El estado de ánimo de los Servidores no había mejorado al cabo de una semana. Reivan no podía evitar preguntarse varias veces al día si ella era el único objeto de su frialdad. Las conversaciones se interrumpían cuando ella se acercaba. Cada vez que dirigía una pregunta o petición a un Servidor, este la despachaba de forma rápida y desdeñosa. En ocasiones, cuando pasaba junto a dos Servidores en un corredor, uno de ellos se inclinaba hacia el otro y murmuraba algo.
Reivan intentaba convencerse de que sencillamente no estaba familiarizada con las costumbres de los Servidores. Los que vivían en el monasterio donde ella se había criado eran taciturnos y reservados, pero en los últimos años se había acostumbrado a gozar de compañías más estimulantes. Los Pensadores quizá no la habían respetado, pero ella siempre podía entablar con ellos una conversación, o por lo menos una discusión. Simplemente estaba habituada a convivir con personas más alegres y simpáticas.
La Servidora Devota Drevva y los otros Servidores que estaban evaluando sus conocimientos y aptitudes la trataban de manera justa, reconocían sus puntos fuertes y no cargaban las tintas sobre sus puntos débiles, ni siquiera sobre su evidente falta de dones mágicos. Los demás aspirantes a ingresar en el Santuario se dirigían a ella con la cordialidad que muestran los jóvenes hacia quienes no son de la misma edad.
Los baños del Santuario compensaban con creces la estrechez de su habitación. Se exigía pulcritud a los Servidores de los Dioses, y se consideraba necesario que todo hombre y mujer dedicara una hora cada mañana a remojarse, restregarse y enjuagarse. Sintiéndose refrescada, Reivan se puso la ropa sencilla que le había proporcionado el Santuario y salió de la habitación. Al atravesar una puerta, oyó fragmentos de un diálogo que se desarrollaba en el interior de una sala con las paredes empapadas y repleta de vapor.
—… ordenar a la niña mimada de Imenja.
—¿Ha superado las pruebas? Creía que carecía de habilidades mágicas.
—He recibido la orden de la Voz Segunda. Tengo que aprobarla siempre y cuando ella pase las otras pruebas.
Reivan se quedó paralizada. «¿La niña mimada de Imenja?». Sin duda se referían a ella. Ninguna de las otras alumnas nuevas guardaba relación alguna con Imenja, que ella tuviera constancia.
—No lo entiendo —añadió la primera voz. Horrorizada, Reivan reconoció la de la Servidora Devota Drevva—. ¿Qué sentido tiene ordenarla Servidora si carece de dotes mágicas? ¿Por qué no la nombran consejera, simplemente?
A Reivan el estómago le dio un vuelco.
—He oído que es lo que pidió ella como recompensa.
—¿Cómo? ¡El cargo de Servidor no es algo que pueda regalarse como un caramelo a un niño bueno!
—Mmm —dijo una tercera voz—. Esto hace que me caiga aún peor. Si estuviera destinada a ser Servidora, habría nacido con más habilidades.
El sonido de unos pasos que se acercaban devolvió la atención de Reivan a su entorno inmediato. Consciente de que si alguien la sorprendía parada junto a la puerta sospecharía que estaba espiando, y puesto que no hacía falta que les diera a los Servidores más motivos para odiarla, prosiguió su camino.
Cuando regresó a su habitación, se sentó en el borde de la cama y suspiró.
«Así que mis sospechas no eran exageradas, después de todo. Es verdad que me tratan de manera distinta. Y todo porque carezco de habilidades mágicas».
No era de extrañar, en realidad. Las habilidades mágicas eran lo que los distinguía de los demás, del mismo modo que los Pensadores debían su posición social a su inteligencia. Le pareció irónico descubrir que los Servidores se sentían tan inseguros respecto a su propia superioridad como los Pensadores.
«Ese es su punto débil —pensó—, aunque no es una flaqueza que pueda aprovechar fácilmente. No estoy aquí para vencer a los Servidores en algún tipo de desafío, sino para convertirme en uno de ellos».
