12

—Ya eres un poco mayor para esto —dijo Teiti—, pero supongo que te hace bien tener amigos fuera de palacio.

Imi hizo una mueca.

—¡Claro que no soy demasiado mayor! Aquí hay niños mayores que yo.

Su tía tendió la vista hacia el otro lado del estanque de los Niños y frunció el ceño con desaprobación.

—Lo sé.

Al seguir la dirección de su mirada, Imi vio que la pandilla habitual de niños mayores se había reunido al borde de la zona más honda. A diferencia de los pequeños, que chapoteaban por el resto del estanque, ellos no se movían de donde estaban, como si ya hubieran dejado atrás la etapa de los juegos pueriles. También había muchos chicos y chicas en pareja, algunos de ellos cogidos del brazo.

No muy lejos, unos niños un poco más jóvenes imitaban a los mayores. Sin embargo, la mayoría aún no había superado su aversión por el sexo opuesto, y sus intentos de entablar diálogos serios solían acabar en correteos infantiles.

Imi se dirigió hacia ese grupo cuando entró en el agua. Entre ellos había un chico llamado Rissi, que a menudo presumía de sus viajes fuera de la ciudad con su padre comerciante y de cómo sabía sacar mercancías de la ciudad de forma clandestina. Imi quería hablar con él.

Los niños la observaron con una mezcla de interés y recelo mientras nadaba hacia ellos. Siempre la dejaban participar en sus juegos y escuchar sus conversaciones. Ella esperaba que esto fuera porque les caía bien y no porque no se atrevían a decirle a una princesa que se marchara.

Rissi se hallaba entre ellos. Sonrió de oreja a oreja cuando Imi se acercó a la orilla, donde estaban sentados.

—Hola, princesa —saludó.

—Hola —respondió ella—. ¿Tienes alguna aventura nueva que contar?

Él arrugó la nariz.

—Mi padre se enteró de que había faltado a clase y no me dejará acompañarlo en su siguiente viaje.

Ella arrugó el entrecejo en señal de solidaridad.

—Qué fastidio.

—Faltan tres días para el cumpleaños del rey —comentó una chica—. ¿Estás emocionada?

Imi desplegó una sonrisa.

—¡Sí!

—¿Ya has decidido a quién llevarás?

Era la tercera vez que la niña le hacía esta pregunta en las últimas semanas. Al principio, Imi no entendía cómo podía «llevar» a alguien si ya vivía en el palacio. Pero la noche anterior había comprendido que la chica quería asistir a la fiesta y esperaba que Imi la invitara.

—No he tenido oportunidad de preguntárselo a mi padre —respondió Imi, con un suspiro—. Está muy ocupado. Hace una semana que no lo veo.

Los demás gruñeron como muestra de comprensión. La conversación se desvió hacia otros temas. Imi escuchaba y de vez en cuando los interrogaba. En ocasiones anteriores, ellos habían reaccionado a algunas de sus preguntas con malas caras o incluso con carcajadas ahogadas, pero cuanto más sabía sobre sus vidas, más fácil le resultaba consultarles algo que tuviera sentido para ellos.

Los chicos empezaron a propinarse empujones y luego a pelear en broma. Por una vez, Rissi no se unió a ellos, aunque contemplaba risueño sus bufonadas. Imi se le acercó y lo llamó por su nombre. Él se volvió, sorprendido.

—Si tu padre no quiere llevarte fuera de la ciudad, ¿por qué no vas tú solo? —sugirió ella.

Rissi la miró con fijeza y luego sacudió la cabeza.

—Me metería en un lío.

—Ya estás en un lío —señaló ella.

Él se rio.

—Tienes razón. No tengo nada que perder. Pero ¿adónde iría?

—Se me ocurre un lugar. Hace unas semanas oí a escondidas a alguien hablar de él. Un lugar donde hay un tesoro.

Por la expresión en los ojos de Rissi, ella supo que había captado su interés.

—¿Dónde?

Imi se alejó un poco a nado.

—Es un secreto.

—No se lo revelaré a nadie.

—¿No? ¿Y si te pillaran saliendo por el túnel principal? Querrían saber por qué.

—No se lo diría.

—¿Y si tu padre te amenazara con no volver a dejarte salir nunca? Seguro que se lo dirías.

Él apartó la vista y la posó de nuevo en Imi.

—Tal vez. Pero no saldría por ahí.

Ella fingió sorpresa.

—¿Qué otra salida hay?

—Una salida secreta.

