Una brisa salada indicó a Emerahl que se acercaba a la costa mucho antes de que divisara el mar. Sin embargo, no sintió que estaba próxima a su destino hasta que coronó una colina y vislumbró a lo lejos la extensa franja de agua.
Al verla, suspiró aliviada. Se sentó en un tronco caído para recuperar el aliento. Tras dos meses de marcha había perdido peso y ganado resistencia, pero la loma sobre la que se encontraba era empinada, y llegar hasta allí había supuesto un ascenso largo y duro.
«Rozea no me reconocería», pensó. No solo había modificado su edad; se había teñido el cabello de negro y se lo recogía en una trenza sencilla cada mañana. Llevaba un vestido práctico y sin adornos, y encima una mezcla ecléctica de tagos, telas drapeadas, collares y pulseras de abalorios y morrales bordados. Los aromas a hierbas, esencias y otros ingredientes de sus remedios la envolvían.
No le había hecho falta anunciar su profesión. Cuando llegaba a una aldea o ciudad, simplemente preguntaba a la primera persona con que se cruzaba si había algún alojamiento seguro y decente disponible, y el primer cliente aparecía antes de que ella terminara de instalarse.
Al menos es lo que solía ocurrir. Siempre había habido, y siempre habría, lugares donde se recibía a los forasteros con suspicacia y a las hechiceras sanadoras con hostilidad declarada. El primer sacerdote con el que había topado se había mostrado poco amistoso, lo que no había aplacado su miedo a que los dioses la encontraran. Para su alivio, él se había limitado a ordenarle que se marchara de su aldea. Durante los días siguientes, Emerahl había temido que la persiguieran de nuevo, pero nadie había ido tras ella.
No obstante, en casi todas partes la acogían bien. Los sacerdotes de las aldeas por lo general no poseían grandes dones o conocimientos avanzados de sanación. Como sus mejores sanadores trabajaban en las ciudades y los tejedores de sueños no abundaban, los servicios de Emerahl estaban muy solicitados. El hecho de aparentar entre treinta y cuarenta años también la ayudaba; nadie habría creído que sabía mucho de sanación si hubiera conservado su aspecto de joven hermosa.
El camino serpenteaba ante ella, apareciendo y desapareciendo tras colinas y bosques. Ella lo siguió con la vista hasta la orilla del mar. Los edificios se arracimaban en torno al centro de una bahía como guijarros en el fondo de un cubo. Según algunos propietarios de casas de viaje, compañeros de copas amables y el bosquejo de un mapa que le había dado un mercader, el nombre de aquel puerto era Dufin.
Durante los últimos cuarenta años había crecido y prosperado, gracias a su cercanía a la frontera con Si. O, más bien, gracias a la inclinación de los torenios a traspasar la frontera y establecerse allí donde encontraban tierras fértiles o yacimientos minerales. Los habitantes de tierra adentro con los que ella había hablado le habían contado con regocijo que los Blancos habían obligado al rey de Toren a retirar a sus colonos de Si. Sería interesante ver qué efectos había tenido esta orden sobre los ciudadanos de Dufin, si es que los había tenido.
Al oír un sonido tras sí, se volvió hacia el camino. Un solo arem tiraba de un tarne pequeño cuesta arriba, hacia ella. Se enderezó. Aunque el conductor se encontraba demasiado lejos para leer su expresión, ella sabía con certeza que la estaba mirando. Percibía su curiosidad.
Consideró lo lejos que estaba él, lo tarde que era y la distancia a la que se hallaba Dufin. Se sentó a esperar a que llegara el tarne.
Tardó varios minutos. Un buen rato antes, cuando el conductor estaba lo bastante cerca para verle la cara, habían intercambiado una sonrisa y un saludo con la mano. Una vez que el arem superó el último tramo de la pendiente, Emerahl se puso de pie para recibir al hombre.
Calculó que tenía cuarenta y tantos años. Su rostro curtido resultaba agradable; estaba surcado de arrugas causadas por su sonrisa. El hombre obligó al arem a detenerse.
