47

Un día después de que los elay hundieran el navío pirata, Imenja ordenó que su barco anclase cerca de un grupo de pequeños islotes. Aunque estaban hechos de roca, las partes sumergidas estaban cubiertas de lupinos. Los islotes estaban demasiado lejos de Borra como para que los elay dependiesen de estos para su alimentación, y eran demasiado peligrosos para que se aproximase alguien sin magia. Imenja se había aventurado a explorarlos con unos cuantos miembros valientes de la tripulación para recoger lupinos, y durante unos días se habían dado un festín de semejante exquisitez.

Todos, excepto Reivan. Por desgracia, era la única persona a bordo a la que no le gustaban los lupinos. Algunos marineros incluso preferían comerlos crudos. La sola idea hacía que se le revolviera el estómago. Sin embargo, el cocinero del barco se había tomado la aversión de Reivan como un reto personal. Cada noche los preparaba de forma distinta, con la esperanza de dar con una versión que le terminase gustando. Bajo la atenta mirada de Imenja, los había probado soasados, asados, en sopa e incluso hechos puré, pero el intenso y acre sabor a pescado le provocaba náuseas.

Deseaba que el barco pusiera rumbo a casa, pero los placeres culinarios no eran la única razón por la que Imenja se entretenía en ese lugar. La Voz Segunda tenía que hacer tiempo para que los guerreros elay volvieran a su ciudad y para que el rey se enterase de la noticia y enviara a un mensajero, si optaba por esta alternativa.

—Creo que me está empezando a gustar la vida en el mar —dijo Imenja—. Tal vez debería abandonar la idea de gobernar el mundo para convertirme en mercader.

Reivan se volvió para mirar a Imenja.

—Me imagino que no supondría un gran cambio para ti. Seguirías dando órdenes a otros y negociando con pueblos de muchas naciones. Sin embargo, creo que prefiero las sencillas comodidades del Santuario.

—Es más espacioso —convino Imenja.

—Y no hay… Oh, no. Ya empezamos otra vez.

Había visto al cocinero dirigiéndose al pabellón. Llevaba una tabla de madera con un plato cubierto.

—Solo pretende complacerte —dijo Imenja, soltando una risita.

—¿Estás segura de que no pretende enfermarme?

El cocinero entró en el pabellón. Realizó la señal de la estrella sobre su pecho y levantó el plato de la tabla de madera con un ademán ostentoso. Reivan suspiró.

Sobre la tabla había un cuenco de piedra con lupinos. Los había desescamado y soltaban vapor de forma apetecible. Un delicioso aroma de hierbas llegó hasta la nariz de Reivan, pero esto no consiguió despertar su interés.

El cocinero le tendió un tenedor.

—Probad.

Reivan sacudió la cabeza.

—Solo pruébalo, Reivan —insistió Imenja, con el tono de quien no acepta una negativa.

Reivan suspiró, cogió el tenedor y pinchó uno de los pescados de aspecto gelatinoso. Lo miró con resignación y se lo llevó a la boca.

El nauseabundo sabor acre que había temido que asaltara sus sentidos no llegó. En su lugar, su boca se llenó con un gustillo suave y placentero a hierbas. Sorprendida, masticó con cautela, convencida de que tarde o temprano llegaría el sabor que odiaba. No sucedió, y tragó casi de mala gana.

—Os gusta —dijo el cocinero, con una sonrisa.

Ella asintió.

—Está mejor. Mucho mejor.

—¿De verdad? —Imenja le arrebató el tenedor y cogió un bocado de la tabla. Se lo llevó a la boca y mientras masticaba abrió muchos los ojos—. Es cierto. Es sutil y delicado. ¿Lo has hecho al vapor?

El cocinero asintió.

—Recuerda lo que has preparado —le dijo ella—. Me pregunto si podemos hacer que nos envíen lupinos a casa…

Su expresión cambió súbitamente. Con el ceño fruncido hizo un gesto para que el cocinero se marchara, se puso en pie y salió del pabellón. Reivan siguió a su patrona hasta la barandilla del barco y se quedó viendo el mar.

