49

Auraya se detuvo y levantó la vista hacia el altar. Los cinco lados estaban en posición vertical, cerrados al mundo. Por su mente desfilaron escenas del día.

Travesuras había anunciado su regreso. De algún modo había escapado de su habitación y había topado con Nebulosa, la viz de Mairae. Poco después, ella había sido convocada a la habitación de Juran. Allí se había encontrado con Mairae, que estaba con ambos vices.

—¿Por qué no nos dijiste que habías llegado? —había preguntado Juran.

—Supuse que los dioses te lo anunciarían. Me sorprendió que no estuvieses allí para recibirme —había respondido, encogiéndose de hombros—. Era tarde y decidí que era mejor no despertar a nadie.

—Quiero que me cuentes todo lo que pasó —había dicho él, asintiendo—. Desde el momento en que descubriste que Mirar estaba en Si, cuando creías que era Leiard.

Ella se lo había contado todo, a lo largo de varias horas. De vez en cuando, los otros Blancos la habían interrumpido para hacer preguntas. Dyara y Rian habían escuchado mediante una conexión con Juran.

Cuando finalmente hubo terminado, Juran había hablado acerca del castigo de los dioses y le había preguntado si estaba dispuesta a aceptarlo.

—Por lo que a mí respecta, sí —le había dicho—. Pero me cuesta creer que se castigue a los siyís por mis acciones.

:Debiste pensar en las posibles consecuencias para los siyís antes de desobedecer a los dioses, le había dicho Dyara.

—Jamás hubiera imaginado que los dioses podían ser tan…, podían tomar semejante decisión —había respondido Auraya.

:Sigues cuestionando la sabiduría de los dioses, había dicho Rian.

—Sí —había respondido ella. No era el primer comentario de ese tipo que él hacía—. Si la capacidad de cuestionar no hubiera sido un requisito para convertirse en una Blanca, los dioses no me habrían elegido. Y ciertamente esto habría reducido el número de candidatos en la ceremonia de Elección.

Auraya recordaba que Mairae sonrió ante ese comentario, pero que cuando Juran miró en su dirección fingió una expresión severa de desaprobación. «Fue entonces cuando me di cuenta de que todos sentían que debían comportarse como si yo fuese una criatura caída en desgracia. Que debían suprimir cualquier sentimiento de compasión, hacia mí o hacia mis decisiones».

:Pocos son los que merecen servir a los dioses, había dicho Rian a continuación.

El comentario le había dolido. «Sé que he sido una estúpida —se había dicho—. No me arrepiento, porque la única alternativa habría sido ser una hipócrita y una asesina. Ojalá ser una estúpida no hubiera tenido semejantes consecuencias para los siyís. Haría lo que fuera por compensarles».

Juran había intervenido en ese momento, sugiriendo que todos ellos debían intentar cooperar y evitar conflictos innecesarios. Que las cosas debían volver a ser como antes. Mairae lo había mirado con una expresión de lástima.

—Dudo de que las cosas vuelvan a ser como antes —había murmurado.

Auraya se preguntó a quién se había referido Mairae. ¿A ella, tal vez? ¿Las decisiones de los dioses habían hecho que algún otro Blanco se cuestionara las cosas? ¿O se había referido al conjunto de los Blancos? «¿O solo a mí?».

Sin duda, no se había referido a los siyís. A nadie parecía preocuparle la gente del cielo. Cuando finalmente Juran había acompañado a Auraya fuera de su habitación, ella se había vuelto y le había preguntado si quería aprender las técnicas de sanación de Mirar. Él había sacudido la cabeza como si la idea lo horrorizara.

Un leve soplo de aire atrajo la atención de Auraya de vuelta al altar. Los cuatro lados empezaban a abrirse, girando sobre sus goznes. Se le aceleró el pulso.

«Estoy a punto de asumir un riesgo enorme —pensó—. Puede que lo pierda todo». Pero, tal como había dicho Mairae, las cosas no volverían a ser como antes. «Ya he perdido mucho. Si pierdo el resto, tendré que aceptarlo».

Unos pasos rápidos resonaron en la bóveda. Se giró y vio a Juran y Mairae avanzando a grandes zancadas hacia ella. Dándoles la espalda, Auraya caminó hasta la mesa del altar y se sentó en la silla.

