La embarcación vibró ligeramente cuando el casco rozó el banco de arena. Alguien ladró una orden, y los remeros detuvieron rápidamente los remos, saltaron al agua y empezaron a arrastrar la barca playa adentro. Reivan se levantó con Imenja y siguió a su patrona hasta la proa. Pusieron los pies en la arena seca y enfilaron hacia la hilera de hombres lampiños de tez oscura.
No fue difícil distinguir al líder del resto. El rey de los elay iba desnudo excepto por un par de pantalones cortos hechos de un cuero de color parecido al de su piel y por las joyas que le cubrían el torso. De unas cadenas de oro colgaban medallones con forma de criaturas de mar e incrustaciones de piedras preciosas. Varias hileras de conchas que habían sido pulidas hasta sacarles brillo formaban un chaleco impresionante. Las joyas debían de pesar mucho, pero aun así su postura era altiva, la espalda recta y los hombros erguidos. Con una mano sujetaba una lanza que, pese a los adornos de oro y joyas, daba la impresión de servir para algo más que decoración.
Tenía el ceño fruncido.
Reivan reprimió una sonrisa. Imi les había advertido que su padre era hostil con los extraños.
En torno al rey había un círculo de guerreros elay con el entrecejo arrugado, armaduras y lanzas. Imenja avanzó hasta el borde del círculo y se detuvo. Los hombres que estaban más cerca les abrieron paso.
—Os saludo, Ais, rey de los elay —dijo ella.
—Os saludo, Imenja, Voz Segunda de los pentadrianos —contestó él.
—He venido, tal como pedisteis. ¿Volvió con vosotros la princesa Imi?
—Sí, volvió.
—Me alegra oírlo —sonrió Imenja—. La habría escoltado hasta aquí, pero tengo entendido que no sois amigo de visitas inesperadas.
—Os doy las gracias por su vuelta —dijo él, frunciendo aún más el ceño—. Os he pedido que vengáis hasta aquí para daros las gracias por liberarla de los que le querían hacer daño y por devolverla a nosotros. —Alzó la mano libre—. Os he traído esto en señal de gratitud.
Los guerreros que estaban detrás de él se hicieron a un lado y dieron paso a otro grupo de guerreros, con aspecto igual de fiero, que cargaban unos bultos. Pasaron junto al rey y se detuvieron para desenvolver los fardos y revelar una serie de vasijas de plata y oro hermosamente forjadas y llenas de joyas, piedras preciosas, conchas talladas e, irónicamente, campanillas marinas. Reivan se sintió ligeramente excitada ante la visión de este tesoro.
—Son magníficas —le dijo Imenja—. Sois muy generoso, pero no estoy segura de que pueda aceptarlas. No hemos venido aquí esperando semejante muestra de gratitud. Nos basta con saber que Imi ha vuelto a casa.
—Entonces ¿por qué no partisteis cuando ella volvió? —preguntó el rey, arqueando ambas cejas—. ¿Por qué os quedasteis en lugar de zarpar de vuelta a casa?
—Quería asegurarme de que Imi estuviera a salvo. No podía irme sin comprobar que se había vuelto a reunir con su familia. Ahora que lo sé, me marcharé satisfecha de haber cumplido con mi promesa. Sin embargo, antes de hacerlo, tengo algunas pertenencias de Imi que debo entregarle; no pudo llevárselas consigo cuando nadó hasta la ciudad. —Se volvió e hizo un gesto a los remeros, que aguardaban.
Estos sacaron del barco el arca con los regalos de Nekaun y avanzaron hacia el grupo. Reivan sonrió ante la afirmación de Imenja de que pertenecían a Imi. Si Imenja le hubiera dicho que eran para él, el rey habría podido rechazarlos. Ahora no podía hacerlo. Entrando en el círculo de guerreros, los remeros colocaron el cofre delante del rey. Uno de ellos levantó la tapa, después de lo cual todos dedicaron una reverencia al rey y regresaron al barco.
El rey de los elay volvió a arquear las cejas al ver el contenido del baúl.
—¿Esto pertenece a mi hija?
