Después de sentarse con los codos apoyados sobre las rodillas y la barbilla sobre los puños, Mirar pensó en Auraya.
Hasta que ella lo había visitado aquella mañana, llevaba dos meses sin verla. Aunque él había esperado topar con ella de nuevo mientras luchaban contra la devoracorazones, también sabía que un encuentro no entrañaría más que riesgos. No era fácil convivir con la fascinación que sentía por Auraya desde que había aceptado a Leiard como una parte de sí. De hecho, era un auténtico engorro. Repetía continuamente para sus adentros que debía superarlo, y cuanto antes mejor. Sin embargo, cuando ella había pronunciado su nombre en voz muy alta y había entrado en la enramada, su corazón había realizado toda clase de acrobacias, y él sabía que tardaría más de dos meses de separación en recuperar del todo el control sobre sí mismo.
Lo último que imaginaba era que ella acudiría para pedirle que le enseñara su técnica de sanación mágica. Desde que se había separado de la tribu del río del Norte, Mirar había maldecido a los dioses repetidamente por no permitir que Auraya accediera a ese conocimiento. Conforme la enfermedad se extendía a más tribus, morían muchos siyís que ella habría podido salvar.
«¿Por qué ahora? —se preguntó él—. ¿Por qué han cambiado de idea?».
La respuesta era clara. La enfermedad se había convertido en una peste. Tal vez los siyís habían oído hablar de su habilidad sanadora y habían empezado a preguntarse por qué los Elegidos de los dioses no la poseían.
«En ese caso, ¿por qué no la instruyen los dioses?».
Se había pasado todo el día dando vueltas a esta pregunta en su cabeza. La única conclusión a la que había llegado era que los dioses no podían. Eran seres de magia. Tal vez los seres incorpóreos no podían sanar cuerpos físicos, ni siquiera a través de un humano que diera su consentimiento.
Enseñarle aquella técnica conllevaba riesgos. Era similar al método que utilizaban todos los indómitos para frenar su envejecimiento. Auraya tal vez se percataría de esto. Los dioses se darían cuenta sin duda alguna.
«Me cuesta creer que ella pueda hacerme daño si sospecha que soy inmortal. Una sospecha no es una certeza, y ella no es el tipo de persona que actúa basándose en suposiciones. Me prometió que yo no sufriría ningún mal. Además, sentirá que me debe algo por conferirle la facultad de salvar vidas. Tal vez solo la oportunidad de abandonar Ithania del Norte».
Durante una conexión en sueños, le había hablado a Emerahl de su encuentro con Auraya, y ella le había insistido en que abandonara a los siyís y huyera. Le sugirió que fuera a Ithania del Sur, donde se toleraba e incluso se respetaba a los tejedores de sueños. En el momento en que él había admitido que se había ofrecido a enseñarle a Auraya su método de sanación, Emerahl lo había llamado idiota, pero no se le había ocurrido una razón para que no lo hiciera…, aparte de las que él ya había pensado.
Oyó el golpe sordo de unos pies contra el suelo. Al levantar la mirada, no vio más que oscuridad, pero unos instantes después Auraya emergió de las sombras como un rayo de luna que cobrara forma. Un escalofrío bajó por la espalda de Mirar. El bajo de su cirque de sacerdotisa ondeó hacia fuera, movido por la brisa. El cabello suelto se le arremolinó sobre la cara, y ella alzó la mano para cogerlo y colocárselo detrás de la oreja.
«Aparta la vista —se dijo él—. Si te pilla mirándola así, tal vez sospeche que aún estás loco por ella».
Respirando hondo, se levantó.
—Te saludo, Auraya la Blanca.
Ella arqueó una ceja, divertida ante su formalidad.
—Te saludo, tejedor de sueños Wilar.
Él la acompañó hasta una de las dos mantas que había extendido en el suelo. Ella se sentó y lo siguió con la mirada mientras se dirigía hacia la tienda de en medio. Dentro, Tyve estaba sentado junto a un siyí que yacía inconsciente en una camilla. El muchacho se puso de pie, se agachó para coger un extremo de la camilla y ayudó a Mirar a llevarla fuera.