—¿Para qué nos has llamado? —exigió saber Juran al llegar al altar.

—Tengo una pregunta para los dioses —respondió ella, mirándole a los ojos—. Una pregunta de la que probablemente querréis conocer la respuesta.

Él la miró, visiblemente contrariado porque ella había convocado una reunión sin consultárselo primero.

—¿Qué pregunta?

—La oirás tan pronto inicies el rito y aparezcan los dioses.

Él vaciló, y luego Mairae apoyó una mano en su hombro.

—Hazlo. Dudo de que consigamos sacárselo de otra forma.

Suspirando, Juran ocupó su lugar. Mairae se deslizó con elegancia en su silla, con los ojos radiantes de curiosidad.

—Desde luego nos tienes entretenidos, Auraya —dijo ella casi en un suspiro, en tono de aprobación.

Auraya consiguió esbozar una sonrisa. Miró a Juran con expectación. Él volvió a suspirar y cerró los ojos.

—Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru. Una vez más, os damos las gracias por traer la paz a Ithania y por los dones que nos han permitido preservarla. Os damos las gracias por guiarnos con vuestra sabiduría.

—Os damos las gracias —murmuró Auraya junto con Mairae. Se concentró en la magia que rodeaba el altar, pero no percibió señal alguna de los dioses.

—Auraya desea haceros una pregunta. Si estáis dispuestos a concederle una respuesta, apareced ante nosotros.

—Guiadnos —murmuró ella.

Juran abrió los ojos y se apoyó en el respaldo de su silla. Al intercambiar una mirada con él, notó su escepticismo. No esperaba que los dioses respondieran. Pero cuando volvió a mirarlo, sintió presencias al filo de sus sentidos. Se movían hacia ella.

En torno al altar aparecieron cuatro figuras brillantes. Chaia se situó al lado de Juran. La miró y sonrió, pero su sonrisa se desdibujó en cuanto percibió lo que tenía en mente.

:¿Cuál es tu pregunta, Auraya?

Había hablado Huan. Auraya se sintió súbitamente turbada. Esta era la diosa a la que había desafiado, la que exigía obediencia incondicional.

Auraya se armó de valor para enfrentarse a Huan.

—¿Me permitiréis renunciar a mi posición como Blanca?

Juran tragó en seco, y Mairae respiró profundo.

—¡No, Auraya! —dijo Juran—. Eso no es necesario.

—Hoy fuimos un poco duros contigo. No puedes tomar demasiado en serio a Rian —añadió Mairae.

Auraya no apartó la vista de Huan. La diosa entornó los párpados.

:¿Adónde irás?

—A Si.

Huan miró a los otros dioses.

:Debemos discutirlo. Permaneced aquí.

Los Cinco Dioses desaparecieron. Auraya inspiró profundamente y soltó el aire despacio.

—Auraya —dijo Juran en tono severo—. Dijiste que aceptarías el castigo de los dioses.

Ella se volvió hacia él.

—Y lo he hecho. Pero no puedo aceptar que abandonen a los siyís.

Él frunció el ceño.

—¿En realidad, merecen que renuncies a tu posición, a tu inmortalidad…, a tu don de volar? ¿Cómo podrás ayudarlos sin eso?

—Haré lo que pueda —le dijo—. Yo… —Sacudió la cabeza. Al filo de sus sentidos oyó un zumbido. Se concentró en él y se sorprendió al descubrir que podía descifrar las palabras.

:… te advertí de que esto podía pasar, pero insististe una y otra vez en ponerla a prueba.

Era Chaia, descubrió. Estaba enfadado.

:No más de lo que hemos puesto a prueba a los otros, respondió Huan.

:¡Después de muchos años de servicio!

:Ella era la última Blanca. No se podía dar el lujo de tomarse un tiempo para adaptarse a su papel. Ahora podemos buscar un sustituto más digno. ¿Qué decís los demás?

:De acuerdo, dijo Lore.

:Sí, añadió Yranna.

:Dale lo que quiere —convino Saru—. Después nos podremos librar de ella.

:Solo si se vuelve contra nosotros —le corrigió Chaia con firmeza—. Yo digo que debe seguir siendo una Blanca.

