37

Aunque el aliento de los remeros se condensaba en el aire, Imi no tenía frío. En un principio se había preguntado por qué Imenja no calentaba con magia la brisa que envolvía a la tripulación, pero en cuanto reparó en que los hombres tenían la frente brillante de sudor, comprendió que sus esfuerzos les proporcionaban calor suficiente. Habrían estado incómodos en el interior de la zona caldeada de Imenja.

A un lado se divisaban nubes sobre el horizonte que atenuaban la luz del amanecer que se avecinaba. El mar, el barco, incluso los rostros curtidos de los remeros, estaban teñidos de un gris malsano. Todos los colores parecían haber sido filtrados del mundo.

La costa era una línea montañosa oscura surgida del cielo nocturno, separada del agua por una faja de arena pálida. Imenja se volvió hacia Imi. Con la mirada fija y sin sonreír, le posó una mano en el hombro.

—Es lo máximo que podemos aproximarnos sin correr el riesgo de que nos descubran —declaró—. ¿Estamos lo bastante cerca de la costa?

Imi asintió.

—Eso creo.

—No te expongas a peligros innecesarios.

—No lo haré.

—Regresaremos aquí esta tarde. Buena suerte.

Imi sonrió.

—Nos veremos entonces.

Se acercó al costado del buque. Este cabeceaba demasiado a causa de las olas y resultaba peligroso lanzarse al agua. Decidió que la mejor manera de zambullirse sería sentarse en la borda de cara al mar y dejarse caer cuando el barco se inclinara hacia aquel lado.

Dio resultado, aunque no fue precisamente una retirada elegante para una princesa. El agua estaba deliciosamente fría. Tras respirar hondo, Imi se sumergió y comenzó a nadar hacia la costa.

Aunque la distancia le había parecido corta desde el buque, ella tardó más de lo que esperaba en llegar a tierra. El agua estaba turbia, y la claridad del alba apenas alumbraba lo que había bajo la superficie. Imi había estado pocas veces en un espacio tan abierto, y nunca a solas. No podía evitar imaginar que algo emergería de la penumbra que la rodeaba, algo grande y pesado. O quizá algo más pequeño y veloz, como un flarke, que ella apenas alcanzaría a vislumbrar antes de que la atacara.

Sintió que iba a recorrerla un escalofrío, como cuando notaba que estaba a punto de estornudar pero no llegaba a hacerlo.

De pronto, el agua se iluminó. Ella asomó la cabeza a la superficie, suponiendo que el sol había salido, pero nada había cambiado. La playa se extendía ante ella, formando un arco en torno a una bahía poco profunda. Al bajar la vista de nuevo, ella se percató de que podía ver el blanquecino fondo del mar. Continuó avanzando.

Al poco rato, el agua que la rodeaba empezó a arrastrarla de un lado a otro. Se agitaba por encima de ella, arremolinándose y cambiando de dirección. Aunque sabía que existía el oleaje, nunca había intentado nadar en él. Un danzante del agua le había hablado de ello. Le había dicho que uno podía cabalgar las olas, siempre que supiera cómo hacerlo. Subió hasta la cresta de una de ellas, buscando la parte adecuada para cabalgarla. Supo que la había encontrado cuando sintió que la fuerza de la ola la elevaba y la impulsaba hacia delante.

Aquella sensación resultaba estimulante, pero terminó demasiado pronto. Imi notó arena bajo los pies y se levantó. Miró hacia atrás acariciando la idea de adentrarse de nuevo en el mar para dejarse llevar por otra ola.

«No, debo empezar a buscar siyís. No sé cuánto tardaré en encontrarlos».

Tras salir del agua, atravesó la playa hasta donde comenzaba la hierba. El sol por fin apareció en el espacio que mediaba entre las nubes y el horizonte, y bañó todo en una luz dorada. Imi subió a una duna y descubrió que al otro lado había más dunas que se extendían hasta donde abarcaba la vista.