Después de depositarla en el suelo entre Auraya y la otra manta, Tyve regresó a la enramada. Mirar se sentó.
Auraya se inclinó hacia delante y posó la mano en la cabeza del hombre. Su mirada se tornó distante mientras evaluaba el estado del siyí. Un leve temblor de sus labios reveló a Mirar que había visto los estragos que había causado la enfermedad. Alzó la vista hacia él con expectación.
—¿Y ahora qué?
—Podría explicártelo con palabras y guiarte para que descubrieras el don por ti misma, pero eso nos llevaría meses o años, y ni tú ni yo tenemos tiempo que perder. Debemos entablar una conexión.
Ella enarcó las cejas.
—¿Una conexión mental?
—No exactamente. Nos tomaremos de las manos, pero, a diferencia de lo que ocurre con una conexión mental, no hará falta que abras la mente. Será algo parecido a una conexión en sueños, pero más sencillo, puesto que no tendrás que estar en trance o medio dormida. El contacto físico lo hace innecesario. Te proyectaré mis instrucciones, y tú responderás de la misma manera. ¿Estás dispuesta a hacerlo?
Auraya movía ligeramente la comisura de la boca mientras cavilaba. Al cabo de un momento, asintió para sí y le tendió las manos. Él no se sorprendió. Ella había aceptado establecer conexiones en sueños antes, pese a que estaban prohibidas, y sin duda había decidido que valía la pena saltarse la ley para adquirir aquella habilidad.
Él la cogió de las manos, cerró los ojos y buscó con la mente la presencia de Auraya ante sí. Percibió una mezcla de interés e incertidumbre procedente de ella.
:¿Auraya?
:¿Leiard? ¿O debería llamarte Wilar?
:Como prefieras, respondió él.
:No pienso en ti como Wilar, así que te llamaré Leiard. Pero… te noto diferente.
:¿He cambiado?
:Sí y no. Pareces más tú mismo. Sé que eso suena extraño, pero antes estabas tan… inseguro de ti mismo. Ahora no lo estás.
Estas palabras produjeron una curiosa satisfacción a Mirar.
:Es cierto. No soy la persona que era.
:Seguramente yo era la causa de esa inseguridad —prosiguió ella con tristeza—. Tal vez no deberíamos hablar de ello.
:Tal vez sí, tal vez no —contestó él—. Podría resultar tan perjudicial como beneficioso.
:Es verdad. —Se quedó callada y, antes de que a él se le ocurriera otro tema para cambiar el rumbo de la conversación, habló de nuevo—: Te perdoné —le dijo—. Estaba enfadada, pero ya no, desde que trabajamos juntos en el río del Norte. Me gustaría que fuéramos amigos.
:A mí también, aseguró él, tal vez en un tono demasiado emotivo.
:No temas que eso ocasione problemas a ti o a tu pueblo. Los dioses saben a quién pertenece ahora mi corazón.
Esto sorprendió a Mirar. ¿Había encontrado Auraya a otro amante? Pugnó por reprimir los celos. «No —se dijo—. Acéptalo. —Examinó el sentimiento antes de apartarlo de sí—. Es mejor que sea feliz. O por lo menos, que ya no sea infeliz por mi culpa».
Luego cayó en la cuenta de que tal vez ella no se refería a un amante, sino simplemente a que su corazón pertenecía a los dioses. Solo había una forma de averiguarlo…
:Espero que él sea digno de ti, dijo.
Una oleada de vergüenza emanó de ella. Él sonrió; su suposición era correcta.
Sin embargo, la vergüenza era lo único que percibía. Ella debió irradiar también un sentimiento de alegría o júbilo, pero no fue así. «No durará», pensó él con una satisfacción irreflexiva. Esta vez anuló por completo sus sentimientos. Había llegado el momento de desviar la atención.
