Pese a que al este se divisaba un resplandor cálido sobre el horizonte, hacía frío. Auraya se volvió para mirar a Rit, que no estaba junto a ella. Una inquietud repentina la asaltó, y buscó al mensajero con la vista. Este iba volando por debajo de ella. Para su gran alivio, Auraya comprobó que él no estaba sucumbiendo al agotamiento o la devoracorazones, sino descendiendo hacia su destino.
Bajando tras él, atravesó una abertura en el frondoso techo del bosque y esquivó las ramas de árboles gigantescos.
Rit emitió un fuerte silbido. Se oyeron unas respuestas débiles. Al mirar alrededor, Auraya vio enramadas construidas en plataformas, a gran altura entre los árboles. El mensajero bajó en picado hacia una de ellas.
Se dirigía hacia la enramada del líder de la tribu. Auraya se posó en la plataforma un momento después que el joven siyí y sonrió cuando una anciana salió de la enramada arrastrando los pies. Leyó en su mente que era la esposa del portavoz. Su sonrisa se desvaneció cuando reconoció los síntomas de la enfermedad.
—He traído ayuda —dijo Rit en tono cansino. Se volvió hacia Auraya—. Auraya la Blanca ha venido a prestarnos auxilio. Esta es Tryli, la esposa del portavoz Vice.
La anciana le dedicó una sonrisa que denotaba cansancio.
—Bienvenida, Auraya la Blanca. Vice te recibiría a la manera tradicional, pero está enfermo, así que me corresponde a mí darte las gracias por venir.
Auraya inclinó la cabeza.
—¿Cuántos han caído enfermos?
—La mayoría, pero no hemos perdido a nadie desde que llegó el sanador.
Rit se puso derecho y sonrió.
—¡Tyve lo convenció de que viniera!
Auraya parpadeó, sorprendida. Al explorar los pensamientos de la mujer, descubrió que un hombre había acudido a atender a los enfermos.
—¿Un pisatierra? —inquirió, alarmada. ¿Se había quedado un pentadriano en Si? ¿Habían infectado los pentadrianos a los siyís?
—Wilar —dijo Tryli, asintiendo—. Llegó anteayer y lleva dos noches y un día trabajando sin pausa. Has venido en el momento oportuno. Yo tenía miedo de lo que le ocurriría si no descansaba un poco, pero también de lo que nos pasaría a nosotros si lo hacía. Y Tyve…
Un silbido estridente ahogó sus palabras. Todos se volvieron hacia un joven siyí que descendía velozmente hacia ellos.
—¡Tyve! —exclamó Rit, con la voz fortalecida por el alivio. Cuando el recién llegado aterrizó, Auraya sonrió. Aunque no hubiera leído la mente de Rit, habría sabido que el otro siyí era su hermano. Ambos se parecían mucho.
—¡Rit! —respondió Tyve—. Has podido venir. ¡Espera! —Extendió las manos para evitar que su hermano lo abrazara—. Debemos tener cuidado. He estado cerca de muchos enfermos. Es posible que haya pillado la enfermedad. No quisiera contagiártela.
Rit se quedó mirando a Tyve, horrorizado.
—¿Estás enfermo…?
Tyve se encogió de hombros.
—No lo creo, pero Wilar dice que debemos procurar no tocarnos o echarnos el aliento unos a otros, por si acaso. —Fijó los ojos en Auraya—. Bienvenida, Auraya la Blanca. ¿También has venido en nuestro auxilio?
Auraya asintió.
—Así es. Tryli me comentaba que un sanador os está ayudando. ¿Podrías llevarme a verlo?
Una gran sonrisa se dibujó en los labios de Tyve.
—Por supuesto. Sígueme.
Se lanzó desde el borde de la plataforma, y ella saltó tras él. Sortearon las cuerdas tendidas entre los entarimados volando por encima y por debajo. Al examinar los pensamientos de Tyve, Auraya descubrió que se le había ocurrido la idea de una correa deslizante que permitía al sanador desplazarse con mayor facilidad de una plataforma a otra.
Una corriente ascendente familiar permitió a Tyve elevarse un poco. Tras rodear una rama con rapidez, planeó hasta una plataforma extensa sobre la que había tres enramadas. Se posó en el suelo, aguardó a que ella llegara y la guio hacia la entrada de una de las casas.
El interior estaba tenuemente iluminado por una única lámpara. Había dos niños siyís acostados en camas colgantes, y una mujer yacía en otra, detrás de ellos. Enfrente, dando la espalda a Auraya, estaba un tejedor de sueños.
