—Ah, aquí está —dijo Tamun, trasladando la mirada de su telar a la entrada de la cueva.
Emerahl se volvió y vio a Surim subiendo las escaleras. De su cuello colgaba una enorme serpiente. Su cuerpo era tan ancho como el muslo de un hombre y daba la vuelta dos veces a los hombros de Surim. Él la cargó hasta el lado de la cueva en el que siempre preparaban las comidas y la dejó caer.
Miró a Emerahl y sonrió.
—La cena. Esta noche nos daremos un magnífico banquete.
Emerahl miró horrorizada a la serpiente.
—Magníficamente aburrido, si eso es todo lo que has traído —respondió Tamun.
—Tengo más —dijo Surim a la defensiva. Metió la mano en un bolso de lana que había permanecido oculto por la serpiente y sacó varios objetos, todos de origen vegetal, como Emerahl comprobó aliviada. Luego volvió a mirar a la serpiente que yacía inerte en el suelo.
—¿Has comido takker antes? —preguntó Surim.
Emerahl desvió la mirada de la serpiente.
—No.
—Son deliciosos —comentó él—. Tienen una textura similar a la del brim, pero son más jugosos.
—Deberías haber atrapado algo más convencional —dijo Tamun con desaprobación, sin apartar la vista del telar. Miró a Emerahl y sonrió—. No tienes que comerlo. Nos tomó un tiempo adaptarnos a este lugar, pero hemos incorporado algunas rarezas a nuestra dieta. Tú eres nuestra invitada y —entornó los ojos mientras se volvía para mirar a Surim—, por tanto, no tenemos por qué esperar que comas estas cosas.
Él arqueó una de las cejas en un gesto algo insolente.
—No, la debemos tratar con especial generosidad. Le debemos ofrecer lo mejor. Exquisiteces excepcionales como el takker asado, por ejemplo.
—Lo probaré —dijo rápidamente Emerahl con la esperanza de evitar otra pelea inútil. Sus disputas dialécticas no eran hirientes, pero podían prolongarse durante horas—. Y si no me gusta, estaré encantada de comer las verduras.
—Gracias, Emerahl. Aunque tal vez prefieras probar una de estas —dijo Surim con una amplia sonrisa. Del bolso extrajo una araña dos veces más grande que su mano.
—Estás bromeando, ¿no? —se descubrió diciendo Emerahl.
—Sí, lo está —gruñó Tamun—. Basta, Surim.
—Pero es mucho más divertido —dijo él, haciendo una mueca—. Hace mucho que no tengo con quien bromear. No es fácil tomarle el pelo a una vieja loba como tú.
—¿Desde hace cuánto toleras esto? —preguntó Emerahl a Tamun.
—Desde hace casi dos milenios —respondió ella con tranquilidad—. Después de todo este tiempo, cualquier otra persona habría descubierto que sus bromas no tienen gracia. Es como si te contasen el mismo chiste una y otra vez. Algunos lo llamarían tortura.
—El hecho de que sea viejo no quiere decir que tenga que perder mi sentido del humor —le dijo él—. Como alguien que yo conozco.
—Me diviertes mucho todos los días —dijo ella en tono seco.
—Nunca os cansáis, ¿verdad? —dijo Emerahl, sacudiendo la cabeza.
—En ningún momento, ni siquiera cuando tuvimos que separarnos —afirmó Surim, sonriendo.
Los Mellizos hicieron una pausa para intercambiar miradas, con expresión franca y llena de afecto. Emerahl lo miró a él y después a ella, preguntándose…
—Hace un siglo —dijo de pronto Tamun, buscando la mirada de Emerahl. Se había puesto seria—. Para escapar de la decisión de los dioses de liberar al mundo de inmortales.
Emerahl la miró consternada.
—¿Acabas de…?
—¿Leerte la mente? No. —Tamun se encogió de hombros y volvió a su telar—. Pero conocemos bien esa expresión —dijo, sonriendo—. No te preocupes, no nos ofende tu curiosidad. Pregunta lo que quieras.
Emerahl asintió.
—¿Cómo os salvó la separación?
—Como probablemente sabes, los dioses no pueden afectar el mundo físico con facilidad —comentó Surim. Había arrastrado la serpiente hasta una mesa y estaba vaciándola—. Solo pueden actuar a través de un mortal, preferiblemente alguien con dones mágicos.