:Somos cuatro contra uno, pero dejaremos que vaya a Si. La conmoción por su renuncia será lo bastante duro para ella, aunque el hecho de saber que se fue para ayudar a los siyís reducirá el… Esperad. ¡Nos puede oír!, exclamó Huan.

:Te lo advertí. Sabes que puede sentirnos cuando estamos cerca —dijo Chaia, en tono algo engreído—. ¿Esto te hace cambiar de idea?

:No, dijo Huan.

Los dioses volvieron a ocupar sus posiciones alrededor de la mesa. Auraya cayó en la cuenta de que todo ese tiempo había estado mirando a Juran sin expresión y apartó la vista. Los Cinco Dioses reaparecieron.

:Te concedemos tu petición, dijo Huan.

:Pero con condiciones —añadió Chaia—. No intentarás gobernar una tierra o un pueblo. Si te vuelves contra nosotros, contra los Blancos o contra nuestro trabajo, o si te alías con nuestros enemigos, te consideraremos nuestra enemiga.

—Me parece razonable. Acepto vuestras condiciones.

:Quítate el anillo.

A Auraya el corazón le dio un vuelco. Extendió la mano y se quitó lentamente el anillo blanco del dedo. Luego se puso en pie y se volvió hacia Chaia.

—Serviros ha sido el mayor honor, pero está claro que necesitáis a alguien más digno de esta posición. No deseo renegar de vosotros. Aún tenéis mi respeto y mi amor, y os seguiré sirviendo como sacerdotisa, si me lo permitís.

Chaia miró a Huan.

:Eso, como siempre, deberán decidirlo los Blancos, dijo.

Huan entornó levemente los párpados. Auraya miró a Juran y luego bajó la vista hacia el anillo. Respirando profundamente, lo colocó sobre la mesa. No sintió nada…, ni la tristeza por una grave pérdida ni nada. Dio un par de pasos hacia atrás, se irguió y volvió a dirigir la vista hacia Juran.

Él miraba el anillo con expresión sombría. «Más le vale —pensó ella—. Los Blancos son vulnerables sin un quinto miembro. Pero estoy segura de que los dioses no los dejarán así mucho tiempo. Dudo de que esperen otros veinticinco años para sustituirme».

Miró a Mairae. Para su sorpresa, la joven le sonreía y asentía. Su mirada transmitía un respeto afectuoso. Dudaba de que los otros Blancos sintieran lo mismo. En efecto, Dyara y Rian estaban viéndolo todo a través de Juran y Mairae. «Dyara se sentirá decepcionada —pensó Auraya—. En cambio, Rian no cabrá en sí mismo de gozo».

:Ya no puedes dar marcha atrás —dijo Huan—. No hace falta que te quedes en Jarime. Puedes regresar a Si.

Auraya asintió e hizo la seña formal del círculo.

—Gracias.

Los dioses desaparecieron.

Auraya guardó silencio durante unos instantes, sin saber muy bien qué decir o hacer a continuación. Juran seguía contemplando el anillo. Se inclinó hacia delante y lo cogió lentamente. Alzó la vista hacia ella.

—Lo has sacrificado todo por los siyís —afirmó.

—Sí —dijo ella, con una sonrisa. Pensó en la idea de Mirar de que el don de volar era suyo.

—Tal vez no todo —dijo Mairae.

Auraya miró a la mujer, sorprendida.

—Puedo leer tu mente —explicó Mairae.

—Claro. —Auraya meneó la cabeza—. No pensé en ello.

—Bueno, ¿vas a intentar volar o qué?

Auraya miró a Mairae, luego se concentró en su percepción de su posición en el mundo. Aún podía reconocerla. Invocando magia, se elevó en el aire. Mairae soltó una carcajada.

—¡Sí! Aún puedes ayudar a los siyís.

Auraya sintió un gran alivio y se descubrió sonriendo.

—Puedo llegar hasta ellos. Lo único que me falta saber es si aún puedo curarlos.

—Entonces supongo que vas a partir lo antes posible —dijo Juran. Parecía cansado. Auraya bajó hasta posarse en el suelo.

