La escalera parecía no tener fin. A Imi le dolían las piernas, pero, sin despegar la mirada fija de la espalda de su padre, se obligó a seguir adelante, apretando los dientes para dejar de quejarse.
«Él me lo advirtió —pensó—. Me dijo que se tardaban horas en subir a la atalaya. Luego hay que hacer todo el camino de vuelta hacia abajo. La próxima vez, no tendré que regresar. La próxima vez me iré a nado y volveré a través de la Boca».
La respiración agitada de los adultos resonaba en el túnel. Teiti parecía estar sufriendo. Los guardias, en cambio, daban la impresión de pasarlo bien. Los que acompañaban con frecuencia al rey a la atalaya estaban acostumbrados al ejercicio. Quienes custodiaban a Imi disfrutaban la oportunidad única de visitar un lugar que solo a unos pocos les estaba permitido ver.
Teiti comenzó a resollar como ya había hecho en otras ocasiones antes de pedir un alto para descansar. Imi sintió una mezcla de irritación y alivio. No quería detenerse; quería que la escalera se terminara.
—Ya no falta mucho —le informó su padre, mirándola brevemente por encima del hombro.
Su tía se paró por unos instantes, se encogió de hombros y reanudó la marcha. A Imi el corazón le dio un vuelco, lleno de expectación. Los minutos siguientes se le antojaron más largos que las horas previas. Finalmente, su padre aminoró el paso hasta detenerse. Ella echó un vistazo desde detrás de él y advirtió que se encontraban frente a un muro liso.
No había ninguna puerta. Perpleja, ella miró a los demás. Tenían la vista fija en una pequeña trampilla en el techo.
Su padre se dirigió hacia un lado, donde había una hornacina similar a las que habían visto mientras subían, que contenía varias vasijas de cerámica llenas de agua. Las repartió entre sus acompañantes. Tras refrescarse la piel salpicándose un poco, Imi bebió. El agua no tenía un sabor agradable, pero fue un alivio para ella saciar la sed después del largo ascenso.
Alzó la mirada hacia la trampilla y reparó en las anillas de hierro oxidado que tenía la portezuela en su parte posterior. Un recio listón de madera estaba apoyado en una pared cercana. Imi supuso que podía deslizarse por las anillas para asegurar la puerta en caso de que los saqueadores descubrieran el túnel.
A una señal del rey, un guardia alargó el brazo hacia arriba y golpeó varias veces la portezuela con los nudillos. Imi se fijó en la sucesión de golpes: dos rápidos, tres espaciados y dos más seguidos. La trampilla se abrió. Dos hombres con armadura los miraron desde arriba. Por encima de ellos se extendía el azul deslumbrante del cielo.
Uno de los vigías se alejó y reapareció con una escalera de mano. La bajó por la trampilla hasta tocar el suelo del túnel. El rey ordenó a dos guardias que subieran primero y ascendió tras ellos. Una vez arriba, bajó la vista hacia Imi, sonrió y le indicó con un gesto que subiera.
Ella apoyó el pie en el primer peldaño de la escalera y comenzó a trepar por ella. Sus pies protestaron, doloridos tras la larga caminata, pero ella apretó los dientes y aguantó. Cuando llegó al final, su padre la sujetó por la cintura y la alzó hacia fuera. Ella soltó una carcajada de sorpresa y gusto.
Su padre gruñó, arrepentido.
—Empiezas a pesar demasiado para esto —dijo, frotándose la espalda. Se enderezó con un suspiro y dirigió la mirada hacia lo lejos.
Imi paseó la vista alrededor. Se encontraba en una zona cubierta de tierra entre varias rocas enormes. Eran tan altas que ella no alcanzaba a ver qué había detrás. Dando saltos sin moverse del sitio, consiguió entrever el mar y el horizonte.
—¿Queréis que la lleve a cuestas, majestad? —se ofreció uno de los guardias más robustos.
—Sí —asintió el rey—. Solo hasta que te canses.
El guardia le sonrió a Imi.
—Daos la vuelta, princesa.
Ella obedeció, y notó que sus grandes manos la agarraban de la cintura. El hombre la sentó sobre su ancho hombro y la sujetó allí.
Ahora ella gozaba de mejor vista que los demás. Divisaba la orilla del mar en todas direcciones, las islas de Borra —que formaban un círculo en el azul del agua— y la escarpada pared de roca de la isla en la que se hallaban, que descendía hacia un bosque que bordeaba la arena blanca de la playa.
