo el gabán (el modelo de color oliva de la última temporada, no el de a cuadros) y saqué un estuche de piel de cerdo del bolsillo del pantalón. Como siempre, llevaba varias llaves y algunos objetos de utilidad, hechos del mejor acero alemán. Lo abrí, toqué la puerta para que me diera suerte y me puse manos a la obra.
Es curioso. Cuanto mejor sea el edificio en que vivas, mayor sea el alquiler mensual y más eficiente sea el conserje, más fácil será entrar en tu piso. La gente que vive en esos pisos de los barrios bajos, sin ascensor ni conserje, instala en la puerta media docena de cerrojos, y luego añade, por si acaso, una cerradura de seguridad Segal. Los inquilinos dan por sentado que algún drogata echará la puerta abajo a patadas o arrancarán los cilindros de las cerraduras, de modo que lo refuerzan todo en la medida de lo posible. En cambio, si el edificio está pensado para intimidar al ladronzuelo que suele entrar por el jardín, los inquilinos se conforman con la cerradura instalada por el propietario.
En este caso el propietario había puesto una Rabson. La Rabson no es una chapuza, todo lo contrario: se trata de una buena cerradura. El problema es que yo conozco bien mi oficio.
Creo que tardé un minuto en abrir el cerrojo. Un minuto puede ser mucho o poco tiempo; importante o intrascendente. Es mucho tiempo si tratas de forzar la cerradura de un piso que no es el tuyo sabiendo que cabe la posibilidad de que, en cualquiera de los sesenta segundos, se abra otra puerta en el pasillo y un metomentodo empiece a preguntar quién eres y qué demonios crees que estás haciendo.
Pero nadie salió del ascensor ni abrió puerta alguna. Demostré mi creatividad manipulando mis instrumentos de acero bien templado. Así pues, las gachetas cedieron, el mecanismo de la cerradura giró y el cerrojo se corrió lentamente y quedó suelto. Luego solté el aire de mis pulmones y respiré hondo. Después del cerrojo, abrir el pestillo con las ganzúas resultó un juego de niños. Al oír que saltaba, sentí esa vaga oleada de entusiasmo que suele embargarme cuando fuerzo una cerradura. En cierto modo es como subir en la montaña rusa u obtener un triunfo en la cama… En fin, supongo que de todo esto pueden extraerse múltiples conclusiones.
Giré el tirador y, suavemente, abrí un par de centímetros la pesada puerta. Mi corazón palpitaba con fuerza. Nunca sabes con seguridad qué encontrarás al otro lado de la puerta, lo que sin duda constituye uno de los motivos por los que resulta emocionante, aunque jamás dejas de sentir miedo por muchas veces que lo hayas hecho.
En cualquier caso, cuando el pestillo cede, no puedes moverte centímetro a centímetro como si fueras una anciana metiéndose en una piscina. Así pues, empujé la puerta y entré.
La habitación estaba a oscuras. Cerré la puerta tras de mí, eché el cerrojo, saqué una linterna tipo bolígrafo y moví el haz de luz de un lado a otro. Las cortinas estaban echadas, por eso la habitación estaba sumida en la más absoluta oscuridad. Por lo tanto, podía encender la luz, ya que nadie me vería desde el edificio del otro lado de la calle. El piso 311 daba a la calle Sesenta y siete, pero con las cortinas echadas era como si estuviera frente a una tapia.
Con el interruptor de pared que había junto a la puerta se encendían un par de lámparas de mesa con pantallas de cristal emplomado tipo Tiffany. Me pareció que eran reproducciones, aunque de las buenas. Caminé un rato por la habitación, tomando el tiempo necesario para familiarizarme. Siempre lo hago.
No estaba nada mal. Era amplia, de unos cuarenta metros cuadrados, suelo de roble oscuro, encerado a conciencia, y adornado con dos alfombras orientales. La grande era china y la pequeña, situada al fondo de la habitación, tal vez de Bokhara, aunque no estaba seguro. Supongo que debería saber más de alfombras, pero lo cierto es que nunca me he tomado la molestia de informarme, ya que robarlas resulta demasiado complicado.
Por supuesto lo primero que hice fue revisar el escritorio. Se trataba de un buró de persiana del siglo XIX, hecho de roble, grande y recio. Aunque quizá me hubiera interesado por él de todos modos, ya que me gustan los escritorios antiguos, la única razón por la que me encontraba en aquel apartamento se hallaba escondida en uno de sus cajones o compartimientos. Eso era lo que el hombre de ojos vivos y forma de pera había dicho, y ¿quién era yo para dudar de su palabra?
—Hay un escritorio viejo y grande —dijo mirando con sus ojos oscuros por encima de mi hombro izquierdo—. Es un buró de persiana. Una de esas persianas se levanta.