—Sí. Solo tengo que recoger a Travesuras y unas cuantas cosas.

Él asintió y se puso en pie.

—Cuídate, Auraya. No hace falta que te diga que evites a los hechiceros pentadrianos. Yo…, tengo que consultar con los otros antes de decidir si puedes seguir siendo una sacerdotisa.

—Lo entiendo.

—Visítanos de vez en cuando, para ponernos al día —añadió Mairae.

Auraya sonrió.

—Tenéis que venir a Si algún día. Tal vez puedas navegar hasta la costa. Creo que te gustará.

Mairae miró a Juran.

—Lo intentaremos.

Él asintió, luego empezó a bajar del altar al suelo de la Cúpula, seguido por ellas.

—Lo haremos. Y será muy útil para nosotros tener una sacerdotisa en Si que pueda encontrarnos rápidamente.

Auraya lo miró de soslayo.

—También a mí me gustaría seguir trabajando contigo, Juran de los Blancos.

Él la miró y, por primera vez desde su regreso, sonrió.

Su barco estaba donde lo había dejado. Emerahl se volvió hacia Surim y Tamun.

—Gracias por vuestra hospitalidad —dijo.

Tamun sonrió y abrió los brazos. Para sorpresa de Emerahl, la mujer normalmente reservada dio un paso hacia delante y la abrazó.

—Tengo que agradecerte que hayas venido y me hayas dado la oportunidad de hablar con alguien.

—Aparte de mí —añadió Surim.

—Tampoco sois tan mala compañía —dijo Emerahl.

Tamun retrocedió, y Surim abrazó a Emerahl con tanta fuerza que a punto estuvo de dejarla sin aliento.

—Cuídate, Vieja Arpía.

—Cuidad el uno del otro.

—Oh, en eso somos buenos. Siempre lo hemos hecho.

—Para mejor o peor —añadió Tamun, y se aclaró la garganta—. Ya está bien, hermano.

Surim soltó a Emerahl y retrocedió, sonriendo.

—Pero hace mucho que no tenía a otra mujer en mis brazos.

—Unas cuantas semanas, si no me falla la memoria —dijo Tamun, soltando un ruidito.

—Unas cuantas semanas es mucho tiempo. —Se quedó pensativo—. Mmm, y tal vez sea hora de hacer otro viaje río abajo.

—Esa chica del pantano te tiene muy distraído —dijo Tamun con desaprobación.

—Es un poco mayor para que la llames chica, aunque estoy seguro de que se sentiría halagada.

Tamun hizo un ruido en voz baja, pero no dijo nada. Le dio a Emerahl una bolsa, la misma que Emerahl la había visto tejer.

—Contiene comida y agua limpia, y las curas locales de las que hablamos.

—Gracias.

—Intentaremos contactar contigo cada noche —le dijo Surim—. En sueños.

—Y yo me pondré en contacto si hay alguna novedad.

Ambos asintieron. Surim frunció el ceño.

—Iríamos nosotros mismos, pero conoces mucho mejor el mundo actual. Aunque cada día escudriñamos las mentes de los mortales, no sabemos con certeza si lo que hemos aprendido nos permitiría sobrevivir.

—Y si fuésemos, nos tendríamos que separar. —Surim no dijo lo mucho que les dolería. No hacía falta. Su voz normalmente luminosa estaba tensa.

—Seremos más útiles escudriñando mentes y compartiendo con otra persona lo que aprendemos.

Emerahl sonrió y alzó las manos.

—Basta. Comprendo vuestras reticencias. Lo quiero hacer. Incluso si no encontramos la manera de matar a los dioses, siempre merecerá la pena averiguar más sobre ellos, en especial sobre sus limitaciones.

—Es tu búsqueda —dijo Surim con una risita—. Al menos así es como la habría llamado el Vidente.

Emerahl se rio.

—Ella lo habría llamado «la Búsqueda del Manuscrito de los Dioses».

Tamun asintió.

—Y habría escrito unos poemas espantosos y los habría titulado «Profecías». «Un duendecillo de ojos verdes el manuscrito encontrará, y el mundo y las almas de todos salvará».

