45

Desde que Emerahl se internó en el pantano, no había pasado un día sin que los habitantes locales le hicieran llegar un mensaje. «Sigue la sangre de la tierra» había sido el primero. Ese resultó obvio, puesto que era difícil pasar por alto el lodo rojo que teñía algunos de los afluentes. Cuando toda el agua adquirió el mismo color, «dirígete a la montaña llana» la había mantenido moviéndose en la misma dirección. No es que pudiera avanzar en línea recta; tenía que vadear desde islas tan pequeñas como matas de hierba anegadas hasta grandes montículos de tierra sólida, evitando al mismo tiempo pasar por aguas demasiado poco profundas como para que las transitara su embarcación. Para alivio de ella, «lucha contra la corriente más rápida» la había conducido aquella mañana por un canal bastante profundo, de modo que la quilla de su barco no encalló en el barro.

Cuando el suelo se volvió lo bastante sólido para aguantar algo más que matas de hierba, la vegetación se hizo más alta, exuberante y densa. Los árboles crecían altos y estrechos, y las enredaderas les tendían lazos flojos. Cuando alcanzaban alturas demasiado ambiciosas para el suelo húmedo, caían unos sobre otros o se desplomaban del todo, con sus enormes sistemas de raíces aflorando sobre el terreno encharcado.

De vez en cuando aparecían impresionantes espirales de roca. Algunas eran anchas, otras estrechas, y todas estaban envueltas en vegetación. En una ocasión Emerahl pasó junto a una espiral que había caído sobre su vecina. La mitad superior de la brecha entre ambas estaba cubierta por la tela de una araña del tamaño de su mano.

Era un paisaje hermoso y, sin embargo, totalmente inhóspito.

«Y no hay la menor señal de cuevas —pensó Emerahl—. No hay suficiente roca alrededor. Supongo que aún me espera un camino muy largo».

Pero en el momento en que se entregaba a estos pensamientos, descubrió que se equivocaba. El río había hecho un recodo, y delante de ella se levantaba un muro de roca apenas más alto que los árboles. En su base, la erosión del agua había creado cavidades poco profundas. Ninguna de ellas era lo bastante grande como para servir de cueva, pero había potencial para ello.

El corazón le empezó a latir un poco más rápido. El río discurría al borde de aquel pequeño acantilado. Ella resistió la tentación de avanzar a mayor velocidad. Aún había salientes y depresiones ocultas bajo las turbias aguas rojizas, y no podía arriesgarse.

El acantilado serpenteaba, conduciendo el río por un cauce ondulante. Después de más de una hora siguiendo sus giros y curvas, soltó un suspiro de satisfacción tras superar un recodo bastante pronunciado.

El río se ensanchaba más adelante, formando un gran estanque ante una celosía de cavidades y cuevas. Unas ondas en la superficie del estanque revelaban el cauce de la corriente que navegaba; llevaba directamente a la entrada de una gruta más grande. Emerahl la siguió. Justo antes de llegar a la cueva alzó la mirada hacia el cielo y esbozó una sonrisa triste.

«Cuevas. ¿Por qué los inmortales siempre terminamos en cuevas?».

La tenue luz del pantano se apagó rápidamente. Emerahl creó una chispa luminosa delante de ella. El techo de la gruta fue perdiendo altura hasta quedar tan bajo que el mástil lo habría arañado, de no haberlo desmontado el día anterior para impedir que se siguiera enredando en las parras colgantes. Su luz reveló aberturas a ambos lados que conducían a un laberinto de habitaciones y pasadizos naturales semiinundados.

Continuó avanzando entre los muros de piedra. No había recodos, solo ondas en el agua. El aire era muy húmedo y el silencio, intenso.

De pronto, la altura del techo se elevó y quedó fuera del alcance de su luz, y ella dejó de ver las paredes y las columnas a ambos lados. Redujo la marcha y se acercó al vacío con precaución, avivando su luz hasta revelar una caverna de grandes dimensiones. Solo las ondas producidas al paso de su barco perturbaban la quietud del agua. El techo era una bóveda regular. En el extremo opuesto pudo ver una cornisa sobre el nivel del agua.

Y en la cornisa había un gran cántaro de cerámica.

«Supongo que es aquí donde debo desembarcar», pensó.