—Así que necesitan que los sacerdotes hagan su trabajo —continuó diciendo Tamun—. Después de hacerse cargo de Mirar, Juran fue a por el resto de nosotros. No le costó encontrar al Vidente…
—Pero eso es algo que ella no predijo —masculló Surim.
—… y a Granjero lo pilló por sorpresa. Cuando nos enteramos de las órdenes de los dioses, ya era muy tarde para ponerlo sobre aviso. El único inmortal al que pudimos alertar fue al Gaviota.
—Es más viejo que todos nosotros —dijo Surim, haciendo una pausa en su trabajo para mirar a Emerahl. Su expresión denotaba un gran respeto—. Lo salvó la costumbre de cambiar de sitio constantemente, ocultando su identidad y dando la impresión de no ser más que el esmirriado grumete de un barco.
—Y la gente del mar se protege entre ellos —añadió Tamun.
—Por otra parte, nosotros éramos célebres y, además, fácilmente reconocibles. Por supuesto que intentamos ocultarnos…, y lo conseguimos durante un tiempo. Después los dioses declararon que la gente como nosotros era una «abominación» y debíamos ser separados o eliminados al nacer. Todos los siameses de todas las edades fueron llevados a Jarime. Y casi todos los intentos de separarlos fueron un fracaso.
—Pero algunos intentos fueron un éxito —dijo Tamun, con una sonrisa irónica—. O eso fue lo que dijimos a la gente. El hecho de que estuviésemos separados sugería que habíamos sido examinados y aceptados por los circulianos, de modo que no podíamos ser los famosos Mellizos.
—Malditos dioses —refunfuñó Emerahl.
—Oh, no te sientas mal por nosotros —dijo Tamun, sonriendo—. Siempre lo habíamos querido hacer. Sencillamente, no teníamos el coraje. ¿Y si no nos gustaba? ¿Qué habría pasado si no nos hubieran podido volver a unir?
—No nos arrepentimos —aseguró Surim a Emerahl—. Y las separaciones también trajeron algo positivo. Los sacerdotes y las sacerdotisas sanadores lo hacen mejor ahora. Sobreviven más niños.
—Pero los que mueren… —Tamun frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Odio a los dioses por eso.
—Entre otras cosas —masculló Surim.
—Yo también creía que no habían hecho nada más que obligarme a ocultarme. Los odio más por lo que le hicieron a Mirar —dijo Emerahl, suspirando—. ¡Si tan solo pudiésemos librarnos de ellos!
—Bueno, se los puede matar —dijo Tamun.
Emerahl se volvió para mirar a la mujer. Tamun se encogió de hombros.
—Antes de la Guerra de los Dioses había muchos dioses; después solo quedaron cinco.
—Diez ahora —corrigió Surim.
Tamun lo ignoró.
—Así que la pregunta es: ¿matar a un dios es algo que solo otro dios puede hacer?
—Y si lo es, ¿podemos persuadir, sobornar o chantajear a un dios para que lo haga? —dijo Surim soltando una risita—. Cuéntale sobre el manuscrito.
—Ah, el manuscrito —dijo Tamun, sonriendo—. Durante el último siglo escudriñando mentes hemos encontrado rumores sobre un manuscrito. Se dice que contiene la historia de la Guerra de los Dioses, narrada por una diosa a su último Servidor antes de morir asesinada.
Emerahl sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿Dónde está ese manuscrito?
—Nadie lo sabe —dijo Surim, abriendo mucho los ojos en tono melodramático.
—Pero algunos eruditos de Ithania del Sur lo han buscado y han recogido indicios a lo largo de los años. De toda la gente del mundo, son los que más posibilidades tienen de encontrarlo.
—A menos que alguien lo encuentre primero.
Surim y Tamun se volvieron para mirarla, con la misma expresión expectante en ambos rostros. Emerahl se rio.
—Cuando se trata de insinuar, ambos sois tan sutiles como un martillo de guerra dunwayano. Queréis que lo encuentre. —Hizo una pausa al percibir un olor apetecible—. ¿Lo que huele es el takker?
—Quién sabe —respondió Surim con una sonrisa de satisfacción.
—Huele bien. —Adoptó una postura más cómoda y se volvió hacia Tamun—. ¿Qué más me podéis contar sobre este manuscrito y sobre los eruditos de Ithania del Sur?
