Habían transcurrido muchos siglos desde que Emerahl había navegado por el golfo de la Congoja. Sennon, con sus desiertos y ciudades grises, no tenía atractivo para ella. A lo largo de su prolongada vida, no había abandonado el continente de Ithania del Norte salvo para visitar la nación insular de Somrey, que en la actualidad se consideraba una parte de Ithania del Norte de todos modos.
Si hubiera estado navegando por el medio del golfo y el aire hubiera sido menos brumoso, tal vez habría alcanzado a ver Ithania del Norte y del Sur a la vez, pero la necesidad de fondear de vez en cuando para reponer provisiones la mantenía cerca de la costa de Sennon. Habría podido adquirir comida en Avven, pero no sabía qué clase de recibimiento le darían en el continente meridional, y su desconocimiento absoluto del idioma local dificultaría las compras. Sennon, por otro lado, seguía siendo muy similar a como lo recordaba. Ni siquiera la lengua había cambiado mucho desde su última visita, unos cientos de años atrás.
En todas direcciones, el horizonte aparecía borroso a causa del polvo levantado por el viento, que impulsaba su barca hacia el este. Más adelante se encontraba el istmo de Grya, una faja de tierra que separaba el golfo de la Congoja del golfo de Fuego. La ciudad de Diamyane se asentaba en el punto en que el istmo se unía a Sennon. Allí finalizaría su viaje por mar.
Emerahl se mordisqueó el labio y dio unas palmaditas a la caña del timón. La pequeña embarcación había recorrido grandes distancias durante los últimos meses. Había capeado tormentas y soportado la tensión de los ocasionales empujones de magia para avanzar más deprisa. Ella la echaría de menos. La única manera de conseguir que una barca atravesara el istmo era pagarle a alguien para que la llevara a rastras hasta el otro lado, y ella dudaba que le alcanzara el dinero para eso. Una vez que vendiera el bote, Emerahl se uniría a una caravana de mercaderes que se dirigiera hacia el este o, si podía permitírselo, compraría un pasaje en un buque.
Dejó a un lado la pesadumbre, recordándose que había tomado la decisión hacía meses y que no tenía sentido cambiar de idea. Habría podido rodear Ithania del Sur por mar, pero eso habría alargado varios meses su viaje. También habría podido circundar Ithania del Norte por arriba, pero para ello habría tenido que pasar por Jarime, y ella prefería no acercarse a un país gobernado por los Blancos.
Mirar le había avisado en una conexión en sueños que los siyís vigilaban la costa con celo desde que, unos meses atrás, los pentadrianos habían desembarcado y ellos les habían pedido que se marcharan. También le había advertido que Auraya se encontraba en Si. Emerahl había llegado a la conclusión de que pasar cerca de una Blanca era mejor que pasar cerca de cuatro. Había cargado provisiones abundantes para no tener que atracar en Si. No había recibido ninguna visita de una hechicera vestida de blanco, y los vientos habían soplado a su favor durante buena parte de la travesía. Por el momento, no tenía motivos para lamentar su decisión.
Unas formas extrañamente regulares emergieron de la bruma polvorienta, más adelante. Conforme Emerahl se acercaba, estas se revelaron como edificios. Emerahl puso rumbo hacia ellos. Avanzó sin prisa, retrasando el momento en que tendría que renunciar a su barca. Antes de lo que hubiera querido, se encontraba frente a un embarcadero y tuvo que lanzar una cuerda a los muchachos del puerto, que tiraron de la barca y la amarraron a los norayes con una rapidez fruto de la práctica. Ella trepó al muelle, les dio unas monedas y les preguntó dónde estaban los remolcadores de embarcaciones.
Tenían su establecimiento junto al muelle. Cuando ella entró, percibió que un júbilo avaricioso se apoderaba de los remolcadores. Mientras tomaban varias tazas de una bebida local caliente y amarga, ella los convenció de que una mujer podía regatear tan bien como los hombres. Sin embargo, aunque sus sentidos le decían que había conseguido que le rebajaran el precio considerablemente, este seguía siendo demasiado elevado.
A continuación buscó un comprador para su bote y descubrió que no había demanda para embarcaciones tan pequeñas. Allí los barcos se utilizaban sobre todo para transportar mercancías, y el de ella era demasiado reducido para eso. Aun así, un hombre se mostró dispuesto a pagarle una cifra irrisoria. Emerahl quedó con él más tarde, para que echara un vistazo a la barca.