«Claro —pensó ella—. Tenía que tratarse de un tejedor. ¿Quién más se molestaría en viajar a un lugar lejano y salvaje para sanar a alguien?».
Había algo extraño en él. Tardó un momento en caer en la cuenta de qué era.
«¡No puedo leer su mente! ¡No percibo sus pensamientos ni sensaciones! No puedo…».
Cuando el hombre se volvió hacia ella, se quedó helada.
«¡Leiard!».
Tenía el cabello negro e iba bien afeitado. Había engordado. Pero no cabía duda de que era él. Se le cayó el alma a los pies, y a la vez se le levantó el ánimo. Una parte de ella consiguió conservar la objetividad suficiente para divertirse ante aquella reacción tan contradictoria. «¿Me alegro de verlo… o no?».
Sin embargo, no le hizo falta leerle el pensamiento para advertir que él no se alegraba en absoluto. Había clavado en ella una mirada fría. Su boca se había torcido despacio para esbozar una sonrisa desprovista de humor.
Tyve lo señaló con un gesto.
—Te presento a Wilar, el tejedor —dijo, disfrutando con la solemnidad de la presentación—. Tejedor Wilar, te presento a…
—Auraya la Blanca —dijo Leiard en voz baja—. Ya hemos coincidido alguna vez.
Tyve irradiaba sorpresa y curiosidad.
—¿Os conocéis?
—Sí —respondió ella—, aunque en aquella época se hacía llamar de otra manera.
«Y no tenía el pelo negro —añadió para sus adentros—. No lo favorece».
—He dejado atrás ese nombre —contestó él—, junto con los errores que cometí. Prefiero que no menciones mi nombre antiguo —le dijo—. Ahora me llamo Wilar.
—Wilar. Entendido —dijo ella.
«¿Errores? ¿Se refiere a nuestra relación, o a la manera desconsiderada en que le puso fin, huyendo y entregándose a los brazos de una ramera? —Sintió una rabia creciente, pero la dejó a un lado—. Da igual. No quiero que los siyís se enteren de nuestro pasado, así que si quiere que lo llame Wilar, me parece bien. De todos modos, no me sobra tiempo para recrearme en ello. Hay siyís enfermos que atender. Son más importantes».
Cruzó los brazos.
—Bien, tejedor Wilar. ¿En qué situación se encuentra esta tribu, y dónde resultaría más útil mi ayuda?
Un viento intenso del sudoeste había impulsado a Emerahl a lo largo de la costa de Genria a un ritmo que le habría parecido inmejorable de no ser porque no tenía prisa ni un destino concreto. El viento constante parecía impaciente por llevarla en aquella dirección, y ella aún se resistía a pasar más de un par de días en cada población costera, así que se había sometido a su capricho. Su única preocupación era que si avanzaba con demasiada rapidez, y el Gaviota la seguía tras haber encontrado su mensaje, este no fuera capaz de alcanzarla.
El sol abrasador estaba alto en el cielo cuando Aime apareció más adelante, tras un acantilado. Al igual que Jarime, esta ciudad había crecido en torno a un estuario, aunque tenía una desembocadura mucho más amplia. Los afluentes del río eran demasiado anchos para tender puentes sobre ellos, o por lo menos nadie había conseguido construir uno desde la última vez que Emerahl había estado allí. Cuando divisó una parte más grande del estuario, vio que el agua estaba tan atestada de balsas como de costumbre.
En cada porción de tierra se alzaba un conjunto de edificios. Ella supuso que las cosas no habían cambiado, y que cada islote seguía siendo tan independiente de los demás que podía considerarse una ciudad en sí mismo. Cada uno contaba con sus propios muelles, mercado, leyes y familia dirigente.
Cuando apareció otro cúmulo de casas, Emerahl sonrió al reconocerlo. La isla de los Reyes estaba igual que antes, salvo tal vez por unos edificios más en la zona ajardinada. Los estandartes de colores con un emblema antiguo le indicaron que el rey de Genria aún vivía allí, aunque al parecer ahora gobernaba otra familia.
«Todo está tal como lo recuerdo —pensó Emerahl—. Me imagino que el idioma habrá evolucionado, como en Toren. Los cambistas me aplicarán una tasa de cambio abusiva. Siempre será así… ¿Qué es eso?».
Irguió la espalda ante una imagen del todo inesperada. Un buque grande con velas negras estaba fondeado en el estuario. Tenía pintada en el costado una estrella blanca grande.
«¡Pentadrianos! ¿Qué están haciendo aquí?». Dirigió su pequeña barca hacia la extraña nave. Quizá los genrianos la habían capturado. Mientras se acercaba, avistó en la cubierta a dos hombres con túnica negra que hablaban con cuatro habitantes locales bien vestidos. Un barco genriano de menor tamaño estaba amarrado junto a la nave. Varios estibadores acarreaban cajas desde la nave hasta el barco.