—¿Se puede llegar hasta aquí desde la playa? —preguntó.
Su padre se rio.
—Sí, pero no es fácil. El terreno es demasiado empinado, rocoso y resbaladizo. Esta cima es una explanada de roca lisa que mide unos cien pasos por cada lado. Hacen falta cuerdas y anclajes de pared para escalar hasta aquí.
A Imi se le cayó el alma a los pies. Su plan de sobornar y engatusar a los guardias para que la dejaran subir allí de noche con la excusa de «contemplar las estrellas», escabullirse después y correr hacia la playa no daría resultado. Por otro lado, también sintió cierto alivio. La subida era larga, y aunque el exterior hubiera sido como ella había imaginado —una pendiente que descendía con suavidad hasta la playa—, habría estado demasiado cansada para correr.
«No me queda otro remedio que discurrir otro plan», decidió.
Permanecieron allí media hora, mientras su padre le señalaba los accidentes del paisaje más destacados. Cuando mencionó a los saqueadores, Imi oteó el horizonte con detenimiento. Oyó a los vigías describir el aspecto de un barco y tomó nota mental de los detalles, por si topaba con uno cuando fuera en busca de las campanillas marinas.
Al cabo de un rato, empezó a notar una sequedad desagradable en la piel. Con el rabillo del ojo vio que Teiti daba un codazo suave y discreto a su padre y le hacía un gesto con la cabeza. Él anunció que había llegado el momento de marcharse.
Una vez que todos habían descendido hasta el túnel y se habían humedecido la piel de nuevo, el guardia que la había llevado a cuestas le preguntó si quería volver a ir sobre sus hombros. Ella miró a su padre, ansiosa. Él sonrió.
—Adelante. Solo procura no golpearte la cabeza contra el techo.
Ella se encaramó a la espalda del guardia y apoyó la cabeza en su hombro, fingiendo que tenía sueño. Mientras su padre, su tía y los guardias iniciaban el descenso por la escalera, ella empezó a tramar otro plan para escapar de sus protectores y de la ciudad.
Las curvas de los senderos en los jardines del templo eran suaves y perfectas. Cada vez que Auraya las contemplaba desde su habitación en la torre, la repelía un poco el trazado claramente meticuloso y ordenado de los jardines. Comparados con la naturaleza salvaje del bosque próximo a la aldea en que se había criado, o con el magnífico desorden del territorio agreste de Si, los círculos entrelazados y las plantas cuidadosamente espaciadas le parecían artificiosos.
Desde el suelo, en cambio, la regularidad domesticada de los jardines resultaba reconfortante. Allí no había lerameres o voranes al acecho, ni había peligro de topar con una enremidera. No se dejaba pudrir nada, por lo que la fragancia de flores y frutos flotaba en el aire. Una sucesión de parajes encantadores guiaba al caminante hacia su destino sin que este tuviera la tentación de atajar por el césped cortado con esmero.
Ese día, sin embargo, Auraya no estaba caminando por placer. Juran y ella se dirigían hacia la Arboleda Sagrada.
Pasaron frente a uno de los numerosos sacerdotes que montaban guardia ante la arboleda. Aunque el hombre parecía estar tranquilamente sentado en un banco de piedra, leyendo un pergamino, Auraya sabía que su principal responsabilidad era impedir la entrada a cualquiera, salvo a los pocos escogidos que cuidaban de la arboleda y a los Blancos.
El sacerdote realizó el signo del círculo, y Juran respondió con una inclinación de la cabeza. El sendero condujo a Auraya y Juran a través de un hueco en un muro de árboles plantados muy juntos, que se curvaban hacia la izquierda. Tras serpentear entre árboles frutales de los que se ocupaban otros sacerdotes, el camino desembocaba en una pared de piedra.
Una puerta de madera tapaba una abertura estrecha en la pared. Cuando se acercaron, la puerta se abrió hacia dentro. Auraya se estremeció al cruzarla. Aunque había visitado la arboleda en varias ocasiones durante el año anterior, aún sentía un escalofrío de temor reverencial cuando entraba en ella.
En el interior del muro circular se alzaban cuatro árboles. Eran los únicos supervivientes de los cientos de árboles jóvenes que habían sido plantados allí un siglo atrás. Dos de ellos habían crecido muy cerca uno de otro, y varias de sus ramas estaban sinuosamente entrelazadas. Otro era bajo y raquítico. El cuarto parecía encorvado hacia el suelo, con las ramas muy separadas entre sí.
