Todos los colores resultaban visibles en el cielo. Por encima del horizonte era de un amarillo claro. Un poco más arriba, adquiría un ligero tono rosáceo. Más arriba aún, surgían colores inesperados: verdes que se hacían más intensos y se convertían en azules que daban paso a un añil oscuro que se extendía en lo alto hasta fundirse con el negro y estrellado firmamento nocturno.
«En teoría, una puesta de sol hermosa es señal de buen tiempo —pensó Emerahl—. Espero que así sea, o me tocará pasar otro mal rato».
La tormenta que había soportado durante los últimos días era una de aquellas que hacían zozobrar los barcos. Cuando había amainado ligeramente, ella había buscado la escalera y la había encontrado. Era estrecha, empinada y enorme. Mientras descendía por ella, se había preguntado si encontraría a alguien en la cueva de la que Gherid le había hablado. Quizá a una víctima de la tempestad. Quizá al mismísimo Gaviota.
La cueva estaba vacía. El temporal había arreciado de nuevo, pero no había acudido nadie para guarecerse en ella, ni tampoco el Gaviota. La tormenta obligaba a Emerahl a quedarse allí, pero no le importaba; no tenía prisa. El interior de la cueva no era cómodo, ni siquiera para alguien acostumbrado a la pobreza, pero al menos estaba seco. Ella imaginó al Gaviota allí dentro. Imaginó que percibía su olor —una mezcla de sudor, agua salada y pescado— en los toscos muebles hechos con madera y velas arrastradas hasta la costa por las olas.
Nada menos que el Gaviota. Inmortal. Misterioso. Un indómito, como ella.
Cabía la posibilidad de que, consciente de que su refugio había sido invadido, hubiera decidido mantenerse alejado. Emerahl estaba tentada de esperar un poco más por si aparecía. En la cueva había una reserva de alimentos secos, y ella podía pescar.
Pero no quería tocar las reservas. Gherid le había explicado que el lugar era un albergue para las personas que el Gaviota salvaba. Ella no era una superviviente de un naufragio, por lo que no se sentía con derecho a consumir las provisiones que se guardaban allí.
«No, es hora de que prosiga mi camino —pensó—. De todos modos, las probabilidades de que él se presente mientras yo esté aquí son muy bajas. Haré lo que había planeado: dejar un mensaje y marcharme».
Meditó sobre el contenido del mensaje. Como no se le daban muy bien los acertijos, pero se resistía a escribir algo muy concreto —aunque fuera en una lengua antigua y muerta—, había optado por recurrir a un simbolismo que esperaba que el Gaviota comprendiera. Había juntado una madeja de la hierba blanca y filamentosa conocida como «cabello de vieja» y había tejido un cordel con ella. Le había atado la caracola con marcas en forma de media luna. Tras hacer un lazo con el cordel, lo había colgado en la pared del fondo de la cueva.
La cuerda era su manera de decirle al Gaviota «soy la Arpía», y el caparazón indicaba la fase en que estaría la luna cuando ella regresara. En algunos momentos, le parecía demasiado obvio. En otros, le preocupaba que él no lo entendiera. O que ni siquiera lo encontrara.
Ahora el cielo era negro en su totalidad salvo por un brillo cálido en el horizonte. Ella cruzó los brazos y se apoyó en un lado de la entrada a la cueva.
Se le habían ocurrido muchas cosas mientras estaba allí. Para empezar, ni la mente de Gherid ni las de otros que habían conocido al Gaviota estaban protegidas. Cualquiera que fuera capaz de leerles el pensamiento se enteraría de que el Gaviota aún existía. Eso significaba que los dioses sabían que estaba vivo. Así pues, ¿por qué no lo habían matado?
«Tal vez porque no es fácil de encontrar —pensó—. Los dioses solo pueden actuar a través de humanos que se presten a ello. Si él es capaz de eludir a sus servidores humanos, es capaz de eludir a los dioses.
»O tal vez han decidido que no representa un peligro para ellos. Quizá incluso lo vean con buenos ojos, ya que salva vidas de circulianos y nunca ha animado a los mortales a adorarlo».
Frunció el ceño. «¿Es distinto de mí en ese sentido? Yo sano a la gente. No constituyo una amenaza real para las deidades. Nunca he deseado que me adoren. Quizá mi temor hacia ellos sea infundado. Quizá me dejarían con vida aunque supieran mi paradero.