—¿Vas hacia Dufin? —preguntó ella.
—Así es —respondió él.
—¿Tienes sitio para una caminante cansada?
—Siempre hago sitio a las jóvenes guapas que necesitan transporte —dijo él, jovial.
Ella miró alrededor, como buscando a otra persona.
—¿Dónde está esa mujer de la que hablas? Además, sería muy egoísta por tu parte dejar a una anciana exhausta en la cuneta para llevar una acompañante más lozana.
Él soltó una carcajada y señaló el tarne.
—No es un platén cubierto ni elegante, pero si no te molesta el olor, puedes sentarte sobre las pieles.
Ella sonrió agradecida y subió al vehículo. En cuanto se hubo acomodado sobre las pieles, el conductor arreó al arem para que echara a andar de nuevo. Se apreciaba un inconfundible olor a pescado bajo el hedor de las pieles de animales.
—Me llamo Limma Ensalmadora —dijo ella—. Soy sanadora.
Él le lanzó una mirada, arqueando las cejas.
—Y hechicera, supongo. Ninguna mujer común y corriente viaja sola por estos parajes.
—Una mujer batalladora podría. —Sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza—. Pero no soy guerrera. ¿Puedo preguntarte quién eres tú?
—Marin Anzolero. Pescador.
—Ah —dijo ella—. Ya me parecía que olía a pescado. Deja que adivine: llevas pescado a la gente de tierra adentro que a cambio te dan pieles y… —examinó el resto de la carga del tarne— verduras, bebidas, madera, vasijas y…, ah, un par de guirris para la cena.
Marin asintió.
—Así es. Gracias a eso, no tengo que comer siempre lo mismo. Ni tampoco la gente de tierra adentro.
—Yo he vivido junto al mar —declaró ella—. A menudo pescaba para comer.
—¿Dónde vivías?
—Era un lugar remoto. No tenía nombre. Detestaba ese sitio. Estaba demasiado lejos de todo. Me marché, viajé por muchos lugares y aprendí mi profesión. Pero siempre me gusta estar cerca del mar.
—¿Qué te trae por Dufin?
—La curiosidad —contestó ella—. El trabajo. —Hizo una pausa. ¿Debía comenzar ya su búsqueda del Gaviota?—. He oído una vieja historia. Quiero descubrir si es cierta.
—¿Ah, sí? ¿Qué historia?
—La de un muchacho. Un muchacho que nunca envejece. Que sabe todo lo que se puede saber sobre el mar.
—Ah —dijo Marin, en algo que sonó más como un suspiro que como una exclamación—. Sí que es una vieja anécdota.
—¿La conoces?
Él se encogió de hombros.
—Se cuentan muchas, muchas historias sobre el Gaviota. Historias de cómo ha salvado hombres de morir ahogados; historias de cómo ha ahogado hombres con sus propias manos. Es como el propio mar: generoso y cruel a la vez.
—¿Tú crees que existe?
—No, pero conozco a personas que sí lo creen. Aseguran haberlo visto.
—¿Son relatos fantasiosos? ¿Anécdotas antiguas que se han ido exagerando al pasar de boca en boca?
—Seguramente. —Marin frunció el ceño—. Al Viejo Grim nunca le he oído faltar a la verdad y, según él, fue compañero de tripulación del Gaviota cuando era niño.
—Me gustaría conocer al Viejo Grim.
—Puedo encargarme de eso. Pero a lo mejor no te cae bien. —Marin volvió la vista hacia ella—. Es muy malhablado.
Ella rio entre dientes.
—Podré soportarlo. He oído a parturientas decir cosas que harían arder los oídos a la mayoría de la gente.
Él asintió.
—Yo también. Mi esposa suele ser muy callada, pero cuando se pone hecha una furia… —Se estremeció—. Entonces se le nota que es hija de pescador.
Habían llegado al pie de la colina. Marin guardó silencio y, al cabo de un rato, lanzó a Emerahl otra mirada fugaz.