Las hojas y la corteza de aquellos árboles eran muy oscuras, casi negras. Si se examinaban de cerca, la madera blanca de debajo se entreveía a través de las grietas de la corteza. El color oscuro contrastaba con el blanco de los guijarros que recubrían el suelo con el propósito de conservar la humedad. Aquellos árboles se daban mejor en climas más fríos que el de Hania.
Si su color resultaba extraño, el aspecto de sus ramas lo era aún más. Habían crecido de manera rara y antinatural. Casi todas las ramas pequeñas presentaban bultos en forma de disco a lo largo de su extensión, varios de ellos con agujeros. De las más altas sobresalían ramitas que se habían entretejido para formar cuencos, o protuberancias más grandes con agujeros pequeños. Ante la mirada de Auraya, un pajarillo se posó en uno de los cuencos. La cabeza de una cría apareció, y su madre comenzó a alimentarla.
—¿Has visto eso? —dijo alguien.
Al volverse, Auraya vio a un sacerdote superior que hablaba con una sacerdotisa joven. Esta, una aprendiz de cuidadora, asintió.
—Ha crecido en forma de nido —señaló.
—Así es. Si treparas hasta allí y metieras la mano, notarías que la madera está algo caliente. El pájaro no solo ha adiestrado la madera para que forme un nido, sino que le ha comunicado el don de transformar la magia en calor.
—¿Por qué lo hace el árbol?
El anciano se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Tal vez los dioses lo crearon así.
—Ahora entiendo por qué lo llaman «árbol de la bienvenida» —dijo la mujer—. Me parecía un nombre extraño para algo tan feo.
Auraya sonrió. Era un árbol feo, en efecto, pero solo por el uso que los humanos daban a su maleable madera. Cuando Juran había llevado allí a Auraya por primera vez, a ella le había asombrado enterarse de que los anillos de los sacerdotes procedían de aquellos árboles. Las protuberancias de las ramas se cosechaban, y cada anillo contenía el don que permitía a los sacerdotes comunicarse entre sí.
Los árboles de bienvenida poseían un gran potencial tanto para el bien como para el mal, pero cuando Juran le explicó sus limitaciones, a ella le maravilló que pudieran serles útiles a los circulianos. Costaba mantener los árboles con vida. Aunque se conservaban algunos en la mayor parte de los templos circulianos, solo el de Jarime, que era el que estaba mejor cuidado, se empleaba para cultivar los anillos de los sacerdotes. Quienes se ocupaban de los árboles guardaban el secreto que los mantenía vivos y sanos.
Las ramas tenían que ser «adiestradas» a diario. En la época en que Auraya estaba ayudando a crear su primer anillo de conexión, tenía que acudir a la arboleda cada mañana y sentarse durante al menos una hora junto al árbol en el que crecía el aro. Pese a todo el esfuerzo que se requería para elaborar los anillos, la madera perdía sus cualidades al cabo de unos años. Se cultivaban nuevos anillos para los sacerdotes de forma continua a fin de sustituir los que ya no servían. Además, solo se les imbuía el simple don de la comunicación. Era posible dotarles de habilidades más poderosas, pero cuanta más magia requerían, más rápidamente perdía su impronta la madera.
Los únicos anillos que no tenían esas limitaciones eran los de los Blancos. Habían surgido de manera espontánea del árbol más pequeño, que se negaba tozudamente a dejarse moldear por toda voluntad que no fuera la de los dioses.
Otro viejo sacerdote apareció detrás de Juran.
—Juran el Blanco —dijo, efectuando el gesto del círculo—. Auraya la Blanca. ¿Habéis venido para iniciar vuestra tarea?
—Así es, sacerdote Sinar —respondió Juran—. ¿Por dónde empezamos?
El sacerdote los guio hacia el más grande de los árboles solitarios y les señaló una ramita que había brotado de una de las ramas principales. Auraya sonrió al recordar una ramita similar que ella había visto desarrollarse hasta formar un anillo el año anterior.
—Esta podría ser adecuada —dijo el anciano.
—Lo es, gracias —contestó Juran. Miró a Auraya—. Puede que necesitemos unos minutos libres de distracciones al principio.
El sacerdote asintió.
