10

Emerahl se levantó temprano y salió en busca de comida. Mientras escarbaba para extraer raíces comestibles y recogía frutos y nueces de los árboles, reflexionó sobre las revelaciones del día anterior. Lo que Mirar había hecho era extraordinario. Ella estaba deseosa de saber cómo había sobrevivido al aplastamiento de su cuerpo y de entender cómo había creado a Leiard y enterrado su propia identidad. ¿Seguía Leiard dentro de su mente? ¿Podría Mirar asumir temporalmente la personalidad de Leiard si en algún momento se percataba de que los dioses lo vigilaban? Sin duda sería una habilidad muy útil.

Cuando regresó, lo encontró en actitud meditabunda. Era algo tan poco habitual en Mirar que Emerahl quedó descorazonada, convencida de que Leiard había tomado el control. Cuando dejó el cubo en el suelo, él abrió un ojo y sus labios se torcieron en una sonrisa socarrona.

—¿Qué hay para desayunar?

«Ese es Mirar, seguro», se dijo ella, aliviada.

—Tortas de raíces. Fruta y nueces —respondió—. Otra vez.

Poco entusiasmado, él cerró el párpado, dejándola desairada. Además, Mirar estaba encubriendo bien sus pensamientos. Emerahl ni siquiera podía intuir su estado de ánimo.

Le sonaron las tripas. Peló las raíces, las picó muy finas y las hirvió hasta ablandarlas. Después de colarlas, las hizo puré y comenzó a darle forma redonda y plana.

—Anoche recordé muchas cosas —dijo él—, después de que te durmieras.

Ella se enderezó para escrutarle el rostro. Mirar abrió los párpados. Parecía un desconocido, con las facciones tensas por emociones que Emerahl nunca le había visto mostrar. De nuevo, temió estar hablando con Leiard.

—¿Como cuáles?

Él bajó los ojos al suelo, pero con la mirada dirigida hacia algún punto distante. «Hacia sus recuerdos —supuso ella—. Recuerdos desagradables, a juzgar por su expresión».

—La confusión. Cuando me encontraron entre los escombros, desperté, como si hubiera estado dormido. No sabía quién era, y los demás tampoco. Al no reconocerme, dieron por sentado que era uno de los tejedores comunes que se habían visto sorprendidos por el derrumbamiento de la Casa. Tenía el cuerpo retorcido y deformado. No podía andar, ni comer sin ayuda. Presentaba un aspecto tan aterrador que me escondieron para que no asustara a las mujeres ni a los niños pequeños.

Hablaba en un tono suave, exento de ira, pero cargado de un horror contenido. Ella se estremeció, acongojada por los sufrimientos que había tenido que soportar su amigo. Consternada porque el gran Mirar había quedado reducido a un tullido sin memoria.

—Me restablecí muy lentamente —prosiguió él—. Se me cayó el pelo y me creció de nuevo, encanecido. No podía cortármelo y, cuando por fin estuve en condiciones, había olvidado los motivos por los que quería hacerlo. En cuanto conseguí mover las piernas lo suficiente para caminar, huí de Jarime. La ciudad me asustaba, pero no recordaba por qué. Así que fui cojeando de una población a otra, de una aldea a otra, alejándome cada vez más. Mendigaba y hurgaba en la basura. En algunos sitios me acogían con caridad; de otros me echaban con cajas destempladas. Aquella existencia penosa se prolongó durante años y años. —Suspiró—. A pesar de todo, iba recuperando las fuerzas. Mis cicatrices desaparecieron poco a poco. Mientras unos recuerdos se desvanecían, otros volvían. Recordé que era tejedor de sueños, pero tardé mucho tiempo en confeccionarme un chaleco o en ofrecer mis servicios. Cada vez permanecía más tiempo en cada localidad; años, en lugar de meses. Mi estancia más larga fue de más de una década, después de… —Hizo una pausa y torció el gesto—. Después de descubrir a una niña con tanto potencial que no pude hacer otra cosa que quedarme para instruirla.

—Auraya —aventuró Emerahl.

Él asintió.

—Habría sido una buena tejedora de sueños.

—¿Tú crees? —preguntó Emerahl, algo sorprendida.