—Creo que estamos a punto de recibir una visita del pueblo del mar —dijo Imenja—. Sí. Allí. —Señaló con el dedo.

Las aguas estaban cubiertas de sombras negras y el reflejo rojo del atardecer. Mirando hacia el mar, Reivan vio un objeto del tamaño de una cabeza elevándose y hundiéndose con las olas. El objeto desapareció después de unos instantes. Buscó alguna otra señal de los elay, pero no vio nada.

—Lanza un cabo —ordenó Imenja a un tripulante que se hallaba cerca. Este obedeció de inmediato. Mientras la cuerda se desenrollaba, Reivan se asomó por encima de la barandilla.

Apareció una cabeza, y dos ojos blanquecinos las miraron. El guerrero elay entornó los párpados. Cogió el cabo y empezó a trepar.

Cuando alcanzó la barandilla, se detuvo y miró nervioso a la tripulación. Era mayor que los guerreros elay que habían hundido el barco pirata. Cuando Imenja se acercó para darle la bienvenida, se volvió hacia ella con expresión seria.

—He venido para transmitiros un mensaje —le dijo—. El rey Ais, monarca de Borra y los elay, invita a la Voz Segunda Imenja, Servidora de los Dioses pentadrianos, a considerar la siguiente propuesta.

Hablaba de forma pausada y metódica. Era evidente que había memorizado el mensaje del rey. Al ver que se trataba de una propuesta de pacto, Reivan contuvo las ganas de sonreír triunfante.

—El rey sugiere que su pueblo y el vuestro se reúnan para intercambiar mercancías en el futuro, pero no en las islas de Borra. Se podría hacer en unas islas que están a unos días de navegación de Borra, si no las invaden los saqueadores.

»A cambio de vuestra ayuda con la defensa de los elay, el rey Ais ayudaría a los pentadrianos a combatir a los piratas, pero solo si el riesgo para sus guerreros no es demasiado alto. Todos los bienes obtenidos de los navíos saqueadores pasarían a ser propiedad del rey. La formación de los elay en el combate, la magia o la construcción de defensas también tendría lugar fuera de Borra.

Imenja asintió.

—¿Me equivoco al aventurar que la firma de este tratado también tendría lugar en una de esas islas remotas?

El mensajero asintió. Imenja apartó la vista, como si se lo estuviera pensando.

:¿Qué piensas, Reivan?

:Es la única oferta que nos hará. Las condiciones no son negociables. Si intentamos cambiarlas, no volveremos a oír de él.

:¿Y qué piensas de las condiciones?

:Lo único que no me parece razonable es que se queden con todo el botín. No tardarán en llegar a la conclusión de que, si esperan a que el mercante sea atacado, obtendrán un mayor botín del barco pirata.

Imenja se volvió hacia el mensajero.

—Acepto las condiciones de este tratado en nombre de mi pueblo. Si me dices dónde están las islas de las que has hablado, pondremos rumbo a ellas mañana.

El mensajero pareció sorprendido, pero no disgustado. Le indicó el modo de llegar a las islas, tras lo cual hizo una reverencia, se despidió y caminó hasta la barandilla. A diferencia de los guerreros más jóvenes, que habían saltado al mar, descendió cuidadosamente y se sumergió en el agua casi sin chapotear.

Imenja hizo una seña a Reivan, que se acercó a ella.

—Aún te preocupa que sustituyan a los saqueadores y se conviertan en el mayor peligro para los mercaderes en estas aguas —puntualizó—. No temas. Haré que se lo piensen dos veces.

Auraya sostenía un peso cálido sobre los hombros. Después de largas horas de vuelo, Travesuras había empezado a aburrirse. Sin embargo, comprendía que no podía abandonar la seguridad de la mochila. En lugar de ello, hizo algo que ella envidiaba en él: dormir.

Abajo, el paisaje nocturno no se prodigaba en detalles. Las distintas áreas se distinguían apenas por los tonos de gris: el bosque era más oscuro que los campos, y el agua era aún más negra. De vez en cuando, la luz de la luna se abría paso entre las nubes y Auraya era capaz de reconocer caminos y casas.