—Un hombre inteligente —ironicé y él hizo caso omiso a mi comentario.
—Lo verás en cuanto entres en la habitación. Es viejo y grande. Ahí guarda la caja. —Movió sus pequeñas manos para indicar las dimensiones de la caja en cuestión—. Será más o menos así. Como una caja de puros. Quizá un poco más grande, quizá un poco más pequeña. Sí, yo diría que tiene el tamaño de una maldita caja de puros. Es azul.
—Azul.
—Está forrada de cuero, cuero azul. Supongo que debe de ser de madera, aunque eso no tiene importancia. Lo que importa es lo que hay dentro de la caja.
—¿Y qué hay?
—Eso no te importa. —Le miré de hito en hito, dispuesto a preguntarle cuál de nosotros sería Abbott y cuál Costello. Él frunció el entrecejo—. Lo que hay para ti dentro de esa caja son cinco mil dólares. Cinco mil pavos por cinco minutos de trabajo. Y en cuanto a su verdadero contenido, lo único que necesitas saber es que está cerrada con llave.
—Comprendo.
Sus ojos pasaron de fijarse en mi hombro izquierdo a mi hombro derecho, no sin antes detenerse para parpadear desdeñosamente ante los míos.
—Aunque quizá las cerraduras no signifiquen gran cosa para ti.
—Las cerraduras significan mucho para mí.
—Pues creo que no deberías abrir la cerradura de esa caja.
—Está bien.
—Sería un error que la abrieras. Verás, tú me traes la caja, yo te doy el resto del dinero, y todos felices y contentos. Así de fácil…
—Ya entiendo cuál es tu juego.
—¿Qué?
—Me estás amenazando —dije—. Qué curioso…
Por un fugaz momento me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Amenazas…? Te equivocas, muchacho. Hay todo un abismo entre un consejo y una amenaza. Jamás se me ocurriría amenazarte.
—Bueno, a mí tampoco se me ocurriría abrir tu caja de cuero azul.
—Forrada de cuero —puntualizó.
—Sí, claro.
—Tampoco es que importe.
—En absoluto… ¿De qué azul es?
—¿Qué?
—Azul marino, azul claro, azul verdoso, azul de Prusia, azul cobalto, azul pálido… ¿De qué color?
—¿Qué más da?
—Bueno, no quisiera llevarme otra caja azul.
—No te preocupes por eso, muchacho.
—Si tú lo dices…
—Que sea una caja de cuero azul. Sin abrir. Eso es todo.
—Entendido.
A raíz de aquella conversación pasé varias horas intentando decidir si abría la caja o no. Me conozco lo bastante bien para reconocer que cualquier cerradura constituye de inmediato una tentación para mí, y, además, el hecho de que alguien me advierta que no la abra no hace sino aumentar la atracción que siento por ella.
Por otro lado, ya no soy un muchacho. Después de estar a la sombra en un par de ocasiones, se supone que eres más juicioso, y de haber sabido que el hecho de abrir la esquiva caja me supondría más peligros que beneficios…
En fin, de todos modos, antes de enfrentarme con esa cuestión, debía encontrar la caja, y lo cierto es que ni siquiera estaba preparado para afrontar semejante tarea. En primer lugar quería familiarizarme con la habitación.
Algunos ladrones, al igual que ciertos amantes, lo único que quieren es entrar y salir. Otros intentar sondear a las personas a las que van a robar y construyen su perfil psicológico a partir de lo que sus casas les revelan. Yo hago una cosa distinta. Tengo la costumbre de inventar una vida propia que se adecue al entorno en que me encuentro.
Así pues, transformé la residencia de un tal J. Francis Flaxford en el santasanctórum de Bernard Grimes Rhodenbarr. Me senté en una butaca desproporcionadamente grande, tapizada de cuero verde oscuro, apoyé los pies en un escabel a juego y contemplé plácidamente mi nueva vida.
De las paredes colgaban varios cuadros, unos óleos antiguos guarnecidos con primorosos marcos dorados. Entre ellos había un pequeño paisaje que debía mucho a Turner, aunque sin duda la mano que había sostenido el pincel era menos diestra que la del pintor inglés. También había un par de retratos antiguos en marcos ovales a juego, un hombre y una mujer mirándose el uno al otro con gesto pensativo, separados por una pequeña chimenea en la que no había ni rastro de ceniza. ¿Serían antepasados de Flaxford? Probablemente no, aunque tal vez los hiciera pasar por tales.
