Mientras desmontaban la tienda de campaña, Imi sintió un hormigueo en el estómago. Inspiró a fondo y exhaló de golpe.
«¡Me voy a casa!».
Cuando su entusiasmo se moderó, le sorprendió notar un ligero pesar. Los pentadrianos se habían portado muy bien con ella. Si todo el tiempo que había pasado lejos de casa hubiera sido así, ella no habría tenido tanta prisa por regresar. Había descubierto muchas cosas maravillosas: comida deliciosa, objetos hermosos que nunca antes había visto, músicos y artistas excelentes. El palacio de Elay le parecería vulgar y aburrido en comparación, pero echaba de menos a su padre, a Teiti, a los guardias y a los niños con los que jugaba.
Imenja se apartó de los criados, que estaban plegando la tienda con cuidado, y atravesó el patio hacia Imi.
—¿Estás lista?
—Sí —asintió Imi.
—¿Tienes todas tus pertenencias?
Imi bajó la vista y señaló una caja pequeña a un lado de sus pies. Contenía los regalos con que Imenja y Nekaun la habían obsequiado.
—Las he metido ahí. —Se agachó para recogerla, pero Imenja extendió una mano para impedírselo.
—No, eres una princesa. No debes cargar con tu propio equipaje. —Alzó la mirada hacia Reivan, que sonrió y se inclinó para levantar la caja. Imi no tenía idea de cómo esta había comprendido lo que Imenja quería. A veces se preguntaba si se comunicaban mediante un código secreto de gestos. Imenja se volvió hacia la puerta más cercana—. Es hora de partir.
Recorrieron numerosos pasillos y escaleras. Para alivio de Imi, casi todo del camino era cuesta abajo. Aunque había recuperado buena parte de sus fuerzas, aún se cansaba con facilidad. Tras cruzar un patio extenso, entraron en una sala repleta de hombres y mujeres vestidos con túnica negra. Al otro lado de los arcos de la pared del fondo, ella vislumbró muchas casas de pisatierra. Oía voces, innumerables voces. Debía de haber una multitud enorme fuera.
Ella hizo un esfuerzo por apartar su atención del exterior. Un hombre conocido de túnica negra se dirigió a su encuentro.
—Princesa Imi —saludó Nekaun—. Ha sido un honor tenerte en nuestro Santuario.
Ella tragó en seco e intentó pensar una respuesta con presteza.
—Nekaun, Voz Primera de los Dioses, te doy las gracias por tu hospitalidad y por haberme salvado.
Él sonrió, con los ojos centelleantes, y sin desviar la mirada indicó a las personas que tenía detrás que se acercaran. Dos hombres se aproximaron, llevando un arcón entre ambos. Después de depositarlo en el suelo, delante de ella, retrocedieron.
—Es un regalo para tu padre —le informó Nekaun—. ¿Lo aceptas en su nombre?
—Lo acepto —respondió Imi, contemplando el baúl y preguntándose qué contenía—. Me aseguraré de que él lo reciba.
Nekaun hizo un gesto en dirección al arcón. Imi observó pestañeando que la tapa se abría sola. «No, por arte de magia —rectificó—. Él sabe hacer magia, como Imenja».
Se olvidó de todo lo demás en cuanto vio lo que había dentro: copas y jarras de oro; telas finas de colores vistosos; tarros repletos de los frutos secos dulces a los que ella se había aficionado; y unas bonitas botellas de vidrio que, a juzgar por los aromas que emanaban del baúl, estaban llenas de perfume.
—¡Gracias! —exclamó. Miró de nuevo a Nekaun y enderezó la espalda—. Acepto y te doy las gracias en nombre del rey Ais de Elay.
Él asintió con formalidad.
—Que el viaje a tu hogar sea breve, la mar serena y el tiempo propicio. Que los dioses velen por ti y te protejan. —Trazó con las manos sobre su pecho el dibujo que según Imenja representaba una estrella, y los demás pentadrianos lo imitaron—. Adiós, princesa Imi. Espero que volvamos a vernos.
—Yo también —contestó ella.
A una señal de Nekaun, los dos hombres levantaron el arcón.
—Os acompañaré hasta los palanquines.
Flanqueada por Nekaun e Imenja, Imi se encaminó hacia las puertas arqueadas. Cuando salieron del edificio, ella se quedó sin aliento.
Al pie de una amplia escalinata había una gigantesca masa humana. Un interminable mar de rostros se extendía entre las casas. En cuanto vio aparecer a Nekaun, Imenja e Imi, el gentío gritó y agitó los brazos. Las voces se unían en un rugido tan impresionante como aterrador. Imi nunca había visto a tantas personas juntas.
