No valía la pena seguir planteándoselo. Había reflexionado acerca de todo lo que había hecho y las posibles consecuencias. Había dedicado inútilmente horas a especular sobre lo que habría pasado si hubiera hecho las cosas de forma distinta.
Pero si bien la travesía por Si requería mucha concentración, no ocupaba por completo el pensamiento de Mirar. Cuando no tenía que trepar y andar sin parar, su mente daba vueltas y vueltas, y cada vez que intentaba pensar en otra cosa, terminaba recalando en Auraya, en sí mismo, en los Blancos y en los dioses.
«Y Emerahl. ¿Por qué tuve que pensar en Emerahl cuando abrí mi mente a Auraya?».
Solo había pensado en ella por un instante, como ayudante y amiga. No había reflexionado sobre el empeño de Emerahl por encontrar a otros inmortales. Si los dioses la habían reconocido, y era posible que no, alertarían a los Blancos sobre su existencia. Sin embargo, no sabían dónde estaba. Mientras no atrajera su atención ni topara con uno de ellos, estaría a salvo. Los dioses la podían rastrear husmeando en las mentes de los mortales, buscando a alguien visible para los humanos pero invisible para ellos, pero eso tomaría mucho tiempo y ahora tenían un asunto más importante del que ocuparse: Auraya.
Él esperaba que ella no se hubiera equivocado al afirmar que los dioses no la matarían por temor a debilitar la confianza de sus seguidores hacia los Blancos. Esperaba no haberla condenado al abrirle su mente. Había sido la única forma de salvarse, pero no lo había hecho únicamente por egoísmo. Quería que ella viera la verdad, que al fin supiera quién era…, y que la amaba.
«Necio —pensó—. Es una Elegida de los dioses. No puede corresponder a tu amor».
«Y sin embargo, lo hizo», se contradijo.
Sintió un sobresalto. ¿Había vuelto Leiard? Buscó en su mente la sensación de otra presencia, pero no la encontró.
«Yo soy Leiard —se recordó—. Más vale que acepte que sus debilidades son las mías. Más vale que no vuelva a poner en peligro a los demás. Si no puedo tener a Auraya, lo mejor es que me aleje de ella cuanto pueda».
En el escarpado y estrecho barranco, el aire era húmedo e inerte. Mirar bostezó y se planteó hacer un alto para echar una cabezada. Apenas se había detenido para descansar desde que había abandonado la tribu del lago Azul, y el cansancio que había mantenido a raya durante tanto tiempo de pronto le pareció insoportable.
Trastabilló. Miró hacia abajo y frunció el ceño al ver las finas lianas que se cruzaban en su camino. Con el corazón desbocado, levantó la vista y miró alrededor. El miedo ahuyentaba el sopor que lo invadía.
En torno a él, los árboles y el suelo del bosque estaban cubiertos de enremidera. Atrapado en un remolino de pensamientos sobre Auraya y los dioses, no había percibido hasta dónde lo había conducido el barranco. El hedor a carne podrida le revolvió el estómago. En algún lugar bajo la exuberante vegetación había uno o dos cadáveres de animales, víctimas del don mágico de la enremidera.
Ahora que era consciente de la insidiosa sugerencia en el filo de su mente, le resultó fácil bloquearla. Reanudó la marcha, esquivando cuidadosamente las lianas que atravesaban su camino. Era una planta grande y madura. El desfiladero era una trampa natural que probablemente le proporcionaba muchas víctimas.
El barranco se estrechaba aún más, pero las lianas de la planta llegaban solo un poco más allá. Suspirando con alivio, Mirar avanzó por la angosta grieta, pasando trabajosamente entre los afloramientos rocosos o escalando por encima de ellos.
«Espero no estar siguiendo un camino sin salida…».
Deseó que lo hubiera acompañado Tyve. Estaba convencido de que el muchacho habría estado dispuesto. Pero la mente de Tyve estaba abierta a los dioses y habría delatado su posición sin saberlo.