No importaba. Yo los llamaría mis antepasados e inventaría historias escandalosas sobre ellos. Encendería la chimenea y me sentaría en aquella butaca con un libro y una copa, y tal vez un perro a mis pies… Sí, un perro grande, grande y viejo, que no tuviera la costumbre de soltar ladridos estridentes o hacer movimientos bruscos. Quizá la mejor solución sería tener un perro disecado… Libros. Colocada en posición de lectura, había una lámpara de pie al lado de mi butaca. Detrás de esta, la pared estaba cubierta de estantes y, al lado, había una pequeña librería. Al otro lado de la butaca había una mesilla con una pitillera de plata y un enorme cenicero de vidrio tallado.
Perfecto. En aquel lugar leería muchísimo, y libros de calidad, no esas porquerías de hoy en día. Tal vez aquellas colecciones con tapas de cuero no eran más que meros adornos; tal vez incluso tenían las páginas sin cortar. No lo sé, pero si yo viviera en aquel piso, todo sería diferente. Siempre tendría una botella de buen brandy sobre la mesa, a mi lado. No, mejor dos botellas, una llena de brandy y otra de oporto añejo. Habría sitio para ellas en cuanto me deshiciera de la pitillera. El cenicero lo dejaría. Me gustaba su estilo, y tal vez acabaría fumando en pipa. Aunque siempre que había fumado en pipa me había chamuscado la lengua, quizá esta vez todo sería distinto, a medida que me internara en la sabiduría acumulada con el paso de los siglos, con los pies sobre el escabel, el libro en la mano, el oporto y el brandy al alcance, el fuego ardiendo en el hogar…
Pasé unos minutos sumido en aquella fantasía, imaginando algún otro aspecto de la vida que llevaría en el piso del señor Flaxford. Supongo que semejante actitud es estúpida e infantil, además de una pérdida de tiempo. No obstante, creo que tiene una utilidad práctica: te libera de cierta tensión. Lo cierto es que, cuando estoy en la casa de otra persona, se me crispan los nervios. En cierto modo la fantasía hace que me sienta como en mi propia casa, al menos durante el poco tiempo que permanezca en ella, y al parecer eso sirve de ayuda, aunque no estoy seguro de si esta es la razón por la que comencé a hacerlo ni de por qué he continuado haciéndolo.
De todas formas, no debí de perder mucho tiempo, puesto que consulté mi reloj justo antes de ponerme los guantes para empezar a trabajar y sólo eran las nueve y diecisiete minutos. Utilizo guantes de goma muy ajustados, como los que llevan los médicos; les hago unos cortes en la palma y el dorso para que las manos no transpiren demasiado. Al igual que sucede con otras prendas de goma, con los guantes no pierdes mucha sensibilidad y, la que pierdes, la compensas con la tranquilidad que ganas.
El escritorio tenía dos cerraduras. Con una se subía la persiana y con la otra, situada en el cajón de la derecha, se abría dicho cajón y todos los demás a un mismo tiempo. Podría haber encontrado las llaves (casi todo el mundo suele guardarlas cerca del escritorio), pero era más rápido y fácil forzar ambas cerraduras con mis herramientas. Nunca me he topado con una cerradura de escritorio que no resultara ser pan comido.
Aquellas no eran una excepción. Levanté la persiana y examiné el conjunto de casilleros, compuesto por la habitual colección de cajoncitos y cubículos. Por alguna razón nuestros antepasados consideraban este sistema una manera eficaz de organizar todo lo relacionado con los asuntos particulares. Siempre me ha parecido que debe de ser más difícil recordar lo que has guardado en un escondite misterioso que meterlo todo en un baúl y rebuscar en él cuando necesites algo. Supongo que a algunas personas les encanta que haya un sitio para cada cosa y que cada cosa esté en su sitio. Son la clase de personas que alinean los zapatos en el armario según la altura, que se acuerdan de cambiar los neumáticos cada tres meses y que eligen un día de la semana para cortarse las uñas. Por cierto, ¿qué hacen con los pedazos de uña que cortan? Pues meterlos en un casillero, supongo.
La caja de cuero azul no estaba debajo de la persiana, y a juzgar por las dimensiones que mi cliente había indicado con las manos, era demasiado grande para caber en cualquiera de los casilleros o cajoncitos, de modo que abrí la otra cerradura y solté los cierres de los cajones inferiores. Comencé por el cajón de la parte superior derecha porque es el lugar donde la mayoría de la gente suele guardar sus pertenencias más valiosas —no sé por qué— y seguí de cajón en cajón en busca de la caja azul, pero no la encontré.