Condujo el barco hasta el saliente, se asió de la amarra y bajó de la embarcación. El cántaro estaba lleno de agua clara. Emerahl echó un vistazo a su alrededor. Cerca de allí había dos entradas a sendas cuevas. Encima de la más grande había un símbolo: dos círculos unidos por una línea.

Sintió un tirón en la amarra y se volvió; su barco se estaba alejando con la corriente. Buscó en torno a sí y comprobó que no había nada con que atar la embarcación. Bajó la mirada hacia la vasija, la enrolló con la amarra y dio un paso hacia atrás, lista para cogerla si empezaba a moverse. La cuerda se tensó, pero el cántaro permaneció en pie. Emerahl le dio un empujoncito. Parecía lo bastante seguro. A continuación dirigió sus pasos hacia la cueva señalada con el símbolo. Hizo avanzar su luz, que iluminó una habitación pequeña más adelante.

La estancia era redonda. Las paredes estaban pintadas con un elaborado patrón de puntos. En el centro había otro cántaro lleno de agua. Del techo caían gotas de humedad a la vasija.

—¿Quién eres?

La voz habló en un suspiro, en una lengua largamente muerta, y ella no pudo determinar de dónde venía. Sonó como si hubieran hablado dos personas, pero podía ser por efecto del eco de la habitación.

Emerahl pensó en qué nombre dar.

—Soy… —Puede que no supieran su nombre verdadero, comprendió de pronto—. Soy la Arpía.

—¿Para qué has venido?

—Para verte —respondió.

—Entonces bebe y sé bienvenida.

Emerahl miró el cántaro con recelo. El agua era tan clara que podía ver el fondo del recipiente, en el interior. ¿Tenía que temer algo? Sin duda el Gaviota no le tendería una trampa. No, solo estaba siendo exageradamente cauta, para variar. La invitación debía de ser un ritual de buenos modales. Hundió una mano en el agua, se llevó un poco a la boca y la sorbió.

La boca le empezó a arder al instante. Tragó saliva y retrocedió, como si aquel gesto pudiera calmar el dolor. La sensación empezó a extenderse. Se tocó la cara y descubrió alarmada que se le estaba hinchando rápidamente.

—¿Qué…? —intentó decir, pero sus labios inflamados no podían articular palabra.

«El Gaviota dijo que su amigo o amiga me ignoraría si no quería conocerme, pero no que me mataría. ¿Por qué habría de…? ¿Por qué habrían de…?».

«Cállate —se dijo—. ¡Te han envenenado! Haz algo».

Salió tambaleándose de la habitación, se dirigió al bote y se derrumbó en su interior. Un letargo se estaba apoderando de su cuerpo y no le quedaban fuerzas para cortar la amarra y salir de allí.

Cerró los ojos y volvió la mente hacia su interior.

El veneno se estaba extendiendo desde su boca, su garganta y su estómago. Para detener su avance, bloqueó las vías que estaba siguiendo. Presionó todo lo que pudo en la garganta y escupió los líquidos con los que la sustancia tóxica se había mezclado. Luego dirigió su mente hacia el veneno que había conseguido contaminar su sangre. Un escozor guio su mente a través de órganos y extremidades. Vio que estaba demasiado diluido para causar mucho daño. Acelerando los latidos de su corazón, filtró el veneno por los riñones y lo convirtió en una gotita que condujo fuera de su cuerpo.

Respiró profundamente tres veces, abrió los ojos y se incorporó.

—Felicidades, Emerahl la Arpía. Has pasado la prueba —dijo una voz femenina.

—Podrías haber pensado en algo menos… agresivo —respondió Emerahl, frunciendo el ceño.

La risa de un hombre joven resonó en la caverna. «Así que son dos», se dijo. El tono no transmitía malicia, sino ironía. Aún no conseguía determinar de dónde venía.

—Si pudiésemos permitírnoslo, lo haríamos —respondió el hombre—. Por favor, discúlpanos, Emerahl. Teníamos que asegurarnos de que eras quien decías que eras.

—Hubiera preferido un acertijo —dijo Emerahl poniéndose en pie y bajando del barco.

El hombre volvió a reírse.

—¿De verdad? Los encuentro irritantes y pretenciosos.

Ella miró a su alrededor.

—Ni siquiera sé quién eres, aunque tengo alguna idea. ¿Cómo te puedo poner a prueba?