—Sí. Es inteligente, compasiva, con dones notables. Posee todas las cualidades necesarias.

—Salvo por su ligera preferencia por los dioses.

Él sonrió, apesadumbrado.

—Sí, salvo por eso. Ellos estropearon mis planes una vez más. O los de Leiard, para ser exactos. —Frunció el entrecejo—. El edificio del sueño es la Torre Blanca. En ese entonces no existía, pero se construyó en el terreno donde antes se alzaba la Casa de los Tejedores. Creo que ver eso estimuló mi memoria.

Emerahl se inclinó hacia delante.

—Bueno, ¿y Leiard continúa ahí dentro?

—No lo sé. —Mirar levantó la vista hacia ella con expresión enigmática—. Supongo que ha llegado el momento de averiguarlo.

Ella asintió.

—Supongo que sí. —Lo observó en silencio por unos instantes—. ¿Quieres que lo invoque?

—Más vale que acabemos con esto de una vez.

Emerahl respiró hondo.

—Leiard. Háblame.

Él abrió mucho los ojos y crispó el rostro. Emerahl contempló horrorizada que los rastros de Mirar se borraban para dar paso a una máscara de terror. Él abrió la boca, aspiró una gran bocanada de aire, se tapó la cara y emitió un gemido de dolor…, un débil grito de angustia y miedo.

«Parece evidente que Leiard no ha desaparecido», pensó ella con amargura.

Él estaba poniéndose de pie. Emerahl se levantó apresuradamente y se le acercó.

—Leiard, tranquilízate.

El lamento sonó cada vez más bajo, hasta extinguirse por completo. Él se llevó las manos a los lados de la cabeza, como si quisiera aplastársela.

—Una mentira —dijo, jadeando—. Una mentira… ¡y ella no lo sabe! No sabe que se enamoró de algo que… —Cerró los párpados con fuerza—. No era real. —De pronto, abrió los ojos y los clavó en Emerahl. Dio unos pasos hacia ella y la aferró por los hombros—. Pero ¡lo soy! Si no lo fuera, ¿cómo podría pensar y sentir? ¿Cómo puedo no ser real?

Emerahl le sostuvo la mirada. El tejedor parecía bascular entre la locura y la desesperación. Ella sintió una punzada de compasión.

—Se esmeró demasiado al crearte —dijo casi sin darse cuenta.

Él la soltó con un empujón de rechazo. Emerahl se tambaleó hacia atrás y se golpeó el talón contra la cama. El dolor le arrancó un quejido. Sin embargo, Leiard no reparó en ello.

—¿Por qué me dio la capacidad de amar? —exclamó—. ¿Cómo lo consiguió, si él mismo es totalmente incapaz? —Hizo una pausa y giró sobre los talones para lanzarle a ella una mirada acusadora—. ¿De modo que ese era su plan? ¿Crear a otra persona y luego matarla? Es como si hubiera engendrado a un niño para asesinarlo después.

«No le falta razón», pensó ella.

Entonces sacudió la cabeza. Leiard no era una persona de verdad. No había nacido. No se había criado en el seno de una familia. Su personalidad no se había desarrollado con el tiempo; era una invención. Tenía sentido que Mirar dotara a su otra identidad de una conciencia propia, pues de lo contrario habría carecido de instinto de supervivencia.

De repente, él apartó la vista y echó a andar hacia la salida de la cueva con aire decidido. El corazón de Emerahl dejó de latir por unos instantes.

—¡Leiard! —gritó—. No debes abandonar la seguridad de… —Él siguió caminando—. ¡Maldición! ¡Mirar! ¡Vuelve!

El hombre se detuvo. Ella vio que erguía la espalda y se volvía para contemplarla con expresión seria. Era imposible determinar si su invocación había funcionado. Para su gran alivio, él regresó al centro de la cámara.

—No ha sido agradable —murmuró mientras se sentaba en el extremo de la cama.

—¿Mirar? —preguntó ella con vacilación.

—Sí, soy yo —confirmó él, tendiéndose en el lecho con el entrecejo arrugado—. En fin. ¿Qué quieres probar a continuación, Vieja Arpía?