Vio una aberración, una interrupción del diseño natural en el encuentro del mar y la tierra. La luna volvía a bañar de luz el mundo, y producía ángulos sesgados y un revoltijo de líneas interconectadas. Dos edificios atrapaban la luz y parecían proyectarla de vuelta. La Cúpula brillaba como una segunda luna, medio enterrada en el suelo. La Torre Blanca se alargaba hacia arriba como un dedo acusador.

Mientras sobrevolaba la torre, pensó en la bienvenida que le darían. ¿Irían a su encuentro los cuatro Blancos? ¿Se mostrarían solidarios o enfadados? ¿Esperarían que pidiera disculpas o diera una explicación? Empezó a descender y se preparó para un encuentro que probablemente iba a ser incómodo, si no desagradable.

Cuando sus pies tocaron tierra, el entorno se oscureció. Levantó la vista y vio que las nubes habían vuelto a cubrir la luna. Nadie se acercó a saludarla. Esperó unos instantes y después rio en silencio.

«Supuse que los dioses le darían la noticia de mi llegada a Juran. Parece que no fue así». Se dirigió a la puerta, divertida con la idea de que se había llevado una leve decepción. «Puede que me esperen dentro, o en mi habitación».

Entró en el edificio tras abrir y cerrar sin hacer ruido la puerta de la azotea. Al bajar las escaleras no se topó con nadie…, ni siquiera con un sirviente. Cuando alcanzó la puerta que daba a sus habitaciones, se detuvo para escuchar. No oyó ningún sonido proveniente del interior. Abrió la puerta y se encontró con unas habitaciones oscuras y vacías.

Dejó la mochila en el suelo y creó una chispa de luz. Somnoliento, Travesuras bajó. Parpadeó en dirección a ella, saltó a una silla y se acurrucó. Ella le dio unas palmaditas y miró en derredor.

Todo estaba tal como lo había dejado, pero no le producía la misma sensación. Los ruidos familiares no le levantaban el ánimo. Caminando de habitación en habitación, se preguntó si la falta de entusiasmo por volver a casa se debía a que, de alguna manera, iba a ser una prisión durante la próxima década.

Se sentó en el borde de su cama y jugueteó con el anillo en su dedo.

Sin nada con que distraerse durante el largo viaje, había dedicado mucho tiempo a pensar. Al principio había concluido que no tenía sentido angustiarse por el futuro. Estaba decidido y no lo podía cambiar. Pero algo la estuvo importunando y finalmente admitió que sí tenía elección, incluso si las opciones eran estúpidas o ridículas. Empezó a examinarlas, sopesando las consecuencias, a fin de convencerse de que no eran lo que realmente quería hacer.

Para cuando llegó a Jarime, había comprendido que algunas de esas decisiones no eran tan estúpidas como inicialmente había pensado. Y que podía ser más feliz, o al menos más útil para el mundo, si las tomaba.

Al mismo tiempo la asustaban. Había concluido que necesitaba dormir antes de tomar una decisión. Y había algo más que necesitaba saber.

Se recostó y se dejó sumir en el sueño. Cuando juzgó que era el momento oportuno, pronunció un nombre.

:¡Mirar!

Hubo un largo silencio, seguido de la respuesta de una voz familiar.

:¿Auraya? ¿Eres tú de verdad?

:Sí. Tengo una pregunta para ti.

:Dime.

:¿Podré enseñar tu método de curación a otros?

:Solo en circunstancias excepcionales.

:¿En qué circunstancias?

No obtuvo respuesta.

:¿Mirar?

:¿Han decidido ya un castigo para ti los dioses?

:Sí.

:¿Qué han decidido?

Ella vaciló. Si él tenía alguna intención de crear problemas, el hecho de saber que ella no podía abandonar Jarime podría animarlo.

:Ese no es asunto tuyo, le dijo.