—Regalos del líder de mi pueblo, Voz Primera Nekaun —dijo Imenja, sonriendo—. Es costumbre en mi tierra ofrecer regalos a invitados de sangre real. Para Imi fue un placer seguir esta costumbre. Y aunque nadie de mi pueblo la secuestró, vuestra hija pasó un tiempo como prisionera en nuestras tierras. Por ello, Nekaun pensó que debía ser desagraviada.
El rey Ais asintió, con la mirada aún fija en el contenido del cofre y expresión pensativa.
—En mi tierra se recompensa una buena acción —dijo, levantando la vista hacia Imenja—. Llevad mis regalos a vuestro líder en señal de gratitud.
—Lo haré, y os lo agradezco de su parte —respondió Imenja, con una sonrisa—. Quedará tan impresionado por la maestría de vuestros orfebres como lo estoy yo.
Imenja ordenó a los remeros que llevasen los tesoros de los elay a la embarcación. Cuando los hombres abandonaron el círculo, ella volvió a mirar al rey.
—Imi me habló de los saqueadores que tantos problemas os dan. Os ofrecería nuestra ayuda, si creyese que la aceptaríais.
—¿Cómo podríais ayudarnos?
—Tal vez enseñándoos lo que sabemos de hechicería, de guerra o, sencillamente, de la construcción de aldeas fortificadas. Tal vez vendiéndoos armas.
—¿Qué ventaja obtendríais?
—Estos piratas atacan barcos mercantes que hacen la ruta entre Ithania del Norte y mis tierras. Nuestros mercaderes pierden mucho género. Establecer una flota de barcos patrulla sería poco práctico y caro, incluso si dispusiésemos de un puerto adecuado que usar como base. Si vuestra gente se vuelve lo bastante fuerte para defenderse, eventualmente podría ayudarnos a controlar a los saqueadores. Os puedo asegurar que nuestros mercaderes pagarían una suma nada desdeñable por semejante servicio.
—Eso decís vos —dijo el rey en tono escéptico—. Lo más probable es que nos roben.
—Hacéis bien en considerar esa posibilidad —respondió Imenja, asintiendo—. El riesgo de ser confundidos con saqueadores haría que la mayoría de los mercaderes actuase de forma honesta. Pero es verdad…, para tener éxito en semejante empresa debéis actuar con cautela y astucia.
—O, simplemente, no embarcarme en ella. —El rey alzó la barbilla—. Gracias por devolverme a mi hija, Imenja de los pentadrianos. Debéis marcharos antes del mediodía.
—Así lo haré —prometió Imenja—. Si en el futuro deseáis negociar, buscad un barco de velas negras. A bordo habrá un Servidor de los Dioses vestido como yo; él me hará llegar el mensaje.
Se volvió y empezó a alejarse. Reivan la siguió, resistiéndose a la tentación de girarse para ver la expresión del rey. «Debe de seguir frunciendo el ceño y sacando pecho», pensó.
:No ha salido tan mal, ¿eh?, preguntó Imenja.
:No lo sé. —Reivan echó un vistazo a su patrona—. ¿Qué leíste en su mente?
:Desconfianza, más que nada. Desconfía de todos los pisatierra.
:¿Incluso de los que rescataron y le devolvieron a su hija?
:Especialmente de nosotros. La desconfianza es su punto fuerte. Pero también sé cuál es su debilidad.
:¿Cuál?
:Su hija. Se culpa del secuestro de su hija. Ella ha visto más mundo del que él puede imaginar, y ha vuelto mucho más informada. Entre su sentimiento de culpa, su costumbre de consentirle todo y el presentimiento de que nunca más se sentirá satisfecha mientras permanezca enclaustrada en la ciudad, se enfrenta a una dura batalla.
:¿Una batalla perdida?
:Eso espero, dijo Imenja, sonriendo.
En lo esencial, la ciudad de Karienne no había cambiado mucho desde la última vez que Emerahl la había visitado. Edificios de todas las formas y tamaños se aglomeraban formando una metrópolis que se extendía a ambos lados de un río modesto y sucio. La urbe casi había duplicado su tamaño en los últimos siglos, a juzgar por lo que ella podía ver desde el agua.