La isla estaba mucho más lejos del continente que las islas de Borra. La habían precedido varios islotes de piedra que a Reivan le habían parecido montañas sumergidas. Ahora, mientras el barco navegaba hacia la laguna resguardada que el rey de los elay había elegido para el encuentro, Reivan cayó en la cuenta de que se dirigían hacia un cráter distinto de los que había visto en Avven. Aquellas islas eran, de hecho, montañas sumergidas. La gran cordillera que dividía Ithania del Norte se extendía como una formación de soldados, no solo desde Dunway hasta Si, sino también mar adentro.
Una playa angosta bordeaba la laguna. En el medio había una pequeña muchedumbre de figuras oscuras.
—Imi está entre ellos —dijo Imenja.
—Bien —sonrió Reivan—. Quería verla de nuevo antes de volver a casa. Al menos para comprobar que está bien y a salvo.
—Sabemos que está bien y a salvo.
—Sí, pero yo no puedo leer las mentes.
—¿Es que no me crees?
—Claro que sí —dijo Reivan soltando una risita—. Pero no es lo mismo que verlo con mis propios ojos. Es como si alguien te dijese que algo sabe bien, pero no lo pruebas.
Imenja miró a Reivan con el rabillo del ojo.
—¿Como el lupino?
Reivan decidió que aquel comentario no merecía respuesta. Señaló la playa con el dedo.
—¿Está allí el rey?
—Sí.
—¿Qué piensa de todo esto?
—Aún sospecha de nosotros, pero es consciente de los beneficios. También está satisfecho consigo mismo por haber conseguido imponernos sus restricciones. Y está orgulloso de Imi y a la vez un poco asustado.
—¿Asustado?
—Sí. Sus aventuras la han cambiado. Le cuesta aceptar que la niña de sus ojos ha regresado hecha una mujer. Es el tipo de hombre al que no le gustan los cambios. —Hizo una pausa—. Hay alguien más con él. Una sacerdotisa. Se pregunta si el rey introducirá la enmienda al tratado que ella le sugirió.
—¿Cuál?
Imenja sonrió.
—Teme que los elay se dejen seducir por nuestros dioses, así que quiere prohibirnos que les hablemos de ellos.
—¿Qué harás?
No respondió. El capitán se acercó y le dijo a Imenja que el bote estaba listo. La Voz Segunda asintió y miró a Reivan.
—¿Lo tienes todo?
En respuesta, Reivan levantó la bolsa impermeable en la que había metido pergamino, tinta y varias herramientas de escritura.
—Entonces vayamos a hacer un poco de historia.
Descendieron al bote. Tan pronto se hubieron acomodado, la tripulación empezó a remar. Nadie dijo nada durante el trayecto. Cuando el casco rozó la arena, los hombres saltaron al agua y arrastraron el bote fuera del alcance de las olas. Imenja y Reivan bajaron. La tripulación permaneció en la embarcación mientras ellas se dirigían hacia donde aguardaban los elay.
Como en los encuentros anteriores, el rey estaba rodeado por un círculo de guerreros. Imi aguardaba a un lado, y una anciana permanecía de pie en el otro. La extraña llevaba joyas de oro y un atuendo fino, y Reivan la habría tomado por una reina de no saber que la madre de Imi estaba muerta. No, aquella debía de ser la sacerdotisa. Otro hombre permanecía de pie unos pasos detrás del rey. A sus pies había dos losas de piedra.
—Os saludo, Ais, rey de Borra —dijo Imenja.
—Bienvenida, Imenja, Voz Segunda —respondió el rey.
Imenja se volvió hacia Imi.
—Os saludo, princesa Imi. ¿Cómo os acostumbráis a vuestro hogar y a la reanudación de vuestra vida?
—Bien, Voz Segunda —dijo Imi, con una sonrisa.
Imenja miró a Reivan y sonrió.
—Me alegro. ¿Os parece si discutimos las condiciones de nuestro tratado? —preguntó al rey.
Él asintió. Reivan escuchó atentamente la discusión que siguió, sobre la guerra y el comercio. Conforme decidían cómo redactar cada parte del tratado, tomaba notas en pequeños pedazos de pergamino con un palo gris. Cada punto fue considerado detenidamente, y pasó un rato antes de que surgiera el tema de la religión.