Tras vacilar por un momento, se obligó a seguir descendiendo los escalones. Abajo, unos pisatierra con el torso descubierto se encontraban de pie junto a una plataforma rutilante cubierta de cojines. Imenja le dedicó una sonrisa a Imi y la guio hacia el entarimado. Al ver que se acomodaba sobre los cojines, la chica siguió su ejemplo. Nekaun se quedó en la escalinata.
Los hombres de torso desnudo se agacharon para asir las varas que sobresalían a los lados de la plataforma. Cuando otro hombre gritó una orden, la estructura se elevó. Imi se agarró de los costados. Aunque los movimientos de los hombres eran suaves y lentos, ella no podía evitar la sensación de que estaban alejándola demasiado del suelo.
Dos columnas de hombres y mujeres con túnicas negras bajaron por las escaleras y pasaron por los lados de la plataforma. La muchedumbre se separó para dejar que los hombres transportaran a Imenja y a Imi calle abajo. Imi volvió la vista hacia Nekaun, que alzó una mano en señal de despedida.
Cuando ella se disponía a alzar la mano a su vez, varios objetos de colores vivos estallaron en torno a ella. Dio un respingo, y acto seguido rio encantada cuando una lluvia de pétalos cayó sobre la plataforma.
—¿Siempre hacen esto? —preguntó mientras más pétalos revoloteaban alrededor.
—Depende del acontecimiento —respondió Imenja—. La gente tiende a reunirse aquí cuando sabe que hay posibilidades de ver a alguna de las Voces, sobre todo a Nekaun. Sin embargo, a nosotros no nos lanzan flores. Las han traído en tu honor.
—¿Por qué? —preguntó Imi, tan halagada como atónita.
—Eres una princesa. Las grandes muestras de cariño hacia la realeza son una tradición. En otras épocas, se esperaba de un monarca y su familia que tiraran monedas a cambio, pero esa tradición murió junto con el último rey avveniano, hace casi un siglo.
—¿Ya no tenéis rey?
Imenja sacudió la cabeza.
—No desde entonces. Ese soberano falleció sin herederos, y el pueblo decidió que prefería que lo gobernáramos las Voces. También gobernamos en Mur, que está al norte, a través de un Servidor Devoto elegido por los Servidores locales. En Dekkar, al sur de aquí, la gente aún está sujeta al dominio de un Gran Cacique, aunque su sucesor es elegido por los dioses, no por linaje.
—¿Cómo comunican los dioses su decisión a la gente?
—Los candidatos deben someterse a pruebas de habilidad, educación y liderazgo. Quien supera todas las pruebas es nombrado Gran Cacique.
—De modo que los dioses se aseguran de que su elegido las supere.
—Así es —asintió Imenja.
—No entiendo cómo no se me había ocurrido hacer estas preguntas antes —dijo Imi—. Me parece que una princesa debería saber estas cosas. Supongo que no soy una buena princesa.
—Eres una princesa maravillosa —aseveró Imenja, sonriente—. Si no te enseñaron a plantear este tipo de preguntas es porque tu padre suponía que nunca tendrías la necesidad de hacerlas.
Imi se puso visiblemente nerviosa al pensar en su padre.
—Estará furioso conmigo.
La sonrisa de Imenja se ensanchó.
—¿Por qué?
—Porque infringí leyes y me metí en un lío.
—No creo que eso le importe en absoluto. Cuando te vea simplemente estará feliz de tenerte de nuevo a su lado.
Imi suspiró.
—Y yo estaré feliz de haber vuelto a casa. Me da igual si tengo que quedarme en mi habitación o tomar clases adicionales durante un año. Jamás volveré a incumplir una norma.
Cuando la plataforma dobló una esquina, Imi vio que las llevaban por una calle diferente. Divisó a lo lejos el mar y las formas diminutas de barcos. Cuando se produjo otra lluvia de pétalos en torno a ellas, sintió que se le alegraba el corazón.
«Ojalá papá pudiera ver esto —se dijo—. Quizá cambiaría de opinión respecto a los pisatierra. No todos son malos. —Sonrió—. Cuando conozca a Imenja, se percatará de ello por sí mismo».
El portavoz Vice salió de la enramada en el momento en que Auraya se posaba en la plataforma.
—Gracias, Auraya la Blanca —dijo cuando ella le entregó unos odres de agua y cestas llenas de fruta, fiambres y pan.
Ella sonrió.
—No podemos permitir que muráis de hambre después de todo el trabajo que hemos invertido en vosotros. —La luz intensa y veteada del sol que bañaba la plataforma y la enramada impedía ver bien el penumbroso interior—. ¿Cómo están todos?
—Bien. Según Wilar, estamos todos curados. Dice que debemos esperar a que todos los vecinos se recuperen antes de salir. Tenemos que permanecer en la aldea y evitar el contacto con visitas hasta que la enfermedad se haya erradicado de Si.