—¿Dónde queréis desembarcar? —quiso saber Emerahl, volviéndose hacia la pareja y sus hijos.
Shalina miró a su marido.
—¿No vas a atracar en el muelle principal? —preguntó Tarsheni.
—Podría, pero la tarifa de amarre cuesta una fortuna. Los muelles más pequeños suelen ser más baratos.
—Si no recuerdo mal, el muelle principal no está lejos de la plaza Mayor, donde habla el Hombre Sabio, y nos gustaría desembarcar cerca, si es posible. Si pagamos la tarifa de amarre, ¿vendrás con nosotros para escucharlo?
Emerahl sopesó la propuesta. Por una parte, estaba ansiosa por navegar río arriba hasta las Cuevas Rojas lo antes posible; por otra, sentía curiosidad por conocer a aquel Hombre Sabio. Había tardado meses en llegar hasta allí, ¿qué importaba un retraso de medio día?
—Muy bien —dijo—. Iré a ver a qué viene tanto alboroto.
No tardaron en llegar a las inmediaciones de los muelles principales y en encontrar un embarcadero entre las dársenas y los fondeaderos atestados de gente. Ella ayudó a la pareja a sacar su equipaje del barco y transportarlo a la ciudad. Las calles eran angostas, y muchas estaban cubiertas para proteger a los viandantes del sol del desierto; se extendían en todas direcciones en un diseño que ni ella ni Tarsheni entendían. Casas, almacenes, tiendas, templos y barracas se mezclaban sin ton ni son, de modo que cada calle tenía un ancho distinto.
Por fortuna, los residentes eran amables y se mostraron dispuestos a dar indicaciones. Emerahl y la familia salieron de una calle estrecha y abarrotada a un espacio abierto.
La plaza Mayor no era grande en comparación con las de otras ciudades, pero parecía enorme después de aquel atolladero. En una esquina había una muchedumbre. A Tarsheni se le iluminaron los ojos. La pareja encontró una pensión a escasa distancia y pagó lo que parecía ser una suma razonable, ansiosa por ver por fin al hombre que les había llevado a hacer un viaje tan largo.
Una vez guardado el equipaje en una habitación, abandonaron la pensión y se dirigieron a donde estaba la multitud. Los dos adultos estaban nerviosos y expectantes. Su hijo parecía abrumado por toda la actividad a su alrededor, y el bebé parpadeó con expresión soñolienta.
La muchedumbre era menos densa hacia los bordes. Tarsheni redujo el paso y se internó entre el gentío. Aunque Emerahl no alcanzaba a ver al objeto de la atención del público, lo oía con facilidad.
—Todos somos criaturas del Constructor —retumbó—. Vosotros, yo, aquel sacerdote, el arem que acarrea vuestros bienes y los rainas que montáis son sus criaturas. El pájaro que canta y el insecto que os pica son sus criaturas. El humilde pordiosero, el mercader rico, los reyes y emperadores del mundo, los sacerdotes y seguidores de todos los dioses, los dotados, los no dotados, todos son sus criaturas. Incluso los propios dioses son… —El Hombre Sabio se detuvo, y después siguió con voz más débil—: ¡No! No es verdad. He estudiado los textos e indagado en la sabiduría de todas las religiones, y ningún dios afirma haber creado el mundo. Pero tienen que tener un creador. Un Constructor…
Emerahl estuvo a punto de adivinar la siguiente reflexión. Decidió acercarse más y dejó a la familia escuchando con arrobo y atención.
—¡La existencia del mundo es prueba suficiente! Solo un ser superior… Sí, así es. El Constructor hizo criaturas que consideramos malvadas. Pero ¿por qué las consideramos malvadas? ¿Porque matan? Un carmón mata y come otros seres vivos, y los criamos como mascotas, y los rainas comen plantas, que también son seres vivos. Tememos a los lerameres y voranes porque nos pueden matar, pero no lo hacen por maldad, sino por hambre. No nos gustan porque se comen nuestro ganado. Eso es un disgusto, no una maldad.