—¿Ese camino sirve también para entrar en la ciudad?

Él le escrutó el rostro.

—No. Por ahí solo se puede salir, debido a las corrientes.

Ella se aproximó, caminando por el agua.

—Si me enseñas la manera de salir —le dijo en voz baja—, te mostraré dónde está el tesoro secreto.

Rissi se quedó callado, contemplándola con aire pensativo.

—Sería mucho más divertido que quedarte por aquí todo el día —insistió ella.

—¿Me prometes que me mostrarás el tesoro? —preguntó él.

—Te lo prometo.

—¿Por la vida de tu padre?

Aunque se trataba de una promesa habitual entre los niños, ella titubeó por unos instantes.

—Prometo, por la vida de mi padre, mostrarte el tesoro secreto si tú me enseñas la forma secreta de salir de la ciudad.

Él asintió con una gran sonrisa.

—Sígueme.

Ella parpadeó, perpleja.

—¿Quieres ir ahora?

—¿Por qué no?

Echó un vistazo a Teiti, que no le quitaba ojo.

—Espera. Tendremos que despistar a mi tía, o no me dejará ir.

—No hace falta —aseguró Rissi—. Se puede llegar allí desde este estanque. Te verá sumergirte, pero no sabrá por dónde sales a la superficie. Cuando se dé cuenta de que te has ido, estaremos lejos.

Aunque era la oportunidad que ella había estado esperando, vaciló por un momento. Teiti se enfadaría mucho.

Rissi arqueó las cejas en un gesto burlón.

—¿Qué te pasa? ¿Te da miedo meterte en un lío?

Ella tragó en seco y sacudió la cabeza.

—No. Enséñamelo.

Rissi se dirigió hacia una parte más honda del estanque y se zambulló. Ella aspiró una gran bocanada de aire, esperando que Teiti creyera que estaban compitiendo para ver quién aguantaba más tiempo la respiración, y lo siguió.

Rissi se dirigió hacia la zona profunda, cerca de donde los chicos mayores pasaban el rato. Nadaba con rapidez, obligando a Imi a esforzarse por no quedar atrás. La entrada de un túnel apareció ante Imi, que notó que la corriente que mantenía fresco el estanque de los Niños la empujaba hacia dentro, detrás de Rissi.

Nunca antes se había adentrado en aquel túnel, y no le quedó otro remedio que confiar en que Rissi tuviera claro que podían llegar a la salida antes de ahogarse.

Poco después, atisbó la superficie rizada del agua por encima de ellos. Rissi sacó la cabeza, aspiró y se sumergió de nuevo. Ella hizo otro tanto y divisó por unos instantes una zona más pobre de la ciudad.

Atravesaron a nado varios túneles más. El agua y las casas eran cada vez más sucias. Imi se percató, asqueada, de que avanzaban por el conducto de desagüe en el que se vertían los residuos de la ciudad, y procuró no tragar ni una gota.

La corriente se hizo aún más impetuosa. Emergieron cerca de los muros derruidos de una casa y se aferraron a las rocas de la orilla para que el curso del agua no se los llevara. Rissi la miró con cara seria.

—Este es el último tramo. Cuando lleguemos al otro lado, estaremos en el mar. La única manera de volver a entrar es a través del túnel principal. La otra opción es salir del agua ahora y regresar a pie.

Imi se volvió hacia donde el flujo se tornaba más fuerte. Los arrastraría por cualquier túnel que tuvieran delante. Si topaba con algún obstáculo o se quedaba atascada, se ahogaría con facilidad.

—¿Cuántas veces has hecho esto?

—Una —contestó él con una amplia sonrisa.

Ella tenía el pulso acelerado. Cayó en la cuenta de que estaba aterrada.

—No tenemos por qué entrar en el túnel —aseveró él—. No les diré a los demás que no te atreviste. Pero te he enseñado la forma de salir, así que tú tienes que decirme dónde está el tesoro.

Ella posó los ojos en él y sintió una punzada de frustración y rabia. Él no le había advertido que aquello fuera tan peligroso. Sin embargo, había atravesado el túnel una vez y había vivido para contarlo. No debía de ser muy difícil. Bastaría con que se dejara llevar por la corriente. Se armó de valor y se obligó a sostenerle la mirada con expresión desafiante.

—No te lo diré hasta que lleguemos al otro lado —replicó.

Él se rio y soltó un grito de entusiasmo.

