34

Vistos desde arriba, los azules lagos de Si semejaban joyas relumbrantes ensartadas en hilos de plata. El lago hacia el que Auraya se dirigía tenía forma de media luna. Al observar con más detenimiento, avistó pequeños barcos en el agua. Al principio le había sorprendido descubrir que los siyís eran tan aptos para la navegación y la pesca como los pisatierra. Que fueran un pueblo del cielo no significaba que no pudieran manejar una barca o lanzar redes.

Más insólita era la visión del terreno llano y cultivado en torno al lago. La tribu del lago Azul vivía alejada de las fronteras de Si, por lo que no había tenido que recuperar sus tierras productivas de manos de los colonos torenios. Daba la impresión de que la zona se había despojado de vegetación hacía mucho tiempo con el fin de hacer lugar para los sembradíos. Se divisaban hileras de color verde oscuro: los frondosos cultivos de invierno que los siyís plantaban cada primavera para mejorar la calidad del suelo.

Durante los últimos dos meses, Auraya había observado a los habitantes del lugar prepararse para el invierno. Almacenaban alimentos cuidadosamente, reparaban las enramadas, tejían ropa de abrigo. Las enramadas de allí no necesitaban el soporte de un árbol en el centro. Ella se dirigió hacia la más grande, suponiendo que era un sitio de encuentro o por lo menos el hogar del portavoz de la aldea.

Se percató de que la habían avistado porque los silbidos llenaron el aire, y los siyís comenzaron a salir de los campos y las enramadas con el rostro vuelto hacia ella. Caminaban en dirección a una plataforma de madera, de modo que ella desvió su curso hacia allí.

Los silbidos y gritos de bienvenida atronaron sus oídos cuando aterrizó. Comprobó aliviada que la mayoría de los miembros de la tribu parecían estar sanos. El portavoz emergió de la enramada grande que, según Auraya leyó en su mente, era un almacén de provisiones del poblado.

—Bienvenida a la aldea del lago Azul, Auraya la Blanca. Soy el portavoz Dyli. —El líder cogió la taza llena de agua y el tradicional pastelillo de bienvenida que le entregaron dos aldeanas, y se los ofreció a Auraya.

Ella se comió el pastelillo y tomó un sorbo de agua.

—Me alivia veros a todos en buena forma.

La expresión del portavoz se tornó seria.

—Lloramos la muerte de nueve miembros de la tribu, mujeres y niños, pero habríamos perdido muchas más vidas si no hubiéramos seguido el consejo que enviasteis sobre no transmitir la enfermedad a otros…, y si el tejedor de sueños no hubiera venido.

Auraya sonrió.

—Wilar. Me enteré de que había viajado hasta aquí, y por eso no vine antes. Estáis en buenas manos. Me gustaría verlo.

—Entonces te llevaré hasta él.

El portavoz le indicó que lo siguiera y bajó de la plataforma. Al advertir que ella lo miraba con curiosidad, soltó una risita.

—Casi todas las tribus viven en árboles, o en terrenos desiguales como el del Claro. Aquí tenemos un suelo llano. Como a los mayores les resulta agotador elevarse del suelo, construimos esto para ellos.

Auraya asintió en señal de que entendía. Aunque los siyís podían correr y saltar para alzar el vuelo, al hacerlo consumían mucha energía. Dejarse caer desde una rama o un precipicio era mucho más fácil, sobre todo para los ancianos. La plataforma cumplía la misma función.

La multitud caminaba tras ellos, y los niños parloteaban entre sí. A la orilla de los sembradíos se habían levantado tres enramadas nuevas. Los adultos de la muchedumbre se detuvieron a varios pasos de distancia y dijeron a los niños que se quedaran con ellos. Auraya y el portavoz siguieron adelante.

—Yo no he estado enfermo, así que debo mantenerme alejado —le explicó él—. Por favor, saluda de mi parte al tejedor de sueños Wilar.

Ella asintió, sonriendo.

—Muy bien. Si puedo ayudar en algo, lo haré.

Él inclinó la cabeza, agradecido. Ella dio media vuelta y recorrió despacio el trecho que quedaba hacia las enramadas, explorando las mentes cercanas. La incomodidad, el dolor y el miedo de los siyís enfermos contrastaba de forma impactante con la alegría saludable del resto de la tribu. Al cabo de un momento, encontró lo que buscaba: una mente consciente de la presencia de un hombre a quien ella no podía percibir. Se detuvo frente a la enramada.