Las paredes del barranco desaparecían unos pasos más adelante, y Mirar comprobó que el suelo formaba una acusada pendiente a partir de ese punto. Más adelante solo se divisaban copas de árboles que se mecían en el viento. Al alcanzar el final de la garganta, descubrió que estaba al borde de un precipicio. No era un camino sin salida, pero la bajada requería tiempo y mucha concentración.
Ante él se alzaban las montañas, y el descenso al que se enfrentaba a continuación no era nada comparado con lo que le esperaba en aquellas laderas rocosas. Emerahl había sugerido que se dirigiera al desierto de Sennon, y cruzar las montañas suponía la ruta más corta. El camino más fácil, aunque también más largo, lo habría llevado río abajo desde los lagos Azules hasta la costa, pero la costa era el lugar al que los dioses esperarían que fuese; donde los siyís estarían pendientes de él y los Blancos aguardarían su llegada. No contaban con que escalase una montaña y atravesara un desierto para llegar a Ithania del Sur. Al menos eso esperaba.
Con un suspiro, se sentó a comer y a estudiar el terreno que se extendía a sus pies. Aunque el bosque ocultaba gran parte del suelo, planificó una ruta relativamente optimista que superaba los obstáculos más evidentes.
Lo sobrevoló una sombra. Una sombra grande.
Cuando levantó la mirada, vio a un siyí que planeaba más allá del borde del precipicio y trazaba una curva hasta perderse de vista.
Pocos siyís vivían en esa parte de Si. Seguía siendo territorio de la tribu del lago Azul, pero con tanta tierra productiva en los alrededores, no necesitaban alejarse mucho para encontrar alimentos u otras cosas. «Puede que estén buscando algo que no se encuentra cerca del lago —pensó—. Plantas raras, por ejemplo. O tal vez estén patrullando sus tierras.
»O quizá me estén buscando».
Se puso en pie y retrocedió hacia el barranco. Tanto si estaban buscándolo como si no, cualquier siyí que lo viera podría delatar su posición a los dioses, si estos estaban observando. Se detuvo y se planteó si debía volver en lugar de descender por el peñasco.
El risco se extendía un buen trecho en ambas direcciones, formando una barrera natural que lo separaba de las montañas. Iba a tener que enfrentarse a él o desviarse un tramo considerable de su camino.
Una figura alada planeó por encima de su cabeza. Él percibió una mezcla de satisfacción, soberbia y paciencia. Se le cayó el alma a los pies.
«Sabe que estoy aquí».
Por tanto, daba lo mismo que el siyí lo viera descender. Después de eso, al resguardo de los árboles, sería mucho más fácil evitar que lo siguiera.
Una vez en las inmediaciones de la aldea de la tribu de la Arena, Auraya no vio ningún barco negro en el horizonte. Había siyís por todas partes: entre las enramadas, en la costa y en el cielo. Se acercó más, escrutó sus mentes y encontró al portavoz Tyrli.
Cuando sus pies se posaran en la arena, advirtió que se había formado una pequeña multitud. Una de las mujeres de la aldea había traído dos cuencos, y Tyrli se los ofreció. Uno estaba lleno de agua, el otro contenía bayas agrias.
Auraya aceptó el ritual de bienvenida.
—Recibí vuestro mensaje, portavoz —le dijo—. ¿Dónde habéis visto el barco?
Él señaló un punto en el sudeste.
—Solo era visible desde el aire. Las velas llevaban la marca de una estrella. Mis hombres volaron hacia allí y vieron hechiceros pentadrianos a bordo.
Auraya asintió.
—¿Lo habéis vuelto a ver desde entonces?
—No. —Atisbó una cría sin pelo, de piel oscura, en la mente del portavoz. Una niña elay. Temía que ella hubiera topado con los pentadrianos, aunque era poco probable. Auraya reprimió su curiosidad; había cosas más importantes de que ocuparse.
—¿Siguió alguien al barco? —preguntó.
Él asintió.
—A distancia y mientras fuese seguro. Navegaba hacia el sudeste, mar adentro. En dirección a Borra.