Ella soltó un resoplido al oír que la llamaba así. La Vieja Arpía. Suministradora de remedios para enfermedades o circunstancias adversas.

—Tiempo —dictaminó ella—. Necesito pensar. Y tú también. —Se puso de pie—. ¿Puedo confiar en que no te moverás de aquí?

—Sí, puedes confiar en mí —le aseguró Mirar—. No volveré a entregarle las riendas a él voluntariamente.

—Bien —declaró ella—, porque no puedo quedarme a vigilarte. Tenemos que comer y dormir. Empezaremos a pasarlo mal aquí si no vacío esos cubos.

Él echó un vistazo a su propio cubo de desechos y la miró como disculpándose.

—Detesto pasar de un tema desagradable a otro, pero lo cierto es que utilicé el mío mientras no estabas.

Ella se encogió de hombros. Se acercó al cubo y lo levantó.

—Me ocuparé de eso ahora… e intentaré encontrar algo más interesante para desayunar.

—Gracias —dijo él, y añadió con cierta timidez—: También necesitamos un poco de agua fresca.

Con un suspiro, Emerahl recogió el cubo de agua y salió de la cueva con paso veloz. Sus pisadas resonaron en el túnel, pero pronto quedaron ahogados por el estruendo de la cascada. Al final del pasadizo, ella se detuvo para contemplar el agua que caía.

«Es como si hubiera engendrado a un niño para asesinarlo después».

La reacción de Leiard le había afectado, y sus palabras le habían provocado escalofríos. Estaba claro que él comprendía qué le deparaba el destino con toda seguridad… Y no le gustaba. Iba a luchar por su existencia.

«Esto no es bueno —se dijo Emerahl—. No puede ser sano que dos personas se disputen el control del mismo cuerpo».

Por muy cruel que pareciera, Leiard era una invención. Mirar era la persona real. Los dos no podían continuar existiendo.

Ella suspiró y salió de la cueva. La lluvia había cesado y el sol asomó por detrás de una nube, reflejándose en las gotitas de agua que lo cubrían todo. Ella se detuvo a admirar el espectáculo. Era hermoso. Romántico, incluso. Pensó en las alusiones de Leiard a Auraya. El hecho de que una creación de Mirar pudiera experimentar el amor romántico resultaba curioso. Sin duda esto quería decir que él mismo era capaz de sentirlo.

De ser así, tal vez Mirar poseía todas las cualidades de Leiard. Quizá no le gustaban esos aspectos de sí mismo, pero Leiard era la prueba de que los tenía.

«No se trata de una batalla entre Leiard y Mirar —pensó ella de pronto—, sino de una lucha de Mirar contra aquellas partes de sí mismo que le desagradan o no acepta.

»En ese caso, necesita…».

Sus sentidos percibieron fugazmente una emoción que procedía de otra mente. Se quedó paralizada, luego se obligó a tranquilizarse y escudriñó su entorno. A su izquierda, un varón la acechaba. Por la inquietud y la preocupación que irradiaba, ella dedujo que su presencia en Si lo había alarmado. ¿Estaría solo?

Con el corazón latiéndole a toda prisa, exploró la zona y localizó otra mente. Dos mentes…, no, tres. «¡Cuatro!».

«¡Y yo que creía que escondernos aquí era una idea genial! —se lamentó—. Si nos han descubierto tan fácilmente… Pero ¿quién más puede haberse adentrado tanto en Si?

»Los siyís, por supuesto».

Su temor remitió un poco. Siempre cabía la posibilidad de que los dioses la observaran a través de los ojos de los siyís, pero era poco probable. Percibió curiosidad además de recelo, y supuso que les había sorprendido encontrarse allí con ella.

Sin embargo, estaban más asustados de lo que ella habría esperado. No acertaba a imaginar por qué tenían miedo a una pisatierra solitaria. Tal vez temían que no estuviera sola.

«Bueno, más vale que intente comunicarme con ellos. De lo contrario, seguramente irán en busca de refuerzos. En cambio, si los convenzo de que no albergo malas intenciones ni pretendo permanecer mucho tiempo aquí, quizá me dejen en paz».

