11

La Andana estaba abarrotada de gente pese al caluroso sol de la mañana. Sus gritos de júbilo eran alentadores. Reivan avanzaba para reunirse con los Acompañantes de las Voces, con el corazón un poco más acelerado de la cuenta.

«Cuando sea una Acompañante, encontrarme ante multitudes como esta se convertirá en algo habitual —reflexionó—. Me pregunto cuándo dejará de parecerme emocionante».

Las Voces descendieron por la escalinata principal del Santuario. Al pie de la escalera, cuatro grupos formados por cuatro esclavos musculosos, cada uno encabezado por un capataz, aguardaba junto a unas sillas de manos. Las Voces se separaron y cada una subió a una litera. Una vez que se acomodaron en los asientos, los esclavos se cargaron las angarillas al hombro y echaron a andar por la vía.

Los Acompañantes comenzaron a caminar en fila tras las literas. Nadie dijo una palabra. Reivan exhaló un suspiro de alivio al percatarse de que, por primera vez en una semana, nada requería su atención. Por fin disponía de un poco de tiempo para pensar.

Los días de Reivan se habían vuelto largos y ajetreados. Imenja la quería a su lado durante varias horas casi a diario. Algunas veces, le pedía que presenciara una reunión o un debate; otras, que la observara mientras llevaba a cabo tareas de las que Reivan tendría que ocuparse en cuanto asumiera las responsabilidades de una Acompañante. Eran tareas como organizar el horario de Imenja, recibir o enviar regalos o donativos, rechazar sobornos y escuchar informes sobre las labores encomendadas a otros Servidores.

Al mismo tiempo, seguía adelante con su formación. Imenja había consumido todo el tiempo que Reivan necesitaba para aprender a utilizar sus habilidades, si es que las tenía, y más. En los ratos que le quedaban, Reivan estudiaba leyes, historia y teología. Por fortuna, sus años de lecturas en el monasterio donde había crecido estaban revelándose muy provechosos, e incluso Drevva reconocía que Reivan tenía más conocimientos que el Servidor novicio medio.

Reivan se acostaba tarde y se levantaba temprano. La lista de funciones que tendría que cumplir como Acompañante era tan larga que empezaba a sentirse agobiada.

—¿Cómo me las arreglaré para hacer todo esto? —le había preguntado a Imenja, que había sonreído.

—Delega.

—¿Que encargue parte del trabajo a otros? Pero ¿cómo sabré en quién puedo confiar?

—Si no son de fiar, yo te lo diré, y aunque no te lo dijera, no tardarías en averiguar quiénes lo son y quiénes no. No te culparé por los errores de otros.

—¿Y si nadie quiere hacerlo?

Imenja se había reído.

—Creo que encontrarás a muchos Servidores dispuestos y ansiosos por ayudar. Al igual que tú, están aquí para servir a los dioses.

—¿Me estáis diciendo que de hecho podré recompensar a la gente endosándole trabajo?

—Sí, siempre y cuando no se lo expongas en esos términos. Estarás honrándolos con un cometido tan importante que solo lo confiarías a unos pocos.

Había muchos ritos y ceremonias a los que tenían que asistir los Acompañantes, pese a que no desempeñaban papel alguno en ellos. Reivan sospechaba que iban allí por si surgía la necesidad de utilizarlos como recaderos. Seguramente por eso nadie se sorprendía cuando Imenja llevaba a Reivan consigo.

Hoy sería testigo del rito del Sol. Nunca antes había presenciado la ceremonia de fertilidad, ni mucho menos participado en ella. Se celebraba en honor de los matrimonios. Los matrimonios ricos. Solo los participantes y los Servidores se hallaban presentes durante todo el acto, si bien algunas Voces asistían a la primera parte del rito.