—Así que quieres averiguar si el Gaviota existe. ¿Qué haría falta para que creyeras en él?
—No lo sé. Conocerlo en persona, tal vez.
Él se rio.
—Eso lo demostraría.
—¿Crees que es probable que llegue a hablar con él?
—No. ¿Qué harías entonces?
—Preguntarle qué remedios conoce. Hay muchos que provienen del mar.
—Claro.
—Tal vez nunca lo encuentre, pero dispongo de todo el tiempo del mundo. Mientras haya personas, habrá quien necesite remedios. Recorreré la costa. Tal vez compre pasajes en barcos.
—Lo más seguro es que conozcas a algún tipo afortunado, tengas un montón de hijos preciosos y te olvides del Gaviota.
—¡Bah! —gruñó ella—. Ya estoy harta de tonterías románticas.
Él soltó una risita.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo ella con firmeza. Cuando el tarne giró para pasar entre dos lomas bajas, y los edificios de Dufin aparecieron ante ellos, Emerahl adoptó una posición más cómoda—. En fin, cuéntame alguna de esas viejas historias sobre el Gaviota —pidió.
Marin, tal como ella había imaginado, accedió de buen grado.
Auraya se inclinó contra el marco de la ventana y miró hacia abajo. El sol del atardecer proyectaba sombras alargadas sobre los jardines del templo. En las zonas a las que llegaban los rayos de luz, brillaban cúmulos de hojas otoñales. Juran, en su calidad de líder de los Blancos, ocupaba las habitaciones de la planta superior de la torre. La vista era muy similar a aquella de la que gozaba Auraya desde sus aposentos, aunque abarcaba una extensión ligeramente mayor.
—Prueba esto —murmuró Juran.
Ella apartó la vista de la ventana y aceptó la copa que él le ofrecía. Contenía un líquido de color amarillo claro. Cuando tomó un sorbo, un gusto ácido que le resultó familiar inundó su boca, seguido de un sabor a especias.
—Me recuerda un poco el tepi —comentó.
Juran asintió.
—Está hecho de bayas del mismo árbol que los siyís usan para elaborar el tepi. Cuando los primeros colonos de Toren llegaron a Si, los siyís los trataron como a visitantes. El tepi despertó especialmente el interés de los torenios, que aprendieron a destilar una versión más fuerte.
Cuando repartió copas entre los demás Blancos, todos bebieron un trago. Dyara hizo una mueca, Mairae sonrió y Rian, a quien no le gustaban las bebidas embriagantes, se encogió de hombros y dejó la copa a un lado.
—Es más simple —opinó Auraya—. No tiene aroma a nueces o madera.
—Lo dejan madurar en botellas, no en barricas. Menos mal, porque la madera escasea en Toren.
—¿De modo que tienen la intención de seguir elaborándolo?
—Sí. Uno de los colonos más emprendedores llevó unas botellas a Aime. Los más pudientes le han tomado el gusto, y como no abunda, se vende a un precio elevado. Muchos de los colonos se llevaron consigo esquejes y ejemplares jóvenes de esos árboles, por los que también cobran buenas sumas.
—Me alegro. Muchos de los torenios a los que les ordenaron que se marcharan de Si dejaron atrás casi todas sus pertenencias. Este comercio hará más llevadera su condición de desplazados —murmuró Dyara.
—Y anulará toda posibilidad de que los siyís vendan tepi a los torenios —añadió Auraya.
—No es la misma bebida —señaló Juran—. Puede que a los torenios acabe por gustarles también el tepi de Si. Existe una demanda aquí que los siyís aún podrían aprovechar.
Auraya asintió despacio mientras empezaba a cavilar sobre cómo les sugeriría esta idea a los siyís, pero algo captó su atención. De pronto, tomó conciencia de la magia que la rodeaba. Una presencia conocida se aproximó, y una ansiedad no menos conocida se apoderó de ella.
:Buenas tardes, Auraya.
:Chaia.
:¿Por qué tan nerviosa?