:La magia puede utilizarse de maneras distintas para sanar —le dijo—. Los tejedores las clasifican en tres niveles de dificultad. El primero es el más sencillo: el uso de la magia para sujetar, calentar o mover. El segundo aprovecha los mismos dones pero en situaciones más complicadas, así como para proporcionar más fuerzas al organismo. El tercero es tan difícil que requiere una gran concentración, además de conocimientos sólidos y experiencia respecto a todos los procesos del organismo. Permite al tejedor influir en los tejidos del cuerpo con la precisión suficiente para realinear carne y hueso y conseguir que sanen de inmediato. —Mirar hizo una pausa. Como Auraya no dio señales de estar confundida, continuó—. Lo que intentaré enseñarte está un paso más allá del tercer nivel. No requiere invocar una gran cantidad de magia, ni siquiera adquirir grandes conocimientos o experiencia sobre los sistemas corporales. Lo que requiere es una mente capaz de percibir y comprender el organismo, tanto en sus más pequeños detalles como en su totalidad. Una vez que lo comprendes, puedes influir en él.
Bajó una de las manos de Auraya hacia el siyí y la posó sobre el pecho del hombre.
:Fíjate bien.
Para mostrárselo, Mirar debía dejar a un lado el escudo que rodeaba su mente e impedía que ella leyera sus pensamientos. Tuvo cuidado de desactivarlo solo mientras se concentraba en la sanación, abriéndolo y cerrándolo como una persiana cada vez que quería transmitir a Auraya imágenes e ideas sobre lo que veía y hacía.
El cuerpo del hombre inundaba su conciencia. Tanto los daños que había sufrido como el efecto que estos producían en el conjunto saltaban a la vista. Detectó algo que estaba fuera de lugar —la forma de vida diminuta pero peligrosa que no debía estar allí— y le comunicó a ella todo lo que percibía.
:Te toca.
Auraya no le transmitió sus percepciones. Guardó silencio durante largo rato, hasta que él sintió una oleada de emoción procedente de ella.
:¡Ya la veo! ¡Veo la enfermedad! Enséñame a destruirla.
Mirar se concentró de nuevo en el hombre y le mostró a la Blanca cómo encauzar la magia para eliminar la dolencia sin perjudicar al organismo. A continuación, estudió los actos de Auraya observando los efectos que estos obraban sobre el siyí. Le sorprendió y alegró comprobar que ella había entendido todo cuanto le había explicado.
Sin embargo, su ataque no era ordenado, por lo que él le demostró cómo trabajar de forma sistemática a través del cuerpo para no dejar el menor rastro de la enfermedad. Comenzaron a colaborar, de manera que uno complementaba o reforzaba los actos del otro. Era como una danza. Resultaba de lo más estimulante.
«Lo hace de un modo natural —pensó él de pronto—. Es como un don innato. Seguramente está lo bastante dotada para convertirse en inmortal sin ayuda de los dioses. —Se estremeció al pensar en lo que ambos podrían haber sido. Amantes inmortales…—. Pero eso no ocurrirá. La enemistaría con los dioses a los que ama. Y yo soy el odiado Mirar. Incluso si ella pudiera perdonar el engaño…».
Estaba absorta en la sanación. Mirar dejó que siguiera adelante sola mientras él observaba. Como aquel método era nuevo para ella, era imposible que estuviera utilizándolo para frenar su propio envejecimiento. Quizá los dioses se servían del anillo que llevaba para impedir que envejeciera sin que ella se diera cuenta de cómo lo hacían.
«Me pregunto cuánto tardará en relacionar una cosa con la otra —pensó él—. ¿Es esa la razón por la que las deidades no enseñan a los Blancos a sanar con magia?».
:¡La enfermedad ha desaparecido!, exclamó ella.
Él examinó al siyí con detenimiento.
:Sí, respondió.
:Ha sido… más fácil de lo que esperaba. Tu sistema para percibir el cuerpo es… asombroso. Y lógico. No comprendo por qué nunca se me había ocurrido antes. Pero… este hombre aún agoniza.
:Sí. Queda más por hacer.
Dirigió de nuevo su atención hacia el organismo del siyí. Utilizó energía de las reservas de grasa para acelerar la regeneración del tejido pulmonar. Ella lo imitó. Una vez curados los pulmones, la calidad de la sangre comenzó a mejorar y el corazón empezó a fortalecerse. La circulación se avivó, y los dedos y las extremidades recuperaron su calor. Mirar percibió la sorpresa y el júbilo de Auraya.