Hubo un instante de silencio, seguido de una risita. Cuando dos hombres que estaban a su lado cambiaron de postura, Emerahl alcanzó a ver inesperadamente a un joven apuesto de pie sobre una caja de madera, con los brazos levantados mientras se preparaba para dirigirse otra vez a su público. Sorprendida de que el Hombre Sabio fuese tan joven, empezó a acercarse más.
—… también puede ser malvado. ¿Por qué nos hacemos daño? No lo sé. ¿Por qué el mundo no es perfecto? ¿Por qué no aprehendemos y comprendemos cada partícula de él desde que nacemos? Evidentemente, no fue esa la intención del Constructor. El Constructor creó el mundo con la intención de que se siguiera transformando. Tal vez para que tuviésemos una razón para luchar.
Emerahl se detuvo cuando descubrió que cerca había varios sacerdotes y sacerdotisas. En el grupo había incluso un sacerdote superior. Si bien la mayoría de los circulianos parecían incómodos, algunos escuchaban con interés.
—Sobre mí ha recaído la responsabilidad de luchar por comprender al Constructor —continuó el Hombre Sabio—. Os podéis unir todos. No os pido que renunciéis a nada. Ni a vuestras familias, ni a vuestra riqueza, ni a vuestra profesión, ni siquiera a vuestra religión. Creed en el Constructor y juntos, hombres y mujeres, ricos y pobres, dotados y no dotados, lucharemos por aclarar algunos de los misterios de la vida.
Continuó hablando en el mismo tono. Los oyentes seguían su camino y eran reemplazados por otros. Se empezaron a repetir preguntas. Emerahl se abrió paso entre la multitud para volver hacia donde estaba la familia. Notó que los circulianos se habían marchado. También se estaba yendo un par de pentadrianos. «No veo a ningún tejedor», pensó. A Tarsheni le brillaban los ojos de excitación.
—Tengo que ir a buscar mis tintas y mi papel —dijo Tarsheni, tomando aire. Se volvió hacia Emerahl—. ¿Qué te parece?
—Una idea interesante —respondió ella, encogiéndose de hombros.
—Eso dijiste antes.
—También dije que si no lo puede probar, la gente no lo tomará muy en serio.
—¿No es prueba suficiente la existencia del mundo?
—No —contestó ella con honestidad—. No creo que a los circulianos les haga gracia alguien que sostiene que sus dioses fueron creados por un ser superior.
—¡Qué importa lo que piensen los circulianos! —exclamó Tarsheni con una sonrisa.
—Es verdad —se rio Emerahl. Miró a ambos y sonrió—. Supongo que ha llegado la hora de despedirnos.
—Ha sido un placer viajar contigo —puntualizó Shalina en tono emotivo.
—Lo mismo digo —respondió Emerahl.
—Gracias por traernos hasta aquí —añadió Tarsheni con solemnidad—. Y por salvarnos de aquellos ladrones en el túnel del istmo.
—Si no me hubierais advertido acerca del túnel, habría tenido que vender mi barco —señaló Emerahl—. Así que me salvasteis de ser robada tanto como os salvé yo.
La pareja soltó una risita.
—¿Adónde irás ahora?
—Río arriba.
—¿Asuntos de familia?
—Se podría decir que sí. Como vosotros, espero conocer a alguien de quien he oído mucho pero a quien nunca he visto.
—Entonces espero que tu encuentro te dé tanta satisfacción como nos lo ha dado el nuestro —le deseó Tarsheni—. Adiós, Emmea. Que los vientos te sean siempre propicios.
—Adiós —respondió Emerahl—. Y recordad mi consejo. Si empieza a pediros dinero, no le deis ni un céntimo más de lo que podéis permitiros. He conocido a más de un falso sabio, y os aseguro que pueden ser muy astutos.
—Estaremos atentos.
Con una sonrisa, Emerahl se volvió y se encaminó al muelle, a su pequeño barco y a la última etapa de su viaje hacia las Cuevas Rojas.