:Me distraes…, a veces en los momentos más inoportunos, confesó ella. En cuanto su mente formuló estas palabras, ella sintió vergüenza y la necesidad de disculparse. Percibió una oleada de regocijo que emanaba de Chaia, lo que no la ayudó a disipar su desazón.
:No tengas miedo de pensar, Auraya. Tu reacción es espontánea; ¿cómo voy a ofenderme por ella? Preferiría que me trataras como a un acompañante mortal. O como a uno de tus compañeros Blancos.
:Pero no lo eres. Eres un dios.
:Eso es verdad. Tendrás que aprender a confiar en mí. Eres libre de enfadarte conmigo, de poner en duda mi voluntad, de discutir. Quiero que discutas conmigo.
«No es lo único que quiere», pensó Auraya.
Esta vez notó que se ruborizaba, abochornada, y se volvió hacia la ventana para ocultar su sonrojo a los otros Blancos. Sin embargo, no podía esconderse de Chaia. Otra oleada de diversión la envolvió.
:Eso también es verdad. Me gustas, Auraya. Llevo mucho, mucho tiempo observándote. He esperado a que hubieras madurado lo suficiente para poder decírtelo sin provocarte angustia.
«¿Y esto no me está provocando angustia?», pensó ella con sarcasmo. Recordó los besos que había esquivado. Para tratarse de un ser que carecía de forma física, Chaia rebosaba sensualidad. A menudo se acercaba al cuerpo de Auraya como para compensar su incorporeidad. Aunque su contacto era de naturaleza mágica, no producía una sensación desagradable.
«No me provoca tanta angustia como debiera —pensó ella—. Debería dejar de engañarme a mí misma y reconocer que echo de menos a Leiard. No solo su compañía, sino también… las noches. A veces me cuesta resistir la tentación de dejar que Chaia se salga con la suya».
De repente experimentó una incomodidad intensa. ¿Cómo podía sentirse atraída nada menos que por un dios? Eso no estaba bien.
:¿No me corresponde a mí decidir qué está bien y qué está mal?, preguntó Chaia.
Ella sintió un cosquilleo en un lado de la cara y se quedó sin respiración. Fue un contacto breve. Notó que la atención de Chaia se desviaba de golpe.
:Debo irme, dijo él.
La presencia luminosa desapareció con un destello. A Auraya la invadió tal sensación de velocidad que no le quedó la menor duda de que el dios podía cruzar Ithania en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Auraya!
Sobresaltada, se volvió hacia Juran. Para su sorpresa, los demás ya no estaban. Se habían marchado, sin que ella se diera cuenta siquiera.
Juran la contemplaba con fijeza, visiblemente molesto. Cuando ella lo miró como pidiendo disculpas, él suavizó su expresión.
—¿Qué ocurre, Auraya? —preguntó en voz baja—. Te noto muy distraída últimamente, incluso durante reuniones importantes. No es propio de ti.
Ella le sostuvo la mirada, sin saber qué decir. «Podría inventar alguna excusa. Pero tendría que ser convincente. Solo algo importante justificaría mi actitud de los últimos días». Conforme el silencio entre ambos se prolongaba, ella se percató de que no se le ocurría un pretexto lo bastante bueno, salvo la verdad.
Aun así, no las tenía todas consigo. ¿Le parecería bien a Chaia que Juran se enterase de que hablaba con Auraya a todas horas?
:¿Chaia?
No obtuvo respuesta. El dios no se encontraba cerca. Juran la observaba con expectación.
«En ningún momento me ha prohibido que se lo revele a Juran», pensó. Respiró hondo.
—Se trata de Chaia —murmuró—. Me habla, a veces en… momentos inadecuados.
Juran alzó las cejas.
—¿Desde cuándo? ¿Y con qué frecuencia?
Ella hizo memoria.
—Desde hace dos meses, y al menos una vez al día.
—¿Sobre qué? —Parecía disgustado, lo que no sorprendió a Auraya. Era el líder de los Blancos. Si Chaia iba a honrar a alguien con visitas diarias, tendría que haber elegido a Juran.