—¿Puedo pasar?

Tras unos instantes de silencio, una voz conocida respondió:

—Claro, Auraya.

Al oírla, a Auraya se le alegró el corazón. Apartó la colgadura de la puerta y entró en un espacio tenuemente iluminado. Había cuatro camas colgadas entre un grueso poste central y los soportes exteriores de la enramada, dos a cada lado. Leiard estaba de pie junto a una de ellas, dándole a una mujer cucharadas de un líquido que tenía en un cuenco. Lanzó una mirada breve a Auraya antes de seguir trabajando.

—Echa un vistazo —la invitó.

Ella fue de una cama a otra, comprobando el estado de cada paciente. Se encontraban en la peor fase de la enfermedad, pero sus organismos la combatían, aunque con lentitud.

—Los convalecientes están en la enramada de la izquierda, y aquellos que no pueden luchar contra la dolencia están en la otra —murmuró Leiard.

Al oír sus pasos, ella alzó la vista. Leiard dejó la cuchara y el cuenco en un gran recipiente de piedra lleno de agua y clavó los ojos en ella. El agua comenzó a despedir vapor y luego a burbujear. Él levantó el recipiente, se acercó a la puerta y miró a Auraya por encima del hombro.

—¿Quieres verlos? —preguntó.

Ella asintió. Cuando salió detrás de él, reparó en unos niños siyís que los observaban desde lejos mientras se dirigían hacia otra enramada.

Auraya tardó un momento en asimilar la escena con la que se encontró. A diferencia de la enramada anterior, aquella estaba repleta de muebles. Un siyí de aspecto saludable, sentado con las piernas cruzadas en el centro de la habitación, trabajaba en un arnés de dardos. Otro se encontraba frente a un telar, moviendo las manos con agilidad. Dos mujeres preparaban tarros de fruta en conserva, y, al fondo de la enramada, un niño y una niña jugaban. Todos levantaron la mirada cuando Auraya y Leiard entraron.

Mientras Leiard la presentaba, Auraya comprendió poco a poco por qué estaban allí aquellas personas. Había supuesto que se encontraría con siyís enfermos, pero saltaba a la vista que ellos estaban totalmente curados. Leiard había acabado con la enfermedad dentro de sus cuerpos, pero no podían relacionarse con los otros siyís por el peligro de contraerla de nuevo. Sin embargo, podían reanudar sus labores domésticas, incluidas las de cocina.

—¿Cuánto tiempo deben permanecer ahí encerrados? —le preguntó Auraya cuando salieron de la enramada.

—Les he dicho que podrán irse cuando no quede un solo enfermo en la aldea. Saben que eso no garantizará su seguridad, pero no pueden mantenerse aislados para siempre.

Auraya movió la cabeza afirmativamente.

—¿Son conscientes de la suerte que tienen? Todos los habitantes del Claro y de otras aldeas que estaban en su misma situación han muerto.

Leiard torció el gesto y la miró a los ojos.

—¿Cuántos hasta ahora?

—Uno de cada cinco, aproximadamente.

Él se apartó de la enramada y se sentó en un tronco a la orilla del bosque. Auraya tomó asiento a su lado. Escudriñó su perfil. Su rostro no le pareció tan apergaminado como lo recordaba, aunque aún tenía arrugas en torno a los ojos debidas a las repetidas sonrisas. El tinte de su cabello se había desvaído en parte, dejándolo de un color rubio ceniza.

—He venido para preguntarte si tu oferta sigue en pie —le dijo—. La devoracorazones está causando estragos. Se está cobrando demasiadas vidas. Vengo de la montaña del Templo. La tribu de allí no se ha mostrado muy dispuesta a colaborar, y su sistema de cuevas es demasiado pequeño para albergar a tanta gente. El hacinamiento… no es bueno para prevenir la propagación de una enfermedad.

Él esbozó una sonrisa torcida.

—No. —Desvió la mirada antes de fijarla de nuevo en ella, con los párpados entornados—. O sea, ¿que los dioses ya no lo prohíben?

—No. Solo puedo utilizar tu don de sanación con su permiso, y únicamente en momentos de necesidad extrema, como este.

Él asintió.

—Es una solución de compromiso.

Ella se volvió hacia él pero no supo qué decir. En los últimos meses, presa de la desesperación, había experimentado sin éxito con siyís moribundos. Descubrió que no podía destruir una enfermedad que no percibía con facilidad como un ente separado del cuerpo al que atacaba.