Tras dejar el cubo en el suelo avanzó despacio por la orilla del río, fingiendo que buscaba comida. Cuando se hallaba lo bastante cerca de los siyís para que la oyeran por encima del rugido del agua, se enderezó y dirigió la vista deliberadamente hacia donde sabía que se encontraban los cuatro desconocidos.

—Os saludo, seres del cielo —gritó, esperando que el idioma de los siyís no hubiera cambiado demasiado.

Se produjo un silencio largo y tenso durante el que uno de ellos cavilaba sobre lo que debía hacer. Cuando Emerahl percibió que llegaba a una decisión, volvió la mirada en su dirección y vio que algo se movía entre los árboles.

Un siyí de cabello cano surgió de la espesura. Se detuvo y emitió una serie de sonidos y silbidos. Emerahl entendió lo suficiente para saber que estaba presentándose.

—Te saludo, Vice, portavoz de la tribu del río del Norte —respondió—. Me llamo Jade Danzante.

—Salud, Jade Danzante. ¿Por qué has venido a Si?

Ella meditó su respuesta con detenimiento.

—Cuando me enteré de que se avecinaba una guerra, vine aquí a esperar a que terminara.

—Entonces puedo darte una buena noticia —dijo él—. La guerra duró poco. Finalizó hace casi dos ciclos lunares.

Ella simuló alegrarse.

—¡Pues sí que es una buena noticia! —Y se apresuró a agregar—: No es que Si no me guste, pero es un poco… inhóspito para los pisatierra.

Cuando el hombre se aproximó unos pasos, ella percibió una suspicacia persistente.

—El bosque es peligroso, y el viaje hasta aquí, difícil para quienes no tenéis alas. ¿Cómo te las has arreglado para vivir aquí? ¿Cómo es que conoces nuestro idioma?

Emerahl se encogió de hombros.

—He residido muchos años cerca de la frontera de vuestro país —le dijo—. Poseo conocimientos y dones… y una vez ayudé a un siyí herido, que me enseñó vuestro idioma. Me gano la vida como sanadora, cuando estoy entre los míos.

—¿No eres sacerdotisa?

—¿Yo? —preguntó, sorprendida—. No.

—Creía que todos los pisatierra dotados se ordenaban sacerdotes.

—No. Algunos no queremos.

Vice entornó los párpados.

—¿Por qué no?

«Pero qué tipo tan entrometido», pensó ella.

—No quiero rendir cuentas a nadie ni que me digan lo que tengo que hacer.

Por primera vez, él sonrió.

—Perdona que te haga tantas preguntas. Hay dos motivos para ello. Temíamos que fueras una hechicera pentadriana que en una ocasión nos atacó. Como pronto habrá sacerdotes entre nosotros, tenía curiosidad por saber por qué alguien no querría serlo.

«¿Habrá sacerdotes entre los siyís? —La noticia la entristeció. Habían vivido muchos años libres de la influencia circuliana—. Supongo que ahora necesitan protección contra la amenaza pentadriana».

Contempló al anciano. Aunque ya no irradiaba ansiedad, aún refrenaba su curiosidad por cautela. Emerahl estaba segura de que ni él ni sus acompañantes tenían la menor intención de hacerle daño. Creían que estaba sola, y ella no pensaba sacarlos de su error. Presentarles a Mirar habría sido arriesgado. No, más valía convencerlos de que era una mujer solitaria e indefensa.

Se puso en cuclillas y se lavó las manos con el agua fría e impetuosa.

—Hay un árbol de frutacesta río abajo —señaló—. ¿Os gustaría quedaros a comer conmigo? Hace mucho que no disfruto de compañía.

Tras lanzar una mirada hacia donde se encontraban sus acompañantes, él asintió.

—Sí, nos gustaría. No podemos entretenernos demasiado, pues ya se nos ha hecho tarde para reunirnos con nuestra tribu, pero disponemos de tiempo suficiente para comer y conversar. —Emitió un fuerte silbido.

De entre los árboles salieron los otros tres siyís: dos jóvenes y una mujer madura. Se acercaron, nerviosos, sin despegar los ojos de Emerahl. Vice se los presentó. Ella les dedicó una sonrisa a todos, se puso de pie y les indicó con un gesto que se aproximaran.

