21

Devlem se llevó la última rodaja de fruta a la boca y se lamió el jugo dulce de los dedos. Una de las tres criadas que se encontraban de pie a un lado se acercó y le tendió una bandeja de oro. Tras coger la tela húmeda y delicadamente doblada que había encima, Devlem se limpió las manos y la tiró de nuevo en la bandeja.

Unos pasos apresurados resonaron en el patio. Una criada se aproximó corriendo a la mesa de Devlem e hizo una reverencia.

—El envío ha llegado.

«Solo dos días tarde —pensó Devlem—. Si amenazo un poco a los tintores, tal vez consiga sacarlo al mercado antes que Arlem… Siempre y cuando la mercancía no se haya estropeado, claro».

Se levantó y salió del patio con grandes zancadas. Un pasillo abovedado lo condujo a la parte delantera de la casa. Siguió un sendero adoquinado hasta los edificios más sencillos donde guardaban sus mercancías.

Unos tarnes aguardaban fuera. Ya había varios hombres transportando los rollos de tela al interior, vigilados por el supervisor.

Devlem entró en el edificio y examinó el género sin prestar la menor atención a las criadas. La envoltura impermeable de uno de los rollos de tela estaba rasgada.

—Abridlo —ordenó.

Las criadas se apresuraron a cortar la envoltura.

—¡Con cuidado! —bramó Devlem—. ¡Dañaréis el tejido!

Los movimientos de las criadas se tornaron más lentos y delicados. Mientras trabajaban, le lanzaban miradas nerviosas. «Bien —pensó—. Las azotainas que he ordenado les han enseñado por fin a ser más respetuosas. Empezaban a parecerse cada vez más a las mujeres genrianas, con sus gimoteos y sus quejas».

Las mujeres retiraron la envoltura y dejaron al descubierto una tela limpia e intacta. Él se acercó mientras terminaban de desenvolver el rollo.

—¡Maese mercader!

Se oyó el eco de las pisadas de alguien que corría. Devlem alzó la vista, molesto por la interrupción. La intrusa era una de las encargadas de cortar el césped. Era fea para ser de Avven, y él la había enviado a trabajar al jardín para no tener que verla.

—Maese —murmuró ella—. ¡Hay un monstruo en la casa del estanque!

Él suspiró.

—Ya lo sé. Yo lo metí allí.

Ella se mordió el labio.

—Ah. Pero parece estar muerto.

—¿Muerto? —Se irguió, inquieto.

Ella asintió.

Mascullando palabrotas en su lengua materna genriana, pasó junto a ella velozmente, salió del almacén y se dirigió hacia los jardines. La casa del estanque estaba en el centro de una gran extensión de césped. Los encargados de cuidarlo se habían aglomerado en torno a la entrada.

—¡Volved al trabajo! —ordenó Devlem.

Dirigieron la mirada hacia él antes de dispersarse. Cuando llegó frente a la verja de la casa, sacó la llave para abrirla. Vislumbró dentro al joven ser marino, que yacía en el suelo.

La noche anterior, Devlem no había tenido mucho tiempo para examinar su compra con detenimiento. El saqueador le había asegurado que era una niña, pero el único indicio de ello era la ausencia de órganos masculinos. El mercader había ordenado a sus criados que despojaran a la criatura de los harapos sucios que colgaban de sus hombros. Al inspeccionarla, concluyó que el saqueador estaba en lo cierto y se preguntó si le saldrían pechos, como a las humanas.

Tal vez cuando ella se hubiera desarrollado, él compraría a un macho. Si se reproducían, podría vender las crías por una fortuna.

La cerradura emitió un chasquido. Devlem abrió la verja y se acercó a la criatura. ¿Por qué había salido del agua? Al agacharse sobre ella, comprobó que aún respiraba.

Cuanto más la observaba, más crecía su preocupación. La respiración de la criatura era dificultosa, y tenía la piel agrietada y sin brillo. De haber sido humana, a él le habría parecido peligrosamente escuálida. Además, despedía un olor nauseabundo. Como todos los animales olían mal, él había dado por sentado en un principio que el hedor era natural, pero ya no estaba tan seguro.

La sujetó por la barbilla e hizo girar su cabeza para escudriñarle el rostro. Ella abrió los ojos de golpe al notar el contacto y los cerró de nuevo. Soltó un quejido suave.