—Mi pueblo está feliz de seguir a Huan —les dijo el rey—. Pero también comprendemos que los nuevos dioses pueden ser seductores, y que incluso pequeños desacuerdos religiosos pueden causar conflictos en un pueblo. Por ello me veo obligado a pediros que no intentéis convertir a ningún elay, ni mediante las enseñanzas sobre vuestros dioses, ni mediante la aceptación de cualquier solicitud en ese sentido.
—Mi gente será reservada —le aseguró Imenja.
Sorprendida, Reivan dirigió una mirada a Imenja. Se tocó el colgante que pendía de su cuello.
:Si aceptas eso, Nekaun no concederá demasiado valor al tratado.
:No, pero con el tiempo descubrirá que cuanto más se prohíbe algo, más lo ansían los individuos.
—Yo también tengo mi propia restricción para el tratado —dijo Imenja.
—¿Sí? —dijo el rey, arqueando las cejas.
—Algunos entre mi gente han expresado su temor de que vuestros guerreros intenten robar a los comerciantes, bien esperando a que los saqueadores aborden a los barcos mercantes para luego atacarlos a su vez, bien asaltando directamente a los barcos mercantes. Les he asegurado que no lo haréis, pero quieren vuestra promesa.
—Tienen mi palabra de que castigaré a cualquier guerrero al que se descubra realizando tales actividades.
Imenja asintió a modo de reconocimiento.
—Cambiad la palabra «guerrero» por «elay», especificad el castigo y quedarán satisfechos. Y escribid también que, si descubrimos que vuestra gente ha empezado a rapiñar a personas que no son saqueadores, mi gente dará por terminado este pacto.
—Me parece razonable —dijo el rey, asintiendo.
Imenja le sostuvo la mirada.
—Me enteraré —le dijo—. Del mismo modo que me enteré de que el mercante que compró a Imi a los saqueadores era culpable, y de que vuestros guerreros estaban siguiendo mi barco, y de que hay una segunda entrada a vuestra ciudad donde los vigías mantienen un puesto de observación de los saqueadores. Lo que no puedo ver con los dones que los dioses me han otorgado, me lo dicen ellos mismos. Me enteraré si vuestros guerreros se convierten en ladrones.
El ceño fruncido del rey se desvaneció lentamente cuando comprendió lo que ella le acababa de decir. Se volvió hacia Imi, que súbitamente pareció un poco asustada. La joven se irguió.
—Te dije que era una hechicera —dijo Imi a su padre.
—Pero esto no lo sabías —musitó él.
Ella sacudió la cabeza.
El rey se volvió hacia Imenja y entornó los párpados.
—¿Qué garantía tengo de que no volveréis con más barcos y tomaréis mi ciudad?
Imenja sonrió.
—No tengo interés en tomar vuestra ciudad. Aparte de que está lejos de mi hogar, ¿de qué nos serviría una ciudad subterránea del tamaño de una aldea de Avven? En cambio, reconozco el valor del comercio y de mantener estos mares seguros para ello.
»Ambos hemos asumido riesgos —siguió diciendo—. Para vos supone confiar en que no tenemos interés en perjudicar a vuestra gente. Para nosotros, en que no haréis un mal uso de lo que os enseñemos. Y creo que vale la pena.
El rey asintió.
—He tenido mis dudas. Admito que aún las tengo. Pero mi pueblo no puede seguir así, y estoy dispuesto a asumir el riesgo.
Se volvió hacia el hombre que estaba detrás de él. Reivan vio que una de las losas de piedra tenía inscripciones en elay.
—Tráelas aquí y convierte nuestras palabras en promesas. —Miró a Imenja—. Grabaremos nuestro tratado en ambos idiomas.
—Y según las costumbres de ambos pueblos —convino Imenja. Miró a Reivan. Asintiendo al orden tácito, Reivan abrió la bolsa impermeable y extrajo un pergamino, tinta y una tabla sobre la que apoyar la piel.
—Eso nunca sobrevivirá al agua —murmuró el escriba elay.
Reivan sonrió y sacó el tubo en el que guardaría el pergamino, un envoltorio impermeable, cera y una bobina de cuerda.
—Sí lo hará —le aseguró.
El escriba parecía escéptico. Encogiéndose de hombros, Reivan se sentó con las piernas cruzadas en la arena y empezó a escribir.