—Seguidme. No sé vosotros, pero yo hablo más a gusto cuando no tengo hambre.

A continuación, los guio río abajo, alejándolos de Mirar.

El cielo era un manto turbulento de nubes bajas y negras. Los relámpagos la deslumbraban. No se oían truenos; reinaba el silencio.

«La noche anterior a la batalla no hubo tormenta —pensó Auraya mientras pasaba por encima de los cuerpos—. Bueno, tampoco había cadáveres parlantes».

Se esforzaba por no mirar a los muertos a la cara, pues había descubierto que eso los dotaba de movimiento. Sin embargo, atravesar el campo de batalla sin bajar la vista resultaba complicado. La oscuridad entre el destello de los rayos era absoluta. Llegó el momento que el pie se le enganchaba en un cadáver, y ella no podía evitar mirar hacia abajo.

Unos ojos inyectados en sangre se clavaron en ella. Unos labios se movieron.

—Tú me mataste —resolló el muerto.

«Solía despertarme en este punto —pensó—. Pero ya no».

—Tú me mataste —dijo otra voz. Era una mujer. Una sacerdotisa. Después habló otro, y luego otro. Alrededor de ella, los cuerpos se rebullían. Los que podían, se levantaban. Los que no, se arrastraban. Todos avanzaban hacia ella, repitiendo su acusación en voz cada vez más alta.

—¡Tú me mataste! ¡Tú me mataste! ¡Tú me mataste!

Ella arrancó a correr, pero no había manera de escapar. Estaba rodeada. «En este momento también solía despertarme». Extendieron los brazos hacia ella. Se vio empujada contra un montón de cuerpos descompuestos y putrefactos. Aquellos rostros se apretaban contra el suyo, con sangre y baba escurriéndoles de la boca. Notó que le oprimían el pecho con sus dedos huesudos, de modo que le costaba respirar. Pronunciaban las mismas palabras una y otra vez.

—¡Ohuaya! ¡Ohuaya!

«¿Qué…?».

De pronto, estaba despierta, contemplando unos ojos grandes bordeados de pestañas finas. Los ojos de un viz.

Ohuaya —repitió Travesuras en voz alta, esta vez con un claro deje de satisfacción. Estaba sentado sobre su pecho, cambiando su peso de una pata a otra.

—¡Travesuras! —exclamó ella. Cuando se incorporó, él saltó a la cama. Auraya respiró hondo, exhaló despacio y se volvió hacia el animalillo.

—Gracias —murmuró.

—¿Rasca? —sugirió él.

Ella lo complació y le rascó el lomo, disfrutando con el tacto de su suave pelaje. Mientras él emitía ruiditos de placer, ella meditó sobre sus pesadillas. Lejos de mejorar, eran cada vez peores. No tenía idea de lo que esto significaba.

«Tal vez debería consultar a un tejedor de sueños».

Pensó en los que iban a trabajar en el hospital. ¿Accederían a ayudarla, o sería pedirles demasiado? «Claro que me ayudarían. Están obligados a asistir a quien se lo pida».

¿Cómo sería la sanación por sueños? ¿En qué consistiría? En algún tipo de conexión mental…

«Ah».

Establecer una conexión mental sería demasiado arriesgado. La persona con la que conectara podría descubrir sus verdaderos planes respecto a los tejedores.

«No puedo hacer nada. Estoy condenada a tener estas pesadillas para siempre. —Se acostó de nuevo, maldiciendo por lo bajo—. Me lo merezco —se dijo—. ¿Cómo puedo plantearme siquiera pedir ayuda a los tejedores cuando estoy poniendo todo mi empeño en acarrear su ruina?».

Travesuras soltó un gemido de tristeza, tal vez por haber intuido su estado de ánimo. Ella notó que el viz se acercaba, y sintió su peso contra su cadera cuando se hizo un ovillo a su lado. Poco a poco, su respiración ligera se hizo más lenta. Auraya la escuchó durante un rato, pugnando por no dormirse.

De repente, se encontraba de pie bajo un cielo negro y encapotado que le resultaba muy familiar…