Unas pisadas en el pasillo se detuvieron de pronto frente a su puerta, y ella vio que alguien deslizaba algo por debajo. Se levantó y se agachó para recogerlo.
Era un pequeño rollo de pergamino, ligeramente aplastado ya que lo habían metido por debajo de la puerta por la fuerza. Ella soltó una risita al advertir que iba dirigido a la «Servidora Reivan Cortajuncos». «Aún no soy una Servidora», pensó divertida.
Dio la vuelta al pergamino, y su diversión se evaporó en cuanto vio el sello de los Pensadores. Lo rompió, desplegó el documento y comenzó a leer.
Servidora Reivan Cortajuncos:
Se nos comunica que has ingresado en el Santuario con la intención de convertirte en Servidora. Puesto que eso requiere que consagres por completo tu tiempo, tus bienes y tu vida al servicio de los dioses, salta a la vista que no puedes satisfacer los requisitos que se exigen a un Pensador. Nadie puede obedecer a dos señores. Tu pertenencia a nuestro grupo queda revocada.
HITTE CABALGAARENAS,
Pensador Principal
Reivan se percató de que el corazón le latía a toda velocidad. Masculló una maldición. Si no superaba las pruebas para ordenarse Servidora, tendría que marcharse del Santuario sin un lugar adonde ir, con pocas pertenencias y sin otro medio legal de ganarse la vida que realizar tareas de baja categoría. Su futuro —incluso su vida— dependía de unas pruebas que no tenía la menor posibilidad de superar.
«No —se dijo, respirando hondo para tranquilizarse—. Imenja ha cumplido su palabra. Le ha indicado a Drevva que pase por alto mi falta de habilidades mágicas. Solo me queda esperar que haya conseguido superar las otras pruebas».
Oyó unos golpes en su puerta. Deslizó la carta bajo el colchón y se volvió para abrir. La Servidora Devota Drevva se encontraba de pie en el pasillo, sujetando un fardo de ropa negra.
—Ponte esto y ve a mi habitación —le ordenó.
Tras cerrar la puerta, Reivan deshizo el fardo. Era una túnica de Servidor. El corazón se le desbocó de nuevo, y le temblaban las manos mientras se la ponía a toda prisa. ¿Le quedaba bien? Alisando la túnica se preguntó qué aspecto tenía con esa indumentaria. ¿Le confería el aire de autoridad que ella admiraba en otros Servidores?
La túnica no venía acompañada de un colgante de estrella, símbolo de la Servidumbre. Se lo entregarían cuando finalizara su noviciado.
«Me queda tanto por aprender… —pensó—. No me lo pondrán fácil, pero quizá sea mejor así. Convertirse en Servidora no tiene que ser fácil. Debo demostrar que soy digna de esto».
Enderezó la espalda. «Y lo demostraré, aunque solo sea para justificar la decisión de Imenja».
Aferrándose a esta actitud resuelta, salió de su habitación. Otros alumnos nuevos, también vestidos de negro, corrían de un lado a otro del pasillo y se detenían a llamar a las puertas de sus compañeros. Uno de ellos la vio y desplegó una sonrisa. Ella le devolvió el gesto.
Este caos dio paso rápidamente a una hilera de aprendices con túnica negra que se dirigía hacia la habitación de Drevva. La Servidora Devota aguardaba frente a su puerta. Tras observar a cada uno de ellos con detenimiento, asintió con la cabeza.
—Es la hora —dijo. Giró sobre los talones, los guio por el pasillo hacia el corredor principal y comenzó a ascender.
Mientras seguía al grupo, Reivan no pudo evitar pensar en lo que había oído decir a Drevva en los baños. Tenía la vaga sensación de haber sido traicionada. Hasta entonces, la mujer le había parecido la Servidora menos antipática que había conocido. Drevva había disimulado bien sus verdaderos sentimientos.
Avanzaban cuesta arriba a un ritmo constante. Aunque el Santuario Bajo era un laberinto de edificios, el corredor los atravesaba en línea recta. Finalmente, llegaron frente a las paredes enlucidas del Santuario Medio. Drevva los dejó formados en fila ante una puerta estrecha por la que desapareció.