—¿Podrías volver esta noche? —preguntó Leiard—. Tyve ha salido a recoger hierbas para elaborar remedios y necesitaré que atienda a los enfermos mientras trabajamos.

—Por supuesto. ¿Cuánto tiempo nos llevará?

Él se encogió de hombros.

—Dependerá de tu capacidad para asimilar los conceptos y tu rapidez para ponerlos en práctica. Tal vez una hora. Tal vez varias noches.

Auraya hizo un gesto afirmativo.

—Debo visitar a otra tribu, pero regresaré esta noche.

—Empezaremos entonces. Ten en cuenta que pocas personas llegan a comprender los conceptos necesarios. No es cuestión de fuerza mágica, sino de destreza mental. Es posible que carezcas de ella.

—Tengo que intentarlo —dijo Auraya con una sonrisa irónica—. Hasta ahora, no hay un solo don que no haya podido aprender.

Él arqueó las cejas.

—¿De veras?

—Sí.

—Me pregunto qué harás si no lo consigues.

—Intentar llevar la desilusión con dignidad.

La comisura de los labios de Leiard se curvó hacia arriba.

—Eso será interesante observarlo.

Ella lo miró a los ojos.

—Tal vez dependa de si te mofas de mí por ello o no.

—¿Me crees capaz de algo así?

—No lo sé.

Él rio entre dientes.

—Me esforzaré por mostrarme comprensivo. —Se levantó y dirigió la vista hacia las enramadas—. Si tienes tiempo, te presentaré al tercer grupo. Aún están en la fase inicial de la enfermedad. Entre ellos hay una mujer que sabe más acerca de las plantas medicinales de la zona que nadie a quien haya conocido. Creo que te caerá bien.

—¿Ah, sí?

—Tal vez.

—Vayamos a averiguarlo. —Sonriente, Auraya se puso de pie y lo siguió al interior de las enramadas.

Apoyada en la borda, Reivan contempló las lejanas montañas de Si. El capitán del buque había navegado cerca de la costa durante los últimos días, lo que a Reivan le resultaba tan tranquilizador como frustrante. Estar mar adentro sin avistar tierra tenía algo de desconcertante, pero verla ahí en todo momento, seca y firme, era un tormento, sobre todo sabiendo que no podían poner un pie en ella sin arriesgarse a enfurecer a sus habitantes.

Pensó en el recibimiento que los siyís habían dado a los Servidores que habían viajado a Si. Como era de esperar, la gente del cielo no había reaccionado con entusiasmo a las ofertas de paz y amistad de los pentadrianos.

«A mí tampoco me entusiasmaría una visita de personas que hubieran invadido a mis aliados y matado a mis compatriotas, fueran cuales fuesen sus intenciones declaradas —se dijo—. Si la hechicera Blanca posee de verdad la facultad de leer la mente, sin duda descubrió que la paz no era lo único que buscaban los Servidores».

Reivan tendía a estar de acuerdo con Nekaun en que intentar convertir a los siyís no valía la pena por el momento. Si creían que los había creado una deidad circuliana, no aceptarían la idea de que su creadora no era real y de que debían rendir culto a los Cinco en vez de a ella.

«Me pregunto cómo se imbuyeron de esa creencia. ¿Cuál habrá sido el verdadero origen de su raza?».

El palmeo de unos pies descalzos sobre la cubierta la arrancó de su ensimismamiento. Al volverse advirtió que Imi, con su piel negra reluciente y cubierta de gotas de agua, caminaba hacia ella. La chica había engordado un poco en los últimos meses. Andaba con paso seguro, sin rastro de debilidad y sin perder el equilibrio por el cabeceo del barco.

—Salud, Reivan —dijo Imi con gravedad.

—Salud, princesa Imi —respondió Reivan.

La niña se quedó callada y sonrió.

—¿Me has llamado así porque estoy demasiado seria?

—Es el título que te corresponde. Debería acostumbrarme a referirme a ti así, ahora que estamos próximos a tu hogar.

—¿De verdad? —preguntó Imi, ansiosa—. Supongo que estamos más cerca que antes.

Reivan señaló las montañas con un movimiento de la cabeza.