—¡Vamos allá! Procura mantenerte en medio del flujo. Y respira muy, muy hondo antes. Intentaré no soltarte. ¿Lista? Contaré hasta tres. Uno, dos…

Aunque ella tenía el corazón en un puño, consiguió inspirar profundamente.

—¡… tres!

Se zambulleron. Él la agarró de la muñeca y la sujetó con fuerza mientras salían propulsados hacia la oscuridad. Ella se preguntó cómo se suponía que debía mantenerse en medio si no veía nada, pero entonces se percató de que las paredes junto a las que pasaban a toda velocidad se vislumbraban débilmente. Pequeños bucles de luz adornaban la superficie.

«Lumbrices», pensó ella. Su presencia era indicativa del grado de suciedad del agua. Sin embargo, Imi estaba demasiado asustada para preocuparse por posibles enfermedades. Nunca se había desplazado tan deprisa; estaba convencida de que se estamparía contra la pared antes de que lograran salir.

El túnel empezó a curvarse hacia uno y otro lado. Tenían que nadar frenéticamente para no chocar contra las formaciones rocosas que de vez en cuando encontraban en su camino. Entreveía toda clase de cosas encajadas en grietas y huecos de la superficie; entre ellas, para su espanto, un cráneo.

Justo cuando empezaban a dolerle los pulmones, dobló una curva y descubrió que la corriente la impulsaba hacia una brecha alargada de color azul oscuro. Rissi la soltó, nadó hacia delante y salió velozmente por la estrecha abertura. Ella pataleó y consiguió pasar al otro lado sin tocar la roca.

La corriente se debilitó hasta cesar por completo. Ella miró hacia atrás y vio una pared de roca que se perdía a lo lejos en la bruma. Debajo, se divisaba apenas el fondo del mar. Por lo demás, la rodeaba un azul impenetrable que intimidaba por las posibilidades que encerraba.

No obstante, su necesidad de respirar era cada vez más apremiante. Ascendió hacia la superficie ondulada. Cuando la atravesó, expulsó el aire que había estado reteniendo y aspiró con afán.

Antes de que alcanzara a llenarse los pulmones, su cabeza se hundió otra vez y ella tragó agua. Agitó las piernas para impulsarse hacia arriba y emergió de nuevo, tosiendo y escupiendo. Tenía que hacer un esfuerzo incesante por mantener la cabeza por encima de la superficie.

—¡Rissi! —gritó desesperada.

—Imi —llegó la respuesta. Tras un momento de silencio, su cabeza apareció.

—¿Por qué se mueve tanto? —dijo ella jadeando—. ¿Es que ha estallado una tormenta?

Él se rio.

—No, esto es normal. Son las olas. —Le dedicó una gran sonrisa—. Nunca habías salido antes, ¿verdad?

—¡Sí! Pero el agua no estaba tan… agitada. —Descubrió que si seguía moviendo las piernas, podía subir y bajar con las olas.

—Bueno, y ahora ¿hacia dónde hay que ir? —preguntó Rissi.

—¿Qué?

—¿Dónde está el tesoro?

—Ah. —Puso en orden sus pensamientos—. En la isla de Xiti.

Él se quedó mirándola, abatido.

—¡Xiti!

—Sí. ¿Sabes cómo llegar?

Cuando él negó con la cabeza, la desilusión se apoderó de Imi.

—Oh. Debería habértelo preguntado antes.

—Sé dónde está Xiti —explicó él—, pero queda lejos de aquí. Tardaríamos horas en nadar hasta allí.

La esperanza de Imi se reavivó.

—¿Cuántas horas?

Él sacudió la cabeza de nuevo.

—Tres, tal vez cuatro.

—No es tanto. Podríamos ir y estar de vuelta al anochecer.

—¿Cuánto tiempo nos llevará conseguir el tesoro? —Le lanzó una mirada desafiante—. Y por cierto, ¿de qué tesoro se trata? No pienso pasarme el día nadando si no vale la pena.

Ella sonrió.

—Vale la pena. Oí a unos comerciantes hablar de campanillas marinas. Decían que algunas eran grandes como puños.

A Rissi le brillaron los ojos.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no se las han llevado?

—Porque… —Imi meditó su respuesta. ¿Cambiaría él de opinión si mencionaba a los pisatierra?—. Porque están esperando a que sean más grandes.

—Más grandes —repitió él—. Supongo que no echarán en falta unas pocas… Pero… eso sería robar, Imi. ¿Y si nos pillaran?

—Nada de lo que nos da el mar tiene dueño hasta que alguien lo recoge —comentó ella.