Pasaron las horas. Ella se acercó al mercado con el fin de cambiar algo de dinero por canares, la moneda local. Tras comprar alimentos y una medida de kahr, el licor del lugar, trató de vender con poco entusiasmo sus servicios como sanadora. Varios sanadores que ya trabajaban en el mercado le lanzaron miradas hostiles. Ella supo que no podría permanecer mucho tiempo allí sin que la molestaran. En Sennon todo el mundo era libre de vivir como le viniera en gana y de venerar a quien quisiera, siempre y cuando no infringiera alguna de las leyes esenciales del país. Mientras se dirigía hacia el mercado, Emerahl había visto una Casa de los Tejedores y a numerosos tejedores de sueños. Los habitantes de Toren se le acercaban para pedirle ayuda; los de allí la ignoraban, claramente satisfechos con los servicios de sanación disponibles.
«De modo que debo captar su atención con productos mejores o menos corrientes», se dijo.
—Remedios para la infertilidad —voceó a la multitud—. Eliminación de cicatrices. Afrodisiacos.
Un hombre y una mujer se volvieron hacia ella. La mujer llevaba un bebé en brazos, y el hombre iba de la mano de un niño pequeño. Tras intercambiar una mirada, se encaminaron hacia ella a toda prisa. Emerahl se preguntó cuál de los tres servicios deseaban. No parecían necesitar un tratamiento para la infertilidad. Tal vez les interesaran los afrodisiacos, pero era igual de probable que quisieran librarse de alguna cicatriz.
—¿Eres Emmea, la sanadora que quiere vender una barca? —inquirió el hombre, refiriéndose a ella por el nombre que había dado a los remolcadores. Había dejado de hacerse llamar «Limma» en cuanto había llegado a Sennon. Emplear un nombre distinto cuando estaba en el otro extremo del continente dificultaría las cosas a quien intentara seguirle la pista.
Tras parpadear sorprendida, asintió.
—Sí. ¿Queréis comprarla?
—No —respondió el hombre—. Permíteme que me presente. Me llamo Tarsheni Drayli, y ella es mi esposa Shalina. Deseamos comprar pasaje para nosotros y nuestros hijos.
Sus palabras desilusionaron a Emerahl.
—Ah. No puedo ayudaros. No me dirijo hacia el oeste.
—No deseamos ir al oeste —repuso el hombre, sonriente—, sino al este.
—Aun así, no puedo ayudaros —dijo ella en tono de disculpa—. No puedo permitirme pagar a los remolcadores.
—Ah, pero no tienes que pagarles —aseveró él—. Hay un túnel estrecho que atraviesa el istmo. Lo abrieron hace pocos años. Solo las embarcaciones pequeñas caben en él. El peaje cuesta mucho menos que remolcar la barca hasta el otro lado.
—¿De veras? —Nadie le había hablado de ese túnel, pero no le sorprendía que los remolcadores hubieran omitido mencionárselo—. ¿Cuánto cuesta?
—Doce canares por barca —dijo el hombre.
Emerahl asintió. No percibió deshonestidad en él. Sin embargo, doce canares seguían siendo demasiados. Podía pagarlos, pero entonces no le quedaría dinero para comprar comida…, a menos que llevara a aquellas personas al este. Se maldijo para sus adentros por no haberse informado sobre el precio del pasaje en un barco. No tenía idea de cuánto debía cobrarle a esa gente.
—Mi propuesta es la siguiente —anunció el hombre antes de que ella pudiera decir algo—: nosotros pagamos el peaje para atravesar el túnel, y, a cambio, tú nos llevas al este, hasta Karienne.
Emerahl sonrió.
—Me parece razonable. El pasaje en un barco sin duda cuesta mucho más que doce canares.
Él hizo un gesto afirmativo, y ella no detectó sentimiento alguno relacionado con el engaño; solo esperanza.
Emerahl frunció los labios mientras meditaba sobre el trato. El hombre, Tarsheni, la miraba con impaciencia.
—Debéis traer vuestra propia comida y agua. No tengo dinero para cubrir vuestras necesidades básicas —le previno ella.
—Así lo haremos, por supuesto —contestó Tarsheni.
—Y aunque no creo que planeéis robarme la barca, debo advertiros de algo para que no se os ocurran ideas parecidas en el futuro. Los dones que poseo no son despreciables.
Tarsheni sonrió.
—No tienes nada que temer por nuestra parte.
Emerahl asintió.
—Lo mismo os digo. Tengo una última pregunta: ¿cuál es el motivo de vuestro viaje?
La pareja intercambió una mirada, y Emerahl percibió aprensión. Con los brazos cruzados, fijó la vista en ella, expectante. Tarsheni encorvó la espalda.