Los mercaderes elay que le habían contado historias sobre los siyís le habían dicho que los seres alados vivían en casas extrañas que semejaban burbujas medio enterradas. Ella dudaba que aquellos comerciantes hubieran llegado a alejarse mucho del mar por miedo a deshidratarse, así que esperaba que las casas de los siyís resultaran visibles desde la playa. Echó a andar por la costa, siguiendo el amplio arco de la bahía hasta una punta rocosa, al otro lado de la cual se encontró con una bahía más grande. Al cabo de un rato, le dio sed, y bebió de la cantimplora que le había facilitado Imenja. Aunque el sol estaba tapado por las nubes, y el aire era húmedo debido a las olas, Imi empezó a notar una resequedad incómoda en la piel. Regresó al agua y nadó paralela a la playa.

«Podría caminar durante horas antes de topar con algún siyí —pensó—. Quizá debería ir a nado y detenerme en medio de cada bahía para buscar siyís. De ese modo no me deshidrataré y podré cabalgar las olas hacia la playa cada vez».

Durante las horas siguientes, nadó a lo largo de la costa. Poco a poco, las lenguas de tierra que separaban las bahías se tornaban más rocosas. En todo momento, Imi evitó acercarse a ellas. Al ver las olas romper contra las rocas, sabía si estaba nadando demasiado cerca y corría el peligro de verse arrojada también contra ellas.

Por lo demás, había poca variación entre cada bahía y la siguiente. Aunque las nubes mantenían un velo celoso sobre el sol, ella tenía la sensación de que el día se acercaba a su fin. Tras detenerse para examinar otra extensión de dunas cubiertas de hierba, suspiró y meneó la cabeza.

«Si no doy media vuelta pronto, oscurecerá antes de llegar al sitio donde me he despedido de Imenja. —Arrugó el entrecejo y sintió una punzada de pánico—. ¿Cómo voy a reconocer la bahía?».

El viento soplaba y silbaba alrededor de ella. Levantó la mirada… y se sobresaltó al avistar las figuras que volaban en círculo por encima de su cabeza.

«¡Siyís!».

Su aspecto era tal como lo habían descrito los mercaderes. Pese a su pequeño tamaño, ella alcanzó a distinguir que se trataba de dos varones adultos. Uno de ellos tenía el cabello cano, mientras que el otro era más joven. Llena de alegría, agitó las manos en un gesto que esperaba que ellos interpretaran como una amistosa invitación a acercarse.

Los dos siyís descendieron, y sus pies se posaron en el suelo y lanzaron arena al aire. Ambos se enderezaron y contemplaron a Imi con cautela y curiosidad.

—Salud, mujer del mar —dijo pausadamente el siyí mayor en el idioma elay—. Soy Tyrli, portavoz de la tribu de la Arena. Mi acompañante es mi nieto Riz.

—Salud, gente del cielo —respondió ella—. Por favor, perdonad que haya entrado en vuestro país sin haber sido invitada. Soy Yli, hija del cazador Sei.

Imenja le había aconsejado que no revelara a los siyís su condición de princesa. Se negarían a dejar que se marchara sola hacia su hogar. Si no podía regresar a bordo del barco, tendría que esperar a que llegara el siguiente grupo de mercaderes elay. Quizá tendría que hacerlo de todos modos, si los siyís no podían indicarle dónde estaba Borra, pero le hacía mucha más ilusión que su padre tuviera la oportunidad de conocer a Imenja y Reivan.

—Te perdonamos, mujer del mar —dijo el hombre, risueño—. ¿Puedo preguntarte qué haces aquí sola?

Ella inclinó la cabeza.

—Me he perdido —reconoció—. Por mi culpa. Me escabullí cuando mis mayores estaban distraídos. Unos saqueadores me capturaron, pero escapé. Ahora me doy cuenta de que no sé cómo llegar a casa. Nunca había estado tan lejos. Confiaba en encontrar algún siyí que pudiera señalarme el camino. —Era la verdad, o algo muy parecido. Vio comprensión en el rostro de los siyís.