Rissi torció los labios, pero se le escapó una sonrisa.

—¡Voy a ser rico! —La miró—. Pero tú ya lo eres. ¿Para qué quieres las campanillas?

—Para el regalo de cumpleaños de mi padre —contestó ella, sonriente.

—Así que esa es la causa de todo esto. —Soltó una risotada—. Hemos salido de la ciudad, y los dos estamos ya en un lío. No perdemos nada con seguir adelante. Vamos.

Dicho esto, se zambulló. Después de respirar hondo, Imi se sumergió bajo las olas y nadó tras él.

Mirar contemplaba atónito la mesa improvisada, cada vez más repleta. Un cuenco de sopa humeaba ante él. Sobre una gruesa tabla descansaba algo envuelto en hojas que olía a carne asada con hierbas. A un lado de esto había una escudilla con verduras de hoja verde y raíces frescas, y al otro, un recipiente con tubérculos cocidos, además del cuenco habitual lleno de fruta madura.

—¿Qué es esto? —preguntó él.

—Un banquete —respondió Emerahl.

—¿Es lo que te ha mantenido ocupada toda la mañana?

—En gran parte, sí.

—¿Es una ocasión especial?

—Hay que celebrarlo.

—¿Celebrar qué?

Ella depositó sobre la mesa las dos tazas de madera que él había tallado y se enderezó.

—Hace más de una semana que no detecto tus emociones. Creo que es suficiente para demostrar que le has cogido el truco a ocultar tus pensamientos.

Él entornó los ojos.

—Eso no es todo.

—¿Qué pasa? ¿Ser libres para abandonar la cueva no te parece razón suficiente?

Cogió un saquito de cuero y lo acercó a las tazas. De la caña hueca colocada a manera de pitorro brotó un hilillo de un líquido de color morado oscuro. Su aroma le resultó familiar a Mirar, aunque hacía siglos que no lo olía. Era tepi, el licor de los siyís.

—¿De dónde lo has sacado?

—He hecho un trueque. Con los siyís.

—¿Han regresado?

—Sí, a primera hora de la mañana. Creo que les preocupa que fallezca. O que haya decidido quedarme.

—Mmm. —Agarró la taza y bebió un sorbo. El fuerte licor le calentó la garganta—. Menos mal que he aprendido a ocultar mis pensamientos. No podemos permanecer aquí mucho más tiempo.

—No —convino ella. Se sentó y levantó su escudilla de sopa—. También me han dado un guirri. Como tenía que asarlo hoy, he decidido prepararnos un festín. Ahora no tengo muchas otras cosas que hacer.

Él la observó mientras tomaba la sopa.

—Empiezas a aburrirte de mí, ¿verdad?

Ella sonrió con picardía.

—No. Nunca me has parecido aburrido, Mirar. De hecho, siempre te he encontrado demasiado interesante para lo que me conviene.

Él soltó una risita. Bien. Allí estaba: la invitación. Se había fijado en la forma en que ella lo miraba a veces. Pensativa. Curiosa. Llena de admiración. Aquella chispa de atracción seguía encendida en ella. ¿Y en él?

Evocó otras épocas en que las circunstancias los habían empujado a acostarse y sintió que un interés antiguo pero conocido se avivaba en su interior. «Sí —pensó—. Sigue allí».

—Hoy me ha dado por preguntarme —comentó ella, dejando a un lado la escudilla vacía— si algún otro de los indómitos habrá sobrevivido.

Alzó la vista hacia él, como pidiéndole su opinión. Él tomó otro sorbo de tepi, dándose tiempo para desprenderse lentamente de los recuerdos agradables.

—Lo dudo —respondió.

Ella frunció los labios, lo que le trajo a la memoria otra ocasión en que ella se había quedado callada y había puesto esa cara, cavilando sobre lo que debían hacer a continuación. Recordó que en aquel momento estaba desnuda. Sacudió la cabeza para despejar su mente.

—Si tú y yo seguimos vivos, ¿por qué ellos no? —insistió Emerahl—. Sabemos que a la Oráculo y al Granjero los mataron, pero ¿qué fue del Gaviota? ¿Y de los Mellizos y el Constructor?

—El Constructor murió. Se suicidó cuando sus creaciones fueron destruidas.

Ella clavó los ojos en él, horrorizada.

—Pobre Heri.

Mirar se encogió de hombros.

—Ya era viejo. El mayor de todos, después de la Oráculo, que estaba medio loca.

—El Gaviota y los Mellizos eran más jóvenes —murmuró ella, meditabunda—. ¿Y el Bibliotecario?