:¿No lo es? Considéralo un intercambio de información. Te diré las circunstancias en que podrás enseñar a curar a cambio de que me cuentes cuál fue la decisión de los dioses.

Sus palabras la irritaron, pero ella se sobrepuso. Podía darle la mitad de la verdad.

:Me enviaron de vuelta a Jarime.

:Ah. O sea, que los siyís están sin curandera, lo que explica tu pregunta sobre la sanación. Te han castigado con el castigo a los siyís. Supongo que no tenían mucho más que quitarte.

:No esperabas que me quitaran mi don de volar, ¿verdad?

:No. Sospechaba que ese don era tuyo desde el día en que te enseñé a curar. Ahora no me cabe duda.

:¿Qué quieres decir?, preguntó ella. Un escalofrío bajó por su espalda.

:Ya eras una hechicera poderosa cuando te uniste a los circulianos. Vi el potencial en ti mucho antes. ¿No te parece raro que los otros Blancos no recibieran este don?

:Sí, pero no estaba previsto que ellos fueran a Si.

:¿No? Tú misma descubriste tu habilidad. Si los dioses hubiesen querido que la tuvieras para granjearte la amistad de los siyís, ¿no te la hubieran dado en una ceremonia, con gran fanfarria, para que la gente los adorase por ello?

:Pero si Juran está más dotado que yo, sin duda podría aprenderlo.

:¿Has intentado enseñárselo?

Ella guardó silencio. Los esfuerzos de Juran habían sido infructuosos.

:Pero ¡eso me haría más dotada…, más fuerte que él!

:No si los dioses te lo impiden. Te pusieron en tercer lugar, pero como has empezado a dar señales de crecer por encima de los límites de tu posición, han tenido que anularte.

:¿Cómo lo sabes?, exigió saber ella.

:No lo sé. Lo intuyo. Pero lo que sí sé es que eres más fuerte de lo que crees. Más fuerte de lo que los dioses tenían previsto que fueras. Lo sentí el día en que intentaste matarme.

Auraya sintió una punzada de frustración.

:No has contestado a mi pregunta. ¿Qué circunstancias me impedirían enseñar a otros tu habilidad?

Él hizo una pausa antes de responder.

:Solo podrán aprenderla hechiceros dotados de grandes poderes. Tal vez la puedan aprender tus compañeros Blancos, tal vez no.

A Auraya se le cayó el alma a los pies. Ningún sacerdote o siyí volvería para combatir la devoracorazones.

:¿Qué otras circunstancias hay?

:¿Dije que había más?

:Hablaste en plural.

:Así es. Y es esta: si finalmente pudieses encontrar a alguien lo suficientemente dotado como para aprender mi método de curación, los dioses lo harían matar. Recuerda que Huan dijo que estaba prohibido.

:¿Por qué?

:Eso es algo que no te puedo decir.

:¿No puedes o no quieres?

:No quiero.

:¿Por qué?

:Tampoco te lo puedo decir.

Sintió que aumentaba su frustración y respiró profundamente.

:Entonces ¿por qué no me matan?

:Eres una Blanca.

:Si no lo fuera, ¿me matarían?

:Sí. O tal vez no. Depende de si hablas de ti antes de que te convirtieras en Blanca o después. Si hablas de antes, sí.

:¿Y si fuera una ex Blanca? ¿No?

:No estoy seguro. ¿Estás pensando en renunciar?

Ella guardó silencio por unos instantes, a sabiendas de que él pillaría la mentira si lo negaba.

:Porque si estás pensando en hacerlo —continuó él—, los dioses podrían enfurecerse tanto que te matarían de todos modos. No les resultaría fácil matar a alguien tan poderoso. Es posible que consiguieras escapar, pero sé lo que es vivir perseguido y despreciado por los dioses. No vale la pena, Auraya.

:No —dijo ella—. No tengo la menor intención de enemistarme con ellos. Gracias por responder a mi pregunta, Mirar, aunque no de forma completa.

:La respondí de forma tan completa como tú respondiste a la mía —respondió—. Suerte.

Él cortó la comunicación, y ella soltó un suspiro.