—Eres afortunada —aseguró Tyrli—. Tienes suerte de que los saqueadores no te mataran y de haber podido escapar.

—Los Blancos deberían encargarse de ellos —comentó el joven, con expresión ceñuda.

—También tienes suerte de haber dado con nosotros —prosiguió Tyrli—. Estamos a unas horas de vuelo de nuestra aldea, patrullando la costa por si se aproximan invasores pentadrianos. Habrías tardado días en llegar a donde está nuestra tribu.

—¿Sabéis por dónde queda Borra?

—Puedo darte indicaciones aproximadas.

Ella suspiró, aliviada.

—Pues sí que soy afortunada.

Él soltó una risita.

—Debes de estar cansada y hambrienta. Hemos acampado cerca de aquí. Ven y cena con nosotros. Podrás descansar esta noche en un lugar seguro y emprender el viaje a tu hogar mañana.

—Me encantaría, pero tengo que regresar a… —Se interrumpió al percatarse de que no podía decirle que debía reunirse con Imenja. No se le ocurría un buen pretexto para volver nadando a lo largo de la costa.

Él le dedicó una cálida sonrisa.

—Estás ansiosa por llegar a casa. Lo comprendo, pero está a muchos días a nado de aquí, y pronto anochecerá. Quédate con nosotros esta noche.

Tal vez podría marcharse con disimulo una vez que se hubiera informado sobre la ubicación de Borra. Sonriendo de forma forzada, Imi asintió.

—Sí, eso haré. Gracias.

Él le hizo una seña para que caminara a su lado por la playa. Al dirigir la mirada hacia el mar, la invadió un pánico creciente.

«Imenja se preocupará mucho cuando no me vea aparecer, pero ¿qué puedo hacer? Si presiono a Tyrli para que me dé las indicaciones ahora, quizá sospeche de mí. —Se mordisqueó el labio—. Por otro lado, si no acudo al encuentro de Imenja, tal vez desembarque para buscarme».

Tyrli le dio unas palmaditas en el brazo.

—No te preocupes —le dijo en tono tranquilizador—. Te ayudaremos a llegar a tu hogar.

Cuando Auraya se aproximaba a la aldea de la tribu del lago Azul, aminoró el paso y notó que su ira remitía ligeramente. Había siyís por todas partes; en la aldea, en los campos y, por supuesto, en las enramadas donde se atendía a los enfermos. Era fácil imaginar lo confundidos y asustados que se quedarían si la veían atacar al tejedor de sueños que estaba ayudándolos.

:Huan, dijo. La diosa permanecía cerca, pero callada.

:Estoy aquí —respondió—. Ah, comprendo tu inquietud. Sería conveniente no perturbar la tranquilidad de los siyís. Busca una manera de convencer a Mirar de que salga de la aldea.

El alivio de Auraya duró poco. Él se negaría a abandonar a los siyís enfermos y la aldea a menos que ella le diera una buena razón para ello. Si se encaraba con Mirar, quizá él intuiría que algo no iba bien. ¿Y si le pedía a otra persona que le entregara un mensaje? ¿Qué debía decirle en él?

«Solo que deseo entrevistarme con él en privado —pensó. Sintió náuseas al darse cuenta de que él tal vez lo interpretaría como una invitación a reanudar sus amoríos—. Parece injusto, pero también lo fue engañarme para hacerme creer que era otra persona». Esta idea reavivó su rabia.

Se concentró en las mentes de las personas que había abajo y localizó al portavoz Dyli en el interior de su enramada. Se posó en el suelo junto a la entrada.

—¿Portavoz Dyli? —llamó.

—¿Auraya la Blanca? —respondió él. Lo oyó acercarse a la puerta.

—Sí —contestó. Cuando Dyli apartó la cortina de la entrada, sonrió—. ¿Podrías transmitirle un mensaje a Wilar de mi parte?

Él asintió.