—Tal vez te parezca una tontería —dijo—, pero nos han contado que en Karienne hay un hombre con conocimientos profundos y maravillosos. Queremos viajar allí para oírlo hablar.
Aunque Emerahl no percibió falsedad en sus palabras, supuso que ocultaban algo.
—¿Por qué es tan especial ese hombre? —preguntó.
—Es… —comenzó Tarsheni.
—¿Eres circuliana? —quiso saber su esposa.
Emerahl contempló a Shalina con sorpresa y prudencia.
—No —reconoció, esperando que eso no implicara la ruptura del trato.
—No eres pentadriana —observó Shalina, con un brillo de astucia en los ojos—. ¿Eres pagana o no creyente?
Emerahl le sostuvo la mirada.
—¿El hombre al que queréis ver venera a una de las deidades muertas?
Shalina sacudió la cabeza.
—Sostiene que los dioses fueron creados por un ser superior —explicó Tarsheni—. Quizá se equivoque. Por eso queremos ir allí a averiguarlo.
—Entiendo —dijo Emerahl—. Qué idea tan interesante —añadió con curiosidad sincera. Si esta teoría se popularizaba, tal vez daría lugar a la primera religión surgida en los últimos milenios, sin contar el culto que le habían rendido los indeseados y poco escrupulosos adoradores de la Arpía, muertos tiempo atrás.
—Bueno —dijo, devolviendo su atención a la familia—, ¿cuándo queréis partir?
La pareja desplegó una gran sonrisa.
—Solo tenemos que pagar por nuestra estancia en la casa de huéspedes y recoger nuestras pertenencias —dijo Tarsheni—. Y comprar algo de comida. ¿Cuánta debemos llevar?
Emerahl sonrió a su vez. Eran viajeros jóvenes y sin experiencia, seguramente acostumbrados a las comodidades. El viaje les resultaría demasiado duro. Más valía que ella se asegurara de que se prepararan debidamente.
—Llevad la suficiente para varios días. Nunca se sabe cuánto se tardará en llegar a la siguiente aldea. No llevéis alimentos perecederos y cercioraros de que todo esté bien envuelto. En el mar a veces hace calor, y si estalla una tempestad, todo se mojará. ¿Tenéis abrigos impermeables? ¿No? Será mejor que os acompañe a la casa de huéspedes. Echaré una ojeada a lo que queréis llevar y os enseñaré cómo hacer el equipaje. Y necesitaréis algo para el mareo…
Más animada de lo que se había sentido en todo el día, Emerahl salió del mercado, seguida por la familia. No solo no tendría que renunciar a su barca, sino que quizá ganaría algo de dinero al transportar a aquellas personas a Karienne.
Cuando Auraya regresó a la montaña del Templo, seis siyís más habían enfermado de devoracorazones, y otros dos habían informado de que miembros de su familia estaban incubando la enfermedad. Aunque Auraya ya se había valido de su nuevo don sanador muchas veces, los siyís de la montaña del Templo estaban menos dispuestos y preparados para aislarse unos de otros. Ya había indicios de reinfecciones.
Al mismo tiempo, llegaban noticias de que el mal había aquejado a algunos miembros de tribus que habían eludido la enfermedad hasta entonces. Ella sabía muy bien que sus esfuerzos rendirían mejores frutos en tribus menos numerosas y con un espíritu más cooperativo, pero estaba decidida a mejorar la situación en que se encontraba la tribu de la montaña del Templo.
—La enfermedad pondrá a prueba la fortaleza de cada uno de nosotros —dijo con resignación el portavoz Ryliss mientras llenaba la estufa de aceite.
—Sí, si le damos libertad para propagarse —convino Auraya.
—¿Cómo podemos detenerla?
—Enviando lejos a todos aquellos que se hayan recuperado de la enfermedad.
Él arrugó el entrecejo.
—Dijiste que quienes se habían recuperado del todo no podían contagiar a nadie. Lo que propones supondría expulsar a personas que no representan riesgo alguno para los demás.
—Pero que ocupan demasiado espacio, lo que nos impide aislar adecuadamente a los enfermos. Si obligas a quienes nunca han padecido el mal a que se marchen, correrás el riesgo de que algunos de ellos estén infectados pese a no presentar aún los síntomas.
—Pero eso de expulsar a la gente… ¿de verdad es necesario?
—En esta aldea la gente vive hacinada —le dijo ella, no por primera vez.
—No más que en otras, ciertamente.
—Casi todas las tribus han visto reducida su población en el último año, puesto que perdieron a varios de sus miembros en la guerra. Muchos de los siyís que viven en esta aldea se trasladaron aquí hace poco, ¿verdad?