Este despertaba una gran curiosidad entre los pentadrianos jóvenes —y todos los forasteros—, porque muy poca gente hablaba de él. A los Servidores que intervenían en las ceremonias se les obligaba a jurar que protegerían la privacidad de los participantes, que rara vez estaban dispuestos a describir sus experiencias. Los avvenianos, como pueblo, consideraban descortés y de mal gusto desvelar las intimidades de su matrimonio.

Esta renuencia de los pentadrianos a tocar el tema del rito daba pie a toda clase de especulaciones disparatadas entre los extranjeros. En la época en que trazaba mapas de las minas en Ithania del Norte, Reivan había conocido a muchos sennenses que creían que su pueblo practicaba orgías rituales. Ella les explicaba que solo las parejas casadas tomaban parte en las ceremonias, pero eso no convencía a los extranjeros de que no tenían nada de obscenas.

«Mientras estén relacionadas con el sexo —pensó—, les parecerán depravadas. Los sennenses son aún más remilgados que los pentadrianos. Me pregunto si los circulianos serán así también».

La muralla curva del templo de Hrun apareció más adelante. Reivan contempló las sombras distantes del arco de entrada. Cada vez hacía más calor, y ella empezaba a descubrir lo incómoda que podía ser su túnica negra bajo un sol intenso.

Miró con envidia a los esclavos que caminaban delante de ella y que no llevaban más que unos pantalones cortos. Las gotitas de sudor relucían en su piel bronceada. Ella recordó un rumor que había oído hacía poco tiempo. Uno de los esclavos libertos del ejército se había casado con una Servidora. Reivan se preguntó qué delito habría cometido el hombre originalmente para que lo condenaran a la esclavitud. Seguramente la Servidora no lo habría aceptado como esposo si hubiera sido un violador o asesino.

¿Eran culpables los hombres que avanzaban ante ella de actos tan atroces? Los examinó con aire dubitativo. En teoría, convertir a los delincuentes en esclavos del Santuario era mejor que encerrarlos en prisiones. Todos los Servidores poseían habilidades mágicas y por tanto podían defenderse si algún esclavo causaba problemas.

«Salvo yo —pensó Reivan—. Espero que mis compañeros Servidores se acuerden de eso… o, mejor aún, que quienes me apoyan se acuerden y mis enemigos no».

La silla de manos en que viajaba Imenja llegó a la puerta del templo y la atravesó. Los momentos que Reivan tardó en resguardarse del sol abrasador se le antojaron interminables. Poco después, caminaba al fin en la sombra fresca de un amplio pasillo arqueado. Una brisa deliciosa la refrescaba. Dirigió la vista al frente y soltó un jadeo, maravillada.

Al final del pasillo se divisaba un verdor exuberante. Dos puertas abiertas revelaban un gran círculo de césped y plantas. Un estanque centelleaba en el centro, y unos arriates bajos bordeaban el césped. Aunque se trataba de un espacio descubierto, las fuentes mantenían el aire húmedo. Era como un oasis en medio del desierto.

Tras salir del pasillo, siguió a los esclavos por un sendero que rodeaba el jardín, a la sombra de una galería larga y curva. A lo largo de la pared interior del templo había puertas abiertas a intervalos regulares. Reivan calculó que eran más de cincuenta.

Los esclavos transportaron las cuatro literas al fondo del jardín, donde las depositaron en el suelo ante un estrado. Un Servidor Devoto se acercó para recibir a las Voces.

Cuando Reivan lo reconoció, la recorrió un escalofrío de gusto. Era Nekaun, el Servidor Devoto que le había dado la bienvenida cuando la habían nombrado Servidora novicia. El día anterior, ella se había enterado de que Nekaun se encontraba entre quienes aún tenían posibilidades de obtener el puesto de Voz Primera tras haber superado una prueba de fuerza mágica. Reivan lo observó mientras saludaba a las cuatro Voces y las invitaba a tomar asiento. Unos Servidores les llevaron cuatro bancos. Al ver que los otros Acompañantes se sentaban en el borde del estrado, Reivan los imitó.