—Sígueme por la otra cueva —respondió una mujer.

Emerahl avanzó hacia la entrada y se detuvo.

—No te preocupes. No tenemos más pruebas para ti.

Aun así, Emerahl entró en la habitación con la guardia en alto. El lugar estaba vacío. Una escalera irregular conducía hacia arriba. Ella ascendió despacio.

Llegó al centro de una gruta grande. El suelo era irregular; había baches aquí y allá. En algunos de los niveles más altos había almohadones de colores claros. Nichos esculpidos en las paredes albergaban una variedad de objetos domésticos, incluidos cestos de junco, vasijas de cerámica y estatuillas de madera. Incluso había un jarrón con flores.

—Bienvenida, Emerahl. ¿O prefieres que te llamemos la Arpía? —dijo una mujer a su espalda.

Emerahl se volvió. Un hombre y una mujer la contemplaban sentados en dos nichos en la pared trasera. Ambos eran guapos, con pelo gris y vestimentas sencillas. Se parecían tanto entre sí que debían de ser hermanos, lo que confirmó sus sospechas.

—Sois los Mellizos —dijo ella.

El hombre esbozó una sonrisa amplia, mientras que la curvatura de los labios de la mujer era digna y casi tímida. Las arrugas eran visibles en sus rostros, y a Emerahl le llamó la atención unas cicatrices que bajaban por los lados de sus caras, cuellos y hombros.

«¿Cicatrices? Qué extraño. Si son inmortales no deberían tener cicatrices».

Luego notó que las marcas del lado izquierdo de la mujer coincidían con las del lado derecho del hombre, y cayó en la cuenta: esos dos habían estado unidos alguna vez. Mantenían las cicatrices deliberadamente, tal vez como recuerdo de su antigua unión.

—Así es —respondió la mujer—. Yo soy Tamun.

—Y yo Surim.

—Sol y luna —tradujo Emerahl— en veliano antiguo.

—Sí. Nuestros padres pensaron que nos daría suerte.

—¿Lo hizo?

Los dos se miraron, y Surim se encogió de hombros.

—Con el tiempo, insospechadamente, adquirimos dones. Eso es algo que algunos consideran suerte.

—En cierto modo —convino Tamun con una débil sonrisa. Miró a Emerahl y su expresión se tornó seria—. ¿Nos perdonas por el pequeño examen? Hay algunas pruebas que solo un inmortal puede pasar. Necesitábamos asegurarnos.

—Supongo que yo habría hecho lo mismo —dijo Emerahl extendiendo las manos—, si temiera ser engañada.

Tamun asintió.

—Hemos oído cosas sobre ti de vez en cuando, a lo largo de los siglos. Ansiábamos conocerte, a pesar de nuestra descortés bienvenida.

—Y yo a vosotros —respondió Emerahl—. Resulta extraño que hayamos vivido tanto tiempo y, sin embargo, no nos hayamos encontrado antes.

—No es prudente jactarse de la propia inmortalidad —dijo Surim, encogiéndose de hombros—, especialmente a esta edad. Si los inmortales tenemos algo en común, es nuestra tendencia a la misantropía.

Emerahl asintió.

—Y, sin embargo, en más de una ocasión he sentido la necesidad de buscar a otros inmortales.

—Paradójicamente, la creciente amenaza a nuestras vidas a esta edad nos empuja a buscar la compañía de nuestros pares —dijo Tamun.

—Y su apoyo —añadió Surim.

—Así que ¿vosotros también habéis buscado a otros indómitos? —preguntó Emerahl.

—Indómitos. Así es como nos llaman los dioses —dijo Tamun, arrugando la nariz—. Antes nos llamábamos inmortales, de modo que deberíamos seguir haciéndolo.

—Sí —dijo Surim en respuesta a la pregunta de Emerahl—. Lo hemos hecho. —Se puso en pie y caminó hasta donde estaba Emerahl. La tomó de las manos, sonrió cálidamente y la miró a los ojos—. Llevamos mucho tiempo aislados del mundo. Ansiamos tener compañía.

—Durante los últimos cien años hemos observado el mundo a través de las mentes de los mortales, pero no es lo mismo que caminar entre ellos —convino Tamun, poniéndose en pie y estirándose.