»De ser así, ¿por qué comenzaron a perseguirme los sacerdotes cuando descubrieron que una hechicera sospechosamente longeva vivía en el faro? ¿Por qué otorgaron los dioses la facultad de leer mentes a un sacerdote para que me encontrara con más facilidad?».
Tal vez no tenían la intención de matarla, sino solo de interrogarla.
«No es probable. —Soltó un resoplido suave—. Las divinidades detestan a los inmortales. Siempre los han detestado». Lo que le recordó otra cuestión a la que había estado dando vueltas. Una pregunta que se había hecho muchas veces en el pasado.
«¿Por qué nos odian los dioses? No tienen nada que temer de nosotros. No podemos hacerles daño. Podríamos conspirar en contra de ellos, pero nuestros esfuerzos rara vez han rendido fruto. ¿O es que a lo mejor tienen motivos para temernos? —Sacudió la cabeza. Era fácil ver más motivos tras la animadversión de los dioses hacia los inmortales de los que había en realidad—. Nos matan porque quieren un control absoluto sobre los mortales. Quieren que sus adoradores acudan a los sacerdotes para que los curen, no a los tejedores de sueños o a mí».
Una claridad tenue despuntaba en una zona distinta del horizonte. Ella dejó a un lado los pensamientos sobre los dioses y contempló la salida de la media luna. Una vez que esta había emergido y flotaba por encima del mar, Emerahl miró en torno a sí. Había luz suficiente para navegar. Recogió su morral, echó una última ojeada a la cueva y emprendió el ascenso por la escalera hacia lo alto de la Columna.
Era estrecha, y en las partes no iluminadas por la luna, la oscuridad ocultaba todos los detalles, lo que la obligó a crear una luz pequeña. La superficie cubierta de hierba de la cima le pareció mucho más reducida ahora que no estaba velada por la lluvia. Comprobó aliviada que el bote seguía allí. Las cuerdas lo habían mantenido bien sujeto, a pesar de la tormenta. Ella las desató, extrajo las estacas y arrastró la barca hacia un lado de la Columna. Tras subir a bordo, respiró hondo varias veces y despejó su mente.
Tras absorber magia del mundo que la rodeaba, elevó la embarcación en el aire, la desplazó por encima del borde del acantilado y la hizo descender despacio hasta el agua.
En cuanto notó que el mar acariciaba el casco de la barca, la soltó. De inmediato, la corriente empezó a alejarla de la costa. Mientras observaba que la Columna empequeñecía, pensó en el mensaje que había dejado y se preguntó si el Gaviota lo creería.
«Y, si lo cree, ¿responderá a él?».
Meeran, presidente del Consejo de Somrey, inspiró profundamente y exhaló despacio. Las reuniones del Consejo lo dejaban agotado últimamente. No le gustaban estas señales de una vejez que se le venía encima, por lo que siempre se obligaba a charlar con quienes se quedaban después.
La fachada del majestuoso y antiguo edificio del Consejo estaba orientada hacia el puerto de Arbim. Los altos ventanales ofrecían una vista espectacular de la ciudad y la bahía. Luces diminutas se deslizaban sobre el agua, y cada grupo de ellas indicaba la posición de un barco. Dos figuras se encontraban de pie frente a uno de los ventanales, hablando en voz baja.
Meeran pestañeó, sorprendido. Una prenda circular blanca colgaba de los hombros de una de las figuras. La otra llevaba ropa más modesta: un chaleco de piel sobre un jubón tejido sin adornos. Meeran entornó los párpados. No era habitual que la representante de los tejedores y el representante circuliano del Consejo se dejaran ver en público el uno en compañía del otro. Por lo general, cada encuentro entre los dos acababa requiriendo una intervención rápida por parte de Meeran. En esta ocasión, sin embargo, parecían estar manteniendo una conversación amistosa.
Las apariencias solían ser engañosas, y las situaciones podían cambiar de un momento a otro. Meeran decidió que lo más prudente sería investigar. Nadie lo abordó mientras atravesaba la sala. Su sospecha de que la causa era que los demás habían reparado en la presencia de la pareja frente al ventanal se vio confirmada cuando el representante Timbler captó su atención y le dedicó una sonrisa comprensiva.
Cuando Meeran se hallaba cerca del ventanal, Arlij se volvió hacia él y esbozó una sonrisa torcida.
—Estábamos hablando de nuestros nuevos vecinos, presidente —dijo.
Al echar un vistazo por la ventana, él vio el objeto de su interés. Una nave grande estaba amarrada al muelle. Tanto el casco como las velas eran negros. Unas figuras minúsculas desembarcaban con voluminosas cargas a cuestas.