—Tiene razón —dijo ella—. Cuesta tener paciencia, pero puedes estar seguro de que si alguno de vosotros contrae de nuevo la enfermedad, morirá sin remedio. Debéis tener cuidado, sobre todo con las visitas.
Él asintió, suspirando.
—Lo tendremos. No queremos que vuestros esfuerzos hayan sido en vano, como has dicho antes. —Se acercó al borde de la plataforma y tendió la vista hacia las otras enramadas—. Wilar y tú nos habéis salvado. Estamos en deuda con vosotros.
Ella negó con la cabeza.
—No me debéis nada. Me…
:¿Auraya?
:¿Sacerdote Magen?
:Soy yo. ¿Cómo se encuentra la tribu del río del Norte?
:Se recuperan de forma satisfactoria.
:Acabo de recibir una mala noticia. Los siyís me han traído a tres niños infectados. Todos padecen devoracorazones. Al parecer, visitaron a sus amigos enfermos, los que aislamos a las afueras del Claro, y contrajeron el mal. Temo que la hayan transmitido por una zona más amplia.
Auraya exhaló un suspiro.
:En ese caso, será mejor que regrese.
:Tal vez quieras dar un rodeo —añadió él—. Un siyí de la tribu del bosque del Norte acaba de llegar. Nos informa de que sus vecinos también están cayendo enfermos. No he podido determinar si se trata o no de la misma dolencia.
:Es lo que temía. Muy bien. Visitaré esa tribu de camino hacia allí. ¿Podréis encargaros Danien y tú del brote de la enfermedad en el Claro?
:Lo intentaremos.
:Gracias, Magen.
Cuando se volvió hacia el portavoz Vice, consiguió esbozar una sonrisa sombría.
—Tengo que marcharme —anunció—. La peste ha resurgido en el Claro, y la tribu del bosque del Norte también está enfermando.
El anciano palideció.
—¿Qué vas a hacer?
—Hablar con Leiard…, es decir, con Wilar. Volveré.
Caminó hasta el borde de la plataforma y saltó. Mientras buscaba a Leiard, envió una comunicación mental.
:¿Juran?
:Auraya. ¿Cómo siguen los siyís?
:La tribu del río del Norte casi se ha recobrado del todo, pero acabo de recibir noticias de dos nuevos brotes. Espero que Leiard acceda a ocuparse de uno de ellos.
:entonces es una suerte que los dos estéis ahí…, aunque no dejo de preguntarme por los motivos de su viaje a Si. ¿Has pensado que tal vez se trasladó hasta allí con la esperanza de verse contigo en secreto?
Ella notó que le ardían las mejillas. Había evitado mencionar el nombre de Leiard a Juran durante el máximo de tiempo posible, pues no deseaba tener que responder a preguntas como aquella.
:No me recibió con los brazos abiertos, ni ha intentado retomar… nada.
:Bien. Debo dejarte.
Leiard había salido de una enramada. Ella descendió y aterrizó a su lado, sobresaltándolo.
—Acaban de darme una mala noticia —le informó.
—¿Qué ocurre?
—Una enfermedad aqueja a la tribu del bosque del Norte. No saben si se trata de devoracorazones o no.
Él asumió una expresión grave.
—¿Y quieres que yo vaya allí?
—Sí. Además, el mal ha reaparecido en el Claro, a pesar de los denodados esfuerzos de Sirri y los sacerdotes.
Él arrugó el entrecejo.
—¿De modo que quieres que te enseñe a sanar con magia?
Ella meditó por unos instantes. No tenía planeado pedírselo de nuevo mientras no contara con el permiso de Chaia. Sin embargo, si Leiard estaba dispuesto a enseñárselo y había tiempo de preguntárselo a Chaia…
—Sí.
—¿Has pensado en la posibilidad de que los dioses no te otorgaran esta habilidad porque no quieren que la poseas? —inquirió Leiard.
Ella parpadeó, sorprendida. ¿Había aprendido él a leer los pensamientos de otros, además de ocultar los suyos?
—Es posible. Tendré que consultarlos.
Él asintió.
—Si están de acuerdo, te enseñaré.
Él se animó y ella sonrió.
—Solo dame un momento.
:¿Chaia?
Aguardó una respuesta. Leiard había retrocedido un paso, y una mirada de decepción asomó a su rostro antes de ceder el paso a la resignación. Ella llamó de nuevo y sintió que la magia del mundo se estremecía con una presencia poderosa.
:Auraya.
No era Chaia, sino Huan.
:Huan —dijo, extrañada—. Gracias por responder a mi llamada.
:Deseas aprender el don de la sanación de ese tejedor de sueños —aseveró la diosa.
:En efecto.