Él volvió a encogerse de hombros.

—No lo sé. Dudo que continúe a cargo de la biblioteca de Soor. Ese lugar era una ruina incluso antes de la guerra de los dioses.

Emerahl suspiró. Mirar le escudriñó el rostro. La conversación no había disipado su interés por ella, pero lo había reducido. Estaba demasiado distraída. Si él intentaba captar su atención, ¿cómo reaccionaría?

—Es una conversación demasiado morbosa para una celebración como esta —dijo él. Alargó la mano para coger una fruta y cortó una rodaja. Ella volvió los ojos hacia él, pero con mirada distante. Mirar extendió el brazo por encima de la mesa y le acercó la rodaja a la boca—. La vida es demasiado larga para desaprovechar las oportunidades de disfrutar —murmuró.

Emerahl abrió mucho los ojos y luego los entornó.

—Eso fue lo que dijiste…

—Hace mucho tiempo. Me preguntaba si aún te acordarías.

Ella aceptó el trozo de fruta.

—No es algo fácil de olvidar.

Él dirigió una mirada significativa a la rodaja.

—¿Vas a compartirla?

Las pupilas de Emerahl se dilataron, y una sonrisa se dibujó lentamente en su rostro.

—Sería una egoísta si no lo hiciera. —Se levantó y rodeó la mesa, con un brillo en la mirada. Con la rodaja de fruta sujeta entre los labios, se inclinó hacia delante y se la ofreció.

«Oh, sí», pensó él. La agarró por la cintura, la atrajo hacia sí y mordió la rodaja. Sus labios se tocaron y sus bocas se juntaron en torno a la frescura dulce de la fruta. Mirar sintió que sus dientes se hundían en la pulpa, y notó que las manos de Emerahl se deslizaban en torno a su espalda, así como él palpó con sus palmas la firmeza de la espalda de ella.

Su interés se enardeció hasta convertirse en deseo. Mirar se percató de que ella respondía con igual pasión. De pronto, ansiaba demasiadas cosas a la vez. Intentaba acostarla en su cama y desvestirla al mismo tiempo, sin conseguir ni lo uno ni lo otro. Riéndose, ella lo tumbó de espaldas de un empujón y se sentó a horcajadas sobre él. Tras arrancarse la ropa, la tiró a un lado. Mirar se quedó sin respiración al verle los pechos desnudos. Estaba perfecta, pero ¿cómo iba a estar, si no, pudiendo cambiar de edad tan fácilmente?

Ella le apartó las manos durante el tiempo suficiente para quitarle el chaleco y el jubón y desatarle el cordón del pantalón. Tiró de la prenda hacia abajo, lo contempló y desplegó una sonrisa. Sin decir una palabra, se le acercó despacio y él notó que su calor empezaba a envolverlo.

«¡No!».

Este pensamiento no era suyo. Una emoción lo recorrió de pronto, poniéndole los nervios de punta. No era capaz de identificarla. ¿Espanto? ¿Ira? Era como si todo su ser estuviera sumiéndose en la desdicha. El fuego en sus venas dio paso a un helor que no podía desterrar, y a la sensación acuciante de que otra voluntad estaba luchando contra la suya.

«¡Leiard!».

—¡No! —protestó. Se incorporó de forma tan brusca que Emerahl perdió el equilibrio por un momento—. ¡Infeliz!

Ella respiró hondo y fijó la vista en él.

—Supongo que no te refieres a mí —dijo con sequedad.

Él descubrió que no podía responder. Mantener el control sobre su cuerpo requería toda su fuerza de voluntad.

«No puedo permitir que lo hagas —dijo Leiard—. No dejaré que traiciones a Auraya de nuevo».

«¡Auraya no importa! —bramó Mirar—. No puedes volver con ella. ¡Ni siquiera existes!».

Emerahl lo observaba con los párpados entrecerrados. Mirar advirtió que la voluntad de Leiard se debilitaba. Respiró hondo, intentando contener la rabia.

—No me refería a ti —le explicó a Emerahl—, sino a él. Ha sido cosa suya. Me ha… frenado. Pensaba que…

—¿Que si no le permitías hacerse con el control, él no volvería a molestarte? —Meneó la cabeza y se levantó de la cama de Mirar—. Te avisé que no sería tan sencillo.