«He pagado mucho dinero por ella. —Se puso de pie y clavó la vista en la criatura—. Si está enferma, tengo que encontrar a alguien que la cure. ¿Quién sería capaz de determinar qué es lo que le pasa? Podría mandar llamar a un sanador de animales, pero dudo que haya visto nunca a uno de estos seres del mar. No creo que nadie los haya visto. A menos que…».

Sonrió al recordar que había personas en Glymma que tal vez sabían algo acerca de la gente del mar. Dio media vuelta, cerró la verja con llave y se encaminó a toda prisa hacia la casa, pidiendo a gritos que alguien le enviara a un mensajero.

Mirar levantó una piedra. Nada. La dejó donde estaba y levantó otra. Un bicho salió corriendo. Intentó agarrarlo, pero el animal se metió rápidamente en una grieta entre dos rocas grandes y pesadas.

«Maldición. ¿Cómo captura Emerahl a estas gamillas? Si al menos pudiera…».

—¡Wilar! ¡Tejedor de sueños!

Sobresaltado, alzó la vista. Tyve volaba en círculo por encima de su cabeza. Mirar captó una fuerte sensación de ansiedad y urgencia en el chico. Se puso de pie y, con la mano a modo de visera, observó al siyí mientras aterrizaba.

—¿Qué sucede?

—Sizzi está enferma. Vice y Ziti también. Otros empiezan a encontrarse mal. ¿Puedes venir a la aldea para ayudarnos?

—¿Te ha enviado el portavoz?

—Sí.

Esto no era del todo cierto, a juzgar por la desazón que Mirar percibió en Tyve. Contempló al joven siyí con los párpados entornados.

—¿De verdad?

Tyve lo miró, avergonzado.

—No exactamente. Está demasiado enfermo para hablar. Yo me he ofrecido a pedirte ayuda, puesto que eres sanador. Los demás se han mostrado de acuerdo.

Esta vez a Mirar le pareció que decía la verdad. Asintió.

—Iré contigo. ¿Qué síntomas tienen?

—Ya lo verás cuando estés allí —dijo Tyve con impaciencia—. Debemos partir ahora mismo, si quieres llegar antes de que… Es un largo camino.

—Lo que implicará un largo camino de regreso si tengo que venir a recoger los remedios necesarios —señaló Mirar—. Necesito saber de qué enfermedad se trata para saber qué debo llevar en mi morral. Háblame de ella.

Tyve describió lo que había visto. A Mirar se le cayó el alma a los pies. Los síntomas encajaban con los de una enfermedad llamada «devoracorazones», que de vez en cuando se propagaba entre los pisatierra. Con toda seguridad, un siyí la había contraído durante la guerra y se la había contagiado a su tribu al volver. A Mirar no se le había ocurrido que el contacto de los siyís con forasteros pudiera tener como consecuencia inevitable la transmisión de enfermedades. Maldijo para sus adentros a los Blancos.

«No puedes estar seguro de que los Blancos supieran que eso pasaría», le recordó Leiard.

«Pero no hay mayor alegría que tener a alguien a quien culpar», repuso Mirar.

—Conozco esta enfermedad —le dijo al joven siyí—. Puedo ayudar a tu tribu a superarla, pero no te prometo que todos sobrevivan.

Tyve palideció. Mirar le posó una mano en el hombro.

—Haré todo lo que pueda. Ahora, dame un momento para preparar mi bolsa antes de guiarme hasta tu aldea.

El siyí se sentó en una roca a esperar con expresión de angustia. Mientras caminaba río arriba, Mirar repasó mentalmente los remedios de los que disponía. Cuando se había marchado del campo de batalla con Emerahl, llevaba consigo su morral de tejedor, pero estaba casi vacío. Ahora estaba lleno. Primero Emerahl y luego él habían pasado muchas horas en el bosque buscando y elaborando remedios, basándose en sus conocimientos de las plantas que crecían allí. No todos eran tan potentes como los que tenía antes, ni producían los mismos efectos. Unos eran más eficaces, otros menos.

Pasó detrás de la cascada y entró en la cueva a través del pasadizo. Miró los objetos apilados a lo largo de las paredes. La cuerda sería esencial, pero llevar el jergón a cuestas resultaría demasiado engorroso. Dormiría vestido en el suelo, lo que significaba que le haría falta ropa de abrigo ahora que empezaba a hacer frío.

«Y comida también», le recordó Leiard.