—Eso es Si. Cualquier día divisaremos siyís. Entonces podremos desembarcar y pedirles… pedirles…

—Indicaciones —terminó Imi la frase. Durante aquellos meses, Reivan había adquirido suficientes conocimientos de la lengua elay para mantener conversaciones, aunque aún tenía un vocabulario limitado.

—Sí —dijo Reivan—, pero me preocupa que los siyís se nieguen a ayudarte por venir en nuestra compañía.

—¿Serían capaces?

Reivan suspiró.

—Por la guerra.

—Ah, sí. —Imi frunció el ceño—. Los siyís son aliados de los hechiceros Blancos. Deben de considerar enemigos a los pentadrianos.

—La Voz Cuarta Genza viajó a Si antes de la guerra para investigar todo lo posible acerca de los siyís, pero antes de que pudiera averiguar si serían o no buenos aliados, los Blancos enviaron allí a una de sus hechiceras. Ella posee una habilidad poco común que le permite volar. Genza no pudo ganárselos después de eso.

Imi alzó la vista hacia ella y un brillo asomó a su mirada.

—Es la misma hechicera que fue a Elay. Nos ofreció ayuda para librarnos de los saqueadores a cambio de que colaboráramos con su gente. —Abrió mucho los ojos—. Si lo hubiéramos hecho, seríamos vuestros enemigos también. Menos mal que mi padre le dijo que se marchara.

Reivan sintió un escalofrío de emoción.

—¿Eso hizo?

—Sí. A papá no le gustan los pisatierra. No se fiaba de ella.

—¿Crees que se fiará de nosotros?

Imi se encogió de hombros.

—No lo sé. Le alegrará que me hayáis traído de vuelta. —Entornó los párpados—. ¿Estáis pensando en pedirle que sea aliado vuestro?

Reivan reprimió una sonrisa ante la aguda pregunta de la chica.

—Tal vez. No nos aliamos con cualquiera.

Una sonrisa llena de determinación se dibujó en la boca de la niña. Reivan apartó la vista, esperando que su expresión no delatara sus ganas de reír.

—¿Volveréis a intentar ser amigos de los siyís? —preguntó Imi.

Reivan negó con un gesto.

—Si lo intentamos, será dentro de mucho tiempo. Se aferran demasiado a sus costumbres.

—Sería bueno que lo hicierais. Los siyís y los elay siempre hemos sido amigos. Tenemos más cosas en común entre nosotros que con los pisatierra. Ambos tenemos problemas con ellos. —Hizo una pausa, claramente meditando sobre esto—. Y a ambos nos creó Huan.

—¿Los elay creen que fueron creados por una diosa circuliana? —inquirió Reivan, escrutando el rostro de Imi.

La chica alzó los ojos.

—Es lo que dicen los sacerdotes.

—Qué interesante. —Reivan trató de mostrarse más pensativa que preocupada. Se le había acelerado ligeramente el pulso. ¿Nekaun estaba al corriente de esto? De haberlo estado, seguramente no habría creído que valía la pena llevar a Imi de vuelta a su país con la esperanza de ganarse la simpatía de los elay.

«Si Imi hubiera pensado en ello, Imenja o él se habrían enterado. Por tanto, si no lo saben, es porque probablemente ella no pensó en ello…, al menos en su presencia». A pesar de todo aquello por lo que había pasado, la muchacha no debía de tener muy presente a su diosa durante su estancia en el Santuario. A lo mejor la religión no era importante para los elay.

—¿Rezas a esa diosa? —preguntó Reivan.

Imi arrugó la nariz.

—No, a menos que los sacerdotes me obliguen. De pequeña solía rezarle cuando quería algo, pero, según los sacerdotes, Huan está demasiado ocupada para asegurarse de que las niñas reciban los regalos que quieren. Decidí que solo rezaría si necesitaba algo importante.

—¿Rezaste mientras te mantenían prisionera?

—Algunas veces. —El semblante de Imi se entristeció—. Supongo que había perdido la práctica. Mi padre no reza mucho, y a veces se enfada y dice que, si le importáramos a Huan, no permitiría que los saqueadores nos impidieran vivir en nuestras propias islas. Cree que ella nos abandonó hace años.

Reivan asintió con ademán comprensivo. Abrió la boca para mostrarse de acuerdo, pero se contuvo. ¿Cómo iba a criticar la inacción de otra deidad —aunque fuera una deidad inexistente— cuando sus propios dioses habían permitido que su pueblo fuese derrotado en la guerra?

