20

Desde hacía un buen rato, Imi estaba convencida de que algo había cambiado. El barco ya no cabeceaba tanto, y ella solo había tenido que achicar un charco de agua poco profundo en la bodega. Los gritos amortiguados de los saqueadores sonaban distintos. Contenían un deje de expectación.

Escuchar y hacer conjeturas había distraído su mente del dolor en sus brazos y hombros. Sin embargo, temía las posibles consecuencias del cambio, y las horas ya no se sucedían gradualmente entre el aburrimiento y la fatiga, sino con una lentitud insoportable a causa del miedo y la ansiedad.

De pronto, la nave dio un bandazo. El balde resbaló de sus manos, y ella cayó al suelo. El agua de mar estaba tibia, le produjo una sensación grata. Imi cerró los ojos y se rindió al agotamiento.

Debió de quedarse dormida. Cuando despertó, las pilas de cajas y las grandes vasijas de cerámica almacenadas en la bodega habían desaparecido. Oyó pasos apresurados y órdenes estentóreas procedentes de arriba. Cuando estos sonidos se apagaron, el color del cielo que ella alcanzaba a ver a través de la abertura había pasado de azul a naranja, y luego a negro. En ningún momento de las semanas anteriores había reinado un silencio como aquel. Imi notó que el sueño se apoderaba de ella otra vez…

… y se despabiló, sobresaltada, cuando una luz inundó la bodega. Se puso de pie con dificultad, cogió el balde y se agachó para llenarlo. Un par de piernas bajó por la escalera desde la cubierta. A Imi se le secó la boca cuando advirtió que se trataba del líder de los saqueadores. En la bodega ya no quedaba nada aparte de ella. ¿Qué debía de querer?

Cuando llegó al pie de la escalera, el hombre retrocedió un paso. Posó la vista en ella y la alzó hacia la cubierta. Otro par de piernas había empezado a descender. Estaban cubiertas de una tela negra como tinta de tubo marino y pertenecían a un hombre al que ella nunca había visto antes. Cuando el desconocido bajó del último peldaño al suelo irregular, se tambaleó, con un desequilibrio que delataba que no estaba acostumbrado ni siquiera a los movimientos más suaves del barco.

Cuando se fijó en Imi, abrió mucho los ojos, asombrado, y luego sonrió al saqueador. Comenzaron a hablar entre ellos mientras se le acercaban.

Se detuvieron a pocos pasos. Ella apartó la vista, turbada por la manera en que el desconocido la miraba. La conversación se tornó más animada. De pronto, los dos hombres se agarraron de la muñeca antes de dar media vuelta y alejarse.

Cuando subieron a cubierta, Imi soltó el balde. Con un suspiro, se desplomó en el charco.

De nuevo se oyeron ruidos en la escalera. Dos de los saqueadores bajaron a la bodega y se aproximaron a Imi. Ella se levantó trabajosamente, con el corazón desbocado ante aquellas figuras amenazadoras. Uno de ellos sujetaba una tela de tejido basto.

El otro la asió del brazo y la arrastró hacia delante. Cuando el primero desplegó la tela, ella se percató de que era un saco y pretendían meterla en él.

Intentó soltarse, pero el hombre tenía las manos grandes y fuertes, y ella estaba demasiado débil. Le entró un mareo y perdió el equilibrio. Le pasaron el saco sobre la cabeza. Las manos fuertes la aferraron mientras el otro hombre extendía la bolsa hasta sus tobillos. La alzaron en vilo, y ella notó que cerraban el saco por debajo de sus pies.

Cargaron con ella entre los dos. No le quedaban fuerzas para resistirse.

«¿Adónde me llevan? ¿Qué más da? A algún sitio diferente de este. Tal vez a un sitio mejor. Mucho peor no podría ser».

La sangre le bajó a la cabeza cuando la volvieron del revés, seguramente para subirla a la cubierta. Un aire más fresco entró a través de la arpillera. El sonido de pisadas sobre la madera dio paso al sonido de pisadas sobre un terreno más firme. Ella percibió muchas voces, cada vez más fuertes, que acabaron por rodearla.