—¿No atracaron?
—No. ¿Corren peligro los elay?
Auraya negó con la cabeza.
—No lo creo. Los elay no representan una amenaza para ellos, y son demasiado pocos para tenerlos de aliados. Supongo que intentarían convertirlos, pero los elay fueron creados por Huan. Dudo de que le diesen la espalda.
Tyrli asintió en señal de conformidad.
«Eso no quiere decir que no lo intenten —pensó, recordando que Juran le había hablado de pentadrianos que habían intentado asentarse en otras tierras. Suspiró—. Hablaré de esto con Juran».
—Venid a mi enramada. Mi hija se ocupará de que nadie os moleste —dijo el portavoz con una sonrisa.
Auraya vaciló, pero finalmente asintió.
—Claro. —Él no sabía que ella tenía motivos para ser reacia a comunicarse con los otros Blancos.
«No me puedo pasar la vida evitándolo», se dijo.
Para cuando llegó a la enramada de Tyrli, se había ahorrado lo que, temía, habría sido una discusión desagradable. La hija de Tyrli trajo agua y un plato de comida más generoso. Después la dejó sola.
Las paredes de la enramada resplandecían con la luz solar que dejaba filtrar la membrana. Auraya respiró hondo, cerró los ojos y proyectó su mente.
:¿Juran?
Hubo un instante de silencio, y después:
:¿Auraya? ¿Dónde estás?
:En la costa de Si. Los de la tribu de la Arena vieron un barco pentadriano hace unos días.
:¿Atracaron?
:No. Dicen que navegaba hacia el sudeste, en dirección a Borra.
:¿Qué podrían querer los pentadrianos de los elay?
:No lo sé. No tienen motivos para atacar, y es poco probable que los elay acepten sus ofertas de amistad. Ya sabes cuánto desconfían de los pisatierra.
:Sí.
:¿Crees que debería investigar?
Juran permaneció unos instantes en silencio.
:No. ¿Qué tal se están recuperando los siyís de la devoracorazones?
:La enfermedad se ha extendido por todas partes, excepto a las tribus más remotas. La situación no puede empeorar mucho más.
Él volvió a quedarse callado.
:¿Qué piensas hacer con Mirar?
Auraya sintió una presión en el pecho.
:No puedo matarlo si creo que es injusto.
:¿Ni siquiera si te lo ordenan los dioses?
Ella vaciló.
:No. Haría que todo lo que representan, todo lo que representamos, dejase de tener valor.
Hubo un largo silencio.
:Dyara y Rian parten hoy hacia Si. Si matasen a Mirar, ¿sentirías que todo lo que representamos dejaría de tener valor?
Sintió que se le caía el alma a los pies.
:Es posible. No lo sé…
:Ejecuté a Mirar hace más de cien años con muchas menos pruebas de las que dispones en este momento. ¿Me has perdido el respeto ahora que lo sabes?
Ella no podía responder a esa pregunta. Negarlo habría sido una falta de honestidad; sin embargo, seguía sintiendo un gran respeto por él.
:No son situaciones comparables —dijo ella—. Mirar no te abrió su mente. Cuando te enfrentaste a él, los dioses apenas habían establecido las leyes que rigen nuestras vidas.
:Me pidieron que confiara en ellos. ¿Confías en ellos?
:Quizá no tanto como antes —admitió—. No lo puedo evitar. Cuando me pidieron que hiciera algo injusto, perdí la confianza en que nunca me pedirían algo que lo fuera —dijo, con amarga diversión—. Si mato a Mirar, me odiaré y cuestionaré la sabiduría de los dioses para toda la eternidad.
:Me temo que ahora cuestionarás la sabiduría de los dioses de todos modos.
Tomó conciencia de las palabras de Juran como si le hubiera asestado una puñalada. Tenía razón. No había vuelta atrás. Había perdido una pequeña parte del respeto que sentía por los dioses y no podía fingir lo contrario. «Soy una Blanca. ¡Una Blanca no debe dudar de los dioses a los que sirve! Si no puedo recobrar el respeto por ellos, entonces…». Se estremeció. «Entonces, no debería ser una Blanca».