—¿Qué se supone que debo hacer? —exclamó él, poniéndose de pie y subiéndose los pantalones hasta la cintura de un tirón. Tenía la sensación de que, si fuera posible morirse de vergüenza, caería fulminado—. ¿Va a impedirme que me acueste con cualquier mujer de ahora en adelante, solo por lealtad hacia… hacia esa…?

—Auraya —completó la frase ella. Recogió su ropa y comenzó a vestirse.

La serenidad con que había aceptado la súbita impotencia de Mirar la mortificaba aún más que si se hubiera mofado de él. Al menos habría podido fingir sorpresa.

—Tienes que asumir que Leiard forma parte de ti —dijo—. No puede sentir nada que no exista ya en tu interior.

—Salta a la vista que sí puede. Yo no amo a Auraya.

Emerahl se volvió hacia él con una sonrisa.

—No, pero una parte de ti sí. Una parte que, por desgracia, no te gusta. Tienes que aceptar esa parte y todo aquello que Leiard demuestra que puedes ser. De lo contrario… —sacudió la cabeza y desvió la mirada—, temo que nunca vuelvas a estar entero.

—No lo sabes con certeza.

—No, pero apostaría a que es así. —Regresó junto a la mesa y se sentó. Tras desenvolver el guirri asado, comenzó a arrancar trozos de carne—. Come. No estoy ofendida. Un poco frustrada. Tal vez un poco avergonzada, pero no ofendida.

—¿Avergonzada, tú? —masculló él—. Yo me siento completamente humillado. Nunca había tenido problemas para…

—Déjame comer tranquila —lo interrumpió ella—. No necesito oír otra de tus fanfarronadas sobre tus proezas sexuales. No es buen momento. Y menos aún mientras estoy comiendo.

Él movió la cabeza de lado a lado. El enfado había dado paso a un desánimo sombrío en el que descubrió que le producía una enorme pereza. Se sentó en el borde de la cama y contempló la comida con el ceño fruncido. Al ver el odre de tepi sobre la mesa, se llenó el vaso, apuró la bebida y se sirvió otra.

—No todas mis historias son fanfarronadas —gruñó.

—Lo sé —dijo Emerahl, en un tono excesivamente apaciguador.

—De verdad…

—Come y calla.

Con un suspiro, él obedeció.

A Teiti le temblaban las piernas a la orilla del estanque de los Niños. Había transcurrido una hora desde que Imi había desaparecido. Aún tenía grabada en la retina la imagen de la princesa justo antes de zambullirse en el agua.

Los guardias y ella habían interrogado a los otros niños, pero ninguno de ellos había sido testigo de la marcha de Imi. Teiti había enviado a todos los guardias excepto uno a preguntar a la gente que se hallaba cerca de alguna de las numerosas entradas de la cueva si habían visto a la princesa.

—Ya volverá —intentó confortarla el guardia que quedaba—. Lo más seguro es que se haya escabullido para pasar un rato a solas con ese chico.

«Eso no me tranquiliza en absoluto —pensó Teiti—. Es demasiado joven para estar interesada en chicos. Y si no fuera así, me escandalizaría igualmente que estuviera con el hijo de algún comerciante de baja estofa».

—¿Señora?

Al bajar la vista, vio a un par de niñas que se hallaban de pie frente a ella.

—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó.

—Hemos pensado que le interesaría saber —dijo una de las niñas— que hay un túnel en la parte más profunda del estanque. Desemboca en la ciudad. Sé que Rissi lo ha utilizado antes, cuando quería librarse de que Kizz le diera una tunda.

«¿Una tunda? —Teiti reprimió una maldición—. ¿Por qué he dejado a Imi jugar con críos de semejante calaña?».

—¿Dónde está?

Las chicas señalaron.

—En la parte más honda.

—Iré a echar un vistazo —se ofreció el guardia—. Si lo que dicen es cierto, tendremos que empezar a buscarla por toda la ciudad.

Toda la ciudad. Teiti suspiró. Las probabilidades de que el rey no se enterara de esto disminuían rápidamente. Cuanto más tiempo pasaba desde que había perdido de vista a Imi, menos le preocupaba a Teiti lo que su padre pudiera decir o hacer. Lo que más le importaba era la seguridad de la chica.

—Ve —dijo—. Encuéntralo. Averigua adónde conduce. Pediré más ayuda.

Mientras él entraba caminando en el agua, ella giró sobre sus talones y echó a andar hacia la entrada principal del estanque. Uno de los guardias estaba allí, haciendo preguntas a la gente. Ella había decidido enviarlo a palacio. Había llegado el momento de informar al rey de la desaparición de su hija.