Por último, él se centró en la mano del hombre. Tiempo atrás, se le había roto un dedo y no se había soldado bien. Mirar lo enderezó, recolocando con cuidado las fibras de hueso. Notó que el pasmo de Auraya cedía el paso a un entusiasmo radiante.
:Podrías sanar cualquier afección con este procedimiento —dijo ella—. Podrías otorgarle el don de la vista a un ciego de nacimiento. Podrías devolver la movilidad a un lisiado. Podrías resucitar a un muerto.
:Sí, pero en este último caso tendría que actuar de forma inmediata. La memoria se deteriora en cuestión de minutos tras la muerte, y no puede repararse.
:¿Puedo sanarme a mí misma con este sistema?
:Por supuesto —le aseguró él. Necesitaba impedir que ella siguiera este hilo de razonamiento—. Has asimilado mis enseñanzas con una sagacidad y una rapidez excepcionales.
:Creías que tardaría más.
:Así es. Como de costumbre, has superado mis expectativas. Ojalá todos mis discípulos aprendieran tan deprisa.
:Si eso es todo lo que necesito saber, debería regresar de inmediato con la tribu de la montaña del Templo. Muchos podrían morir esta noche si no los sano de esta manera.
:En ese caso, no te entretendré más.
Sus manos se separaron, y la percepción de la presencia de Auraya se desvaneció. Cuando Mirar abrió los ojos, advirtió que ella lo contemplaba con una amplia sonrisa. El corazón le dio un vuelco, y él se apresuró a bajar la vista hacia el siyí.
—Gracias, Leiard. Cada vida que salve con este don será una vida que tú has salvado.
Él levantó la mirada hacia ella.
—No se lo comentes a los dioses. Su compañía no es muy agradable cuando se ponen celosos.
Ella abrió la boca para replicar, pero entonces posó los ojos en el siyí.
—Está despierto.
Mirar se volvió hacia el hombre, que los observaba con curiosidad.
—Buenas tardes —dijo—. Auraya y yo te hemos curado, pero tendrás que vivir en la primera enramada hasta que el resto de la aldea se ponga bien. Te sentirás cansado durante un par de días. Duerme y recobra las fuerzas.
El hombre asintió débilmente y cerró los ojos de nuevo.
Auraya se puso de pie.
—Te ayudaré a llevar a nuestro amigo aquí presente pero después debo irme.
Levantaron juntos al hombre y lo transportaron hasta la enramada de los siyís curados. Auraya volvió a salir. Desde la puerta, Mirar la observó alejarse unos pasos. Tras dedicarle una sonrisa, ella se elevó en el aire y desapareció en la oscuridad de la noche.
Él suspiró. Auraya ya veía el potencial de aquel don momentos después de haberlo aprendido. No tardaría mucho en regresar junto a Mirar con preguntas.
El barco de Imenja era más grande que el de los saqueadores. Su forma también era distinta. Reivan le había explicado a Imi que estaba construido con un casco estrecho para que navegara con más rapidez. Casi todos los barcos se usaban para transportar mercancías, de modo que tenían bodegas amplias en las que almacenarlas. Aquel navío, en cambio, solo las trasladaba a ellas, además de la tripulación y sus provisiones.
El buque entero estaba hecho de una madera negra procedente de la zona más meridional del continente del sur. En el casco, trazada con pintura blanca, había una estrella similar a la que Imenja y Reivan llevaban al cuello. Las velas también eran negras, con una estrella blanca. Imi imaginaba lo imponente que aquella nave descomunal y alargada debía de parecerles a los comerciantes y piratas. Casi deseaba que se toparan con los saqueadores que la habían raptado. Tal vez Imenja los castigaría con su magia.
En la parte de la cubierta en la que el barco de los saqueadores tenía un agujero grande que daba acceso a los botines guardados en la bodega, el de Imenja tenía una concavidad poco profunda que formaba una especie de zona de asientos cubierta por algo semejante a una tienda de campaña. Allí se resguardaban o dormían Imenja y Reivan cuando llovía. El resto del tiempo lo pasaban sentadas en la cubierta con Imi, intentando no estorbar a la tripulación. En la bodega había un balde para achicar agua, pero el buque estaba tan bien construido que apenas tenía vías de agua. Su reclusión en el navío de los saqueadores se le antojaba ahora el recuerdo lejano de una historia que le habían contado, aunque en ocasiones tenía pesadillas sobre ello.