Ryliss asintió.
—Sí. Vinieron para instruirse sobre los dioses y servirlos.
Ella alzó la vista hacia él, estupefacta.
—¿Por qué no acudieron a los sacerdotes del Claro?
Él se encogió de hombros.
—Vinieron aquí antes de que los sacerdotes llegaran. Además…, sin ánimo de ofender, algunos siyís prefieren aprender de otros siyís las formas de culto propias.
Ella sonrió.
—Me parece comprensible. ¿Sería útil que los sacerdotes vinieran aquí? ¿Estarían dispuestos los veladores a impartir sus enseñanzas codo con codo con los pisatierra?
—Se lo preguntaré.
—Gracias. —Auraya se apartó de un paciente y se acercó al siguiente—. Estos recién llegados son jóvenes y fuertes. Sus cuerpos combaten la enfermedad. —Se puso derecha y lo miró a los ojos—. Así pues, ¿pedirás a algunas de las personas de aquí que se marchen?
En el rostro del hombre se formaron arrugas de renuencia, pero Auraya no oyó su respuesta. Otra voz inundó su mente.
:Auraya, ven al templo.
La presencia de Huan se desvaneció tan bruscamente como había aparecido. Ryliss no había dejado de hablar. Auraya advirtió que seguía alegando excusas.
—Lo siento, portavoz —lo interrumpió—. Tengo que dejarte. Huan reclama mi presencia.
Él abrió mucho los ojos.
—Será mejor que no la hagas esperar.
—En efecto. —Salió de la habitación con grandes zancadas y enfiló un pasillo. El sistema de cuevas era poco profundo, por lo que solo tardó unos momentos en llegar a un lugar donde había una abertura en el techo. Tras echar un vistazo hacia arriba para asegurarse de no chocar con algún siyí que estuviera a punto de lanzarse desde un hueco en la pared de roca, se concentró en su percepción del mundo y se propulsó hacia las montañas más cercanas.
El viento, fresco y agradable, le azotó la cara. Al aproximarse, alcanzó a distinguir la forma del templo. Aunque ya lo había visto varias veces, siempre se maravillaba al contemplar aquella pequeña estructura tallada en la cima de la montaña. Su origen era un misterio. Ryliss le había asegurado que era más antigua que la raza siyí. Quien la había esculpido debía ser un escalador experto o alguien con la facultad de volar. El motivo por el que lo había hecho era un misterio aún mayor.
Cinco columnas sostenían un techo abovedado. Auraya aterrizó en el centro del suelo circular. Respiró hondo y desplazó la vista alrededor, con el pulso acelerado por la expectación. Aunque se había acostumbrado a la compañía de Chaia, la perspectiva de estar en presencia de los otros dioses le resultaba tan emocionante como sobrecogedora.
:Huan, estoy aquí, la llamó.
Auraya se concentró en su percepción de la magia circundante. Sintió una presencia que se acercaba a gran velocidad. La magia se agitaba a su paso, y ella tuvo que resistir el impulso instintivo de retroceder. Se detuvo de golpe a solo unos pasos de ella, y el aire que la rodeaba comenzó a brillar. La luz se materializó en la figura de una mujer de expresión severa. Auraya se postró ante ella.
:En pie, Auraya —dijo Huan—. Tenemos una misión para ti.
—¿Qué debo hacer? —Auraya se irguió de cara a la diosa.
:Hemos descubierto un grave error que se cometió hace mucho tiempo. Debes repararlo…, pero cuidado: no será una tarea fácil ni placentera. Nos hemos enterado de que un enemigo al que creíamos muerto tiempo atrás continúa con vida. Por si esto fuera poco, ha estado interfiriendo en los asuntos del mundo.
A Auraya el corazón le dio un vuelco cuando intuyó de qué enemigo podía tratarse.
—¡Kuar! Pero ¿cómo sobrevivió? ¿Cómo voy a derrotarlo?
:No se trata de Kuar. Si Kuar hubiera sobrevivido, no te enviaríamos a ti a luchar contra él. Era más poderoso que tú. Estamos hablando de un enemigo menor y más viejo. Juran fue el último en enfrentarse con él. Se llama Mirar.
Auraya fijó los ojos en Huan, atónita.
—¿Mirar? ¿Cómo es posible? —Cuando adivinó lo que los dioses iban a pedirle, se le cayó el alma a los pies. «Oh, Leiard. ¿Podrás perdonarme algún día?».
:No te perdonará —aseveró Huan—. Leiard es Mirar.