—Que dé comienzo el rito del Sol.

Neukan inclinó la cabeza y se volvió hacia el jardín. A una palmada suya, empezaron a salir Servidores en fila. Mientras caminaban, entonaron una canción. Era una melodía solemne y a la vez jubilosa, y Reivan alcanzó a distinguir frases sobre el amor y los niños. Supuso que se trataba de Servidores guía que orientarían a las parejas que participaran en el rito.

A continuación aparecieron los matrimonios. Todos llevaban las prendas blancas y sencillas que les había facilitado el templo, e iban descalzos. Una vez en el jardín, avanzaron sobre el césped y se detuvieron allí a esperar. Unos parecían emocionados; otros, nerviosos. Sus edades variaban de manera considerable. Unos apenas habían alcanzado la edad adulta, mientras que otros eran de mediana edad. Reivan se fijó en algunos emparejamientos curiosos, obviamente motivados por el dinero o la posición social: hombres mayores con mujeres jóvenes, feos con atractivas; incluso una mujer mayor con un joven, aunque ambos parecían satisfechos con la situación.

«No envidio a los Servidores guía», pensó Reivan.

La canción llegó a su fin. Nekaun se dirigió hacia la hierba.

—El rito del Sol es antiguo —dijo a los participantes—, introducido por Hrun hace muchos miles de años. Su propósito es enseñar el arte del placer y las técnicas para una vida armoniosa, así como favorecer la creación de vidas nuevas. Hoy se celebrará en templos de toda Ithania del Sur e incluso en zonas de Ithania del Norte donde nuestra gente aún es bien recibida.

»Permaneceréis un mes con nosotros. Comeréis de forma opípara hasta que el fuego en el interior de la mujer arda con fuerza, beberéis hasta que el pozo en el interior del hombre se llene del agua de una nueva vida.

Cuando Reivan se dio cuenta de que tenía el ceño fruncido, se apresuró a suavizar su expresión. Algunos de los grandes Pensadores del siglo anterior habían declarado que la antigua creencia de que el hombre era la fuente de vida nueva y la mujer literalmente un horno en el que cocerla —cuanto más ardiente, mejor— era una superchería. Al diseccionar cadáveres de mujeres muertas, no habían encontrado el menor rastro de fuego: ni llamas, ni cenizas, ni quemaduras. El fuego necesitaba combustible y aire. No había indicios de que ninguna de las dos cosas existieran dentro del cuerpo femenino.

Tras examinar los órganos internos de hombres y mujeres tanto fértiles como infértiles, habían concluido que la mujer criaba semillas en su organismo, mientras que el hombre se limitaba a proporcionar nutrientes. No era una idea muy popular, y la mayoría de los Pensadores no la habían aceptado, ni siquiera cuando se les había insinuado que cuantos más nutrientes aportara el hombre, más fuerte y sano sería el niño.

Nekaun seguía dirigiéndose a la multitud, hablando sobre la exploración y el aprendizaje, sobre los desafíos y las recompensas. Ella no pudo evitar quedarse absorta en sus pensamientos.

«Supongo que, como Servidora, se esperará de mí que suscriba la teoría de las llamas y el agua, pese a que me inclino más a creer en la teoría de la semilla y los nutrientes, por mis lecturas y por lo que he oído contar a quienes han llevado a cabo experimentos y disecciones. Sin embargo, los dioses nunca permitirían que sus Servidores propagaran ideas erróneas, ¿o sí?».

Nekaun había terminado de hablar. Dio una palmada, y de una puerta lateral salió una fila de criados cargados con jarras o bandejas repletas de copas de cerámica. Dos de ellos se acercaron al estrado y sirvieron bebidas a las Voces, los Acompañantes, Reivan y por último a Nekaun. Los demás ofrecieron refrigerios a los Servidores dispersos por el jardín.