—Nada importante —se apresuró a decir—. Solo… me da conversación. —El entrecejo fruncido de Juran le dejé claro que no había arreglado las cosas con esta respuesta. Resultaba demasiado evasiva—. Me da consejos sobre el hospital —agregó.
Juran asintió despacio, y ella se sintió aliviada al comprobar que sus palabras lo habían aplacado.
—Entiendo. Eso tiene sentido. ¿Qué más te dice?
Ella se encogió de hombros.
—Simplemente mantenemos charlas amistosas. Creo… creo que intenta conocerme mejor. Ha tenido más de cien años para conocerte a ti. Incluso Rian lleva veintiséis aquí. Yo llegué hace poco tiempo.
—Es verdad. —Juran movió la cabeza afirmativamente y relajó los hombros—. En fin, es toda una revelación. Lo que he dicho mientras no me escuchabas es que se ha avistado a tres siyís que vuelan hacia la torre. Los demás han subido a la azotea a recibirlos.
A Auraya se le aceleró el pulso.
—¿Siyís? No harían un viaje tan largo sin una buena razón.
Él sonrió.
—Subamos para averiguar de qué se trata.
Para llegar a la azotea les bastó con ascender por un tramo corto de escalera. El sol estaba ya a punto de ocultarse tras el horizonte. Auraya escrutó el cielo, por encima de las cabezas de los otros Blancos. Tres figuras descendían hacia la torre.
Los Blancos permanecían callados mientras los tres seres alados se acercaban. Auraya advirtió que dos de los siyís eran de mediana edad. El otro, más joven, llevaba un ojo tapado con un parche. Los siyís formaron una línea y aterrizaron a la vez. El más joven se tambaleó, pero recuperó el equilibrio. Saltaba a la vista que estaban agotados.
Sus ojos se posaron en Auraya. Esta levantó la mirada hacia Juran, que asintió. Con una sonrisa, ella se dirigió al encuentro de los recién llegados.
—Bienvenidos, gente del cielo. Soy Auraya la Blanca. —De inmediato, les presentó a cada uno de sus compañeros. El siyí del parche en el ojo realizó la señal del círculo.
—Gracias por tu bienvenida, Elegida de los dioses —respondió el hombre—. Soy Niril, de la tribu de la cresta del Sol. Mis acompañantes son Dyni y Ayliss, de la tribu de la montaña Pelada. Nos hemos ofrecido voluntarios para quedarnos aquí, en Jarime, como representantes de nuestro pueblo.
—Será un honor teneros entre nosotros —aseguró ella—. Debéis de estar extenuados por el viaje. Os acompañaré a unas habitaciones donde podréis descansar, si así lo deseáis.
Niril inclinó la cabeza.
—Te lo agradeceríamos. Pero antes debo comunicaros una noticia que los portavoces ansían que os transmita. Hace diez días, un buque negro fue avistado cerca de la costa meridional de Si. Los siyís que fueron a investigarlo vieron a varios grupos de hombres y mujeres pentadrianos desembarcar y encaminarse tierra adentro. Divisaron el colgante en forma de estrella en el pecho de algunos pentadrianos, y también pájaros.
Un escalofrío descendió por la espalda de Auraya. Los siyís habían sufrido demasiadas bajas en la guerra. ¿Lo sabían los pentadrianos? ¿Creían que los siyís estaban en una posición vulnerable?
—Es una mala noticia —admitió—, pero es una suerte que vuestra gente se haya apercibido de su llegada. Eso nos da algo de tiempo. —Miró a Juran y a los otros Blancos—. Decidiremos qué puede hacerse al respecto.
—En efecto —convino Juran—. Nos reuniremos en el altar. Pero antes, Auraya os llevará a vuestros aposentos. Compartiremos con vosotros nuestras conclusiones cuando hayáis descansado.
Niril hizo un gesto afirmativo, encorvado por la fatiga. Con una sonrisa de comprensión, Auraya les indicó que la siguieran.
—Venid conmigo.