De uno en uno, los aspirantes a novicios entraron en la habitación. Cuando Reivan se hallaba lo bastante cerca para echar una ojeada por la puerta, alcanzó a ver una sala espaciosa de paredes negras. El suelo estaba cubierto de baldosas del mismo color. Se le aceleró el pulso.
«¡Es el salón de las Estrellas!».
Estaba a punto de entrar en el lugar donde se celebraban las ceremonias más arcanas; el lugar donde las Voces entraban en comunión con los dioses. En el interior, vislumbró dekkanos de piel oscura de las selvas meridionales; hombres y mujeres pálidos de las razas del desierto de Avven; habitantes de Mur, de rostro ancho y cabello de color arena; y varias personas que seguramente eran mestizas. Todos llevaban una túnica negra. Todos serían testigos de su admisión como Servidora novicia. Al darse cuenta de que estaba mordiéndose las uñas —un viejo hábito que tenía desde la infancia—, Reivan se obligó a bajar las manos a sus costados.
El joven que iba delante de ella entró en la sala. Ahora que nada le tapaba la vista, pudo examinar la estancia con detenimiento. Tenía cinco paredes. Una cinta de plata incrustada en el suelo formaba una estrella cuyas puntas coincidían con los rincones de la sala. En el centro se alzaba una figura conocida. A Reivan se le alegró el corazón.
«Imenja».
La Voz tendió la mano hacia el joven, con la palma hacia arriba y los dedos separados, y pronunció las palabras rituales. El muchacho, nervioso, colocó su mano sobre la de la Voz. Reivan lo oyó murmurar algo, y luego la respuesta de Imenja. Después la Voz realizó el signo de la estrella sobre su pecho, y el joven la imitó. Tras inclinar la cabeza, se alejó a toda prisa para reunirse con el pequeño grupo de Servidores novicios que se encontraban de pie a escasos metros.
Imenja levantó la mirada hacia Reivan, sonrió y le indicó con un gesto que se acercara.
Respirando hondo, la joven pasó al interior de la sala con lo que esperaba que fuera un porte elegante y digno. Se detuvo frente a la Voz. La sonrisa de Imenja se ensanchó.
—Pensadora Reivan —dijo—. Te debemos mucho, pero esa no es la razón por la que estás aquí hoy. Te encuentras frente a mí porque deseas servir a los dioses por encima de todo y porque has demostrado estar a la altura de dicha responsabilidad. —Extendió la mano—. ¿Juras servir y obedecer a los dioses por encima de todo?
Reivan apretó con suavidad su palma contra la de Imenja.
—Lo juro.
—Entonces, a partir de este momento, serás conocida como la Servidora novicia Reivan. Te damos la bienvenida entre nosotros.
Sus manos se separaron. Reivan era consciente de todos los sonidos, de cada pie que se arrastraba y de cada tos que contenían los Servidores presentes. Imenja trazó en el aire el signo de la estrella. La mano de Reivan efectuó el gesto simbólico como si tuviera vida propia. Ella inclinó la cabeza y se alejó. Notaba las piernas débiles y temblorosas mientras caminaba para unirse a los otros Servidores novicios.
—El día de hoy, ocho hombres y mujeres jóvenes han jurado consagrar su vida a los dioses —dijo Imenja con voz serena—. Acogedlos. Aleccionadlos. Ayudadles a realizar su potencial. Ellos son nuestro futuro.
Cuando abandonó el centro de la estrella, la estancia empezó a inundarse de sonidos. Los Servidores se apartaron de la pared, y sus sandalias se deslizaban y golpeteaban contra el suelo. Algunos se acercaron a los nuevos Servidores novicios, que al parecer los conocían. Los demás se juntaron en grupos para discutir, y las voces comenzaron a resonar entre las paredes. Reivan advirtió, descorazonada, que Imenja se dirigía hacia la puerta con aire decidido y desaparecía.
No sabía qué hacer a continuación, y como nadie se aproximó para indicárselo, se quedó inmóvil, observando a las personas que la rodeaban. Nadie la miraba. Le sorprendió sentir una punzada de soledad.