Luego notó un hedor a humedad. La tumbaron sobre una superficie dura y una puerta se cerró, amortiguando el vocerío. Alguien que se encontraba cerca hizo un comentario lacónico. Otra persona farfulló una respuesta, y se oyeron pasos que se alejaban.

Una voz gritó una palabra. La superficie que Imi tenía debajo se movió de repente, y ella sintió que la transportaban de nuevo. El objeto sobre el que yacía se mecía con suavidad. No era nada parecido al balanceo del barco. Imi se sumió en un estado de semiinconsciencia, demasiado cansada para prestar atención a los ruidos extraños que sonaban a su alrededor. La multitud de voces solo podía indicar que se encontraba entre muchísimos pisatierra. Aunque sabía que debía estar asustada, no tenía energías para sentir miedo.

Las voces se extinguieron de forma gradual. Durante un rato largo, solo se oían unos pasos rítmicos cercanos. El ruido de puertas que se abrían y cerraban acabó por despertarla de nuevo. Notó que unas manos la levantaban y la bajaban otra vez para depositarla en el suelo.

Siguió un silencio. Imi tuvo la vaga sensación de que alguien toqueteaba el saco, cerca de sus pies. La tela que la envolvía se tensó, la alzó en el aire, y la chica soltó un chillido de sorpresa cuando salió deslizándose de la bolsa.

Se zambulló en un agua fresca y agradable que le ayudó a aclarar sus pensamientos. Asomó la cabeza a la superficie e inspeccionó su entorno. Estaba en un estanque redondo en medio de una habitación circular con techo abovedado. En el centro del estanque se alzaba una escultura pequeña y extraña de una mujer con cola de pez en lugar de piernas. Al igual que los pisatierra, tenía pelo en la cabeza.

«Una mujer pez. ¿Se supone que representa a una elay?». Dejó escapar un resoplido de indignación.

El hombre que había bajado a la bodega con el líder de los saqueadores para verla estaba cerca, sonriendo. Levantó los brazos y señaló con un gesto el espacio en que se encontraban. Ella no entendió lo que pretendía expresarle.

Tras contemplarla durante unos instantes, el hombre salió por una abertura arqueada. Extendió el brazo hacia un lado, agarró una verja de barrotes y la cerró. Se alejó sin dejar de sonreír.

Imi esperó a que sus pisadas se apagaran por completo para salir del estanque. No le resultó fácil, pues el agua tenía una profundidad de un brazo y ella estaba muy fatigada. El esfuerzo la dejó exhausta y se quedó tendida en el suelo, jadeando, hasta que su cabeza dejó de dar vueltas.

Al cabo de un rato, se puso en pie penosamente y caminó hacia la puerta de metal. Aferró los barrotes y empujó. La verja no se movió. Ella examinó el pestillo. Estaba asegurado por una especie de cierre metálico. Al otro lado, todo estaba oscuro.

«Por supuesto —pensó ella. Cayó de rodillas y se volvió hacia el estanque, con su ridícula escultura—. Ahora esta es mi prisión. Soy un adorno, como esa estatua. El mirón seguramente vendrá a admirarme a menudo».

Se dirigió a rastras hacia el borde del estanque. No había una parte poco honda en la que acostarse. Si intentaba dormir allí, se ahogaría. Tendría que despertarse cada pocas horas para humedecerse la piel, o correr el riesgo de deshidratarse y… Se agachó y se llenó de agua la mano ahuecada. Se la llevó a los labios y tomó un sorbo.

«Agua dulce —se dijo—. Me pregunto cuánto tardaré en ponerme enferma».

Sacudió la cabeza. «Estoy demasiado extenuada para pensar en ello». Tras tumbarse sobre el frío suelo de piedra, cayó rendida en un sueño profundo.

Emerahl alzó la vista de su tarea y contempló la lluvia con los párpados entornados. «Qué día tan deprimente —pensó—. Pero el capitán está contento. Hemos hecho una buena pesca con las redes».

El imponente muro formado por los acantilados de Toren se erguía ante ellos, a la derecha. Se encontraban mucho más lejos de la costa el día anterior, cuando habían pasado el faro. Emerahl había imaginado que sentiría añoranza al contemplar las ruinas de aquella torre blanca y apartada en la que había vivido durante mucho tiempo. En vez de ello, sintió repugnancia.