—Son unos necios si creen que podrán convertir a los somreyanos tan poco tiempo después de la guerra —murmuró el sacerdote superior Halid.
Meeran posó los ojos en el anciano.
—¿Creéis que los pentadrianos han venido para eso?
—¿Para qué si no? —repuso Halid con hosquedad.
—Claro que han venido para eso. —Arlij dirigió a Halid una mirada burlona—. Están convencidos de que sus dioses son los únicos verdaderos. Ya sabemos lo exaltados que pueden ser quienes profesan creencias así.
Halid alzó la barbilla.
—Fracasarán —aseveró—. Nuestros dioses son reales; los suyos, no. Tienen que ser más persuasivos o astutos para convencer a otros de que se unan a ellos. Mientras lo intenten, ocasionarán muchos problemas.
Arlij emitió un gruñido de incredulidad.
—¿Acaso no estáis de acuerdo? —preguntó el sacerdote.
—Estoy de acuerdo en que provocarán conflictos aquí —respondió ella—. Pero me pregunto cómo podéis estar tan seguro de que sus dioses no son reales.
—Porque los miembros del Círculo nos han dicho que ellos son los únicos.
Arlij arqueó las cejas.
—Los únicos que sobrevivieron a la Guerra de los Dioses, para ser más exactos. Es posible que hayan surgido deidades pentadrianas después.
—El Círculo se habría enterado.
—Tal vez no.
Meeran levantó las manos en un gesto pacificador, aunque la conversación no parecía estar derivando hacia una disputa enconada.
—Podríamos pasarnos toda la noche discutiendo sobre esto. Me interesa más saber qué consecuencias creéis que tendrá la decisión del Consejo de permitirles que se establezcan aquí.
Halid bajó la vista hacia el barco y frunció el entrecejo.
—Problemas, como ya he dicho. Primero los dejamos entrar en nuestro país, ¿y luego qué? ¿Les ofrecemos un puesto en el Consejo?
Arlij sonrió.
—Si reúnen a suficientes seguidores para convertirse en una religión legítima, no podemos negarles un puesto. Nuestras leyes y tradiciones así lo dictan.
—Tal vez vaya siendo hora de cambiar esas leyes —dijo Halid en tono amenazador—. O de aumentar el número mínimo de fieles exigido.
Una sombra cruzó el rostro de Arlij. «Le preocupa que el odio hacia los pentadrianos convenza a los somreyanos de que apoyen esta medida —comprendió Meeran—. Los tejedores de sueños son poco numerosos comparados con la cantidad de pentadrianos que podrían llegar a venir. Una ley como esa le arrebataría a Arlij su puesto en el Consejo pero no impediría que los pentadrianos acumularan poder».
—La gente nunca daría su aprobación a eso, por mucho que los asusten nuestros visitantes —declaró Meeran.
—De modo que tendremos que aguantar su presencia aquí —farfulló Halid.
—No necesariamente —dijo Arlij por lo bajo—. Basta con que cometan un solo acto de agresión para que podamos expulsarlos. Y nos corresponde a nosotros decidir qué constituye un acto de agresión.
Halid la miró con un respeto teñido de envidia. Ella le dirigió una sonrisa. Meeran desplazó la vista de uno a otro y sacudió la cabeza. El ingenio de ambos se había afinado tras años de enfrentamientos entre ellos. La idea de lo que podrían llegar a hacer si se unían resultaba más que un poco inquietante.
—Ellos aseguran que han venido en son de paz —les recordó Meeran—. Por muy poco creíble que sea esa afirmación, considero que al menos deberíamos darles la oportunidad de demostrarla.
Los dos representantes lo miraron, y aunque su expresión mostraba su disconformidad a las claras, ambos asintieron.
Auraya advirtió que ya había nieve en las montañas del norte. Las pequeñas zonas nevadas reflejaban la luz de la luna, lo que daba a los picos un aspecto moteado. Pronto esas zonas crecerían y se juntarían unas con otras hasta que las montañas quedaran cubiertas con un manto blanco.
Ella frunció el ceño al pensar en los efectos que un invierno temprano y crudo tendría sobre los siyís si estaban debilitados por la devoracorazones.
«No será tan terrible si logro evitar que la enfermedad se propague», se dijo.
Pero eso no siempre resultaba sencillo. Aunque los sacerdotes sanadores tenían algunos conocimientos sobre las pestes, la gente de a pie veía la transmisión de dichas enfermedades con miedo y superstición. Ella había descubierto ese día que los siyís no eran diferentes en ese sentido.