Al ver que varios Servidores salían de la estancia, concluyó que seguramente podía escabullirse también. Se dirigió con disimulo hacia la salida, esperando que nadie considerara su marcha una descortesía.
—Servidora novicia Reivan.
Era una voz masculina que no le resultaba familiar. Al dar media vuelta, Reivan advirtió que un Servidor Devoto bastante apuesto se le acercaba. Era Nekaun, uno de los pocos cuyo nombre se le había quedado grabado a Reivan durante la guerra.
—Bienvenida al Santuario, Reivan —dijo—. Me llamo Nekaun.
Ella inclinó la cabeza.
—Gracias, Servidor Devoto Nekaun.
—Serás una buena Servidora.
No había el menor deje de burla en su voz. Reivan consiguió esbozar una sonrisa, aunque temió que pareciera más bien una mueca.
—Eso espero.
—Me imagino que tienes la sensación de que no encajas, ¿me equivoco? —preguntó él en tono desenfadado.
Ella se encogió de hombros.
—Supongo.
—No te esfuerces demasiado por encajar —le aconsejó él—. Imenja no te eligió porque fueras igual que los demás.
Ella abrió la boca para decir algo, pero no estaba segura de cuál sería la respuesta adecuada. Nekaun sonrió. El corazón le dio un vuelco a Reivan.
«Por todos los dioses, es aún más guapo visto de cerca», pensó. De pronto, se quedó sin habla, pero no tenía importancia, ya que él estaba paseando la vista por la sala.
—Todo este runrún… ¿Sabes de qué están hablando?
Ella negó con un gesto de forma automática, pero acto seguido sonrió al caer en la cuenta de que sí lo sabía.
—De quién será la nueva Voz Primera, ¿no?
Él asintió.
—Los rumores no han cesado desde que regresamos. Hace solo una semana de eso, y ya temo por mi cordura. —Sacudió la cabeza, aunque un brillo en su mirada contrastaba con su expresión atribulada.
—Supongo que durante las próximas semanas, todos os esforzaréis mucho por impresionarnos a los demás —comentó ella con descaro. Notó que se sonrojaba. «¿Estoy coqueteando con él?».
—¿Tan transparente soy? —Soltó una risita—. Bueno, sí, lo soy, pero no creo que te haya abordado solo para ganarme tu favor. Lo cierto es que te deseo lo mejor, y seguiré tus progresos con interés.
Ella notó que se relajaba un poco ante aquella muestra de franqueza, aunque no estaba muy segura de por qué.
—Menos mal. Como no soy más que una Servidora novicia, no tengo derecho a voto, y dudo que darme la bienvenida tan abiertamente te ayude a aumentar tu popularidad en el Santuario.
Se arrepintió de inmediato de haber dicho esto. «Niña boba. Si te empeñas en recalcar lo impopular que eres, acabará por darte la razón y no volverá a dirigirte la palabra».
Él se rio.
—Creo que subestimas tu posición en este lugar. O sobrestimas la influencia de la envidia sobre el voto. Imenja te apoya. Cuando a los Servidores se les pase el enfado, recordarán quién te trajo aquí. Entonces se te presentará toda una nueva serie de problemas que deberás afrontar.
Ella no pudo reprimir una carcajada amarga.
—Gracias por el consuelo.
Nekaun alzó los hombros.
—Es solo una advertencia de amigo. No es buen momento para ser displicente, Reivan. Si, tal como sospecho, Imenja pretende nombrarte su confidente y consejera, tendrás que aprender ciertas cosas sobre el Santuario además de leyes y teología. Tendrás que… —De pronto, desvió la vista hacia algo situado detrás de ella—. Ha sido un placer hablar contigo, Reivan. Espero que surja la oportunidad de volver a hacerlo.
—Yo también —murmuró ella. Él se alejó. Al echar un vistazo hacia atrás, Reivan advirtió que otro Servidor Devoto miraba a Nekaun con fijeza.
«Interesante. Me pregunto a qué ha venido eso. ¿Será una de las cosas que considera que debo aprender además de leyes y teología?».
Para su sorpresa, la insinuación de que existían conflictos internos en el Santuario había despertado su curiosidad. Contempló los rostros que la rodeaban con renovado interés. Le sería útil saber cómo se llamaban.