«Tantos años aislada del mundo, sin otros vecinos que unos contrabandistas despreciables. No entiendo por qué no me morí de aburrimiento. Cuánto me alegro de volver a estar entre gente decente y trabajadora».

Emerahl se concentró de nuevo en limpiar pescado, pero una luz devolvió su atención al acantilado. A medida que dejaban atrás un pliegue de la pared de roca, aparecieron más luces. Aquel era su puerto de destino. Yaril.

Allí —según le habían dicho— vivía un joven al que el Gaviota había salvado de morir ahogado solo seis meses atrás. Había oído ya muchas anécdotas sobre el misterioso muchacho del mar. Todos los habitantes de la costa conocían a alguien que aseguraba haber tenido un encuentro con el Gaviota. En cada pueblo se contaban las mismas historias. Tal vez nadie estaba emparentado con los protagonistas, y los narradores solo afirmaban conocerlos para adornar sus relatos, pero se trataba de poblaciones pequeñas y era posible que todos se conocieran entre sí, aunque solo fuera de forma indirecta.

En realidad, resultaba divertido pensar que esas historias eran nexos que los unían a todos.

Ahora Yaril se abarcaba con la vista. Para los pescadores, no era más que un buen lugar donde vender la pesca. Ella reanudó la limpieza del pescado. El capitán solo había accedido a llevarla a Yaril si hacía algo útil a cambio. A ella no le importaba trabajar. Era una forma de mantener las manos ocupadas mientras reflexionaba sobre todo lo que había averiguado.

Cuando el barco se hallaba más cerca del puerto, la tripulación dejó que Emerahl preparara la mercancía mientras ellos hacían maniobras para entrar en una bahía poco profunda. Tras vaciar a toda prisa los últimos pescados que quedaban, ella recogió sus pertenencias. Su ropa apestaba a pescado, y tenía la piel pegajosa de sudor y agua salada. En cuanto desembarcara, tomaría una habitación, se asearía un poco y lavaría su ropa.

Los marineros condujeron el barco hasta un pequeño embarcadero. En cuanto se hallaba lo bastante cerca, ella saltó a tierra. Miró hacia atrás y dedicó al capitán una inclinación de cabeza en señal de agradecimiento antes de adentrarse en Yaril con paso decidido.

A diferencia de la mayor parte de las poblaciones costeras de Toren, Yaril no se asentaba en lo alto del acantilado. Detrás del pliegue en la pared de roca, un río angosto había erosionado aquella caída vertical hasta convertirla en una pendiente abrupta y accidentada. En ella se habían construido casas con piedras extraídas del propio acantilado hasta el borde mismo del río, que formaba una cascada.

Era una ciudad que, en vez de calles, tenía escaleras que subían y bajaban, y senderos angostos que atravesaban la pendiente. Emerahl se paró para sonreírle a un hombre que descendía por una escalera y la contemplaba sin disimular su curiosidad.

—Buenos días. ¿Hay algún alojamiento para viajeros por aquí?

El hombre asintió.

—La viuda Laylin alquila una habitación. Número tres, tercer nivel. Es el nivel siguiente, a la derecha.

—Gracias.

Continuó subiendo y enfiló una de las veredas. Se detuvo frente a una casa con un número tres grabado en la puerta y llamó. La puerta se abrió, y una mujer madura y corpulenta miró a Emerahl de hito en hito.

—Tengo entendido que alquilas una habitación —dijo Emerahl—. ¿Está disponible?

A la mujer le brillaron los ojos.

—Sí. Adelante. Te la enseñaré. ¿Cómo te llamas?

—Limma. Limma Ensalmadora.

—Ensalmadora no solo de apellido, sino también de profesión —observó la mujer.

—Así es.

La viuda la guio hasta un cuarto alargado y estrecho con vistas a la bahía. Era una habitación sencilla, pero limpia. Tras regatear hasta obtener un precio que le parecía razonable, Emerahl pidió agua para lavarse.

La mujer envió a su hija a buscarla y lanzó una mirada suspicaz a Emerahl.

—En fin, ¿qué te trae por Yaril?