—Para. Por favor. —Aún riéndose, Emerahl se volvió hacia la embarcación. Desató la amarra de la urna de cerámica y saltó dentro. Instantes después, el barco se alejaba del saliente y de los Mellizos.

—La corriente te conducirá al exterior —gritó Surim.

—Buena suerte —añadió Tamun.

Emerahl dejó la bolsa en el suelo y miró por encima de su hombro. La corriente ya la había arrastrado la mitad del camino hacia la salida de la cueva. Los hermanos agitaron la mano. Ella hizo el mismo gesto a modo de respuesta.

Luego, cuando su barco alcanzó la entrada de la cueva, al otro lado, se trasladó a la proa y guio la embarcación por el túnel principal.

Se rio para sus adentros. «La Búsqueda del Manuscrito de los Dioses ha dado comienzo».

Nadie había dicho nada desde que abandonaron la isla. No se podía decir nada, pues apenas descansaron brevemente un par de veces durante todo el camino a nado. Cuando Imi empezó a quedarse atrás, dos guerreros la tomaron de las manos y la arrastraron consigo, lo que habría sido divertido si todo el mundo no hubiera estado tan serio.

Ahora, cuando emergió junto a su padre, Imi descubrió que incluso vadear el agua suponía un gran esfuerzo. Le dolía todo el cuerpo. Tenía las piernas doloridas de tanto nadar, y los hombros le escocían por haber sido arrastrada. Sintió un gran alivio cuando su padre se detuvo, a la altura de la Boca.

—Pueblo. Ciudadanos de Borra.

Alzó la vista, sorprendida por la potencia de la voz de su padre, que estaba a su lado. Al ver a una muchedumbre deambulando en torno a la Boca, comprendió que muchos se habían reunido para esperar su regreso. Y noticias.

—Hoy he tomado un gran riesgo, pero un riesgo que, sé, muchos de vosotros apoyáis. He firmado un acuerdo con los pentadrianos. Comerciarán con nosotros, nos enseñarán (como sabéis, tienen mucho que enseñar) y acudirán en nuestra ayuda en tiempos difíciles.

»Este acuerdo entraña riesgos. Y depende de la confianza mutua y la integridad de las partes. Pero también ofrece grandes beneficios. Creo que nos podemos hacer más fuertes con la ayuda de los pentadrianos. Tal vez lo bastante fuertes como para no tener que escondernos más en esta ciudad. Tal vez lo bastante fuertes no solo para no temer a los piratas pisatierra, sino para limpiar el mar de su inmundicia.

Observó las caras que tenían delante. Algunos fruncían el ceño, pero la mayoría parecía encantada. Miró a Imi y tomó su mano.

—¡Juntos nos haremos orgullosos y fuertes, y viviremos para volver a ocupar las islas!

Alguien gritó un hurra y se le unieron más voces. Imi sintió que su preocupación se disipaba. Alzó la vista hacia su padre y sonrió. Él le devolvió el gesto y, por primera vez, la suya no fue una media sonrisa de preocupación, sino de determinación.

Y, juntos, empezaron a caminar entre la muchedumbre hacia el palacio.

Danyin se acomodó en un sillón, junto a su esposa. Silava le sonrió y dejó a un lado la carta que estaba leyendo. Se levantó, cogió un jarrón de tintra que se había estado calentando junto al brasero y le sirvió un poco en una copa. Luego retornó al sillón y volvió a coger la carta.

—¿Cuál de mis hijas es esta vez? —preguntó él.

—La mayor —respondió ella, imitándolo en señal de desaprobación—. Tu nieta estuvo con fiebre, pero, al parecer, se ha recuperado. ¿Crees que los podremos ir a visitar este verano?

—Eso depende de…

Un golpe seco lo interrumpió. Su sirviente corrió hacia la puerta. Danyin alcanzó a ver a un hombre vestido de blanco antes de que la puerta se volviera a cerrar.

—Un mensaje para Pa-Lanza —dijo el sirviente en tono respetuoso, entregando a Danyin un cilindro de metal.

Silava miró el mensaje.

—¿Otra vez al templo?

Él observó el cilindro con perplejidad.

—Normalmente me dicen que vaya, nada más. Esto es más formal.

—Quizá sea una invitación a una ceremonia especial.