«Es demasiado listo. Pero listo o no, no lo sabe todo».

También sabía muchos detalles que ella desconocía. Había aprendido varias cosas durante su conversación, aunque debía valorar si sus afirmaciones eran verdad. Era poco probable que consiguiera dormir mucho antes del amanecer.

Sin embargo, para cuando Travesuras subió a la cama sin hacer ruido y se acurrucó a su lado, ella ya había realizado el viaje desde la vigilia hasta el sueño.

Imi entró en su pileta de dormir, se dejó hundir en el agua y suspiró con alivio al sentir el frescor en su piel.

«¿Cómo lo hace papá? Él escuchó durante horas a aquel mercader que hablaba sin parar, y todo lo que hizo aquella tejedora fue quejarse y lloriquear».

Cuando Imi preguntó a su padre si podía sentarse a su lado mientras él atendía las solicitudes, protestas e informes que la gente le llevaba, él aceptó, pero bajo la condición de que permaneciera hasta el final. Pronto descubrió que él pasaba allí muchas más horas cada día de lo que había supuesto, y que la mayor parte de lo que tenía que escuchar era absolutamente aburrido.

Pero sospechaba que su padre había insistido en que se quedase hasta el final para que perdiera el interés y lo dejase tranquilo. Estaba poniendo a prueba su determinación. O tal vez solo quería que empezara a aprender a administrar el reino. Esta última idea la llenó de miedo y expectación. Y tristeza, porque de Borra se haría cargo el día que muriera su padre.

Su determinación no solo no se había quebrado, sino que se había visto finalmente recompensada. Había comprendido que muchos mercaderes y guerreros, e incluso algunos de los cortesanos, tendrían mucho que ganar de un tratado con los pentadrianos, y había explicado las razones a su padre siempre que él le había pedido su opinión sobre algún visitante. Cuando su padre decidió enviar un mensajero a los pentadrianos, su corazón se llenó de victorioso gozo.

Ahora que había tenido tiempo para pensar, las dudas habían empezado a corroer su confianza. Imi salió de la pileta y empezó a caminar por la habitación.

¿Y si los pentadrianos traicionaban la confianza de su padre? ¿Y si volvían y se abrían paso hasta la ciudad de alguna manera? ¿Y si perpetraban una matanza por su culpa?

«Imenja nunca lo permitiría —se dijo—. Es una buena persona. Y con poderosos dones. Nadie osaría desobedecerla».

Cuando Imi no estaba preocupada por el futuro que había puesto en marcha para su pueblo, le preocupaba que ni siquiera se materializase. Era posible que los pentadrianos no aceptaran las restricciones que su padre había exigido. Podían decidir que los elay no tenían nada por lo que mereciera la pena comerciar, o que eran demasiado débiles como para que aliarse con ellos tuviera interés.

«Incluso si eso es verdad, incluso si no se fragua la alianza, las cosas han cambiado para nosotros».

Recordó el brillo en los ojos de los guerreros que habían hundido el barco pirata. «Papá no podrá evitar que lo vuelvan a hacer. O que busquen otras formas de golpear a los saqueadores. Puede ordenarles que no lo hagan, pero a ellos no les gustará. —Frunció el ceño—. ¿Fue esa la única razón por la que envió al mensajero? ¿Teme que la gente sienta recelo, o incluso que se vuelva contra él, si les niega esta oportunidad de contraatacar? ¿Se vio en un callejón sin salida?

»¿Por mi culpa?

»No —se dijo—. Incluso si creyese que tiene que ceder ante los guerreros, no tendría por qué involucrar a los pentadrianos. No los necesitamos para luchar contra los saqueadores».

Sin embargo, si los piratas demostrasen ser un enemigo demasiado poderoso, los elay necesitarían la ayuda de los pentadrianos.

«Si esto. Si aquello. Tantas posibilidades…».

Oyó unos golpes en la puerta. Observó que Teiti salía de su habitación para abrir. Cuando Rissi entró, pasando junto a su tía, Imi suspiró aliviada.

—Hola, princesa.