—Ven, siéntate —dijo Surim, conduciendo a Emerahl hasta una pila de almohadones, al otro lado de la habitación. Tamun se acomodó cerca de Emerahl. Acercó un pequeño telar y empezó a tejer, moviendo los dedos con la seguridad de quien lleva mucho tiempo ejercitando una destreza.

—Siempre me he preguntado qué es lo que ambos hicisteis —le dijo Emerahl—. Las noticias que oí sugerían que erais profetas. Como el Vidente.

Surim soltó una carcajada.

—Nunca hemos afirmado que podemos ver o predecir el futuro —dijo Tamun—. Como hacía el Vidente. No podía, lo sabes. Sencillamente usaba su facultad de leer las mentes para averiguar lo que la persona deseaba oír y luego le daba respuestas ambiguas.

—Escribió la poesía más abominable y la llamó profecía —añadió Surim, con gesto desdeñoso—. Todas esas tonterías sobre herederos perdidos y espadas mágicas. Todos sabemos que las espadas no pueden ser mágicas.

—A menos que estén hechas de la madera de un árbol de bienvenida —señaló Tamun—. O de coral negro.

—Lo que las hace completamente inútiles como armas físicas. —Surim miró a Emerahl y sonrió—. No nos hagas caso, querida. Llevamos casi un milenio discutiendo sobre estas cosas. Cuéntanos de ti, del mundo. El Gaviota nos mantiene informados, pero solo oye rumores y cotilleos. Tú has visto acontecimientos recientes con tus propios ojos.

Emerahl tomó asiento y se rio entre dientes.

—No dudo de que os ha mantenido al tanto. He visto unas cuantas cosas. Y no de mi agrado.

Y empezó a relatar cómo un sacerdote la había echado de su faro hacía más de un año.

Auraya caminaba de un lado a otro de la enramada.

Durante las últimas semanas había volado a todas las aldeas de Si castigadas por la devoracorazones. En cada lugar había ordenado que se levantaran tres enramadas, como había hecho Mirar en la tribu del lago Azul. Había enseñado a los siyís de cada poblado a preparar remedios y a determinar si un paciente requería la ayuda de la magia para superar su enfermedad. Ahora, cada vez que visitaba una aldea, podía atender a los que más la necesitaban antes de acudir volando al siguiente poblado.

Pero Juran la había contactado aquella mañana para decirle que los dioses pronunciarían su sentencia más tarde, aquel mismo día, en el altar. La había obligado a permanecer durante horas en su enramada, a sabiendas de que los siyís enfermos necesitaban su ayuda y sin darle nada con que distraerse. De pronto, cayó en la cuenta de que se estaba estrujando las manos, como solía hacer su madre cuando estaba ansiosa. Las separó, dejándolas caer a los lados, y suspiró exasperada.

«¡Oh! ¡Basta de esperar! ¡Ojalá los dioses anunciaran su decisión y terminaran con esto!».

Sentía mariposas en el estómago mientras caminaba de un lado a otro en la habitación. Recordó las palabras de Chaia: «Que sepas que te has granjeado un enemigo entre los dioses». Uno de los dioses. No dos. De todos los dioses, era a Huan y Chaia a quienes había dado más disgustos. ¿El hecho de desobedecerla era suficiente para que Huan se enemistara con ella? Probablemente. ¿Lo era el hecho de desdeñar el amor de Chaia? Posiblemente.

Más de una vez había meditado sobre la revelación de que los dioses habían discrepado sobre su destino. ¿De qué lado se había puesto cada dios? Chaia había insinuado que Huan era la diosa a la que más había enfurecido con su negativa. ¿Qué pensaban los otros dioses?

:¿Auraya?

Se le contrajo el estómago al reconocer la voz de Juran.

:¿Juran? ¿Ya es hora?

:Sí. Mairae y yo estamos en el altar.

Ella asintió, olvidando que él no podía verla y se dirigió hacia una silla. Al sentarse, Travesuras salió con dificultad de su cesto y descendió la pared de la enramada. Se acurrucó en su regazo. Ahora que empezaba a hacer frío, aprovechaba constantemente cualquier cuerpo caliente que permaneciera inmóvil durante unos instantes.