—Desde luego, pero no puedo decirte con certeza cuándo lo recibirá. Se marchó hace unos días a recolectar ingredientes para sus remedios. Tyve está aquí. ¿Puede ayudarte él?

—No.

«Mirar se ha ido. —La recorrió una oleada de emoción y descubrió que se trataba de alivio—. No quiero matarlo —comprendió—. Aunque lo merece. Lo que no me gusta es tener que matar a alguien. Tal vez no haga falta. Huirá de Si, y darle caza será responsabilidad de Juran». No obstante, en cuanto este pensamiento le vino a la mente, supo que no podría eludir su deber tan fácilmente.

—¿Sabes hacia dónde se dirigía? —se obligó a preguntarle a Dyli.

Él negó con la cabeza.

Auraya asintió.

—No puede haber ido muy lejos. Tendré que volar por los alrededores hasta encontrarlo.

—Buena suerte, Auraya la Blanca —le deseó el portavoz con una sonrisa.

—Gracias.

Tras elevarse velozmente hacia el cielo, oteó la aldea y los lagos y bosques que la rodeaban. Cuando los siyís buscaban presas de caza, a menudo volaban en círculos cada vez más amplios. Decidió probar esta táctica y explorar al mismo tiempo los pensamientos de cualquiera que pudiera haber visto a Mirar o lo tuviera delante.

La búsqueda le dio tiempo para pensar. Meditó sobre todo lo que Huan le había explicado. La diosa había detectado a Mirar a través de la conexión mental de Auraya con él. «Es curioso que ella no me lo comunicara en su momento —pensó—. También me parece un poco raro que Chaia no haya mencionado el tema. Tal vez no quiera empañar nuestra relación dejando demasiado claro que quiere que mate a mi examante».

Recapacitó sobre su renuencia a matar a Mirar. «Es porque no he asimilado del todo que él no es Leiard —se dijo—. Me parece increíble. No tengo tiempo para quedarme sentada dándole vueltas. Debo confiar en lo que me dice Huan. Tal vez me resultaría más fácil si conociera los motivos de Mirar —pensó—. Me pregunto si puedo tenderle una trampa para que me revele sus planes».

:Sería una imprudencia que creyeras lo que él te dijera —le advirtió Huan—. Un villano auténtico no se jacta de sus logros y maquinaciones salvo para confundir. Debes asumir que algunas preguntas quedarán sin respuesta.

Auraya suspiró. «¿Por qué yo? —se preguntó sin poder evitarlo—. ¿Por qué me eligió a mí como objetivo? No habría podido engañar a los otros Blancos con tanta facilidad. ¡Soy una necia!».

:No, Auraya. No elegimos a necios como representantes nuestros. Si nosotros no fuimos capaces de descubrir el engaño, mal habrías podido descubrirlo tú. Por eso él debe morir. Sus habilidades y su odio hacia nosotros lo convierten en un peligro para los mortales.

Auraya torció el gesto. Sus habilidades incluían un don extraordinario para sanar; un don que le había enseñado a ella y que había salvado a cientos de siyís. ¿Por qué lo había hecho? ¿Había una trampa oculta en ello que podía perjudicarla a ella o a sus pacientes? Lo habían desenmascarado cuando estaba instruyendo a Auraya. ¿Era consciente del riesgo que corría al hacerlo?

Un movimiento bajo el follaje de los árboles altos captó su atención. Redujo la velocidad y se le erizó el vello cuando divisó una túnica de tejedor de sueños. Mirar seguía el curso de un arroyo que corría por el fondo de un barranco angosto, cargado con su morral y un pesado rollo de cuerda.

De pronto, a Auraya se le desbocó el corazón.

:No tengas miedo —le dijo Huan—. Te proporcionamos fuerza suficiente para vencer a un indómito.

:Eso no lo dudo, repuso Auraya.

:Y sin embargo, tienes miedo. Solo puede hacerte daño con sus palabras. Ten presente el engaño al que te sometió. Acalla sus mentiras para siempre.