La familia que pertenecía a la tribu del río del Norte se había negado a marcharse del Claro, pese a que le habían ofrecido enramadas en un lugar cercano y garantías de que solo tendrían que permanecer aislados hasta que todo el mundo quedara convencido de que no estaban enfermos. Cuando Sirri les había ordenado que se fueran, ellos habían obedecido, aunque con resentimiento.
Los siyís que vivían en torno al Claro habían reaccionado a la situación de formas dispares. Algunos tenían miedo, y Auraya sospechaba que Sirri pasaría muchos apuros para disuadirlos de que se marcharan. Otros creían que la familia del río del Norte estaba recibiendo un trato injusto, y manifestaban su descontento sin tapujos.
Por fortuna, ninguno de los visitantes mostraba indicios de padecer el mal. En cambio, el mensajero estaba cansándose más de lo normal durante el viaje de vuelta a la aldea de la tribu del río del Norte. Auraya dirigió la vista hacia Rit con aire pensativo.
«Debe de haber salido de la enramada de los sacerdotes no mucho después que yo —recordó—. Percibo que tiene hambre. Quizá no ha comido mucho y no ha descansado. Tal vez su único problema sea la fatiga».
Aunque él había partido unas horas antes que Auraya, a ella no le había costado mucho alcanzarlo. Ahora se debatía entre adelantarse y permanecer volando a su lado. ¿Y si su estado se agravaba de forma repentina? ¿Y si se desmayaba y se precipitaba hacia su muerte?
¿Y si solo estaba cansado y ella llegaba demasiado tarde para salvar a un miembro de la tribu?
Era una decisión imposible. Se lamentó de no saber qué ocurría en la aldea, si alguien sufriría a causa del retraso.
Tal vez había una manera de averiguarlo. Había alguien a quien podía preguntárselo. Quizá no respondería a sus preguntas, o ni siquiera a su llamada, pero no le quedaba más remedio que intentarlo.
:Chaia.
Aguardó unos instantes antes de llamarlo de nuevo. Como sus sentidos no detectaron ninguna presencia familiar, ella suspiró y caviló sobre su dilema. Quizá debía repasar lo que sí sabía respecto a la situación en que se encontraba. «Lo único que sé es que un agotamiento peligroso se ha apoderado de Rit». Por tanto, debía basar su decisión en este dato.
«Me quedaré con él, por si acaso, al menos hasta que sepa algo más. Aún cabe la posibilidad de que Chaia se presente».
Un escalofrío le bajó por la espalda ante la idea de volver a estar en presencia del dios. Muchas cosas habían cambiado en los últimos días.
«Ya no echo de menos a Leiard —pensó, sonriendo—. Chaia tenía razón sobre eso».
Nunca antes había sentido un placer semejante. Sus experiencias con Chaia eran como las conexiones en sueños, pero mucho más complejas. Las conexiones en sueños se fundamentaban en los recuerdos de goce físico. Los ratos que había pasado con Chaia habían sido momentos de descubrimiento y de un éxtasis que jamás había experimentado. Aunque el contacto del dios solo podía ser de naturaleza mágica, esto cambiaba cuando la mente y la voluntad de ambos se fusionaban. La magia se transformaba en sensación. Él podía responder a su deseo más nimio y al mismo tiempo estimularla de maneras que no imaginaba que fueran posibles.
Había temido que el mundo le pareciera anodino en comparación con sus encuentros con Chaia, pero, por el contrario, era como si sus sentidos se hubieran aguzado. Todos los objetos le parecían fascinantes; todos los seres vivos, hermosos y vibrantes.
Por fortuna, este efecto se atenuó. Ella no quería que la belleza de un insecto la distrajera mientras intentaba tratar asuntos importantes con los siyís. Verlos con sus sentidos avivados no había hecho más que reforzar su deseo de protegerlos.
No obstante, también había cobrado mayor conciencia de los aspectos que la diferenciaban de los siyís. Ella era alta y carecía de alas; ellos eran mortales. Percibir esas diferencias con tanta claridad la entristecía. ¿Era inevitable que, al intimar con un dios, se distanciara de los mortales? Este pensamiento le resultaba perturbador.
«Pero es agradable volver a esperar la noche con ilusión —pensó—. Y no tiene mucho sentido que me desasosiegue por eso ahora mismo». Sonriendo para sí, dejó a un lado todas sus preocupaciones y se sumió en fantasías sobre su siguiente encuentro con Chaia.