Se concentró en la mente de Juran, cerró los ojos y fijó la atención en lo que él estaba viendo. Estaba en el altar. Las paredes se habían plegado. Mairae estaba en su asiento. Auraya sintió la conexión de Dyara y Rian con Juran. Cuando todos estuvieron listos, Juran empezó el breve ritual.

—Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru. Una vez más, os damos las gracias por la paz que habéis traído a Ithania, y por los dones que nos habéis dado. Os agradecemos vuestra sabiduría y orientación.

—Os agradecemos —murmuró Mairae. Auraya escuchó a Dyara y Rian decir las palabras que ella misma pronunció mentalmente.

—Nos habéis indicado que estáis listos para pronunciar sentencia por la negativa de Auraya de ejecutar a Mirar. Apareced y sed bienvenidos por vuestros humildes Servidores.

—Guiadnos.

Desde el punto de vista de Juran, Auraya vio que cuatro siluetas empezaban a brillar en el aire. Las luces adquirieron forma lentamente, hasta convertirse en Huan, Lore, Yranna y Saru. Se preguntó dónde estaba Chaia, pero después Juran volvió la cabeza y ella vio que el dios estaba de pie a la derecha de este.

:Juran, Dyara, Mairae, Rian y Auraya —dijo Chaia—. Os hemos elegido para que nos representéis y actuéis en nuestro nombre en el mundo de los mortales. Hasta ahora hemos estado satisfechos con vuestro trabajo.

:Nos hemos cuidado de daros únicamente tareas que sois capaces de hacer —añadió Yranna—. Una vez, hace mucho tiempo, nos vimos obligados a pedir a uno de vosotros que actuara contra su corazón. Recientemente no hemos tenido otra opción que pedir lo mismo a otro de vosotros.

:Solo que esta vez la tarea no se llevó a cabo —tronó Lore.

:Dos veces dimos orden de realizarla; dos veces se nos respondió con una negativa —dijo Saru.

Huan buscó los ojos de Juran, y Auraya sintió un escalofrío al comprobar que la diosa no miraba a Juran, sino a ella. Sintió que temblaba. El miedo socavaba su determinación. ¿Cómo podía oponerse al deseo de los dioses, a quienes siempre había adorado?

«¿Cómo puedo adorar a dioses que con tanta facilidad se saltan las leyes y la justicia establecidas por ellos?».

:Somos conscientes de que Auraya no lleva mucho tiempo al frente de sus responsabilidades —dijo Huan—, pero su falta de experiencia no tiene por qué hacer mella en su habilidad para cumplir con sus obligaciones. Algunos de vosotros creéis que la tarea que le encomendamos era inadecuada para su carácter. De cada uno de vosotros esperamos que llevéis a cabo tareas desagradables cuando haga falta.

:Auraya cree que nuestra decisión es injusta —dijo Lore—. Dictamos sentencia sobre Mirar hace un siglo y esa decisión no ha cambiado.

Auraya reprimió su deseo de protestar. «Ha cambiado —pensó—. No es la misma persona».

:El paso del tiempo, incluso un siglo ocultándose bajo otra identidad, no invalida los crímenes que cometió en el pasado, afirmó Huan.

«Fueron crímenes demasiado insignificantes para justificar el castigo de ejecución», pensó. Pero guardó silencio. Los dioses sabían lo que pensaba. No tenía sentido hablar.

:Auraya exige justicia por el bien de su propia conciencia —añadió Saru—. No podéis hacer esto cada vez que os pidamos que ejecutéis a un criminal.

:En momentos como este tenéis que confiar en nosotros —dijo Yranna con voz suave—. Cuando la necesidad es urgente y también cuando la justicia de nuestros actos es difícil de ver.

Huan alzó la vista y Auraya supuso que estaba mirando a Chaia.

:Hemos decidido que Auraya vuelva a Jarime —dijo Chaia. ¿Era su imaginación o su voz parecía cansada y reacia?—. No deberá abandonar Jarime durante diez años, a menos que Ithania del Norte sea invadida y la acompañen los Blancos.

Chaia hizo una pausa. Auraya esperaba más.

:Esa es nuestra sentencia, concluyó Chaia.

Sorprendida, se permitió relajarse. «¿Eso es todo? ¿No me van a quitar el don de volar? Supongo que diez años son mucho tiempo para estar recluido en un lugar…».

:Auraya debe abandonar Si mañana y volver a Jarime, apostilló Huan.