:¿Auraya?
Tenía la boca seca. Volvió a dirigir su atención hacia Juran.
:¿Crees que debería regresar a Jarime?
:No, quédate en Si. No tiene sentido que vuelvas; la gente del cielo aún te necesita.
Él rompió el contacto. Al abrir los ojos, Auraya sintió que se le llenaban de lágrimas. Lo único que siempre había querido era ser sacerdotisa y usar sus habilidades para ayudar a la gente, servir a esos gloriosos seres que eran los dioses.
«Los dioses a los que amo —pensó—. Pero ya no con la misma devoción que antes. Eso se ha mancillado. Arruinado. Quizá mi amor debería ser más firme. Quizá debería ser como Rian, dispuesto a hacer lo que sea, esté bien o mal, en su nombre. ¿Estoy siendo egoísta? ¿Tiene alguna importancia que piense que lo que hago es justo?».
Pero tenía que importar que los Blancos fuesen conscientes de lo que estaba bien y lo que estaba mal. De otra manera habría sido espantoso. Y era importante que los dioses fuesen buenos y justos. De lo contrario… ¿qué otros abusos de poder podían exigirles a los Blancos?
«Y si Mirar está en lo cierto y los dioses han abusado de su poder muchas veces en el pasado, ¿qué impide que lo vuelvan a hacer? ¿Y si los dioses han creado a los circulianos y a los Blancos para hacer lo que quieran, sin cortapisas?».
Sintió que se le contraía el estómago. Era demasiado horrible para planteárselo. Si las intenciones de los dioses eran malvadas, ¿en qué situación quedaban los humanos?
«A merced de ellos».
La opción más segura para ella era seguir siéndoles fiel…, matar a Mirar y ser una Servidora obediente. Tenía que ser tan leal como Rian, excepto que su obediencia incondicional estaría motivada por el miedo, no por el amor ni la lealtad.
La sola idea hizo que se sintiera descompuesta. Vivir en un estado permanente de miedo y mentiras, obligada a hacer cosas que, sabía, estaban mal, solo la llevaría a la miseria. Una eternidad de miseria.
«Puede que no haga falta —pensó—. No, los dioses no son malvados. Quieren que mate a Mirar porque temen que haga daño a los mortales. Su punto de vista es demasiado distante como para ver que él ya no es un peligro. El mío es más cercano. He visto en el interior de su mente. Lo sé mejor».
Pero ¿cómo podía ser? Se suponía que los dioses eran más sabios que los humanos. Si ella pensaba que estaban equivocados, debía de creer que eran falibles. «Un Blanco no debe dudar de los dioses. —Escondió la cabeza en sus manos y se enfrentó a la verdad desnuda—. No soy digna de esta posición».
La tripulación iba y venía a toda prisa por la cubierta del Flecha como si sus vidas dependiesen de que terminasen cuanto antes la faena. Rian miró hacia el Estrella. La tripulación del otro barco estaba igual de atareada. Dyara estaba en la proa. Aunque ambos barcos navegarían juntos, él no pensaba hablarle durante las próximas semanas, excepto mentalmente.
Sintió el eco de unas pisadas en la cubierta. Al volverse, vio aproximarse a Juran.
—Rian —dijo—. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—Sí —respondió.
Juran hizo una pausa al ver a un sacerdote que llevaba una caja de madera. El hombre se les acercó nervioso, colocó la caja en la cubierta e hizo la señal del círculo.
—Las copias que solicitasteis, Rian de los Blancos.
—Gracias —contestó Rian—. Puedes marcharte.
—¿Qué pediste a los escribas que te copiaran durante toda la noche? —preguntó Juran.
—El código de la Ley Sennense, algunas historias de emperadores anteriores y unos estudios que encargué sobre los muchos cultos que se practican allí. Necesitaré material de lectura para el viaje, y no quise arriesgarme a llevar los originales.