«Por supuesto». Esbozó una sonrisa torcida y recorrió la cueva, recogiendo lo que iba a necesitar. Cuando terminó, echó un último vistazo a la caverna.

«¿Regresaré pronto, o esta crisis de los siyís me mantendrá lejos durante un tiempo indefinido? Si Emerahl tiene razón, me hará bien estar entre otras personas».

Tras girar sobre los talones, salió a toda prisa para reunirse con Tyve y emprender otro arduo viaje a través de las montañas de Si.

El sol estaba bajo en el cielo cuando Auraya divisó el Claro a lo lejos. No había avanzado tan deprisa como había previsto, pues había descubierto que Travesuras se asustaba si sobrepasaba una velocidad determinada. Se estremecía y soltaba maullidos de terror, pero mientras su dueña se mantuviera por debajo de esa velocidad, él se acurrucaba plácidamente en la bolsa que ella llevaba sujeta con correas entre los omóplatos.

Debido al retraso, ella no se había detenido a hablar con ninguno de los siyís con que se había encontrado cuando había llegado a Si. Ellos tampoco habían intentado abordarla, ya que seguramente habían advertido que iba demasiado rápido para interceptarla. Ahora, mientras reducía la velocidad al acercarse a la larga franja despejada en la ladera que constituía el principal lugar de reunión de los siyís, la gente del cielo levantó el vuelo para unirse a ella.

Notó que Travesuras se removía tras su espalda.

—¡Vuelan! —declaró—. ¡Vuelan, vuelan!

No tenía una palabra con la que designar a las extrañas personas con alas que planeaban alrededor y detrás de ellos, pero ella percibía su excitación.

—Siyís —le dijo—. Son siyís.

Se quedó callado por un momento.

—Siyís —murmuró.

Auraya reconoció a algunos de sus escoltas espontáneos y a otros no. Intercambió silbidos de saludo con todos. Sus pensamientos destilaban alivio y alegría. Por otro lado, sabían por qué estaba allí, y debido a su preocupación no estaban dedicándole un recibimiento tan entusiasta como en ocasiones anteriores.

Ella descendió a un ritmo constante, en dirección a la zona extensa y lisa situada en la parte central del Claro y conocida como el Llano. Alrededor de él había varios siyís de pie, y ella oía el batir de bienvenida de unos tambores. Dos hombres vestidos de blanco atrajeron su atención. Al igual que la mayoría de los pisatierra, eran casi el doble de altos que los siyís, y sus túnicas níveas los hacían aún más llamativos.

Ella se fijó en una fila de hombres y mujeres apostados cerca del peñasco al que llamaban Roca de los Portavoces. Conforme se aproximaba, empezó a distinguir detalles suficientes para identificar a cada uno de ellos. Todos eran portavoces —líderes de tribus siyís—, pero no eran más que la mitad. A Auraya esto no le extrañó. Seguramente algunos no habían querido abandonar su pueblo mientras hubiera invasores merodeando por Si, y otros vivían demasiado lejos del Claro para acudir allí cada vez que se celebraba una reunión imprevista. Sin embargo, en el Claro vivían representantes de cada tribu que sin duda se hallaban entre los siyís que aguardaban a la orilla del Llano.

Sirri, portavoz jefe de todas las tribus, dio un paso al frente cuando Auraya se dejó caer en el suelo. Con una sonrisa, le ofreció una taza de madera y un pastelillo. Cuando Auraya los aceptó, Sirri extendió los brazos a los lados. El sol se filtraba a través de las membranas de sus alas e iluminaban una delicada red de venas y arterias entre los huesos que las sostenían.

—Bienvenida de nuevo a Si, Auraya la Blanca.

Auraya le devolvió la sonrisa.

—Gracias, portavoz Sirri, y gracias al pueblo de Si por su cálida acogida.

Se comió el pastelillo dulce y tomó un sorbo de agua antes de devolver la taza. Sirri posó la mirada en el hombro de Auraya y de pronto abrió mucho los ojos.

Syi —susurró Travesuras al oído de su dueña.

Conteniendo una risotada, Auraya le rascó la cabeza.

—Portavoz Sirri —dijo—, este es Travesuras. Es un viz. Los somreyanos los domesticaron hace mucho tiempo y los crían como mascotas.

—Un viz —repitió Sirri, acercándose para contemplar a Travesuras—. Sí, recuerdo haber visto a este animal en el campamento militar.

—Saben hablar, aunque de forma más bien limitada. —Auraya miró a la bestezuela—. Ella se llama Sirri —le dijo.

