El viejo almacén estaba impregnado de aromas tentadores. Eran los olores de los baúles de madera y de la paja mezclados con los de los diversos artículos que contenían, a lo que se sumaba el toque salobre de la brisa procedente de los muelles, situados a pocas calles de allí.
En una habitación, solo se percibía el hedor penetrante del hrumia, un tinte de color azul intenso. En otra, predominaba el cálido olor a cuero engrasado. Una habitación estaba fuertemente perfumada, mientras que el suelo manchado de otra apestaba como una casa de bebidas. Allí se almacenaban productos de todos los rincones de Ithania del Norte, de lugares donde Auraya nunca había estado.
El sonido de unos golpes la arrancó de su ensimismamiento. Cuando se percató de que se había alejado mucho por el pasillo, giró sobre sus talones y se apresuró a regresar. Se detuvo al llegar al vestíbulo en el que el propietario anterior atendía a los clientes. «¿Estoy preparada para esto?».
Respiró hondo y se obligó a caminar hacia la puerta principal.
«Lo más preparada posible —se dijo—. No puedo hacer otra cosa que intentar reducir al mínimo las consecuencias menos agradables».
Se puso derecha cuando llegó ante las puertas de madera maciza. Asió los pomos y tiró de ellos hacia dentro. Las puertas se separaron y se abrieron con un chirrido satisfactoriamente impresionante. Auraya le sonrió a la mujer con túnica de tejedora de sueños que se hallaba de pie al otro lado.
Raeli, la tejedora que asesoraba a los Blancos, le dirigió una mirada recelosa. Nunca se había esforzado por disimular su desconfianza hacia los Blancos, pero siempre se había mostrado dispuesta a colaborar. Auraya leyó en su mente que aquel lugar de encuentro tan extraño despertaba en ella tanta curiosidad como suspicacia.
—Adelante, tejedora asesora Raeli —dijo Auraya, invitándola a entrar con un gesto.
—Gracias, Auraya la Blanca —respondió Raeli. Después de pasar al interior, observó el vestíbulo del almacén y el pasillo que se internaba en el edificio—. ¿Por qué me habéis hecho venir aquí?
Auraya soltó una risita.
—No te andas por las ramas. Es algo que me gusta de ti. —Le indicó que la acompañara y, sin comprobar si Raeli la seguía, echó a andar despacio por el pasillo—. Jarime es una ciudad grande y no deja de crecer. Hasta ahora, los enfermos tenían que acudir al templo o enviar a alguien allí para buscar a un sacerdote sanador cuando necesitaban la ayuda de los circulianos. —Echó un vistazo hacia atrás y le complació ver que Raeli caminaba tras ella. Aflojó el paso para que la tejedora la alcanzara y señaló las habitaciones vacías—. Es un trayecto largo para algunos. Con el fin de paliar ese problema, convertiremos este lugar en un hospital.
Raeli meditó sobre esta información. «Es una buena idea —pensó—. Ya sería hora de que los circulianos cuidaran mejor de los pobres que viven en esta zona. La lejanía del templo es un inconveniente que algunos sortean consultando a los sanadores de sueños… ¿Pretenden los circulianos arrebatarnos nuestra costumbre? ¿Por qué me ha citado aquí Auraya para decirme esto? Sin duda sus planes guardan alguna relación con los tejedores de sueños». De inmediato la asaltó una sospecha creciente.
—¿Qué queréis de nosotros? —espetó.
Auraya se detuvo frente a la entrada de la habitación que olía a cuero y se volvió de cara a la tejedora.
—Invitar a tu pueblo a unirse a nosotros. Que los tejedores de sueños y los sacerdotes sanadores trabajen juntos. Añadiría «por primera vez», pero ya ha ocurrido antes.
Raeli arrugó el entrecejo.
—¿Cuándo?
—Después de la batalla.
La tejedora clavó los ojos en Auraya. «De modo que reconocen que fuimos útiles —se dijo—. Sería un detalle que nos dieran las gracias. O que obtuviéramos algún tipo de reconocimiento por nuestro trabajo… Aunque supongo que esto es un reconocimiento». Su escepticismo flaqueó por un momento y ella concibió un rayo de esperanza.