—¡Leiard! —exclamó Auraya. Por unos instantes, fue incapaz de pensar. Entonces soltó una carcajada de incredulidad—. Eso es imposible. Le he leído la mente. Bueno, se la leí antes de que se…
:Mirar es Leiard. Nos engañó. Engañó a los Blancos y, lo que es peor, te mintió y te utilizó a ti. No sabemos a ciencia cierta cómo consiguió ocultarse tras el personaje de Leiard, pero estamos seguros respecto a su auténtica identidad. Cuando conectaste con él para aprender el don de la sanación, descubrí la verdad.
—¿Tú estabas allí…?
:Sí.
Auraya sacudió la cabeza, sin dar crédito a sus oídos. Había captado pensamientos sueltos de Leiard durante la conexión. Nada de lo que había visto le había revelado otra cosa que conocimientos sobre la sanación.
:Mientras estabas distraída, él bajó la guardia, creyendo que estaba a salvo.
Ella repasó sus recuerdos de Leiard. Primero, recordó cómo era cuando vivía en el bosque, cerca de su aldea, y le daba lecciones sobre remedios y sobre el mundo. ¿Había mostrado alguna señal de que en realidad era Mirar? A Auraya no le venía ninguna a la memoria.
A continuación, reflexionó sobre el hombre que había sido su asesor en Jarime. Se había sentido de lo más incómodo en el templo. Ella había supuesto que cualquier otro tejedor de sueños se habría sentido igual. ¿Su miedo a todo lo relacionado con los circulianos era un indicio de su verdadera identidad? Él había superado ese miedo y se había convertido en tejedor asesor. Sin embargo, la idea no había sido suya, sino de Auraya. Su trabajo había beneficiado a los tejedores, pero eso no tenía nada de extraño o de malo. Cualquiera de sus correligionarios habría aspirado a lo mismo.
Aunque cabía la posibilidad de que se hubiera valido de su cargo para obtener otras ventajas sin que ella se enterase…
:No alcanzas a comprender la profundidad de su engaño, Auraya. Leiard no existe. Jamás ha existido. El hombre que conociste era un invento concebido para manipularte.
Auraya frunció el ceño. Estaba buscando signos extraños en la conducta de Leiard, cuando lo que debía examinar era el comportamiento de Mirar. Si él había inventado a Leiard con el fin de engañarla, lo había conseguido. Se había ganado su amistad, su confianza, y más tarde su amor. Pensó en las conexiones en sueños, las declaraciones de amor, las promesas. Nada de eso había sido real. Se estremeció. Había hecho… cosas con un hombre al que en realidad no conocía, que no podía albergar buenas intenciones hacia ella, los dioses o los circulianos.
«¿Cuál era entonces el auténtico propósito de Mirar? ¿Frustró Juran sus planes cuando descubrió nuestros devaneos y lo expulsó? ¿Vino Mirar a Si con la esperanza de encontrarse conmigo y retomar nuestra relación?».
Conforme las posibilidades le venían a la mente, su rabia iba en aumento. «¡Estaba dispuesta a arriesgar tanto por Leiard! Pero noté que había cambiado —recordó de pronto—. Cuando conectamos para que él pudiera instruirme, percibí una diferencia. ¿Qué fue lo que dijo? “No soy la persona que era”».
:Por fin has comprendido la verdad —dijo Huan—. Te resultará doloroso. Desearíamos que no fuera así. Sería preferible que este error jamás se hubiera cometido. Aférrate a la ira. La necesitarás para hacer lo que debe hacerse. Los otros Blancos están demasiado lejos para actuar. Tú estás cerca, y tienes a tu favor el elemento sorpresa. No se esperará que seas la elegida para ejecutarlo.
—¿Ejecutarlo? —A Auraya se le heló la sangre.
:Sí. Tienes aversión a matar. Eso es bueno; lo contrario nos decepcionaría. Pero él debe morir, y esta vez de verdad. Yo te guiaré.
—¿Cuándo?
:Ahora.
—Pero ¿y los siyís…?
:No te llevará mucho tiempo, Auraya.
—Ah —dijo con una extraña sensación de desorientación. «No dispondré de tiempo para acostumbrarme a lo que tengo que hacer, ¿verdad? Tendré que aclarar en mi mente el significado de todo esto más tarde».
:Sí. No debes dejar que nada te distraiga —le advirtió Huan—. Él es fuerte. No te lo pondrá fácil. Intentará manipularte. Hará todo lo posible por impedir que cumplas con tu cometido.
«Por supuesto que lo hará —pensó ella—. Dudo que tenga ganas de morir».
:Yo te guiaré. Adelante, Auraya. Encuéntralo.