Las cuantiosas provisiones de la bodega se habían reducido a la mitad desde que habían zarpado unos meses atrás. Aunque la comida era mucho mejor que la que le daban cuando estaba prisionera, no era tan buena como la que había disfrutado en el Santuario. La carne que habían cenado aquella noche estaba demasiado salada, y solo había nueces y frutas desecadas para acompañarla. Ella se sorprendió a sí misma fantaseando con carne de rastrero envuelta en algas secas y sonrió al percatarse de que se moría de ganas de comer alimentos que antes la aburrían.
Un miembro de la tripulación estaba llevándose los platos y cubiertos cuando Imi alzó la vista y vio que Imenja desenrollaba un mapa grande. Lo había visto muchas veces, pero siempre despertaba su curiosidad. Aunque reflejaba la manera en que los siyís veían el mundo, a la vez resultaba útil para los pisatierra.
El capitán desplegó sus propios mapas, que estaban repletos de líneas que no tenían sentido para Imi, y colocó varios objetos encima para que el viento no se los llevara. Las lámparas en el interior de la tienda se mecían de un lado a otro debido al cabeceo del barco y proyectaban sombras en movimiento por todas partes. Tras señalar un punto en uno de sus mapas y otro en el de Imenja, el capitán habló.
Reivan miró a Imi e hizo las veces de intérprete.
—Dice que estamos lo bastante lejos de la costa para no alcanzar a avistarla desde el mástil.
—¿Una barca de remos podría llegar a la costa desde donde estamos? —le preguntó Imi al capitán, y Reivan tradujo sus palabras en voz baja.
—Sí, pero tardaría muchas horas. Si tenemos la corriente en contra, sería aún peor.
—¿Hay riesgo de que nos descubran?
—Muy grande durante el día.
—¿Y de noche? —inquirió Reivan.
—La luna casi está llena —les recordó el capitán—. Tampoco podremos ver si hay escollos cerca de la playa.
—No hace falta que me llevéis hasta allí —dijo Imi en cuanto Reivan terminó de traducir—. Puedo cubrir parte del trayecto a nado.
Todos clavaron los ojos en ella con el ceño fruncido.
—¿Eres lo bastante fuerte para eso? —preguntó Reivan.
El capitán dijo algo en tono de advertencia.
—Dice que podría haber depredadores marinos. Lomospinas, a los que si no me equivoco vosotros llamáis flarkes.
Imi sintió una punzada de miedo, pero enderezó la espalda.
—Los únicos seres marinos realmente peligrosos son los flarkes, y se alimentan de presas más pequeñas. Solo atacan a personas cuando están heridas o no encuentran otro alimento. Si los siyís os ven, intentarán mataros. Vosotros correríais más peligro que yo.
Cuando Reivan tradujo las palabras de Imi, el capitán esbozó una sonrisa torcida. Miró a Imi con lo que a ella le pareció admiración.
—Esperemos que en la costa haya siyís a los que puedas pedir ayuda —señaló Reivan.
—Me bastará con nadar a lo largo de ella hasta dar con alguno. ¿Cómo os encontraré si el buque y la barca no se divisan desde la orilla?
Imenja y Reivan intercambiaron una mirada.
—Debemos acordar un momento y un lugar —dijo Reivan—. Acercaremos a Imi a la costa por la mañana y la recogeremos por la noche.
—¿Cómo os localizaré en la oscuridad? —quiso saber Imi, estremeciéndose al imaginar lo que sería avanzar en el agua a oscuras—. Prefiero nadar de día.
Imenja sonrió.
—En ese caso, te llevaremos al amanecer y te recogeremos a última hora de la tarde —dijo—. Si no topas con siyís ese día, navegaremos hacia el oeste al día siguiente y volveremos a intentarlo.
Imi asintió.
—Eso dará resultado.