—Quizá. —Examinó el lacre. Estaba intacto. Hasta donde podía ver, el cilindro era genuino.

Silava tamborileó con los dedos sobre el reposabrazos.

—¿Lo vas a abrir?

—En algún momento.

—¿Por qué no ahora?

—Porque aún no me has incordiado lo suficiente.

Se agachó para esquivar el cáliz vacío que ella le lanzó. Riéndose, rompió el lacre y del interior del cilindro extrajo un rollo de pergamino. Silava se levantó para volver a llenar su copa de tintra. Danyin desenrolló el pergamino.

Su mirada recorrió las palabras, pero su mente se negó a aprehenderlas. O al menos eso habría querido. Después de leer el mensaje tres veces lo dejó a un lado y dirigió la vista al brasero, combatiendo su incredulidad.

—¿Qué dice? —preguntó Silava.

—Auraya ha renunciado.

Vio que Silava se ponía tensa de golpe. No comentó nada durante unos instantes.

—¿Dice por qué?

—No, pero señala que ha vuelto a Si. Estuvo aquí, en Jarime. No me lo dijo.

—Claro que no. Si la gente se hubiera enterado de lo que pensaba hacer, se habría armado un alboroto.

—Supongo. Yo hubiera guardado el secreto, pero si no quería que los demás Blancos se enterasen de sus planes podría haber…

Se oyó otro golpe en la puerta. Esta vez Danyin se levantó y abrió. Un mensajero de atuendo blanco le entregó con solemnidad otro cilindro, hizo la señal del círculo y enfiló de vuelta hacia un platén del templo.

Danyin ya había roto el lacre y extraído el rollo antes de llegar a su asiento. Cuando vio la elegante letra de Auraya, sintió un gran alivio. No se había olvidado de él.

A Danyin Lanza:

No puedo permanecer mucho tiempo en Jarime, así que, lamentablemente, seré breve. Hoy he tomado una decisión difícil, pero de la que no me arrepiento. He renunciado a los Blancos a fin de dedicarme a ayudar a los siyís.

Me hubiera gustado transmitirte la noticia en persona, pero cuanto más tiempo me quede, más siyís morirán por la devoracorazones. Quiero agradecerte tus consejos y apoyo durante este último año y medio. Has sido tan buen amigo como consejero, y echaré de menos tu sabiduría y tu sentido del humor. Te recomendaré a los Blancos como asesor de quien me reemplace. Sé que lo harás bien.

Te desea un buen futuro,

AURAYA TINTOR

—Qué bonito —dijo Silava—. Suena apremiada.

Cuando Danyin levantó la vista, vio a su mujer leyendo la carta por encima de su hombro. Sacudió la cabeza.

—Podría haber contenido información secreta.

Ella le dio unas palmaditas en la espalda.

—Podría. Decidí correr el riesgo. ¿Qué harás con el anillo?

Se miró la mano.

—Supongo que me pedirán que lo devuelva.

—Probablemente. Es posible que ya ni funcione.

—No. —Se sacó el anillo del dedo y lo sostuvo en la palma de la mano. Al contemplarlo sintió una punzada de tristeza—. Fue una buena Blanca. Demasiado buena. Ha renunciado a todo para ayudar a los siyís.

—Lo sé —dijo Silava dulcemente—. Déjame poner eso en un lugar seguro, por ahora.

Él le entregó el anillo. Ella se empezó a alejar, pero se detuvo y regresó. Cogió el jarrón del brasero y le llenó la copa.

—Bebe. Te calentará. Y piensa en esto: pasarán meses antes de que encuentren a un nuevo Blanco. Tendremos todo ese tiempo para nosotros.

Él levantó la vista para mirarla.

—Y estaremos libres para visitar a nuestras hijas en verano, supongo.

Ella fingió sorpresa.

—No lo había pensado…, pero tienes razón.

Mientras se alejaba, él se rio. Finalmente su mujer era feliz. Volvió a mirar la carta y sonrió divertido. Desde que conoció a los siyís, Auraya estaba hechizada por ellos. «Espero que eso quiera decir que tú también eres feliz, Auraya —pensó—. Espero que el sacrificio valga la pena.

»Y supongo que debo darte la bienvenida al mundo de los mortales».