Acabé de registrar los cajones con rapidez, aunque no con la rapidez suficiente. Quería salir de allí lo antes posible, porque siempre es una buena idea hacerlo, pero no había prometido que me desentendería de cualquier otro objeto de valor que pudiese haber en el piso. Muchas personas guardan en casa dinero o cheques de viaje. Otras incluso guardan colecciones de monedas, joyas de fácil salida y toda clase de cosas interesantes que caben fácilmente en una bolsa de la compra de Bloomingsdale. Quería los cuatro mil dólares que me habían prometido por robar la caja azul (los mil que me habían entregado por anticipado formaban un bulto reconfortante en el bolsillo trasero de mi pantalón), pero también quería cualquier otra cosa de valor que cayera en mis manos.
Me encontraba en el apartamento de un hombre que sin duda no tenía que preocuparse por cómo pagaría su próxima comida. Así pues, si tenía suerte, podía convertir un trabajo de cinco mil dólares en un golpe lo bastante importante para permitirme pagar las compras del supermercado durante un año.
La verdad es que ya no quiero trabajar más de lo imprescindible. Resulta emocionante, por supuesto, pero cuanto más trabajas mayores son los peligros. Sigue abriendo puertas, amigo, que tarde o temprano acabarás cayendo. De vez en cuando te arrestarán, y los arrestos, a partir de cierto número, empiezan a pesar. Cuatro, cinco o seis trabajitos al año deberían ser suficientes. Hace unos años pensaba de otra forma, pero entonces aún tenía cosas que demostrarme. En fin, uno vive y aprende, y por lo general en dicho orden.
Di a aquellos cajones un buen repaso. Encontré papeles; álbumes de fotos; libros de cuentas; algunas llaves, probablemente inútiles; un librillo de sellos de tres centavos del que habían arrancado la mitad; un par de guantes de niño forrados de piel; otro par de guantes de piel sin forro; una orejera de las que solíamos llevar de pequeños; un calendario publicado en 1949 por la Marine Trust Company de Buffalo, Nueva York; una Biblia, versión del rey Jacobo, del tamaño de una baraja de naipes; una baraja de naipes, del tamaño de la Biblia; un montón de sobres, que quizá seguían conteniendo cartas intrascendentes; cheques cancelados con diversas fechas de las dos últimas décadas, sujetos con gomas elásticas resecas; suficientes sujetapapeles para hacer una cadena, que una niña o incluso un adulto podrían utilizar para jugar a la comba; una postal de Watkins Glen; algunas plumas, bolígrafos, rotuladores y un montón de lápices, todos ellos con la punta rota…
Sin embargo, no encontré ninguna colección de monedas; ni dinero en efectivo; ni cheques de viaje; ni bonos al portador; ni valores; ni anillos; ni relojes; ni piedras preciosas, talladas o sin tallar (aunque había un pedazo de madera petrificada que podía ser utilizado como pisapapeles); ni lingotes de oro o plata; ni sellos más valiosos que los de tres centavos que había en el librillo; ni, maldita sea, ninguna caja azul, forrada de cuero o de cualquier otra cosa.
Aquello no hizo que saltara de alegría, aunque tampoco que perdiera los nervios. Tan sólo me erguí y suspiré, preguntándome distraídamente dónde guardaría el viejo Flaxford la botella de whisky escocés, hasta que recordé que nunca bebo cuando trabajo; también pensé en los cigarrillos que había en la pitillera de plata, pero me dije que había dejado ciertos vicios años atrás. Así pues, volví a suspirar y me dispuse a echar otra ojeada a los cajones, ya que es fácil que se escape algo cuando lo que tienes entre manos es un auténtico depósito de trastos, aunque se trate de algo tan voluminoso como una caja de cigarros. Consulté mi reloj y, al comprobar que eran las diez menos veintitrés minutos, pensé que debía salir de allí antes de una hora. Tendría que registrar de nuevo el escritorio; luego volver al salón y mirar en aquellos lugares que pudieran servir de escondite; a continuación, si era necesario, recorrer las otras habitaciones del piso, por muchas que pudiera tener; y, por último, largarme. Me soplé las manos para refrescármelas —estaba empezando a sudar—, aunque, embutidas en los guantes de goma, no sirvió de mucho. Quizá por ello suspiré por tercera vez. Entonces oí que alguien metía una llave en la cerradura y me quedé perplejo.
Se suponía que el inquilino del piso, J. Francis Flaxford, no tenía que volver a casa hasta medianoche como muy pronto, aunque, en realidad, también se suponía que la caja azul tenía que estar en el escritorio.
Me quedé frente a la puerta, con la cadera apoyada contra el escritorio. Oí cómo la llave giraba en la cerradura, abría el cerrojo y a continuación hacía saltar el pestillo. Por un momento el silencio fue absoluto. De pronto, la puerta se abrió de golpe y dos muchachos de azul irrumpieron en el piso, pistola en mano, apuntando los cañones hacia mí.
—Tranquilos —dije—. Calma. Sólo soy yo.