Reivan repitió la conclusión en el idioma del capitán, que movió la cabeza afirmativamente. Se volvió hacia un marinero que se hallaba cerca y le dijo algo. El hombre se alejó y regresó con una botella y unas copas gruesas. Imi pugnó por reprimir una mueca. La bebida que se servía al final de las comidas formales era demasiado fuerte y ácida para ella, pero siempre hacía el esfuerzo de tomar un sorbo por miedo a ofender a su anfitrión. Por otro lado, le producía una somnolencia agradable, muy preferible a dar vueltas durante horas en el depósito de agua que habían colocado en la bodega a manera de cama para ella. Aunque la mantenía mojada, no era fácil relajarse en agua que se movía sin parar.
Seguramente aquella noche la pasaría en vela, a pesar de la bebida, pensando en la aventura que la esperaba. ¿Habría siyís en la costa? ¿La ayudarían?
«¿Y qué haremos si no saben dónde está Borra?».
En cuanto Juran abrió la puerta de sus aposentos, Dyara se puso nerviosa. Aunque él se mostraba tranquilo, se le habían formado arrugas en el rostro que solo aparecían cuando estaba angustiado. Juran pasó al interior y, sin decir una palabra, le indicó con un gesto que entrara. Rian y Mairae ya estaban allí. Ambos parecían desconcertados.
Dyara se sentó y aguardó mientras Juran caminaba lentamente de un lado a otro de la habitación, claramente intentando poner en orden sus pensamientos. Ella lo conocía mejor que los otros Blancos, pero no era de extrañar. Llevaban setenta y seis años trabajando juntos. Cada una de las muestras de inquietud de Juran la desasosegaba aún más, hasta tal punto que tuvo que luchar por mantener el dominio de sí misma para no exigirle que les explicara de una vez qué le preocupaba.
—Durante los últimos meses, Huan y yo hemos estado observando a… a cierto individuo —comenzó—. Esperábamos una señal que confirmara o desmintiera nuestras sospechas sobre él. Esta noche hemos comprobado que eran acertadas.
—¿De quién se trata? —preguntó Dyara.
Juran se detuvo y la miró. Respiró hondo, y su expresión se endureció.
—El hombre al que hemos estado observando es Mirar.
Dyara lo contempló con incredulidad. La habitación quedó en silencio por unos momentos.
—Está muerto —aseveró Rian.
Juran sacudió la cabeza despacio.
—No lo está. No sé cómo es posible, pero es cierto.
—¿Estáis seguros? —preguntó Dyara.
—Ahora sí.
—Pero si encontrasteis su cadáver.
—Encontramos un cadáver aplastado. La estatura y el color del cabello coincidían con los de Mirar, pero nadie habría podido reconocer su rostro. Pese a que había varios testigos, ninguno lo vio salir de la casa en ruinas.
—Pero no había manera de demostrar que el cuerpo era el de Mirar —concluyó Dyara.
—No.
Mairae se inclinó hacia delante en su asiento.
—¿Cómo os enterasteis de que Mirar sigue con vida?
Con un suspiro, Juran se acercó a una silla.
—Más vale que explique esto paso a paso. Auraya descubrió a Mirar en Si hace unos meses, aunque, naturalmente, no lo identificó. Estaba atendiendo a los siyís y…
—¿Ella sabe quién es? —lo interrumpió Dyara, alarmada—. ¿Está a salvo?
Juran sonrió.
—No lo sabe, pero está más que a salvo. Chaia vela por ella.
—Cree que Mirar es un tejedor normal y corriente —aventuró Rian.
—En efecto.
Dyara asintió para sí. «Por supuesto». De pronto, una posibilidad le vino a la mente y ella se volvió hacia Juran, pero él tenía su atención puesta en Rian.
—Auraya le pidió que le enseñara su método de sanación —prosiguió Juran—. Al principio, Huan lo prohibió, pero hace poco decidió que valía la pena correr el riesgo para corroborar nuestras sospechas. Era poca la información peligrosa que él podía extraer de la mente de Auraya, mientras que nosotros podíamos averiguar muchas cosas examinando la suya.
—Un momento —lo cortó Dyara—. ¿Ni Auraya ni la propia Huan pueden leer su mente?