«¿Mañana?». Auraya estaba pasmada.

:¿Y qué hay de la devoracorazones? —se descubrió preguntando—. ¿Quién curará a los siyís cuando yo no esté?

:Tendrán que buscarse la vida —dijo Huan—. Solo mata a uno de cada cinco. Es lamentable, pero sobrevivirán.

Horrorizada, Auraya no supo qué contestar.

:¿Aceptarás tu castigo?, preguntó la diosa.

Auraya sintió que el alma se le caía a los pies. Morirían tantos siyís. Y todo por culpa de ella.

:Auraya.

Volvió a dirigir su atención a la diosa.

:Si debo hacerlo, sí. Volveré a Jarime.

Huan asintió con un brillo de satisfacción en los ojos. Luego, sin mediar palabra, los dioses se esfumaron.

Etim permanecía de pie, rígido, ante el rey. Con una mano sujetaba su lanza, con la otra el mazo y el cincel que le habían dado los pentadrianos.

—¿Qué pidieron a cambio? —preguntó el rey.

—Nada, señor —respondió Etim.

El rey Ais frunció el ceño. Se volvió para mirar a la joven que estaba a su lado y que había apoyado una mano en su brazo. «Esta debe de ser la princesa Imi», decidió Etim. Parecía mayor de lo que había imaginado. No era solo la vestimenta de adulto, sino también la madurez que transmitía su mirada mientras sonreía a su padre.

—Imenja podría haber hundido ese barco ella sola, padre. Pidió a nuestros guerreros que lo hicieran para demostrarnos algo. Podemos hacer frente a los saqueadores sin mayor riesgo para nosotros.

Las cejas del rey se aproximaron aún más.

—Tu sacerdotisa nos ha metido en una guerra. Cuando los saqueadores descubran que destruimos uno de sus barcos, nos atacarán en masa.

«¡No lo saben!», pensó Etim, pero no podía decirlo a menos que le dieran la palabra. Frustrado, trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro.

El rey notó el movimiento. Miró a Etim y entornó los párpados.

—¿No estás de acuerdo? —preguntó, con la voz sombría cargada de advertencia.

Etim decidió que relatar los hechos sería mejor que ofrecer una opinión.

—No dejamos ningún superviviente, nadie que pueda contar lo que pasó.

—Nadie, excepto los pentadrianos —le corrigió el rey.

—No lo harán —dijo Imi—. Pero quiero que los saqueadores se enteren. Quiero que nos teman. Quiero que abramos boquetes en sus barcos y que los peces se alimenten de sus cadáveres y la ciudad se enriquezca con su botín. —Sonrió—. Quiero que nos respeten los mercaderes y nos teman los ladrones. Lo podemos conseguir, con la ayuda de los pentadrianos.

El rey observaba a su hija, pero Etim no supo si con admiración o desaliento. Después de unos instantes, el rey apartó la mirada. Se rascó la barbilla y alzó la vista hacia Etim.

—¿Qué piensas de estos pentadrianos, guerrero?

Etim meditó su respuesta.

—Preferiría tenerlos de amigos que de enemigos —respondió con honestidad.

En la cara del rey se dibujó una débil sonrisa.

—Eso es lo que quiero que piense la gente de nosotros —dijo Imi, soltando una risita.

—Y, mientras tanto, debemos confiar en estos pisatierra pentadrianos —dijo el rey en tono amargo.

Imi se encogió de hombros.

—Ni siquiera ellos pueden impedirnos que abramos boquetes en los cascos de sus barcos.

El rey arqueó las cejas una vez más. Etim podría haberse equivocado, pero le pareció ver un brillo de interés en los ojos del monarca. Imi extendió la mano y volvió a tocar el brazo de su padre.

—¿Has considerado mi sugerencia? —preguntó en voz baja—. ¿Has redactado una lista con todas las condiciones que exigirías en una alianza?

—No las aceptarán —respondió él.

—Tal vez no —concedió ella—. Pero no lo sabrás si no se lo preguntas.

El rey la miró, y luego respiró profundamente y exhaló. Alzó la vista hacia Etim.

—Tráeme al Guerrero Primero.

Preguntándose si acababa de ser testigo de un gran y decisivo momento en la historia de los elay, Etim se alejó a toda prisa.