«Es hora de que lo averigüe».
Mirar se despertó con la sensación inequívoca de que era demasiado temprano para levantarse. Entonces oyó unos jadeos, y una gran inquietud espantó los últimos restos de sueño. Se incorporó, abrió los ojos y creó una luz pequeña.
Emerahl, apoyada en un codo y con la mano en el pecho, se esforzaba por respirar más despacio. Clavó los ojos en Mirar con expresión apenada y acusadora.
—¿El sueño? —preguntó él.
Ella asintió antes de incorporarse y bajar las piernas por un lado de su cama.
—¿Y tú?
Él sacudió la cabeza.
—Nada. ¿Estás segura de que soy yo quien lo proyecta?
—Nos hemos despertado a la vez —señaló ella.
—Seguramente porque tú me has despertado a mí.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No te tomas esto en serio.
Él tamborileó con los dedos sobre el armazón de su cama.
—Controlo con facilidad los sueños de los que soy consciente. Un sueño olvidado puede ser significativo en extremo o del todo insignificante. —Apoyó los brazos en las rodillas y la barbilla en los puños—. Si le ocurriera algo parecido a uno de mis pacientes, conectaría en sueños con él. Lo sumergiría en su inconsciente para animarlo a revelar lo que esconde y a hacerle frente, lo que me resultaría aún más fácil si antes hubiera visto fragmentos de esas imágenes oníricas.
—¿Quieres que conecte contigo?
Miró a Emerahl. Había percibido un ligero deje de renuencia en su voz.
—Solo si la idea no te incomoda.
—Claro que no me incomoda —repuso ella, a la defensiva—. Me has salvado en bastantes ocasiones. Es hora de que te devuelva el favor.
Él esbozó una sonrisa torcida.
—Es verdad. ¿Recuerdas cómo se establece una conexión en sueños?
—Sí. —Frunció los labios—. Aunque he perdido un poco la práctica.
—Nos las arreglaremos —le aseguró él. Se acostó de nuevo—. Conectaré contigo en estado onírico. Una vez realizada la conexión, muéstrame un poco de lo que has estado soñando, pero no todo. Tus recuerdos sobre ello ocasionarán que mi mente empiece a recrear el sueño original. Si es verdad que es mío.
Cerró los párpados. La cama de Emerahl emitió un chirrido cuando ella se tendió. Pasó un rato dando vueltas. En cierto momento, masculló algo casi ininteligible acerca de que no era capaz de conciliar el sueño ahora que él necesitaba que lo hiciera, y su respiración se tornó más lenta y profunda. Mirar se sumió en un trance onírico.
El estado mental que intentaba alcanzar se hallaba a medio camino entre la libertad absoluta de los sueños y el control consciente. En dicho estado, él era como un niño que jugaba con un barco de juguete en un arroyo. El barco era su mente y se movía a merced de la corriente. Aunque la única manera de dirigirlo era dándole empujoncitos o agitando el agua, él podía cogerlo sin más si se alejaba en una dirección que no le interesaba.
«Emerahl», llamó. La respuesta que obtuvo fue un largo silencio, hasta que una mente adormecida entró en contacto con la suya.
«¿Mirar? Mmm, no cabe duda de que me falta práctica. ¿Te muestro el sueño?», preguntó.
«Tómate tu tiempo —le indicó él—. No hay prisa».
En vez de tranquilizarla, estas palabras causaron en ella una mezcla de ansiedad y nerviosismo. Pensamientos e imágenes fugaces escaparon de su mente, traspasando sus defensas. Él vio una escena desconocida en cuanto a los detalles, pero familiar en cuanto al contexto. Una sala suntuosa. Mujeres hermosas. Hombres no muy apuestos con finos ropajes que examinaban a las mujeres.
Al mismo tiempo, Mirar percibió el deseo de Emerahl de ocultarle algo, por temor a decepcionarlo. Él, que había visto lo suficiente para comprender de qué se trataba, sintió una ira repentina. Ella había vuelto a las andadas. Había vendido su cuerpo a otros hombres. ¿Por qué se hacía eso a sí misma?