—No. La tiene protegida.
—Con razón sospechabais de él —comentó Mairae.
—¿Y aun así animasteis a Auraya a aprender de él? —añadió Dyara.
Juran la miró a los ojos y asintió.
—Teníamos que saber si mis recelos eran fundados. Hoy Mirar ha accedido a instruirla. Huan y yo hemos permanecido conectados con ella durante la lección…, aunque Auraya no era consciente de ello.
A Mairae se le entrecortó la respiración.
—¿Por qué no la habéis informado de lo que hacíais?
—Ella tenía que conectarse con Mirar para adquirir el don de la sanación. Si hubiera albergado sospechas acerca de su identidad o hubiera sabido que Huan y yo la vigilábamos, Mirar tal vez se habría dado cuenta.
—Si podía enterarse de eso a través de ella, ¿qué más puede haber descubierto? —inquirió Rian por lo bajo.
—Nada —le aseguró Juran—. Estábamos preparados para interrumpir la conexión, pero no ha sido necesario. Ella ha protegido bien su mente. En cambio, lo que Huan y yo hemos visto en la de él… —Sacudió la cabeza—. Mientras Auraya se concentraba en lo que estaba aprendiendo, Huan y yo hemos alcanzado a percibir pensamientos sueltos de Mirar. En cierto momento, cuando Auraya estaba distraída, él incluso ha reflexionado sobre qué haría si ella se enteraba de que en realidad era Mirar.
Las preguntas se agolparon en la mente de Dyara. «¿Cómo logró sobrevivir Mirar? ¿Juran tendrá que matarlo de nuevo, o los dioses se apiadarán de él y nos enviarán a Rian o a mí a hacerlo? ¿O quizá a Auraya, puesto que está en Si?».
Entonces recordó la posibilidad que se le había ocurrido antes.
—¿Por qué querría Mirar enseñarle una habilidad semejante a uno de los nuestros? ¿Por qué iba a ayudar a Auraya o a fiarse de ella?
Juran posó la vista en ella, y las arrugas de aflicción en su cara se hicieron más profundas.
—La conoce bien, y nosotros lo conocemos a él. Él… es Leiard.
Un silencio cargado de estupor se impuso en la habitación. Dyara asintió con amarga satisfacción. Había estado en lo cierto.
—¡Leiard! —exclamó Mairae—. Pero ¿cómo es posible? Todos coincidimos con él. Todos le leímos la mente. ¿Cómo es que no descubrimos su verdadera identidad?
Juran extendió las manos a los costados.
—No lo sé. Si es capaz de ocultar sus pensamientos a los dioses, quién sabe qué otros dones posee. Tal vez haya adquirido la facultad de encubrir su personalidad tras una identidad falsa.
—Pero tú sabes qué aspecto tiene —señaló Rian—. ¿Por qué no lo reconociste?
—Su apariencia ha cambiado desde que lo conocí. —Juran suspiró—. Han pasado cien años, y mi recuerdo de él se ha debilitado. —Se acercó a una mesa y cogió una hoja de pergamino—. Tras la muerte de Mirar, casi todas las estatuas o retratos de él fueron destruidos. Envié a sacerdotes a todos los rincones de Ithania del Norte en busca de imágenes suyas. Este es el bosquejo de una escultura encontrada entre las ruinas de una antigua Casa de los Tejedores hace unos años.
Le pasó el dibujo a Dyara. Al ver el retrato, se le escapó un grito ahogado. Aunque aquella cara era más tersa y redonda que la de Leiard, y carecía de barba, aún resultaba reconocible. Le alargó el dibujo a Rian, que frunció el ceño al reconocer también el rostro.
Arrellanándose en su asiento, Dyara se retrotrajo al momento en que Leiard había llegado a la ciudad y a épocas anteriores. Él había conocido a Auraya cuando era una niña. La había buscado después de que ella se convirtiera en Blanca. Ella lo había nombrado tejedor asesor. Cuando comprendió las implicaciones de que Mirar hubiera ocupado un cargo desde el que podía ejercer tanta influencia sobre los circulianos, soltó un gruñido.