Auraya respiró hondo, armándose de ira y determinación. «No es Leiard, sino Mirar. —Otro pensamiento la asaltó de pronto—. Los tejedores no merecen que este hombre arruine su futuro y su reputación».

Se dejó caer entre los árboles y aterrizó unos pasos por delante de Mirar. Cuando este alzó la vista hacia ella, sus ojos se desorbitaron de sorpresa.

—Auraya —dijo.

Entonces sonrió. Era una sonrisa de lo más tranquila y familiar. Toda la indignación y la rabia que ella estaba sintiendo se encendieron en lo más profundo de su ser. Se aferró a ellas y notó que reforzaban su decisión.

—Mirar —respondió ella con frialdad.

Al ver la mirada de comprensión de él, Auraya notó que las pocas esperanzas que le quedaban de que Huan estuviera errada se desvanecían. La sonrisa de Mirar desapareció. Ambos se contemplaron durante un largo rato.

—De modo que ya lo sabes —dijo él.

—Sí. Y tú no lo niegas.

—¿Me serviría de algo?

—No. Huan descubrió tu identidad durante las lecciones de sanación.

—Ah —murmuró él con una mueca.

De pronto, ella se sintió vacía. Había esperado que los dioses estuvieran equivocados, que Leiard le diera una explicación creíble y demostrara que no era Mirar. Pero él prácticamente lo había confesado. No era Leiard. La persona que ella había amado solo había existido como una ilusión, una mentira.

Curiosamente, esta conclusión trajo consigo una oleada de alivio. No conocía a ese hombre. No era más que el legendario hechicero embaucador, el hombre del que el mundo se había librado tiempo atrás y debía volver a librarse.

«Puedo matarlo», se dijo. Pero en vez de acumular magia para lanzar un azote contra él, no pudo contener el impulso de espetarle una pregunta.

—¿Por qué lo hiciste?

Él alzó el mentón.

—Si te lo dijera, no me creerías.

Su expresión retadora provocó a Auraya un escalofrío de alerta.

—No, porque no tendría manera de saber si lo que dices es cierto.

«Huan está en lo cierto. Es inevitable que mis preguntas queden sin respuesta». De repente, estaba ansiosa por acabar con todo aquello lo antes posible.

:Bien —dijo Huan—. Cuanto más hables con él, más vulnerable serás a sus embustes. Atácalo ahora.

Auraya bajó la mirada y absorbió magia, preguntándose cómo acometerlo.

Él habría creado un escudo, pero quizá no sería lo bastante fuerte para rechazar un ataque potente. Si no conseguía fortalecer la barrera a tiempo, todo habría terminado en cuestión de segundos. Ella lo oyó acercarse.

—Hay una forma en que puedes averiguarlo… —empezó a explicar.

Sin alzar la vista, ella emitió un rayo de energía. Con un chillido de sorpresa, él se tambaleó hacia atrás. Su escudo resistió.

—Espera… —exclamó, recuperando el equilibrio—. ¡Auraya!

Ella lanzó otro azote. Aunque ya sabía quién era él en realidad, no pudo evitar asombrarse ante su fuerza. Había comprobado que Leiard era poderoso, pero no tanto.

—¿Qué me dices de tu promesa? —preguntó él, casi gritando—. Me aseguraste que no sufriría daño alguno. ¡Lo juraste por los dioses!

Tras hacer una pausa, ella lo azotó de nuevo con magia.

—Juré que Leiard no sufriría daño alguno. Tú no eres Leiard.

Mirar no se defendía. «Sin duda es consciente de que no tiene posibilidades de ganarme —pensó ella—. Me basta con aumentar la fuerza de mi ataque para arrollarlo». Cuando Auraya invocó más magia, él adoptó una expresión resuelta, y ella se preparó para un contraataque.

—En realidad, sí que lo soy —repuso él por lo bajo—. Es hora de que conozcas la verdad.

Donde antes no había nada, de pronto ella percibió una mente. La invadió un torrente de recuerdos e imágenes, intenciones y emociones.