—Las divinidades son misteriosas —comentó finalmente—. No siempre entendemos los motivos por los que hacen o dejan de hacer algo. Su visión del mundo es como la de un padre. A veces, los actos de un padre le parecen crueles e injustos al hijo, pero más tarde este comprende que el padre obró así por su bien.

Imi asintió despacio, con las facciones tensas a causa de la concentración.

—¡Ah! ¡Tenemos compañía!

Era la voz de Imenja. Reivan se volvió para ver a la Voz Segunda caminar hacia ellas. Imenja señaló al cielo.

—Vienen a inspeccionarnos —anunció.

Imi miró en la dirección en que apuntaba Imenja y soltó un grito ahogado. Reivan también dirigió la vista hacia allí y vislumbró a cinco pájaros grandes que planeaban hacia el buque.

«No son pájaros, sino siyís».

—Más vale que te escondas, Imi —le aconsejó Imenja cuando llegó junto a ellas—. Aún no sabemos cómo reaccionarán a nuestra presencia, o al hecho de que estés con nosotras. No reduzcamos tus posibilidades de conseguir su ayuda.

De mala gana, la chica dejó que la mujer la condujera al pabellón que se alzaba en el centro del barco. Imenja regresó junto a Reivan. Los siyís estaban lo bastante cerca para que Reivan alcanzara a ver el óvalo de sus rostros.

—Imi acaba de decirme que los elay, al igual que los siyís, creen que la diosa circuliana Huan los creó —le informó Reivan.

—Lo sé —contestó Imenja.

—¿En serio?

—Claro.

—Pues me sorprende que Nekaun nos permitiera realizar este viaje.

Imenja rio por lo bajo.

—Nekaun no lo sabe.

Reivan miró a Imenja con fijeza. Dudaba que Nekaun quedara muy complacido cuando se enterara de que ella había omitido mencionarle algo tan trascendental.

—¿Por qué no?

—Tú misma lo has dicho. Imi es una princesa, y debe ser escoltada hasta su patria con gran boato y solemnidad por alguien no menos importante que una Voz.

—Yo no he dicho eso.

—No con esas palabras textuales, pero el sentido era el mismo.

—Esa no es la razón por la que le has ocultado esto a Nekaun, ¿verdad?

Imenja sonrió.

—¿Quién es la que sabe leer mentes aquí? —Su sonrisa se atenuó—. Yo no renuncio tan fácilmente a explorar la posibilidad de establecer una alianza con los elay. Aunque sean poco numerosos y adoren a una falsa diosa, no conoceremos su potencial real hasta que nos reunamos con ellos. Recuerda la eficacia de los siyís en la batalla. Podría resultarnos tanto o más beneficiosa una alianza con guerreros del mar. ¿Qué más da a quién rindan culto?

—Dudo que nuestros dioses…

El batir de unas alas atrajo la atención de Imenja hacia arriba. Los siyís habían alcanzado el barco y volaban en círculo, con arrugas de recelo en sus fieros rostros. Aunque los artilugios que llevaban atados al pecho con correas parecían frágiles, Reivan sabía lo letales que podían ser.

—Hace falta valor para acercarse tanto —dijo Imenja.

Reivan recorrió la cubierta con la mirada y advirtió que algunos miembros de la tripulación empuñaban arcos.

—No ataquéis ni respondáis a provocaciones —gritó Imenja—, a menos que yo os lo ordene.

Tras dar tres vueltas en torno al buque, todos los siyís menos uno se dirigieron velozmente hacia la costa. El que quedaba voló directo hacia Imenja y Reivan. Un objeto salió disparado del arnés del siyí. Reivan retrocedió un paso, pero Imenja permaneció inmóvil. El proyectil impactó con un golpe seco y se clavó en la cubierta, a los pies de Imenja. El siyí agitó las alas con fuerza para evitar las jarcias y se alejó, describiendo una curva hacia las montañas.

Imenja dio un empujoncito al dardo con la punta de su sandalia.

—¿Cómo interpretas esto?

—Como una advertencia —respondió Reivan, con un ligero temblor en la voz—. Y un recordatorio de que no somos bienvenidos en Si.

—Estoy de acuerdo —declaró Imenja—. El problema es que tenemos que desembarcar a Imi para que averigüe dónde está su hogar. ¿Cómo lo haremos?

—Tal vez deberíamos preguntárselo.

Imenja miró a Reivan y sonrió.

—Por supuesto. Lo hablaremos con ella esta noche.