—¿Cuándo comenzó todo? —preguntó—. ¿Sabía él que Auraya llegaría a ser una Blanca? ¿Fue una casualidad, o planeó que ella viniera aquí para utilizarla sin que se diera cuenta?
Juran fijó los ojos en Dyara.
—Sería difícil de creer.
—Debemos contemplar esa posibilidad —dijo ella.
—Dudo que él lo planeara todo desde un principio —dijo Rian—, pero cuando se enteró de que Auraya había sido elegida como Blanca, seguramente no pudo resistir la tentación de inmiscuirse. La siguió hasta aquí para ganarse su confianza.
—¡Y meterse en su cama! —siseó Dyara. Llena de rabia, miró a Juran—. No cabe duda de que es el mismo canalla que conociste. Se aprovechó de su influencia sobre ella para fomentar la aceptación de su pueblo entre los circulianos. —Sintió un estremecimiento de triunfo—. Pero llevó las cosas demasiado lejos. Acostarse con ella fue un error. Cuando su relación fue descubierta, se marchó a Si, sabiendo que ella volvería allí. Ahora está seduciéndola de nuevo, usando sus conocimientos de magia como cebo. —Se volvió hacia Juran, que negó con la cabeza, aunque ella no supo si era un gesto de desaprobación ante el ardid de Mirar o sencillamente de espanto ante la situación.
Él echó a andar otra vez de un lado a otro.
—Lo que dices puede ser cierto, Dyara, pero también es posible que no lo sea. Cuando me encaré con Leiard tras enterarme de sus amoríos con Auraya, exploré su mente y no encontré indicio alguno de que fuera Mirar, ni grandes maquinaciones para perjudicarnos. Lo que vi fue a un hombre enamorado de Auraya. Era un amor sin esperanzas y temeroso, pero auténtico. Es imposible que se inventara algo así.
—Y ella lo ama a él —murmuró Mairae—. O al menos lo amaba.
—Lo que amaba era una mentira —señaló Rian.
—Entonces es una suerte que ya no lo ame —comentó Dyara—. Porque tendrá que matarlo.
Todos los presentes se quedaron callados de nuevo. Mairae tenía los ojos desorbitados de horror. Miró a Juran.
—No hablaréis en serio.
—Auraya está en Si —dijo Juran en tono cansino—. Cualquiera de nosotros tardaría meses en llegar hasta él.
—No podéis pedirle que haga eso —insistió Mairae—. Aunque sepa que él no es el hombre al que amó, sería demasiado cruel obligarla a ejecutarlo.
—¡Cuando se entere de quién es en realidad y cómo la ha manipulado, comprenderá que no puede seguir con vida! —declaró Rian con vehemencia.
Dyara crispó el rostro. En realidad, estaba de acuerdo con Mairae.
—¿Qué desean los dioses que hagamos?
Juran sonrió con frialdad.
—Están deliberando.
—Si nos lo ordenan, yo estoy dispuesta a cumplir su voluntad en lugar de Auraya —se ofreció Dyara—. Coincido con Mairae en que sería demasiado duro pedírselo a ella. Hay otras formas de resolver esto. Podríamos utilizar a Auraya para conseguir que Mirar salga de Si, por ejemplo.
Juran asintió.
—Propondré esa posibilidad. Gracias.
Los cuatro guardaron silencio, absortos en aquella nueva revelación y en sus posibles consecuencias. Al cabo de un rato, Dyara se rebulló y paseó la vista alrededor.
—No nos queda más que aguardar la decisión de los dioses. Regresemos a nuestros aposentos y reunámonos de nuevo mañana.
Cuando se puso de pie, Mairae y Rian siguieron su ejemplo. Abandonaron la habitación en fila, sin decir una palabra. Desde la puerta, Dyara se volvió hacia atrás. Juran esbozó una sonrisa lúgubre. Ella sintió una punzada de compasión por él mientras salía. El líder de los Blancos no pegaría ojo aquella noche. Era evidente que los fantasmas de su pasado habían vuelto para atormentarlo.
«Nunca se ha perdonado a sí mismo el haber matado a Mirar —pensó Dyara—. Ahora sabe que lleva cien años sintiéndose culpable por algo que no hizo».