Auraya apartó la mirada.
—Es posible que esto salga mal, claro está. Varios sacerdotes sanadores se han ofrecido voluntarios para trabajar aquí con vosotros, pero tal vez descubran que no son tan tolerantes y abiertos de mente como creen. Quizá los enfermos que vengan no acepten vuestra ayuda. Dudo que logremos superar los prejuicios de más de un siglo en cuestión de semanas, meses o incluso años. No obstante —se encogió de hombros—, debemos intentarlo.
La tejedora se adentró en la habitación de enfrente, arrugando la nariz por el olor que persistía allí, fuera el que fuese.
—No puedo responder en nombre de mi gente. La decisión corresponde a nuestra líder.
—Por supuesto.
Raeli miró hacia atrás.
—A este lugar le hace falta una limpieza a fondo.
Auraya sonrió como avergonzada.
—A algunas habitaciones más que a otras. ¿Te gustaría dar una vuelta por el edificio? —Leyó la respuesta en la mente de Raeli—. Entonces vamos. Te lo mostraré todo… y te explicaré mis planes para las reformas. Quisiera conocer tu opinión sobre cómo deberíamos cambiar el sistema de abastecimiento de agua.
Ahora, mientras avanzaba por el pasillo, Raeli caminaba a su lado. Auraya describió la manera en que el agua tanto fría como caliente podía conducirse a través de tubos por todo el edificio. Cada habitación estaría provista de un desagüe que facilitaría su limpieza. Había salas para operaciones y repositorios para medicamentos e instrumental. Raeli hacía sugerencias en voz baja, y con frecuencia le venían a la mente tejedores mayores y con más experiencia que podrían dar mejores consejos.
Una vez que hubieron explorado todas las habitaciones, regresaron a la sala principal. Raeli estaba callada y reflexiva, consciente de que siempre se había mofado del título de tejedora asesora porque creía que los Blancos nunca harían caso de su asesoramiento. De pronto, levantó la vista hacia Auraya.
—¿Habéis tenido noticia de Leiard?
Auraya se estremeció. Fijó la mirada en Raeli, completamente sorprendida.
—No —contestó, haciendo un esfuerzo—. ¿Y tú?
Raeli negó con la cabeza. Al analizar los pensamientos de la mujer, Auraya comprendió que Leiard no solo había desaparecido de su vida. Ningún tejedor de sueños lo había visto desde la batalla. Arlij, líder de los tejedores, estaba preocupada por él y había pedido a su pueblo que la informaran si lo veían.
Sintió una punzada de inquietud y culpa. ¿Había huido Leiard de todo y de todos por miedo a que Juran o los dioses lo castigaran por atreverse a ser su amante, o sencillamente en cumplimiento de la orden de Juran? Pero, según el líder de los Blancos, le había ordenado a Leiard que se marchara, no que desapareciera sin dejar rastro.
«Tampoco le ordenó a Leiard que se acostara con una ramera —se recordó a sí misma. Se encaminó hacia el vestíbulo, seguida por Raeli—. Él debía de saber que yo le leería la mente el día que volviera a verlo, fuera cuando fuese, y descubriría su infidelidad».
Por otro lado, pensó ella, Leiard había decidido que su relación había terminado, por lo que en realidad no había sido desleal. «Podría perdonarle eso si hubiéramos estado una larga temporada separados, pero solo llevábamos un día sin vernos. —Contuvo un suspiro—. Deja de darle vueltas al asunto —se dijo—. No llegarás a ningún lado».
Tras abrir las puertas, Auraya salió al sol. Dos platenes aguardaban delante: el de alquiler en el que había llegado Raeli y el blanco y plateado que había utilizado Auraya. Esta se volvió hacia Raeli.
—Gracias por venir, tejedora asesora Raeli.
La mujer inclinó ligeramente la cabeza.
—Ha sido un placer, Auraya la Blanca. Transmitiré vuestra propuesta a la tejedora de sueños Arlij.