Siri —respondió él—. Syi siri.

Sirri soltó una risita.

—Un animal encantador. Más vale que me asegure de que ningún siyí decida preparar un plato apetitoso con él. —Se irguió—. Los portavoces me pidieron que convocara una reunión en la Enramada de los Portavoces en cuanto llegaras, pero podemos aplazarla si estás cansada.

Auraya negó con la cabeza.

—Los pentadrianos se adentran más en Si con cada momento que pasa, y estoy igual de ansiosa que vosotros por ocuparme de ellos. Prefiero reunirme con los portavoces ahora mismo.

Sirri asintió agradecida e hizo una seña a los otros portavoces. Cuando estos avanzaron para unirse a Sirri, Auraya dirigió la vista hacia los dos sacerdotes. Ellos realizaron el gesto del círculo. Ella inclinó la cabeza como respuesta.

Al explorar sus mentes, se percató de que estaban deseosos de hablar con ella, aunque ninguno de los dos tenía un asunto urgente que tratar. Pese a que consideraban que los siyís eran hospitalarios, sus costumbres les parecían un tanto extrañas.

«Necesitan que yo les confirme que están haciendo bien su trabajo», comprendió ella.

Dio media vuelta y acompañó a Sirri al bosque, seguida por los otros portavoces y los representantes de las tribus. Pasaron junto a muchas enramadas —armazones de madera recubiertos con una membrana extendida, construidos al pie de árboles enormes que crecían en el Claro— y junto a muchos siyís curiosos. Sirri no caminaba deprisa, a pesar de la impaciencia de los otros portavoces. Sabía que su pueblo se tranquilizaría al ver a la Elegida de los dioses.

En cuanto se internaron en el bosque despoblado que rodeaba la Enramada de los Portavoces, la portavoz jefe apretó el paso. Recorrieron senderos angostos y sinuosos hasta una enramada grande, y una vez allí entraron en fila. Unos taburetes hechos a partir de tocones tallados estaban dispuestos en círculo. Los portavoces ocuparon sus sitios. Auraya dejó su mochila en el suelo, a su lado. Travesuras se asomó, decidió que no había nada interesante y se hizo un ovillo para dormir.

—Como todos sabemos —comenzó Sirri—, un barco pentadriano fue avistado cerca de la costa del sur de Si hace catorce días. Varios pentadrianos desembarcaron y se dividieron en partidas que han ido avanzando tierra adentro. Al parecer, se valen de sus pájaros para que los guíen hacia las aldeas siyís. —Se volvió hacia Auraya—. Enviamos una petición de ayuda a los Blancos, y Auraya ha venido de nuevo. Antes de que empecemos a discutir cómo debemos lidiar con los pentadrianos, ¿tienes alguna pregunta, Auraya?

—¿Con qué frecuencia recibís informes sobre los movimientos de los pentadrianos?

—Cada pocas horas. Mi hijo Sreil ha organizado a varios grupos que siguen a los pentadrianos y nos informan con regularidad.

—¿Alguno de ellos ha visto a uno o más hechiceros entre los pentadrianos?

—No.

«Lo que no significa que no los haya». Auraya tamborileó con los dedos sobre sus nudillos.

—¿Los pentadrianos han hecho daño a alguien?

—Aún no.

—¿Han hablado con alguien?

—No. Además, todos los siyís tienen instrucciones de mantenerse alejados de ellos.

—¿Han intentado establecer un asentamiento permanente?

Los portavoces parecieron sorprenderse. Ella leyó en sus mentes que ninguno de ellos se había planteado esta posibilidad.

—Nuestros exploradores dicen que están en movimiento constante —respondió el portavoz Dryss.

Auraya meditó sobre todo lo que le habían contado.

—No tengo más preguntas por el momento. ¿Quiere alguien preguntarme algo a mí?

—Sí —dijo uno de los representantes—. ¿Qué vas a hacer?

Ella juntó las manos y entrelazó los dedos.

—Ofreceros mi consejo y mi ayuda. No he venido para deciros qué medidas debéis tomar. Os protegeré si os atacan, y si decidís que debo expulsarlos de Si, lo haré, o al menos lo intentaré. También os traduciré sus palabras si ellos muestran intenciones de comunicarse con vosotros. Es posible que deseen firmar la paz.

Los siyís intercambiaron miradas, algunos con el ceño fruncido.