Cada Servidor cogió tres copas, las llenó y se dirigió hacia la zona de césped para elegir una pareja. Reivan advirtió que quienes escogían a matrimonios en los que había un participante mayor solían ser Servidores maduros. Una vez que todas las parejas se convirtieron en tríos, Nekaun alzó su copa por encima de su cabeza.

—Brindemos por Hrun, el Dador de Vida.

—Por Hrun —corearon todos.

Cuando Nekaun se llevó la copa a los labios, las Voces, los Acompañantes y los participantes siguieron su ejemplo. La bebida era un licor sorprendentemente fuerte, rico en sabores afrutados, de nueces y especias.

—Brindemos por Sheyr, rey de los dioses.

—Por Sheyr.

No era el único rito en el que se mencionaba al dios principal después de un dios menor. En las numerosas ceremonias de los Servidores guerreros, se nombraba a Alor primero. A continuación, Nekaun pronunció el nombre de esta deidad.

—Brindemos por Alor, el Guerrero.

—Por Alor.

Tres tragos habían bastado para causarle una sensación cálida en el estómago a Reivan. Aquella bebida estaba deliciosa. «Lástima que la copa sea tan pequeña».

—Brindemos por Ranah, diosa de la Luna.

—Por Ranah.

Ahora ella notó que el alcohol empezaba a calentarle la sangre. Contempló desanimada los posos en el fondo de la copa.

—Brindemos por Sraal, el Comerciante de Almas.

—Por Sraal.

Después de tomar el último trago, Reivan se quedó mirando la copa vacía con nostalgia. Se preguntó cómo se llamaba esa bebida, si era un producto sagrado del templo de Hrun o podía comprarse en otra parte.

—Eso no forma parte del rito —murmuró Vervel.

Al alzar la vista, Reivan vio que Nekaun estaba caminando entre las parejas, dándoles la bienvenida en persona.

—No —convino Imenja—. Los Servidores superiores del templo de Hrun siempre se han tomado la libertad de añadir toques propios a la ceremonia.

—Me gusta lo que está haciendo —comentó Genza, observando a Nekaun—. Sirve para tranquilizarlos. —Se volvió hacia Imenja—. ¿Tú qué opinas entonces?

Imenja esbozó una sonrisa torcida.

—¿Sobre que él sea Voz Primera? Creo que con el tiempo llegaría a estar a la altura del cargo.

Shar soltó una risita.

—Imagino que no tardaría mucho.

—Es popular —dijo Genza, posando de nuevo la mirada en Nekaun.

—Entre los Servidores. Pero ¿y el pueblo? —preguntó Vervel.

—No tiene motivos para estar en su contra —respondió Shar—. Es difícil ofender a alguien cuando eres Servidor superior del templo de Hrun.

—Un papel que él ha desempeñado bien —agregó Imenja. Entornó los ojos y los fijó en Nekaun—. Es uno de mis candidatos preferidos. Puede que los demás tengan más experiencia, pero son menos…

Dejó la frase en el aire. Nekaun caminaba de vuelta hacia su sitio, al borde del jardín. Dirigió de nuevo unas palabras a las parejas. Reivan no alcanzó a entender lo que decía, pero oyó un susurro tras sí.

—¿… encantadores?

Al echar una ojeada hacia atrás, vio que Genza arqueaba una ceja en un gesto provocador hacia Imenja, que rio por lo bajo.

—Carismáticos.

Ambos devolvieron su atención a Nekaun. Reivan alzó la vista y le oyó decir algo acerca del inicio de las clases. Los Servidores reanudaron su canto mientras salían del jardín, seguidos por sus parejas elegidas. Cada uno se encaminó hacia una de las puertas abiertas de la pared interior. Las atravesaron y las cerraron a sus espaldas, finalizando la canción. De pronto, el jardín quedó desierto y en silencio.