Entonces otra presencia conocida se agitó en el fondo de su mente.
«¿Es una ramera?». La sorpresa de Leiard ante esta pregunta estaba teñida de desaprobación.
«Lo ha sido de forma ocasional —contestó Mirar en tono defensivo—. Siempre por necesidad».
«Y tú… ¿la habías rescatado de esa vida antes?».
«Sí».
Mirar se percató de que había desconectado de la mente de Emerahl. Había salido del estado de trance onírico y estaba plenamente despierto. Oyó un suspiro procedente de la otra cama, seguido de un chirrido del armazón.
—¿Mirar? —murmuró Emerahl.
Respirando hondo, él se incorporó y generó una luz. Ella estaba sentada en el borde de la cama, con los hombros caídos. Alzó los ojos y, cuando sus miradas se encontraron, desvió la vista.
—Lo has hecho de nuevo —dijo él.
—No tenía alternativa. —Exhaló un suspiro—. Unos sacerdotes me andaban buscando.
—¿Y por eso te convertiste en prostituta? Habiendo tantas posibilidades, ¿por qué elegiste la más degradante? —Sacudió la cabeza—. Dada tu facultad de rejuvenecer o envejecer a voluntad, ¿tenías que recurrir a eso? ¿Por qué no te convertiste en una vieja bruja? Nadie se habría fijado en ti. Seguro que es más fácil ocultarse siendo una anciana que una hermosa…
—Estaban buscando a una vieja bruja —le informó ella—. A una anciana sanadora. No podía vender remedios. De alguna manera tenía que ganar dinero.
—Entonces ¿por qué no te convertiste en una niña? Nadie habría sospechado que una niña era una hechicera, y la gente se habría sentido impulsada a ayudarte.
Ella extendió las manos a sus costados.
—La transformación me debilita. Lo sabes. Si hubiera rejuvenecido tanto, me habría quedado sin fuerzas para valerme por mí misma. La ciudad estaba llena de niños desesperados. Necesitaba adoptar la apariencia de alguien en quien los sacerdotes no fueran a fijarse demasiado. Alguien cuya mente no intentaran leer.
—¿Leer? —Mirar arrugó el entrecejo—. Los sacerdotes no saben leer mentes. Solo los Blancos pueden.
Ella alzó la vista hacia él y sacudió la cabeza.
—Te equivocas. Algunos pueden. Uno de los niños de los que me hice amiga oyó por casualidad una conversación sobre el sacerdote que me perseguía. Dijeron que sabía leer mentes y que buscaba a una mujer que tenía la mente protegida. El crío no mentía.
Mirar notó que su ira se mitigaba. Si los dioses podían conferir ese don a los Blancos, ¿por qué no también a un sacerdote que iba a la caza de una hechicera? Suspiró. Eso no hacía que los actos de Emerahl resultaran menos irritantes.
—Así que te volviste joven y bella. Una forma estupenda de no llamar la atención.
Advirtió que las pupilas de ella se dilataban de rabia.
—¿Insinúas que lo hice por vanidad? ¿O es que crees que soy codiciosa, que estaba ansiosa por conseguir vestidos finos y oro?
Mirar clavó los ojos en ella.
—No —dijo—. Creo que habrías podido evitar esa vida si así lo hubieras querido de verdad. ¿Probaste siquiera alguna otra salida?
Ella no respondió. Su expresión le dijo que no la había probado.
—No —dijo él—. Es como si ese estilo de vida te atrajera, pese a que sabes que te perjudica. Me preocupo por ti, Emerahl. Me preocupa que sientas la necesidad malsana de hacerte daño. Es como si… como si te castigaras por… por odio hacia ti misma, tal vez.
Ella entornó los párpados.
—¿Cómo te atreves? Me dices que es perjudicial y no apruebas que haya recurrido de nuevo a ello, cuando tú nunca has tenido reparo en contratar los servicios de rameras. Una vez te oí jactarte de ser un cliente tan asiduo de un prostíbulo de Aime que una de cada tres noches te salía gratis.
Mirar enderezó la espalda.