—Desalojaré la arboleda.
Se alejó a toda prisa para ordenar a los demás sacerdotes que salieran por la puerta en el muro de piedra. Cuando no quedaba nadie más, Juran fijó los ojos en Auraya con una expresión rara y afligida.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Antes de nada tenemos que hablar de algo. —Hizo una pausa—. ¿Cómo… has conseguido perdonarme?
Ella parpadeó, sorprendida.
—¿Perdonarte? ¿Por qu…? Ah. —Se le hizo un nudo en el estómago al comprender que se refería a Leiard—. Eso.
—Sí, eso. —Soltó una risita—. Yo quería dejar pasar más tiempo antes de tocar el tema, pero Mairae insiste en que hablemos antes de que fabriques este anillo. —Suspiró—. Hace años, una sacerdotisa que cosechaba anillos aquí sufrió una tragedia personal terrible. La tristeza invadió a todos los que llevaban anillos hechos por ella, pero nadie cayó en la cuenta de lo que sucedía hasta que unos sacerdotes se suicidaron y la gente empezó a preguntarse por qué.
—Temes que ocurra lo mismo —dijo Auraya, sin poder evitar sonreír—. No estoy dando saltos de alegría, Juran, pero tampoco tengo las menores ganas de suicidarme.
—Entonces ¿cómo te sientes?
—Te he perdonado. —En cuanto pronunció estas palabras, la recorrió una oleada de emoción y ella comprendió que era verdad—. Al final, ha sido para bien.
—Mairae opina que no manejé bien el asunto. —Frunció el ceño—. Cree que no habría pasado nada malo si… hubiera dejado que los dos os siguierais viendo, siempre y cuando no lo hicierais público.
—Pero tú no estás de acuerdo con ella.
Él alzó los hombros.
—Ella… me ha hecho recapacitar.
El nudo en el estómago de Auraya se tensó. «Así que Leiard y yo aún estaríamos juntos si Mairae y Juran se hubieran tomado la molestia de reflexionar un poco sobre ello. —Intentó imaginar cómo habría sido verse a escondidas con Leiard consciente de que todos los Blancos lo sabían—. Habría sido embarazoso. No habría descubierto la facilidad con que Leiard se fijaría en otras mujeres en cuanto pensara que no podía estar conmigo».
—No, me alegra que aquello acabara así, Juran. Eso simplifica muchas cosas. La puesta en marcha del hospital, por ejemplo.
Él sonrió y asintió. Ambos contemplaron el árbol en silencio por un momento, hasta que Juran exhaló un suspiro.
—Bueno, ¿cómo enfocaremos esa idea tuya de un anillo de conexión protegido?
Abajo el río refulgía como una cinta de fuego, reflejando los colores vivos del cielo del ocaso. El dolor en los brazos arrancó un suspiro a Vice. Notó que sus articulaciones crujían mientras inclinaba las alas para seguir el curso del agua. Necesitaba descansar. A los jóvenes no les gustaría. Se pondrían a caminar de un lado a otro pisando fuerte y con impaciencia, ansiosos por llegar a su hogar la noche siguiente.
Aunque el cuerpo decrépito de Vice no era tan ágil ni robusto como el de ellos, él seguía siendo su portavoz. Ellos no se quejarían si él decidía aterrizar, pero tal vez le tomarían el pelo. Era un derecho de los jóvenes. Al fin y al cabo, algún día serían viejos. No tenía nada de malo que se mofaran un poco, antes de convertirse ellos mismos en objeto de mofa.
El río se precipitaba por un pequeño barranco. Vice percibía la ligera humedad lanzada al aire por la cascada. Más adelante, divisó un salto de agua más pequeño. Al sobrevolarlo, le gustó su aspecto. Si se arrojaba desde la peña seca que se alzaba junto a la orilla, podría elevarse de nuevo sin tener que hacer el esfuerzo agotador de correr y batir las alas.
Describió un círculo y guio a los demás hacia el tramo de río que descendía hacia la cascada. El aterrizaje le sacudió todos los huesos, pero este mal trago valió la pena cuando él dejó caer sus brazos a los costados y notó que el dolor en ellos remitía.
—Pasaremos la noche aquí —declaró.
Rit arrugó el entrecejo.