Juran se rio entre dientes.
—No se me ocurrió que tendrías tiempo para leer de camino a Si, ocupado como estás haciendo que el barco avance a toda vela por el mar.
—Es verdad, pero cuando nos hayamos encargado de Mirar, podremos volver a un ritmo más relajado. —Rian se encogió de hombros.
La expresión del líder de los Blancos se tornó adusta y dolorosa. Rian ya conocía ese semblante. Aparecía cada vez que se mencionaba a Mirar. Hacía mucho que presentía que matar a Mirar había sido desagradable para Juran. Debe de ser frustrante descubrir que el líder pagano de los tejedores no ha muerto, y que sigue manipulando a los mortales. Y a los inmortales. Cuanto antes Dyara y él librasen al mundo de Mirar, mejor…, tanto para Juran como para el mundo. Sin embargo, no tenía sentido hablar de él. No haría más que aumentar la frustración de Juran.
—Estoy empezando a pensar que tomará años, tal vez siglos, extender nuestra protección a Sennon —dijo Rian, retomando sus pensamientos sobre esas tierras—. Esa gente es capaz de adorar cualquier cosa. ¿Has oído hablar de ese nuevo culto al Constructor?
—No —dijo Juran, frunciendo el ceño.
—Se basa en la idea de que el mundo e incluso los dioses fueron creados por un ser más grande para algún fin elevado. A este ser lo llaman el Constructor. El hombre que lidera esta religión no ofrece ninguna prueba tangible, pero utiliza una lógica retorcida para convencer a la gente. El número de seguidores de este culto es aún reducido, pero crece a un ritmo apabullante.
—Suele ocurrir con los cultos nuevos. El entusiasmo de sus seguidores se apaga cuando descubren que no hay ningún beneficio que obtener de un dios inexistente…, sobre todo cuando la muerte está cerca.
—Sí —convino Rian con gesto desdeñoso—. Son tan pocos los que adoran solo por temor o respeto… Siempre esperan algo a cambio.
—Si todo lo que hiciera falta fuese temor o respeto, podrías adorar a este Constructor con tanta facilidad como a los dioses verdaderos —dijo Juran, sonriendo.
—Yo aún necesito pruebas de la existencia de los dioses —afirmó Rian, meneando la cabeza.
—¿Y de su bondad? ¿Qué harías si te pidiesen que hicieras algo que para ti fuese injusto? —preguntó Juran con expresión súbitamente seria.
Apoyándose en la barandilla, Rian se resistió a sonreír. La pregunta estaba relacionada con Auraya, supuso.
—Ningún cometido es injusto, si ellos nos lo piden.
—¿Incluso si contradice las leyes y los principios que ellos mismos nos han animado a abrazar?
—Deben de tener sus razones para contradecirse. Siempre hay circunstancias bajo las cuales se pueden interpretar las leyes.
—¿Y si esta no fuese una de esas circunstancias?
—Entonces concluiría que no conozco los verdaderos motivos. Si los dioses no ofrecen una razón para actuar contra su ley, debo suponer que no pueden hacerlo. Tendría que confiar en que su decisión es correcta.
Juran frunció el ceño y se frotó la barbilla.
—Entonces ¿no les exigirías que te explicaran sus razones?
—No.
Rian observó a Juran tamborilear con los dedos sobre su brazo, meditabundo. De los cuatro Blancos, Juran era el único abierto al debate religioso. Dyara no tenía paciencia para lo que llamaba «especulación inútil», y las pocas veces que Rian había intentado involucrarla en la conversación, Mairae se había mostrado incómoda. No había intentado hablar con Auraya. Si bien la oportunidad se había presentado más de una vez en el pasado, la había dejado pasar. No es que diera la impresión de no estar interesada, más bien al contrario, pero sospechaba que sus opiniones no serían plato de buen gusto para él.
—¿Alguna vez tomaron los dioses una decisión con la que no estabas de acuerdo, pero que aceptaste solo porque confiabas en su sabiduría? —tanteó Juran.