—Rissi —respondió. La visita era una distracción bienvenida. Se preguntó si él podría quedarse hasta tarde. Tal vez podrían entretenerse con un juego de mesa. Cualquier cosa con tal de mantener su mente lejos de aquellas preocupaciones. Lo condujo hasta unas sillas—. Teiti, ¿nos podrías pedir algo para beber? ¿Quizá también algo para comer?

Su tía entornó los párpados en dirección a Rissi, y después asintió y abandonó la habitación. Al ver que Imi se sentaba, Rissi hizo lo propio con cautela. Sus brazos estaban cubiertos por parches azulados.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella.

—He estado practicando —respondió él, con un mohín.

—¿Practicando qué?

—Lucha.

—¿Para qué? —Frunció el ceño—. Los chicos no estáis jugando a la guerra otra vez, ¿verdad?

—No —dijo él con una sonrisa—. Yo y unos cuantos estamos aprendiendo a ser guerreros.

—Oh. —Ella se encogió de hombros—. ¿No sois un poco jóvenes para eso?

—No —refunfuñó.

Cuando ella se dio cuenta de que lo había ofendido, se mordió el labio. Los chicos eran así, siempre querían ser mayores.

—Claro que no —dijo como pidiendo disculpas—. ¿Es algo que hacéis todos los hijos de los mercaderes?

Él apartó la vista.

—Tenemos que aprender a defendernos, si salimos de la ciudad.

Ella lo miró con detenimiento. Había algo más que eso. Él la miró y se encogió de hombros.

—Además, no quiero ser un mercader. Quiero ser un guerrero.

La sorpresa se convirtió en alarma. Si se hacía guerrero ahora que los guerreros iban a atacar a los saqueadores, podía morir. Y también esto ocurriría por su culpa.

—El Guerrero Primero me ha prometido un lugar entre los reclutas cuando tenga la edad suficiente —le dijo—. Si paso las pruebas. A papá no le gusta, pero no me lo puede impedir.

—¿Por qué? —espetó Imi abruptamente.

Él extendió las manos.

—Porque quiere que herede su negocio.

—No, quiero decir que por qué quieres ser un guerrero.

Él la miró en silencio. Después, lentamente, empezó a sonreír.

—Porque, princesa Imi, un día me voy a casar contigo.

Teiti la salvó de tener que inventarse una respuesta. La puerta se abrió, y la mujer entró de golpe con una bandeja en equilibrio en una mano y una jarra en la otra. Colocó ambas cosas sobre una mesa que estaba cerca de Imi y Rissi, y se irguió.

—El rey os envía un mensaje, princesa —dijo Teiti.

Siempre ponía énfasis en los títulos cuando Rissi estaba de visita.

—El mensajero ha vuelto. Los pentadrianos han aceptado todas las condiciones.

Imi dio un salto de alegría.

—¡Han aceptado! Es maravilloso. ¡Tengo que hablar con papá ahora mismo! —Y haciendo caso omiso de la protesta de Teiti, que les acababa de traer comida, y de la sonrisa confiada de Rissi, aprovechó la oportunidad para escapar.

Mientras cruzaba a toda prisa las habitaciones del palacio, Imi se sintió irritada.

«Debería estar llena de alegría, pero Rissi lo ha estropeado. No supe qué decir. ¡Nunca me he sentido tan avergonzada! ¿Y de dónde sacó la idea de que podía casarse conmigo si se convertía en guerrero?».

Luego recordó. Ella se lo había dicho. Le había contado que su padre probablemente la casaría con alguien de linaje real, a menos que decidiera que un líder guerrero podría aportar sangre nueva a la familia, si el candidato le causaba una impresión lo bastante buena.

«No es fácil impresionar a papá —pensó—. Pero al menos está dispuesto a intentarlo».

Y eso era sumamente halagador, comprendió. ¿Haría eso alguno de sus primos, primos segundos o familiares lejanos? Lo dudaba.

Sonrió, ralentizó el paso y empezó a pensar dónde era más probable que encontrase a su padre.