Emerahl sonrió.

—Busco a un joven llamado Gherid.

—¿Gherid? Tenemos a un Gherid aquí. Salía a pescar con su padre hasta que todos los que iban en el barco murieron, menos él. Ahora trabaja para el cantero. ¿Te refieres a ese?

—Yo diría que sí.

—¿Por qué lo buscas?

—Me han dicho que cuenta una historia interesante.

La mujer soltó una risita, sacudiendo la cabeza.

—Antes la contaba. Se hartó de que la gente le encontrara fallos a su relato, así que ahora no dice una palabra.

—¿No?

—Ni una palabra. Aunque le ofrezcan favores o dinero.

—Ah. —Emerahl paseó la vista por la habitación como preguntándose qué hacía allí.

—Has venido de muy lejos —la tranquilizó la mujer—. No pierdes nada con intentarlo. Tal vez consigas tirarle de la lengua. Te llevaré con él cuando hayas terminado tus abluciones.

Salió de la habitación, y poco después llegó la chica con una jarra y una jofaina grande. Después de asearse, Emerahl se puso su segunda muda de ropa, lavó las prendas sucias y las secó calentando y agitando el aire en torno a ellas con magia.

Una vez que estaban secas, las colgó en el respaldo de una silla y acto seguido se ató su colección de saquitos a la cintura, se envolvió en su tago y salió de la habitación.

El cuarto contiguo era tan estrecho como el suyo, pero aún más alargado. El espacio estaba compartimentado por mamparas, y resultó que la más alejada ocultaba una cocina. Emerahl encontró allí a la viuda.

—¿Lista? —preguntó la mujer.

Emerahl asintió.

—Ven conmigo entonces. Él estará en casa del cantero.

La siguió hasta la puerta y luego al frío del exterior. Las casas, todas hechas de la misma piedra negra, parecían encorvarse contra la pared de roca como si temieran resbalar hasta el mar. Pese al aspecto siniestro e inquietante del pueblo, todas las personas con que se cruzaban Emerahl y la viuda les sonreían y las saludaban con buen humor.

La escalera se volvía más empinada a medida que se aproximaban a la cima del acantilado. La viuda tuvo que parar tres veces para recuperar el aliento.

—No parece que viva aquí, ¿verdad? —preguntó tras el tercer descanso—. A ti te veo muy fresca.

—Viajar te pone en forma —dijo Emerahl, sonriente.

—Ya veo. Por fin hemos llegado. Vive arriba del todo porque le resulta más fácil bajar su mercancía que subirla.

En vez de un camino había un «patio» sembrado de escombros. Emerahl lo atravesó detrás de la mujer hasta llegar donde dos hombres de pelo gris cincelaban unos grandes bloques de piedra.

—Megrin —dijo la viuda.

Uno de los hombres alzó la vista. Pareció sorprenderse al ver a la acompañante de Emerahl.

—Viuda Laylin —contestó—. No se te ve por aquí arriba muy a menudo. ¿Necesitas encargarnos algún trabajo?

—No, pero mi huésped quiere charlar con Gherid sobre el Gaviota.

El hombre miró a Emerahl y se puso derecho. Ella sonrió, como si intuyera su admiración. El segundo hombre se había vuelto hacia ellas. Tenía un rostro curiosamente juvenil, pero contraído en una expresión de pocos amigos. Al fijarse mejor, Emerahl reprimió una carcajada. El gris de su cabello se debía al polvo que lo cubría. Apenas tenía edad suficiente para considerarlo un hombre.

—Ella es Limma —prosiguió la viuda—. Es curandera.

Megrin posó los ojos en el joven, cuya expresión ceñuda se había acentuado.

—¿Por qué quieres hablar del Gaviota conmigo? —preguntó Gherid.

Emerahl le sostuvo la mirada.

—Me han dicho que lo conociste.

—¿Y qué?

—Me gustaría oír tu historia.

—Vamos, Gherid —lo alentó la viuda—. No seas grosero con una visitante.

Él miró a la mujer y luego al cantero. El hombre mayor asintió. Gherid suspiró y se encogió de hombros, resignado.

—Ven conmigo… Te llamabas Limma, ¿verdad?