El corazón de Rian dio un brinco. ¿Debía admitirlo? Juran sonrió antes de que pudiera decidir.
—Supongo que no me equivoco al afirmar que tu silencio es una respuesta afirmativa.
—Pero más tarde confirmé la sabiduría de su decisión —asintió Ryan.
—¿No quieres decirme de qué se trata? —insistió Juran, frunciendo el ceño.
Rian sacudió la cabeza, pero después cambió de idea. A la luz de los últimos acontecimientos, tal vez era necesario que lo supiera Juran.
—En el pasado no habría tenido interés, pero puede que ahora sea importante.
—¿El qué?
—No estuve de acuerdo con la elección de Auraya.
—Pero dices que con el tiempo confirmaste la sabiduría de esa elección —arguyó Juran, sorprendido.
—Sí, demostró ser útil.
—Hablas en pasado.
—No puedo ver el futuro. —Se encogió de hombros—. No sé si será útil en el futuro.
—Suena casi como… si la consideraras prescindible —reflexionó Juran.
—No era mi intención.
—Solo lleva un año con nosotros —dijo Juran apartando la vista y suspirando—. ¿No crees que pedirle que matara a Mirar fue demasiado para ella?
—¿Qué límite de tiempo pondrías a la obediencia a los dioses? —replicó Rian con el ceño fruncido—. Juró servirles el día de su elección…, e incluso antes, cuando se convirtió en sacerdotisa.
—El hecho de que lo haya jurado no quiere decir que sea fácil cumplirlo —dijo Juran, mordiéndose el labio inferior.
—Mató a Kuar.
—De todos modos, me pregunto si Mirar no se repondría una vez más. No conocemos sus poderes.
—Quemaré su cuerpo hasta convertirlo en cenizas, y las esparciré por todo el mundo —le aseguró Rian—. Dudo que se reponga de eso.
—¿Y qué crees que deberían hacer los dioses con Auraya? —Juran lo miró a los ojos con expresión enigmática.
Rian permaneció unos segundos en silencio y frunció el ceño. Después respondió:
—Ella los desobedeció. Tal vez estaba confundida o indecisa, pero le dieron una segunda oportunidad y volvió a desafiarlos. He vuelto a cuestionar su elección, pero tengo que aceptar las decisiones de los dioses.
Juran asintió con expresión meditativa. Después miró a la tripulación a su alrededor. Ya no corrían de un lado a otro, sino que fingían trabajar mientras esperaban la orden de zarpar. La tripulación del Estrella también aguardaba ansiosa.
—Te deseo un buen viaje, Rian. No fuerces demasiado al barco.
—Dyara no me permitiría correr el riesgo de que se abra una vía de agua —replicó Rian.
—No —rio Juran entre dientes.
Ryan siguió con la mirada al líder Blanco hasta que abandonó la embarcación y después hizo una seña a los capitanes de ambos barcos. Le vino a la mente una discusión anterior con Juran y Dyara.
—Juntos seréis lo bastante fuertes para repeler un ataque de los líderes pentadrianos —había dicho Juran.
—Pero no dos —había señalado Dyara.
—Si eso sucede, llamad a Auraya. Es la única de nosotros que os puede alcanzar rápidamente.
—¿Y si se niega a ayudar? —había preguntado Rian.
—Jamás haría una cosa así —había replicado Dyara en tono indignado—. Puede que sea una estúpida cuando se trata de Mirar, pero no nos abandonaría.
—¿Y si Mirar se une a los pentadrianos? —había insistido Rian.
Dyara y Juran habían intercambiado miradas sombrías.
—Me parece improbable —había dicho Juran—. No había señal de semejante alianza en su mente. Si la hubiera habido, Auraya se habría… comportado de forma distinta. Pero si algo así llegara a ocurrir, no veo ninguna otra salida para vosotros que la de huir.
Los dos veleros soltaron amarras. «Los dioses nos advertirán —se dijo Rian—. Y a Auraya no le quedará más remedio que entrar en razón, o traicionarnos a todos».