:Ojalá fuera posible, pero no podemos permitirlo. La magia de esta índole altera el equilibrio entre la vida y la muerte en el mundo. Si la gente comprendiera lo que puede lograrse por medio de esa magia y supiera que los Blancos podrían practicarla, os plantearían exigencias poco razonables.
A Auraya se le cayó el alma a los pies.
:Pero ¿y los siyís…?
:No morirán todos. Es el precio que desafortunadamente deben pagar para que se mantenga el equilibrio entre la vida y la muerte. Lo único que puedes hacer es actuar con presteza para evitar que se propague la enfermedad.
:¿Y Leiard? ¿También altera el equilibrio entre la vida y la muerte?
:Sí, pero no es más que un tejedor de sueños y, a diferencia de ti, no ocupa una posición de autoridad. El daño es mínimo.
:Podría instruir a otros.
:Fracasaría en el intento. Pocos son capaces de aprender este don. Tal vez tú podrías, pero las consecuencias serían mucho más graves.
Ella suspiró.
:Entonces debo rechazar su oferta.
:Lamentablemente, sí.
Cuando la presencia de la diosa se desvaneció, Auraya alzó la vista hacia Leiard.
—Se han negado —aventuró él.
—Sí. Tenías razón. No estoy destinada a poseer ese don. —Sacudió la cabeza, apesadumbrada—. Iré al Claro. Hará falta alguien con autoridad para impedir que el mal se extienda allí. La tribu del bosque del Norte es la más cercana a esta. Será mejor que te ocupes de ella. —Reparó en su cara de preocupación—. ¿Qué sucede?
Él apartó la mirada.
—Había decidido marcharme de Si.
Ella le dedicó una sonrisa comprensiva.
—La devoracorazones también ha estropeado mis planes. —Frunció el ceño al ver el recelo en su semblante—. ¿Sigues pensando en irte? Ah… Te vas por mí.
Él se encogió de hombros.
—Tengo órdenes de mantenerme alejado de ti.
—¡No digas tonterías! —Puso los brazos en jarras—. Juran nunca querría que dejaras a los siyís abandonados a su suerte por… Además, yo no estaré con la tribu del bosque del Norte. Él no te ordenó que te marcharas de un país cada vez que yo entrara en él, ¿verdad?
Leiard bajó la vista al suelo y volvió a posarla en ella, con expresión severa.
—No exactamente. No fue tan explícito. —Hizo una pausa—. Si acudo en socorro de la tribu del bosque del Norte, lo que implica quedarme en Si, ¿me prometes que no sufriré daño alguno?
Ella lo miró con fijeza. ¿Tanto temía las represalias?
—Claro que no sufrirás daño alguno.
—Prométemelo —insistió él—. Júralo por los dioses.
Ella tardó unos instantes en responder, pues la desconfianza de Leiard la había dejado demasiado dolida para hablar. «Si es lo que hace falta para que se quede y ayude a los siyís…».
—Juro, en nombre de Chaia, Huan, Lore, Yranna y Saru, que mientras Leiard, el tejedor de sueños, permanezca en Si ayudando a los siyís a combatir la devoracorazones, nadie le hará daño.
Ahora fue él quien la miró con fijeza. Poco a poco relajó el semblante, y finalmente sonrió.
—No puedo creer que hayas hecho eso —dijo—. Por mí.
Ella soltó un resoplido de exasperación.
—Y yo no puedo creer que me lo hayas pedido. ¿Irás a ver a la tribu del bosque del Norte?
Él asintió.
—Sí. Por supuesto. Recogeré mis cosas… y más vale que avise a Tyve. —Se llevó a los labios un silbato que llevaba al cuello, colgado de un cordel, y sopló con fuerza. Auraya disimuló una sonrisa. A Tyve parecía gustarle que lo llamara de aquella manera, pero ella se preguntaba cuánto tardaría en hartarse.
—¡Wilar!
Al volverse, Auraya vio a Tyve descender en picado y aterrizar en la plataforma.
—Prepara tus bolsas de viaje —le dijo Leiard al muchacho, sonriendo—. Tenemos que ir a atender a los miembros de otra tribu. —Tyve abrió mucho los ojos al comprender lo que esto significaba—. Auraya debe regresar al Claro y frenar el avance de la enfermedad allí.
Leiard la miró, y su boca se curvó en una ligera sonrisa. Auraya recordó la frialdad de su mirada cuando ella había llegado a la aldea.
«Me alegro de que eso haya cambiado —pensó—. Prefiero que nos despidamos como amigos».
—Le hablaré al portavoz Vice de nuestros planes —comentó Auraya—. Id con cuidado.
Leiard asintió.
—Así lo haremos. Buena suerte.
—Gracias.
Ella se acercó al borde de la plataforma y se elevó en el aire.