—Sí.

Ella lo siguió hasta las escaleras y luego hacia arriba. Emociones intensas empezaron a emanar de él mientras subían, una mezcla de culpabilidad y miedo. Emerahl captó fragmentos de sus pensamientos.

«¡… no puedo matarla! Pero tendré que hacerlo si ella…».

Alarmada, vaciló por unos instantes antes de invocar magia y crear un escudo en torno a sí. ¿Por qué pensaba él que tal vez tendría que matarla? ¿Temía que intentara hacerle daño, o robarle algo? ¿O tal vez la creía capaz de obligarlo a revelarle información contra su voluntad?

«Soy una curandera. Una hechicera. Ambas cosas implican que poseo la facultad de forzarlo a decirme cosas que no quiere decirme, por medio de drogas o de la tortura».

Fuera como fuese, resultaba evidente que él tenía algo que proteger. Cuando llegaron a la cima, él avanzó por la orilla sin decir palabra. Emerahl lo observó con atención. Intuyó que estaba tomando algún tipo de precaución. Cuando se detuvieron, cayó en la cuenta de que se habían alejado del pueblo. Ahora se encontraban al borde de un precipicio. «¿Planea tirarme desde aquí?».

—Bueno, ¿qué quieres saber? —preguntó él.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Es cierto que coincidiste con el Gaviota?

—Sí —respondió—. Todo el mundo lo sabe.

Emerahl percibió que le decía la verdad y sintió una punzada de compasión hacia él.

—Nadie te cree, ¿verdad?

—¿Me crees tú?

Ella asintió.

—Pero esa no es la razón por la que ya no cuentas la historia, ¿me equivoco?

Él la contempló con fijeza, con una ansiedad y un sentimiento de culpa crecientes. Por más que conversaran, no se tranquilizaría. Ella decidió arriesgarse.

—Hiciste una promesa —aseveró—. ¿La rompiste?

El joven se sonrojó. Ella empezó a imaginar lo que aquello había supuesto para él. Lo había salvado un ser mítico y, al verse obligado a explicar lo ocurrido, había revelado todos los pormenores del episodio que sabía que no lo ponían en peligro, hasta que un día se le había escapado algún detalle comprometedor.

—¿Por qué quieres saberlo?

Ella arrugó el entrecejo, como si estuviera preocupada.

—No es que quiera, es que necesito saberlo. Los secretos del Gaviota deben permanecer a salvo.

Él abrió mucho los ojos y palideció.

—Creía que tú… Ellos no entendieron lo que les dije. Estoy seguro de que no lo entendieron.

—¿Qué les dijiste?

—Les… les hablé de la Columna. Me echaron algo en la bebida. —La miró con expresión implorante—. No era mi intención. No les dije dónde estaba. No creerás que pueden encontrarla por sí mismos, ¿verdad?

Ella suspiró.

—No lo sé. No sé dónde está la Columna. Llega un momento en que todos debemos guardar un secreto, y ese era el tuyo. ¿Se lo has avisado?

Los ojos de Gherid se desorbitaron.

—¿Cómo?

Ella parpadeó, aparentando sorpresa.

—¿No tienes una manera de ponerte en contacto con él?

—No…, aunque supongo que si regresara allí… Pero está muy lejos, y no tengo bote.

—Yo tampoco, pero puedo comprar uno. —Sacudió la cabeza y se volvió hacia el mar, con un falso aire pensativo—. Más vale que me lo cuentes todo, Gherid. Estoy muy lejos de mi hogar, y mi sistema para comunicarme con él no funciona aquí. Necesitamos hacerle llegar un mensaje al Gaviota. Quizá la única forma de lograrlo sea que yo viaje hasta la Columna y deje allí ese mensaje de tu parte.

La gratitud que rebosaba el joven la hizo sentirse culpable. Estaba manipulando al pobre chico. «Pero no lo hago con intenciones perversas —se dijo—. Quiero encontrar al Gaviota para que nos ayudemos mutuamente».

Él se acercó a una peña y tomó asiento en ella.

—Es una larga historia. Será mejor que te sientes. ¿Has llevado una embarcación antes?

Emerahl sonrió.

—Muchas, muchas veces.