—Será mejor que vaya a recolectar algo para comer —dijo antes de echar a andar por el bosque con aire indignado. Tyve se alejó a toda prisa detrás de su hermano, farfullando algo acerca de que iba en busca de leña. Cuando Vice se sentó en una roca que aún estaba caliente por el sol, Sizzi, su sobrina, se acuclilló a su lado.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella.
—Un poco agarrotado —respondió él, frotándose los brazos—. Solo tengo que desentumecerme un poco.
Ella asintió.
—¿Y del corazón?
Él clavó los ojos en Sizzi con expresión de reproche, pero ella le sostuvo la mirada sin inmutarse. Con un suspiro, Vice apartó la vista.
—Me encuentro mejor, y a la vez peor —dijo—. Ya no estoy enfadado, pero sigo sintiéndome… vacío.
Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Fue algo bueno que hicieron los circulianos. Las lápidas y el monumento garantizan que nuestra ayuda y nuestras pérdidas jamás serán olvidadas.
—Pero no le devolverán la vida —le recordó él, y acto seguido torció el gesto. Era innecesario señalar esto, y sabía que al decirlo había hablado como un niño resentido.
—No devolverán la vida a los hijos de nadie —murmuró ella—. Ni a las hijas, padres o madres. Eso no tiene vuelta atrás. Ni debería tenerla, si las consecuencias fueran la victoria de los pentadrianos y la muerte de todos nosotros a sus manos. —Sacudió la cabeza y se puso de pie—. He oído que los circulianos van a enviarnos sacerdotes. Nos enseñarán a sanar y a defendernos con magia.
Él soltó un resoplido.
—Eso no nos servirá de nada tan lejos del Claro.
—No de inmediato —convino ella—. Si envías a alguien de nuestra tribu a aprender de ellos, cuando vuelva podrá compartir esa información con nosotros.
—Y quieres ser tú quien…
—¡Vice! ¡Portavoz Vice!
Rit y Tyve salieron corriendo de la selva y se acercaron rápidamente a él.
—Hemos encontrado huellas —dijo uno de ellos jadeando—. Huellas grandes.
—Huellas de botas —precisó el otro.
—Sin duda se trata de un pisatierra.
—Y son recientes… Las huellas, me refiero.
—No debe de andar lejos.
—¿Le seguimos el rastro?
Miraron a Vice expectantes, con los ojos brillantes de emoción; preparados para afrontar el peligro, a pesar de sus experiencias en la guerra. O quizá a causa de ellas. El anciano comprendía que el haber salido indemnes de una batalla en la que tantos habían muerto infundiera a los jóvenes una sensación de invulnerabilidad.
Entonces recordó la última vez que una forastera solitaria había sido vista en Si, y se le heló la sangre.
—Debemos tener cuidado —les dijo—. ¿Y si es la hechicera negra, que ha regresado con sus pájaros para vengarse de nosotros?
Los otros dos palidecieron.
—Entonces no podemos irnos sin comprobarlo —aseveró Sizzi en voz baja—. Habrá que avisar a todas las tribus.
Vice la observó, sorprendido pero impresionado. Ella estaba en lo cierto, aunque eso significaba que tendrían que correr un riesgo terrible por el bien de su pueblo. Asintió despacio.
—Será mejor que nos vayamos y regresemos mañana. —Desplazó la mirada de Rit y Tyve a Sizzi—. A la luz del día será más fácil seguir la pista al pisatierra… o a los pisatierra. Espero que podamos confirmar si se ha utilizado magia, o si esos pájaros negros están cerca, sin tener que encontrarnos con ellos cara a cara.
—¿Y si descubren a uno de nosotros? —preguntó Tyve—. ¿Y si se trata de ella y nos ataca?
—Haremos todo lo posible por pasar inadvertidos —aseguró Vice con firmeza.
—La mayoría de los pisatierra hace tanto ruido que se les oye a una montaña de distancia —añadió Sizzi.
Rit se encogió de hombros.
—Seguramente no es más que el explorador que vino a comunicarnos la propuesta de alianza de los Blancos el año pasado. Dicen que está un poco loco, pero no es un hechicero.
Vice hizo un gesto afirmativo.
—Pero no podemos jugarnos la vida confiando en que se trate de él. Partiremos ahora y encontraremos otro lugar donde pernoctar, lo bastante lejos para que ningún pisatierra pueda alcanzarnos aunque camine toda la noche.
Se puso de pie, flexionó los brazos y se encaminó hacia el borde del barranco, seguido por los demás.