«Se trata de algún tipo de transacción —pensó Emerahl—. Hace menos de un año que terminó la guerra, y ya todos son tan amigos que comercian entre ellos. —Cambió de rumbo hacia los desembarcaderos más cercanos—. Tal vez no sean tan amigos. —Se corrigió—. La nave está muy lejos de tierra. El rey debe de haberles prohibido que atraquen. Pero tal vez su autoridad no sea lo bastante fuerte para ilegalizar el comercio con los pentadrianos. Me pregunto qué familia ha decidido entablar negocios con ellos, y si lo han hecho porque la mercancía vale la pena o solo para disgustar al rey».
Guio su barca hacia el extremo izquierdo de la ciudad y eligió una de las zonas de amarre más pequeñas, donde se habían construido muelles de madera para embarcaciones menores, como la suya. Varias lanchas de pesca estaban amarradas allí y todo estaba en calma, pues sus ocupantes sin duda se habían encaminado hacia los mercados horas antes. Cuando ella se encontraba cerca de la estructura de madera, un hombre orondo y de aspecto jovial salió de un edificio y se acercó al borde del embarcadero.
—Buenos días —saludó ella—. ¿Eres por ventura el encargado de los muelles?
—Lo soy —respondió él con una amplia sonrisa—. Me llamo Toor Timonero.
Ella sonrió.
—Salud, Toor Timonero. ¿Cuánto me cobras por amarrar aquí?
Él se mordisqueó el labio inferior.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Unos días. Quisiera ganar un poco de dinero con mis habilidades de sanación antes de irme.
Toor arqueó las cejas.
—¿Conque habilidades de sanación, eh? Correré la voz de que estás aquí. ¿Cómo te llamas?
—Qué amable. Me llamo Limma. Limma Ensalmadora.
Él se mordisqueó de nuevo el labio.
—Dos monedas de cobre al día. Pero ojo, no se lo digas a nadie, o vendrán a reclamarme por alquilar el amarre tan barato.
Ella se llevó el dedo a los labios.
—Seré una tumba.
Toor sonrió de oreja a oreja.
—¿Te ayudo a subir?
—Sí, gracias. —Tras meter en su bolsa sus últimas pertenencias, le tendió la mano y dejó que él la aupara al embarcadero. Se echó la bolsa al hombro y comenzó a caminar hacia la ciudad, con el encargado de los muelles al lado.
—¿Cuánto cobras por tus servicios? —preguntó él—. ¿Crees que podrías hacer algo por mi pierna?
Ella se volvió hacia él.
—Se me quedó atrapada entre un barco y el muelle, hace mucho tiempo. Me las había apañado bastante bien, pero en los últimos años le ha dado por dolerme.
—Puedo venderte un remedio para el dolor —ofreció ella—. Tal vez podría aplicar magia sanadora a tu pierna, pero no sabré si eso dará resultado hasta que la vea.
Cuando llegaron al final del muelle, se detuvieron. Al dirigir la vista hacia el estuario, ella advirtió que la nave pentadriana estaba desplegando las velas. El hombre siguió la dirección de su mirada y arrugó el entrecejo.
—Ya era hora de que se marcharan —farfulló—. Nadie se sentía a gusto con su presencia, que se cernía como un nubarrón sobre la ciudad. Espero que no vuelvan nunca.
—Volverán —aseveró ella.
Él la miró con una ceja enarcada.
—¿Por qué estás tan segura?
—Han encontrado compradores para su mercancía. Los he visto descargarla mientras navegaba hacia aquí.
El hombre frunció el ceño.
—¡Eso contraviene la orden del rey! ¿Has visto quiénes eran?
Ella sacudió la cabeza.
—Hacía años que no venía a Genria. No reconocería a un miembro de las familias dirigentes aunque me topara de narices con él.
—¿De qué colores estaba pintado el barco?
—Tenía unas rayas azules y negras en medio del casco.
—¡Ajá! La familia Deore. No podía ser de otra manera. —Posó los ojos en ella y sonrió—. Son muy poderosos. Los únicos lo bastante poderosos para desobedecer al rey.
«Deore» era un nombre de familia que ella nunca había oído. Debía de tratarse de una rama nueva, menos inclinada a seguir las tradiciones y lo suficientemente ambiciosa para causar problemas.
—Espero no haber elegido un mal momento para visitar Aime.
El hombre se rio.
—No, es lo normal por aquí. Las familias dirigentes siempre intentan sacarse de quicio unas a otras. De todos modos, tú solo te quedarás unos días.