Entre Mirar y la rala extensión de árboles al borde del bosque había un manto de nieve liso y empinado. La mejor manera de descender sería en zigzag, decidió. En línea recta le costaría mucho mantener el punto de apoyo.
«¿Sería eso tan malo? —se preguntó—. Llegaría más rápido deslizándome». Miró los árboles, abajo. Aunque más pequeños que los que había en lo profundo del bosque, sus troncos eran igual de duros. Si descendía sin control en una ráfaga de nieve, quizá no vería con claridad el camino y era posible que no distinguiera un árbol a tiempo para usar su magia y evitar estrellarse.
«Sí —se dijo—. Eso sería muy malo».
Se volvió para mirar la montaña y suspiró. Pocas veces a lo largo de su vida se había aventurado por sitios tan altos e inhóspitos, y siempre lo había hecho en compañía de otros. Las vistas habían sido impresionantes, pero el camino se había mostrado traicionero en más de un lugar. Había tenido que hacer uso de fuerza mágica bruta para salir de la cueva anegada, pero evitar caer en las grietas cubiertas de nieve había supuesto un desafío más grande.
Empezó a descender la cuesta lentamente. La nieve era ligeramente compacta, pero no profunda. Caía en cascada con cada paso. Cuando hubo descendido la mitad de la pendiente, se detuvo para mirar a su alrededor.
Después de unos instantes descubrió que seguía moviéndose. Se movía toda la ladera.
Se le aceleró el pulso. La nieve se amontonaba y ondeaba. Urgido por el impulso de huir, dio la vuelta y empezó a desandar sus pasos, pero apenas consiguió ver algo debido a la nieve de la parte más alta que comenzaba a escurrirse y acumularse más abajo.
Se le enredaron las piernas. Se esforzó por mantenerse en pie y fracasó. Cuando cayó de lado y empezó a deslizarse ladera abajo, la nieve se precipitó por encima de él como olas rompiendo contra un muelle.
«Calma —se dijo—. Solo me arrastrará hasta el fondo. El único peligro es la asfixia y esos árboles de abajo».
Tras invocar magia, se rodeó de una barrera y añadió un poco más de espacio delante de la cara para respirar. Sintió que se precipitaba. Luego, abruptamente, disminuyó la velocidad, hasta detenerse. La nieve lo empezó a cubrir. Su peso sobre la barrera aumentaba.
«Me está enterrando».
Lo asaltaron recuerdos de aplastamientos. De algún lugar profundo en su interior surgió una sensación de terror. Luchó contra ella, obligándose a respirar lentamente. La presión sobre su escudo era lo bastante fuerte para aplastarlo. Si perdía la concentración un solo instante, la barrera cedería y…
«¿Por qué no?».
Una sensación de entumecimiento empezó a sustituir al miedo.
«¿Por qué no dejarse ir? Descubrir qué hay más allá. De todos modos, es posible que los Servidores de los Dioses me encuentren y maten en unas semanas, cuando llegue a la costa. ¿Por qué dejarlo en sus manos? Muere aquí y no les des esa satisfacción. Se preguntarán siempre cómo conseguiste…».
El frío de la nieve no era nada en comparación con aquella vacía desesperanza.
«¿Para qué vivir? Mi pueblo se está reduciendo, y no puedo dejar que me conozcan sin poner sus vidas en peligro. La mujer a la que amo no podría estar más lejos. Esta es la Era de los Cinco Dioses, y en ella no hay lugar para mí. Simplemente debería…».
—Deja de ser tan puñeteramente melodramático —se dijo en voz alta.
Cerrando los ojos, invocó un torrente de magia y lo canalizó. Hubo un estallido sordo. La blancura que lo cubría salió volando hacia arriba y se fragmentó en todas las direcciones. Cuando empezaron a caer pequeños copos en torno a él, se incorporó y miró alrededor.
Ahora se hallaba en el centro de un gran cráter. Se puso en pie, trepó hasta la superficie y se volvió para contemplar su obra. El boquete era impresionante. Sonrió.
De pronto, una sombra atravesó la suya, y su sonrisa se desvaneció. Al alzar la mirada, vislumbró a dos siyís que se alejaban planeando.
Con un suspiro, se dirigió penosamente hacia el bosque.