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La multitud que rodeaba a los dos sacerdotes estaba formada sobre todo por niños. Auraya leyó en las mentes de los pocos adultos presentes que ambos eran una fuente de entretenimiento para los chiquillos del Claro, aunque los adultos también prestaban atención, conscientes de que lo que aquellos pisatierra estaban enseñando influiría en el futuro de su pueblo.

Había cuatro siyís sentados detrás de los sacerdotes que escuchaban con atención. No solo tomaban nota de las historias y las lecciones, sino también de la forma en que ellos se expresaban. La mayor era una mujer de treinta y cinco años, y el más joven, un muchacho de quince. Todos albergaban esperanzas y la ambición de convertirse en sacerdotes.

Auraya se llenó de orgullo. Si aprendían bien y superaban las pruebas, sus sueños se harían realidad. Serían los primeros sacerdotes siyís.

Magen, el sacerdote que estaba hablando en ese momento, finalizó su relato y realizó el signo del círculo. Tras echar un vistazo a Auraya, anunció a los presentes que la clase había terminado. Esto provocó una oleada de desilusión en los niños, pero cuando se pusieron de pie y comenzaron a hablar con sus cuidadores sobre lo que harían a continuación, este sentimiento se disipó.

Auraya se dirigió al frente para saludar a los sacerdotes. Ellos le dedicaron el gesto formal del círculo con ambas manos, detalle en el que los aprendices de sacerdotes se fijaron con curiosidad.

—Hoy teníais un público más nutrido —comentó ella.

Danien asintió.

—Así es. Creo que había unos niños nuevos de una tribu visitante.

—Entra —la apremió Magen—. ¿Has comido ya? Una mujer acaba de mandarnos varios guirris asados como agradecimiento por curarle el tobillo roto.

—No, no he comido —respondió Auraya—. ¿Habrá suficiente para todos?

Magen sonrió de oreja a oreja.

—Más que suficiente. Los siyís son de lo más generosos.

El sacerdote hizo una seña a los aprendices y los guio al interior de la gran enramada acondicionada para los pisatierra. Se sentaron en taburetes de madera en el centro de la habitación y se pasaron la comida unos a otros.

—Habéis aprendido la lengua siyí rápidamente —observó Auraya.

Danien asintió.

—Cuando conoces varios idiomas te resulta más fácil familiarizarte con uno nuevo. La lengua siyí no resulta tan difícil una vez que uno capta las semejanzas que tiene con los idiomas pisatierra.

—Nos ha ayudado un joven de aquí… Tryss —le explicó Magen.

—Ah, Tryss —dijo Auraya, moviendo afirmativamente la cabeza—. Un chico inteligente.

—Tus consejos sobre los tabús, las costumbres y los modales también nos han sido útiles —añadió Danien—. Estaba planteándome…

—¿Auraya la Blanca?

Todos se volvieron hacia la entrada. La portavoz Sirri estaba en el umbral, irradiando inquietud. A su lado se encontraba un joven siyí. Auraya leyó en su mente que traía malas noticias. Una enfermedad.

—Portavoz Sirri —dijo Magen, irguiéndose—. Bienvenida. ¿Queréis comer con nosotros tu acompañante y tú?

La portavoz vaciló por unos instantes antes de entrar.

—Sí. Gracias. Este es Rit, de la tribu del río del Norte. —El joven inclinaba la cabeza conforme le presentaban a los ocupantes de la enramada.

—Pasad y sentaos —les invitó Magen, poniéndose de pie para indicarles sus asientos.

Sirri no sonrió mientras se acomodaba.

—Rit ha venido al Claro en busca de auxilio —anunció—. Los miembros de su tribu han contraído una enfermedad de la que nunca habían oído hablar. Nuestros sanadores tampoco han sabido identificar este mal, así que hemos venido a preguntaros si lo conocéis.

—¿Puedes describírnoslo, Rit? —inquirió Auraya.

Se concentró en la mente del joven mientras este hablaba de la enfermedad que aquejaba a su familia y sus parientes, y sintió un escalofrío cuando reconoció los síntomas.