—Sí —convino ella—. ¿Quieres que te examine la pierna ahora?
—Si no te importa… —contestó él—. Y si me haces un buen precio, a lo mejor nos olvidamos del alquiler del amarre.
Ella soltó una risita.
—Dependerá del tratamiento. Sentémonos y echemos un vistazo.
Tyve aterrizó justo cuando Wilar salía de la enramada. En vez de mirar al muchacho, el tejedor desplazó la vista por las otras construcciones.
«Ahora hace eso constantemente —pensó Tyve—. Busca a Auraya a todas horas. —Tyve se había pasado la mañana llevando y trayendo mensajes entre el tejedor de sueños y la Blanca. Los dos pisatierra no se habían dirigido la palabra desde que ella había llegado—. Da la impresión de que no se tienen mucho aprecio, y a Wilar parece molestarle la presencia de Auraya. Me pregunto si… debería preguntárselo. Tengo la sensación de que él no querrá hablar del tema. Y no creo que deba hacerle preguntas tan personales a una Blanca, aunque parece simpática».
Tyve dio un paso hacia Wilar y se detuvo cuando un mareo repentino le hizo perder el equilibrio. Respiró hondo, pero no sirvió de nada. Algo se alojó en sus pulmones, provocándole un acceso de tos.
—Tyve, siéntate.
Unas manos firmes lo sujetaron mientras el mundo daba vueltas en torno a él. Cayó de rodillas. El impulso irrefrenable de toser remitió poco a poco, pero la incomodidad cedió el paso al terror. Alzó la mirada hacia Wilar.
—La he pillado, ¿verdad?
Wilar asintió, con los labios apretados en un gesto sombrío.
—Eso parece. No te preocupes, no dejaré que mueras.
Tyve asintió.
—No estoy preocupado. —En realidad, no tenía tanto miedo como habría imaginado. El hecho de haber aprendido más sobre la dolencia y saber que seguramente sobreviviría lo tranquilizaba un poco. Su sentimiento dominante era la desilusión.
—Ya no podré seguir ayudándote, ¿verdad? Contagiaría la enfermedad a otros.
—No, pero no por ese motivo. Aquí no queda una sola familia que no tenga un miembro enfermo, así que no hay muchas posibilidades de que alguien se libre de contraerla. Nuestro objetivo era frenar un poco su propagación a fin de tener tiempo para tratarlos a todos.
—Entonces ¿podré ayudarte?
—No. No tardarás en perder las fuerzas. ¿Qué pasaría si te desmayaras en pleno vuelo? Podrías caer y matarte.
Tyve se estremeció.
—Pues menos mal que ha venido Auraya, o te quedarías sin ayudantes.
La boca del tejedor de sueños se curvó en una sonrisa torcida.
—No sé si ella sería una buena ayudante. A los Blancos no se les da bien recibir órdenes, excepto las de sus dioses. —Su voz reflejaba amargura y humor a partes iguales.
Tyve se ruborizó al comprender su error.
—Me refería a que Auraya podría ayudar…
—Sé a qué te referías —le aseguró Wilar. Apartó la vista y suspiró—. Tu aldea necesita toda la ayuda posible. Los inconvenientes de tenerla cerca solo me conciernen a mí. El daño, si es que lo hay, ya está hecho. Por lo pronto… —Devolvió su atención a Tyve—. Por lo pronto, he de encontrar otro mensajero. ¿Tienes energías suficientes para volar de regreso a la enramada de tu familia, Tyve?
El joven meditó.
—Está un poco más abajo. Puedo llegar hasta ahí planeando, sin apenas mover las alas. —Se levantó, avanzó unos pasos y se volvió. El mareo se le había pasado—. Sí, estoy en condiciones.
—Bien. Vete y descansa. Envíame a Rit cuando se despierte… si se encuentra bien.
Tyve se acercó al borde de la plataforma. Al mirar atrás, se percató de que Wilar lo observaba con detenimiento.
—A lo mejor cuando vengas a atenderme, podrás explicarme qué debo hacer para convertirme en sanador.
A Wilar le brillaron los ojos, aunque no sonrió.
—A lo mejor. Pero no esperes que a Auraya le entusiasme la idea.
—¿Por qué no?
El tejedor de sueños sacudió la cabeza.
—Te lo explicaré más tarde. Ahora, vete, antes de que te eche yo mismo de un empujón.
Tyve desplegó una sonrisa. Tras volver la vista al frente, se inclinó hacia delante, extendió los brazos a los lados y notó el fluir del viento sobre sus alas mientras se alejaba deslizándose por el aire.