Imenja se puso de pie, y las otras Voces hicieron lo mismo. Cuando se levantó, Reivan se sintió algo mareada. Un criado se acercó para recoger las copas vacías. Nekaun regresó junto a ellos, sonriendo con satisfacción notoria.

—Ha sido una ceremonia preciosa, Servidor Devoto Nekaun —le comentó Imenja.

Él inclinó la cabeza.

—Gracias, Voz Segunda. Gracias a todos por participar.

Imenja adoptó una expresión seria.

—Siempre hemos participado. Este año es más importante que nunca regocijarse con la creación de nueva vida además de llorar las pérdidas y muertes. Nos infunde esperanza.

Nekaun asintió.

—En efecto. ¿Volveréis al Santuario ahora, o queréis quedaros al banquete?

—Volveremos ahora —contestó ella—. Como de costumbre, tenemos mucho que hacer.

—En ese caso, permitid que os acompañe hasta la portalada.

Reivan lo examinó con atención. Intentó imaginarlo con una actitud orgullosa y prepotente, como la de Kuar, en vez de amable y complaciente, pero no lo consiguió.

«Una cosa está clara —pensó—. Si lo nombran Voz Primera, no se parecerá en nada a su antecesor. Lo que no sé es si eso será bueno o malo».

Cuando el platén enfiló la calle, Auraya se sintió aliviada al comprobar que no había una multitud esperando frente al hospital. Cuatro guardias permanecían apostados junto a la puerta, alertas y listos para pedir ayuda a quienes aguardaban dentro si surgían problemas de los que no pudieran encargarse solos.

Habían empleado a guardias adicionales después de que unos matones callejeros redujeran a dos unas noches atrás para que una banda irrumpiera en el hospital. Los intrusos habían destrozado algunos muebles y se habían llevado material, pero no habían dañado ni robado ningún objeto irremplazable. Aunque nadie había visto a los ladrones, los matones contratados para neutralizar a los guardias habían sido capturados. Declararon que actuaban bajo las órdenes de unos jóvenes pudientes de la zona alta de la ciudad.

Un peón estaba retocando la pintura de una pared con movimientos presurosos. Auraya leyó en su mente que alguien había distraído a los guardias la noche anterior y había escrito una frase despectiva contra los tejedores de sueños. Ella reprimió un suspiro.

La oposición al hospital era inevitable. La gente rara vez abandonaba sus prejuicios de la noche a la mañana, incluso cuando parecía que eso era lo que los dioses querían. Si no les gustaba la decisión que estos habían tomado, alegaban que no era más que una mala interpretación humana de su voluntad.

«Y puede que estén en lo cierto —reflexionó—. Las órdenes que recibí provenían de Juran, no directamente de una deidad». Sin embargo, aunque la idea de abrir un hospital se le hubiera ocurrido solo a Juran, los dioses no habrían permitido que prosperara si no la hubieran aprobado.

El pintor levantó la mirada. Se le desorbitaron los ojos al verla. Tras dar unos últimos toques rápidos a la fachada del hospital con la brocha, entró en el edificio a toda prisa. Cuando el platén se detuvo frente a la puerta, los guardias se pusieron firmes y realizaron la señal del círculo.

Auraya recogió el paquete que tenía a su lado, en el asiento, y se apeó. Caminó con paso resuelto hasta la puerta del hospital y la abrió por medio de la magia. Cuando pasó al interior de la sala que había al otro lado, varios rostros se volvieron hacia ella. Percibió el alivio de los sacerdotes por su llegada y supo que habían estado esperando en un silencio tenso. El motivo de su incomodidad eran los cinco tejedores de sueños que se encontraban tranquilamente de pie detrás de Raeli. Pese a su actitud serena, Auraya detectó en ellos expectación, curiosidad y miedo.

Les dedicó una sonrisa a todos y, como siempre, le sorprendió un poco la eficacia con que aquel gesto tan sencillo atenuaba el nerviosismo del ambiente.