—Sé lo que es —lo interrumpió. El muchacho fijó los ojos en ella, esperanzado. Ella se volvió hacia Magen—. Devoracorazones.

—La Muerte Blanca —murmuró Magen con expresión sombría—. Surgen brotes entre los pisatierra de vez en cuando.

Sirri miró a Auraya.

—¿Tenéis un remedio para eso?

—Sí y no —contestó Auraya—. Hay tratamientos que alivian los síntomas, pero no hacen desaparecer la enfermedad. Es el organismo el que debe encargarse de eso. La sanación mágica da fuerzas al paciente, pero no puede acabar con su dolencia sin riesgo de dañar su cuerpo.

—Los bebés y los niños pequeños son los que están expuestos a un mayor peligro, al igual que los ancianos y los débiles —agregó Magen—. Los adultos sanos pasan unos días con fiebre y se recuperan poco a poco.

—No se están recuperando —lo cortó Rit—. Mi prima segunda murió anteayer. ¡Tenía veintidós años!

Todos se sumieron en silencio e intercambiaron miradas de consternación. Danien se volvió hacia Auraya.

—¿Es posible que la devoracorazones se haya vuelto más virulenta?

—Tal vez. En caso afirmativo, debemos extremar precauciones para que no se propague —advirtió ella—. ¿Ha salido alguien de la aldea aparte de ti? ¿La han visitado forasteros desde la aparición de la enfermedad?

Rit la miró con fijeza.

—¿Aparte de mí? Dos familias se marcharon cuando ya había algunos enfermos. Una se fue con la tribu del bosque del Norte. Los otros vinieron aquí. No hemos tenido visitas, al menos hasta el momento de mi partida.

«¡Había recién llegados entre los niños!», pensó Auraya de pronto. Un instante después, oyó que Magen inspiraba con brusquedad y supo que también había caído en la cuenta de este peligro. Miró a Sirri.

—Tenéis que encontrar a esa familia, aislarla de los demás y averiguar con quién han tenido trato desde su llegada, para aislar también a esos siyís.

—Puede que eso no les guste. ¿Qué hay de las tribus del río del Norte y del bosque del Norte?

—Enviad a alguien a la tribu del bosque del Norte para que averigüe si hay alguien enfermo. En cuanto a la tribu del río del Norte… —Auraya reflexionó. Sería mejor atenderlos en su aldea, pero ¿podía ella abandonar el Claro? ¿Y si los pentadrianos lanzaban un ataque? La noticia llegaría antes al Claro. Posó la vista en Danien y Magen. Ellos podían contactarla a través de sus anillos—. Yo iré a verlos —dijo—. Danien y Magen serán mi enlace contigo. Si hay algo que quieres que yo sepa, se lo dices, y ellos me lo transmitirán.

Sirri asintió.

—Así lo haré. ¿Cuándo partirás?

—Lo antes posible. Tal vez necesites que te ayude a explicar a las familias la razón de su aislamiento. Quiero reunir varios medicamentos. Tenéis algunos que me servirán.

Sirri se puso de pie.

—Dime cuáles son y enviaré a alguien a buscarlos. Ahora, sería conveniente que me acompañaras. Cuanto antes aislemos a esas familias, mejor. ¿Y qué hacemos con Rit?

Auraya contempló al muchacho.

—Es posible que tú también seas portador de la enfermedad —le dijo con delicadeza.

—Se contagia por contacto —aseveró Magen—. Y por la respiración. ¿Con quién has hablado desde que llegaste, Rit?

—Solo con la portavoz Sirri. No la he tocado.

—¿Tendré que aislarme yo también? —preguntó Sirri—. ¿Quién ocupará mi lugar al frente de la tribu?

Auraya caviló por un momento.

—Si tienes cuidado de no tocar a nadie… Magen puede crear un escudo mágico en torno a ti para evitar que tu aliento alcance a otros. Dentro de unos días, si no presentas síntomas, podemos concluir que no has contraído el mal. Esto también es aplicable a todos los demás. —Miró a los aprendices—. Si Rit padece la enfermedad, puede haberos infectado. Manteneos apartados de otros a menos que un sacerdote os envuelva en un escudo.