:¡No! —siseó Huan—. ¡Ignóralo!

Era demasiado tarde. Las respuestas a todas las preguntas de Auraya desfilaban ante sus ojos. La voz mental de Mirar le hablaba, y ella no podía evitar escucharla.

:Así fue como morí

Ella vio a Jurar luchando y sintió la incredulidad y la incomprensión de Mirar conforme sus fuerzas se agotaban. El tejedor repasaba en su memoria todos sus actos, sin encontrar un motivo que justificara su ejecución. Su único delito había sido irritar a los dioses. Nadie había muerto. Nadie había resultado herido. Él solo había animado a la gente a poner en duda sus creencias y le había ofrecido una alternativa. Y, a cambio…

Auraya vio una explosión de polvo y piedras, y experimentó una leve reminiscencia del dolor agudo de ser aplastado. Comprendió que Mirar había absorbido magia suficiente para mantener con vida un fragmento de su ser, y que había logrado burlar a los dioses y a Juran reprimiendo su personalidad y sustituyéndola por otra que había creado.

:Fue en esto en lo que me convertí.

No era el hombre al que ella había conocido como Leiard, al menos en un principio. Con el cuerpo retorcido y cubierto de cicatrices, había vagado por el mundo como un miserable tullido. Había tardado muchos años en recobrarse de sus lesiones físicas. No fue hasta que llegó a Jarime y se convirtió en tejedor asesor que su verdadera identidad comenzó a despertarse.

:Esta fue la razón por la que recuperé la memoria.

Su personalidad falsa se había resquebrajado gracias a ella. Sus instintos, creados cuando él había inventado a Leiard, lo impulsaban a mantenerse alejado de Jarime, pero el deseo de permanecer junto a ella era más intenso. A Auraya se le encogió el corazón. Leiard la había amado de verdad. No la había engañado. Pero Leiard no era real.

:Lo es. Es la persona en la que me he convertido.

Ella vio con claridad lo que antes solo había intuido. Los recuerdos de conexión de Mirar eran los esfuerzos de su identidad auténtica por volver, pero Leiard había dedicado un siglo a consolidarse como una persona real. Después de la batalla, había viajado a Si con una amiga. Al fijarse en aquella joven hermosa, Auraya sintió una punzada de celos. «¿Quién será?». La amiga lo había ayudado a darse cuenta de que Leiard solo podía ser lo que Mirar era capaz de ser. En el momento en que había aceptado que si Leiard amaba a Auraya, él debía amarla también, había vuelto a ser una sola persona. Saber que no podía estar con ella le resultaba doloroso, pero tampoco soportaba la idea de perjudicarla, así que había decidido marcharse muy lejos de Ithania del Norte en cuanto los siyís se recuperaran.

:Soy Leiard —aseveró Mirar—. También soy Mirar. Ni él ni yo somos los mismos de antes, pero lo que

:¡No! —Auraya se sobresaltó cuando la voz de Huan ahogó la de Mirar. Una figura luminosa se materializó a su lado con un destello—. Que hayas cambiado en el último siglo no te hace menos culpable de los crímenes que cometiste antes.

:¿Qué crímenes? —preguntó él, desafiante—. ¿Ser un fastidio? ¿Dar a la gente otra opción que la de adoraros ciegamente? ¿Contarles la verdad sobre vuestro pasado? Tus compañeros y tú sois culpables de crímenes mucho peores que los míos.

Auraya frunció el ceño al entrever recuerdos terribles en la mente de Mirar. Él se volvió hacia ella y los hizo a un lado.

:Te los mostraría —dijo—, pero te ocasionarían un gran dolor.

No obstante, por lo que Auraya había alcanzado a ver, sabía que él consideraba a los dioses capaces de actos crueles e injustos. Además estaba convencido de que no había hecho nada para merecer la muerte.

Ella también sabía que Mirar no había obrado contra los Blancos o contra ella movido por el rencor o la malicia. Había errado de un lado a otro, enfrentándose al retorno de su identidad verdadera, entrando en conflicto consigo mismo.