—Gracias por venir —dijo, mirando a cada uno de los presentes a los ojos—. Lo que iniciamos hoy es una tarea noble, pero no exenta de peligros. Sucesos recientes me han convencido de que una ceremonia pública con motivo de la inauguración de este hospital solo nos acarrearía problemas, y sé que todos compartís mi opinión. En vez de ello, celebraremos la ocasión con un acto discreto y privado.

»Tejedora de sueños Raeli y sacerdote superior Tilor, salid al frente, por favor.

Los dos se le acercaron con expresión seria y digna. Auraya desenvolvió el paquete, dejando al descubierto una placa de madera con una inscripción en letras de oro: «En beneficio de todos». Percibió la aprobación tanto de los tejedores como de los sanadores.

La placa había sido idea de Danyin, que también había concebido las palabras. Le parecía que destilaban una ironía muy apropiada, pues la norma de los tejedores de no negar su ayuda a nadie conduciría a su perdición. A Auraya le recordaban la razón por la que hacía todo aquello: para salvar almas que de otro modo podrían apartarse de los dioses.

Raeli y Tilor volvieron la vista hacia la entrada del pasillo, donde habían colocado dos escaleras pequeñas. Un par de cadenas pendían del techo, separadas por la misma distancia que los ganchos sujetos a la parte superior de la placa. Auraya les tendió la placa a la tejedora y el sacerdote. Cada uno cogió un extremo, y juntos avanzaron hacia la entrada del pasillo, subieron los peldaños y engancharon las cadenas. Una vez que la placa estaba colgada en su sitio, Auraya extendió las manos a sus costados en un gesto enfático, tal como requería la ocasión.

—Declaro inaugurado el hospital.

Los tejedores y sanadores se relajaron. Tras bajar al suelo, Raeli y Tilor se contemplaron el uno al otro. Una sonrisa se dibujó en la cara del sacerdote, y las comisuras de los labios de Raeli se curvaron ligeramente hacia arriba.

—Todo está preparado —dijo Auraya—. Ahora solo nos faltan pacientes a los que atender.

Los dos intercambiaron una mirada.

—De hecho —señaló Tilor—, ya los tenemos. Llegaron anoche: una mujer con un parto difícil y un anciano con los pulmones dañados.

—La mujer y el niño están recuperándose —añadió Raeli—. En cuanto al anciano… —Se encogió de hombros—. Creo que la edad es una causa de su mal, tanto como su enfermedad. Hemos conseguido mantenerlo estable.

Tilor enarcó las cejas.

—Resulta que no pueden curarlo todo —le murmuró a Auraya.

La boca de Raeli se torció en una sonrisa.

—El envejecimiento no es una enfermedad —le dijo a Tilor—, sino un proceso natural de la vida. Después de reunir conocimientos durante miles de años, no nos hacemos falsas ilusiones sobre lo que puede y no puede lograrse.

El sacerdote superior rio entre dientes.

—Seguro que utilizáis ese pretexto siempre que no conseguís curar a alguien —bromeó.

Auraya los miró a ambos, asombrada. Parecía haber surgido un lazo de respeto entre ellos, tal vez incluso un principio de amistad. ¿Cuándo había sucedido? Al centrarse en sus mentes, vio recuerdos de la larga noche en que habían luchado juntos por salvar a una madre y a su hijo. Había sido una experiencia aleccionadora para ambos.

En su interior brilló un rayo de esperanza que se apagó en cuanto le vino a la memoria su auténtico propósito. Sin embargo, su persistente sentimiento de culpa se veía aplacado por la certeza de que lo que los sacerdotes sanadores aprendieran de los tejedores les permitiría ayudar a muchas más personas. De pronto, consideró el proyecto desde una óptica distinta. Había muy pocas cosas buenas en la vida que no tuvieran también consecuencias negativas. El hospital era una de ellas. En conjunto, las ventajas superaban a los inconvenientes.

Y ese era un punto de vista típico de los tejedores de sueños.