—¿Puedo volver con mi tribu? —inquirió Rit.

—No veo motivos para lo contrario —dijo Auraya—, siempre y cuando te quedes allí.

—Pero antes descansa y come algo —dijo Magen.

—Sí. —Auraya se levantó—. Más vale que empiece cuanto antes. —Tras despedirse de los sacerdotes con una inclinación de cabeza, salió de la enramada con Sirri a toda prisa.

Aunque Imi llevaba horas en la habitación, no sabía nada del lugar al que la habían trasladado. Había tenido la esperanza de que sus ojos se adaptaran a la oscuridad, pero no había sido así. A juzgar por el modo en que se reflejaba el sonido, se trataba de una habitación tan grande como la bodega del barco de los saqueadores. El suelo era de piedra fría, pero ella aún no había reunido las fuerzas suficientes para averiguar si las paredes también lo eran.

Solo su intuición le decía que habían transcurrido horas. Era imposible medir el paso del tiempo allí. En su país, la gente consultaba relojes de lámpara a fin de saber la hora que era. En el depósito de aceite estaban marcadas todas las horas. También podían basarse en las mareas para calcular el tiempo. En todas las charcas de marea había marcas de tiempo talladas en la pared.

Le gruñeron las tripas. Se acordó de la bandeja de comida que el pisatierra amable le había llevado. La había dejado allí, y ella se había terminado su contenido poco a poco, a lo largo de las horas siguientes. El agua salada le había aliviado las molestias de la piel. Ella había empezado a sentirse mejor.

Ahora solo disponía de un recipiente con agua de mar para rociarse. Lo tenía al lado, en la oscuridad.

«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Por qué estoy aquí?».

Pensó en la discusión entre el pisatierra amable y el pisatierra cruel. Sin duda este había sorprendido al amable cuando planeaba rescatarla y la había encerrado en otro sitio para que no se la llevara.

«Pero ¿por qué me retiene? ¿Quiere que trabaje para él, como el saqueador y los pescadores de campanillas de mar?».

Al recordar las campanillas, sintió una punzada de dolor. «Ojalá no vuelva a ver una campanilla marina en la vida —se dijo—. Las odio. No debería haber salido de la ciudad. ¿Cómo puedo haber sido tan estúpida? —Se tendió boca arriba y parpadeó para contener las lágrimas—. Debería haber tenido en cuenta los peligros que había fuera de la ciudad. Ese es mi problema. No pienso antes de hacer las cosas.

»Ahora tengo tiempo de sobra para pensar. —Arrugó el entrecejo—. Tal vez hacerlo me sirva para salir de este aprieto. ¿Qué posibilidades hay de que mi padre o algún guerrero apuesto me encuentre? Él no sabe dónde estoy. Tampoco lo sabe el pisatierra amable. Debo dejar de esperar a que alguien me salve, y salvarme yo sola».

Suspiró. «Pero ¿qué puedo hacer? Ni siquiera sé dónde me encuentro. Lo único que sé es que estoy en una habitación en algún lado».

Quizá podría averiguar algo más si exploraba la estancia. Tal vez si hacía ruido, alguien acudiría a investigar qué sucedía.

Se incorporó despacio. Aún sentía un cansancio profundo. Tras ponerse de pie con un gran esfuerzo, avanzó tambaleándose. Le costaba mantener el equilibrio a oscuras, y se cayó varias veces. Finalmente, su mano extendida topó con una superficie dura.

Era piedra. Cuando, por medio del tacto, descubrió unos surcos, supuso que se trataba de juntas de argamasa entre ladrillos. Recorrió el perímetro de la habitación a tientas, buscando alguna diferencia en la superficie. Después de pasar por dos rincones, llegó a la puerta.

Era de madera. Palpó unas bisagras de metal en la parte interior. Respiró hondo y profirió un alarido que retumbó de forma ensordecedora en la habitación, mientras aporreaba la puerta con los puños.