:¡Auraya!

Ella se volvió hacia la diosa, aturdida por todo lo que había descubierto.

:¿Acaso no es un crimen negarle la inmortalidad a un alma? Mirar alega que ofrecía a los mortales una posibilidad distinta, pero no podía ofrecerles una vida después de la muerte. Engañar a un mortal para que nos dé la espalda es arrebatarle la eternidad. Lo sabes.

Mirar sacudió la cabeza.

:Algunos preferirían eso a pasar la eternidad encadenados junto a vosotros. Tal vez yo no pueda salvar sus almas, pero tampoco utilizo ese poder como recompensa o castigo. Quizá sí que debería mostrar a Auraya algunas de las cosas que has hecho

:Cosas que hice en un pasado remoto. La Era de los Múltiples dioses finalizó hace mucho tiempo —declaró Huan con la frente en alto—. Los excesos de aquella época han quedado olvidados. Incluso tú debes reconocer que los circulianos hemos instaurado la paz y la prosperidad en el mundo durante el último siglo.

Mirar hizo una pausa.

:Es verdad —admitió él—. Pero si vuestro pasado puede ser olvidado, ¿por qué el mío no?

Auraya notó una leve sonrisa. No le faltaba razón.

De pronto, la figura luminosa de Huan brilló con más fuerza.

:Porque no dejas de actuar contra nosotros, inmortal. ¡Fíjate, Auraya, cómo manipula nuestras palabras! —Dio media vuelta y caminó hacia ella—. Te ha confundido con medias verdades y mentiras disimuladas. Ríndeme tu voluntad.

El corazón de Auraya dejó de latir por unos instantes. Rendirle su voluntad… ¿Acaso Huan pretendía poseerla? Retrocedió un paso mientras la diosa se acercaba. En vez de chocar con ella, la figura resplandeciente la atravesó. Auraya se encontró rodeada de luz.

:Entrégame tu voluntad, le ordenó Huan.

Mirar la observaba con fijeza. Varias expresiones asomaron a su rostro: primero espanto, luego miedo y, por último, resignación.

«Debo hacer lo que ella me pide —se dijo Auraya—. No tengo elección».

Sería tan sencillo traspasar la responsabilidad de la muerte de Mirar a la diosa… Daría igual que matarlo fuera… fuera…

Injusto. Cruel. Había hecho cosas que ella no aprobaba, pero nada que mereciera la muerte. Los circulianos, al menos los que respetaban la ley, no ejecutaban a nadie sin una buena razón. Siempre había castigos alternativos para los delitos menores: la prisión o el exilio.

:Obedéceme, Auraya.

Se tapó la cara con las manos y soltó un gruñido.

:No puedo. Eso contravendría las leyes que vosotros mismos dictasteis y que nos encargasteis defender y mejorar. Matar sin causa justa es asesinato. No puedo matar a Mirar. No puedo permitir que sea asesinado.

Aguardó una respuesta de Huan, pero no la obtuvo.

—¿Auraya?

Se apartó las manos del rostro y miró al hombre que tenía delante. Tanto daba si era Leiard o Mirar: le había ocasionado más problemas que nadie en su vida. Quería perderlo de vista.

—Vete —le dijo—. Márchate de Ithania del Norte antes de que cambie de idea. Y no vuelvas jamás.

:¡Auraya! —atronó la voz de Huan—. ¡No te rebeles contra mí!

Mientras Mirar se alejaba a toda prisa, con sus botas salpicando en el arroyo, a Auraya le fallaron las rodillas. Se desplomó en el suelo, presa del malestar y la desolación, pero a la vez llena de una satisfacción amarga e inquietante.

«Si he tomado la decisión correcta y justa, ¿por qué me siento tan mal? —Sacudió la cabeza—. Porque he desobedecido a una deidad y, por un momento, me he enorgullecido de ello.

»Y es imposible que Huan no se haya dado cuenta».