—No soy como los otros clientes habituales —aseveró—. Yo soy… considerado.
—¿Y eso supone alguna diferencia?
—Sí.
—¿En qué sentido?
—Otros hombres no son tan atentos. En ocasiones se portan de un modo… brutal.
—Y yo puedo defenderme sola.
—Lo sé, pero…
—Pero ¿qué?
Él abrió los brazos en un gesto de exasperación.
—Eres mi amiga. No quiero que seas desgraciada.
—No me parece una existencia tan desdichada como tú crees —afirmó ella—. No es la profesión más agradable para una mujer (aunque algunas descubren que es muy adecuada para ellas), pero tampoco es la peor. ¿Preferirías que estuviera en el arroyo pidiendo limosna, o que trabajara todo el día en una cloaca o un vertedero a cambio de un mendrugo?
—Sí —contestó él encogiéndose de hombros.
Ella se inclinó hacia delante.
—Me pregunto qué opina Leiard. —Escrutó sus ojos—. ¿Tú qué crees, Leiard?
Él no tuvo tiempo de protestar. Al dirigirse a Leiard, Emerahl había liberado la otra mente. Mirar cayó en la cuenta de que había perdido el control sobre su cuerpo y no podía hacer otra cosa que observar.
—Creo que Mirar es un hipócrita —dijo Leiard con serenidad.
Emerahl sonrió con satisfacción.
—¿De veras?
—Sí. Se ha contradicho muchas veces. Hace meses me aseguró que no quería existir, pero ahora da toda la impresión de que sí quiere.
Ella lo miró con fijeza.
—¿Eso dijo?
—Sí. Tú crees que él es la persona real y yo no, así que ahora él piensa lo mismo.
La mirada de Emerahl se tornó vacilante.
—Estoy dispuesta a aceptar que lo contrario es posible, Leiard, pero debes demostrarlo.
—¿Y si no puedo? ¿Me sacrificarás para conservar a tu amigo?
Ella tardó largo rato en responder.
—¿Preferirías que esa fuera la realidad?
Leiard bajó la vista al suelo.
—Una parte de mí sí, pero otra no. —Sonrió fugazmente ante el chiste no deliberado—. Tal vez sería beneficioso para los demás que yo dejara de existir, pero he descubierto que no me cae bien el líder anterior de mi pueblo. No estoy seguro de que lo más prudente sea mortificar de nuevo al mundo con su existencia.
Ella arqueó las cejas y sorprendió tanto a Mirar como a Leiard con un arrebato de risa.
—¡Por lo visto no soy la única persona que se odia a sí misma aquí! ¿Estás proyectando tus demonios sobre mí, Mirar?
Mirar soltó un jadeo de alivio al recuperar el control. Emerahl le lanzó una mirada de extrañeza.
—¿Has vuelto?
—En efecto.
—Basta con pronunciar vuestros nombres, con dirigirme a uno u otro. Interesante. —Levantó la mirada—. ¿Por qué no me lo habías dicho?
Él hizo un gesto de indiferencia.
—No te dirigías a Leiard a menudo. Por eso yo llevaba las riendas casi siempre.
—¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no me lo cuentas todo?
—Prefiero ser yo quien lleve las riendas.
Emerahl achicó los ojos.
—¿Hasta tal punto que estarías dispuesto a destruir la mente de otra persona?
Mirar no respondió. Esa noche ya le había dado suficientes motivos para desconfiar de él. Emerahl no creería su respuesta, y él mismo no estaba muy seguro de creerla tampoco.
—Me voy a dormir otra vez —anunció ella—. Y no quiero interrupciones.
Se acostó y se volvió de costado. Su espalda parecía reprender a Mirar.
—Emerahl.
Ella no contestó.
—Los sacerdotes no saben leer la mente. Pueden comunicarse a través de sus anillos, pero eso es todo. Es posible que te toparas con un sacerdote singularmente dotado, o que los dioses le otorgaran esa habilidad, pero en cuanto te alejaste de él no había razón para que…
—Duérmete, Mirar.
Él se encogió de hombros, se tendió y esperó que por la mañana ella lo hubiera perdonado.