Unos gritos más tarde tuvo que parar. La cabeza le daba vueltas y le dolían los brazos. Se desplomó contra la puerta.

El sonido de unos pasos que se acercaban le llegó del exterior.

Esto le dio nuevas esperanzas y la reanimó. Gritó con renovado entusiasmo. Se oían voces al otro lado de la puerta. Esta vibró mientras manipulaban la cerradura. Ella retrocedió cuando la puerta se abrió y aparecieron dos hombres.

Se le cayó el alma a los pies. Uno de ellos era su captor, y el otro, un desconocido. Cuando este la contempló con ojos inhumanos y codiciosos, todas las esperanzas de Imi se evaporaron. Le flaquearon las piernas. Hizo un gesto de dolor cuando sus rodillas chocaron con el suelo de piedra.

Los dos hombres hicieron caso omiso de ella y comenzaron a hablar en voz baja. Su captor señaló algo en el suelo, fuera de la habitación. El hombre codicioso se agachó para recogerlo.

Era un saco. Cuando el hombre se dirigió hacia Imi, ella reculó, pero estaba acorralada. Intentó resistirse, y él le propinó una bofetada, pronunciando unas palabras ininteligibles pero en un tono amenazador que ella entendió. Después de meterla en el saco, el hombre cargó con ella. Imi notó que la llevaba hacia arriba, y luego vislumbró el sol a través de la tela. La metieron de nuevo en un lugar oscuro, y el suelo comenzó a moverse.

Mareada de debilidad, escuchó los sonidos extraños que la rodeaban. Cada vez eran más numerosos y fuertes. Las voces la apabullaban. El terror se apoderó de ella. Estaba en medio de una multitud de pisatierra. Le resultaba demasiado fácil imaginar que todos eran como los saqueadores y su captor, codiciosos y despiadados.

«El pisatierra amable era diferente —se recordó a sí misma—. Debe de haber otros como él ahí fuera. Tal vez en esta muchedumbre». ¿Y si pedía ayuda a gritos? ¿Y si conseguía salir del saco y del vehículo?

Al forcejear contra el saco, notó que su pierna tocaba algo. Ese algo retrocedió y luego le golpeó la pantorrilla. Ella soltó un jadeo de dolor. Una voz airada masculló un insulto.

Si gritaba, él le haría daño de nuevo, pero tal vez valía la pena. Hizo acopio de fuerzas para intentarlo, pero se detuvo cuando notó que el suelo dejaba de moverse.

Otra voz sonó cerca. Su dueño y el hombre codicioso entablaron una conversación animada. Unas manos la agarraron y la levantaron. Imi reconoció el olor del mar y al mismo tiempo oyó los chirridos y chapoteos característicos de un barco.

La izaron, luego la bajaron y la depositaron sobre un suelo duro. Permaneció inmóvil, consciente del balanceo que le era tan familiar. Le provocaba mareo. Por encima de ella, sonaban gritos. La gente siempre gritaba en los barcos. Oyó unos pasos que se aproximaban. Alguien movió el saco y lo abrió. Ella pugnó por liberarse, ansiosa por respirar el aire fresco.

Cuando alzó la vista, se quedó helada.

En vez del hombre codicioso, tenía delante a dos mujeres. Ambas llevaban vestimentas negras de varias capas y colgantes plateados. Le sonreían.

—Hola, Imi —dijo la mayor—. Ahora estás a salvo.

Imi la contempló atónita. «¿Ha dicho mi nombre? ¿Cómo sabe cómo me llamo? ¿Y cómo es posible que hable elay?».

La mujer se inclinó hacia delante con la mano tendida.

—Ya nadie te hará daño. Ven con nosotras y te ayudaremos.

Imi notó que le asomaban las lágrimas a los ojos. Por fin habían llegado sus rescatadoras. No eran en absoluto como había imaginado. Ninguna de ellas era su padre o un guerrero poderoso…, ni siquiera el pisatierra amable. Solo eran dos mujeres.

Pero se alegraba de todos modos.