—¡Nunca! —siseó uno de los representantes.

—No descartes la posibilidad —le dijo uno de los portavoces veteranos al joven—. Los pentadrianos no son un pueblo que esté a punto de extinguirse. Más vale vivir en paz con ellos que en conflicto.

—Siempre y cuando eso no nos obligue a ceder demasiado.

—Por supuesto.

—Hay otra posibilidad —continuó Auraya—. Una posibilidad que me inquieta. Tal vez pretendan convertir a los siyís a su secta.

—Se llevarán un buen chasco —dijo la portavoz Sirri con firmeza—. No hay un solo siyí que no llore la pérdida de un familiar o un miembro de la tribu. Ninguno nos traicionaría uniéndose al enemigo.

—No me cabe la menor duda —aseguró Auraya—. Pero si estas son sus intenciones, conviene que todos estén prevenidos y listos para no dejarse convencer por palabras seductoras.

—No les daremos la oportunidad de pronunciarlas —declaró el representante joven—. O regresan a su país, o los mataremos.

—Los enviaremos de vuelta a casa, sea cual fuere su propósito —convino Sirri—. Aunque hayan venido en son de paz, el recuerdo de la guerra está aún demasiado reciente para que acojamos a los pentadrianos en Si.

Los demás portavoces expresaron su conformidad.

—Si eso es lo que pensáis hacer —dijo Auraya—, sois vosotros, y no yo, quienes debéis comunicárselo a los pentadrianos. Ellos tienen que saber que la decisión es vuestra y que no obráis al dictado de los Blancos.

Se impuso un silencio tras sus palabras. Ella percibió el miedo y la renuencia de los demás.

—¿Y si nos atacan? —preguntó el líder de una tribu con un hilillo de voz.

—Yo os protegeré. Nos retiraremos y, una vez que estéis a salvo, regresaré para luchar contra ellos.

—¿Debemos ir todos? —inquirió el portavoz Dryss—. He perdido bastante agilidad para surcar los vientos, y temo ser un estorbo si tenemos que retirarnos con rapidez.

—No es necesario que vayáis todos —contestó Auraya—. Elegid a tres de vosotros.

Sirri se aclaró la garganta.

—Preferiría pedir voluntarios.

Al desplazar la vista por la habitación, Auraya advirtió que muchos desviaban la mirada. El representante joven no se inmutó. A ella se le encogió el corazón cuando él se enderezó, preparándose para hablar. «Es un poco testarudo para esto».

—Iré yo —se ofreció.

—Gracias, Rizzi, pero esta es una misión para portavoces —repuso Sirri—. ¿Nos tomarán en serio los pentadrianos si no hablan con ellos los líderes de las tribus? —Extendió las manos a sus costados—. Yo voy. Si nadie más se ofrece voluntario, me veré obligada a exigir que se designe a los enviados o que se saquen los nombres al azar de un…

—Iré yo… si no soy demasiado viejo.

El voluntario era un portavoz de mediana edad, Iriz, de la tribu del lago Verde.

Sirri sonrió.

—Te quedan muchos años por delante, portavoz Iriz.

—Yo también voy —dijo una mujer. Auraya reconoció en ella a la portavoz de la tribu de la cresta del Sol, cuyos miembros habían sufrido un ataque por parte de los pájaros adiestrados de los pentadrianos unos meses antes de la batalla.

—Gracias, portavoz Tyzi —dijo Sirri—. Ya somos tres.

El alivio de los otros siyís envolvió a Auraya, que tuvo que contener una sonrisa. Sirri se dio una palmada en las rodillas con ademán resuelto.

—Partiremos mañana al alba. ¿Hay alguna otra cuestión que tratar con Auraya? —Miró alrededor, pero ninguno de los siyís dijo nada—. Entonces doy por finalizada la reunión. Portavoces Iriz y Tyzi, ¿podéis quedaros? Debemos hablar de los preparativos para el viaje.

Mientras los siyís salían en fila de la enramada, Auraya bajó la vista hacia Travesuras. El viz aún dormía. Ella sonrió y dirigió su atención a los siyís que quedaban. De inmediato la asaltó un temor. Si se encontraba frente a frente con uno de los hechiceros pentadrianos más poderosos, no le sería fácil proteger a aquellos siyís. Debía asegurarse de echar un buen vistazo a los intrusos antes de que ellos la vieran a ella.

Por el momento, no debía mostrar ante los siyís el menor asomo de duda o miedo.