Auraya asintió. Siguió con la mirada a Raeli, que subió al platén. Mientras el vehículo se alejaba pesadamente, un sonido resonó en la mente de la Blanca: el chirrido que emitía el muelle de un cepo cuando un trampero lo preparaba. «Soy como una cazadora —pensó—. Sé que tengo que tender trampas por el bien de otros, pero no me entusiasma».
Emerahl sujetaba el cubo bajo la cascada, dejando que se llenara. Pese a que el recipiente apenas tocaba el agua, la fuerza de la caída era tan grande que le dolía el brazo.
Ella había dedicado los últimos días a convertir la cueva en un hogar más cómodo. Tras derribar un árbol pequeño, lo había cortado y había atado leños entre sí para fabricar dos camas sencillas y un biombo detrás del que Mirar y ella pudieran hacer sus menesteres en privado. Para dichos menesteres, así como para beber o para realizar otras tareas, ella había tallado varios cubos de madera a partir de secciones del tronco.
Como Mirar se había quedado dentro del vacío, la responsabilidad de ir en busca de agua y alimentos recaía sobre ella, pero esto no le molestaba. El bosque era un lugar hermoso, lleno de plantas, animales y hongos comestibles. Muy pocas cosas habían cambiado desde la última vez que ella se había alojado allí. Sin la magia y sin los conocimientos acumulados a lo largo de cientos de años, la supervivencia habría resultado mucho más complicada. Y peligrosa.
En el bosque, por cada planta no venenosa, había una que lo era. Emerahl había visto varios insectos ponzoñosos muy bonitos, pero únicamente en huecos y agujeros en los que solo un necio metería la mano. Los depredadores de mayor tamaño, como los lerameres o los voranes, quizá habrían representado un problema si ella hubiera carecido de poderes mágicos para ahuyentarlos. Permanecía alerta a los efectos seductores de la enremidera, que lanzaba una llamada telepática para incitar a los animales a descansar sobre su alfombra de hojas suaves, mientras enroscaba sus ramas en torno a ellos, inmovilizándolos, hasta estrangularlos y desmembrarlos. Muchos años atrás, ella había conocido a un criador de plantas que se había enriquecido vendiendo una variedad enana más débil a nobles que padecían insomnio.
El cubo empezó a desbordarse. Aferrando la tosca asa de cuerda con una mano, recogió el segundo cubo con la otra. Este contenía la abundante cosecha de la tarde. Balanceando ambos cubos a sus costados, Emerahl entró en el túnel con paso decidido.
Al llegar a la caverna, vio a Mirar acostado en el suelo, contemplando el elevado techo. Destilaba melancolía. Volvió la cabeza hacia ella y se incorporó despacio.
—La cena —anunció ella cuando se colocó a su lado. Él no respondió. Emerahl dejó los cubos en el suelo y se fijó en la roca grande y lisa que había hecho rodar hacia el interior de la cueva dos días antes. Lo que había sido una depresión natural y poco profunda en la piedra ahora era una cavidad grande—. Gracias.
Él la miró, pero no dijo nada.
«Leiard debe de estar al mando», concluyó ella, no por la melancolía, pues Mirar también era propenso a caer en el desánimo, sino porque no le había lanzado ninguna pulla ni hecho ningún comentario cuando ella había aparecido. Mirar era con diferencia el más locuaz de sus dos acompañantes.
Ella vertió un poco de agua en la cavidad y comenzó a rasgar las hojas en tiras.
—No irás a cocer eso, ¿verdad?
Al alzar la vista, Emerahl se percató de que él observaba los hongos con recelo.
—No. —Sonrió ella—. Los pondré a desecar más tarde. Para mi nueva colección.
—¿Tu colección de…?
—Medicinas. Remedios. Distracciones.
—Ah. —Arqueó las cejas. Ella percibió cavilación y luego desaprobación. Supuso que esto último se debía a que había comprendido a qué se refería con «distracciones».
Hablar con Leiard era como recordarle constantemente a un anciano información que había olvidado. Sin duda había accedido a los recuerdos de Mirar sobre ella, incluso mientras ella respondía, y había averiguado que en ocasiones trabajaba como sanadora y que de vez en cuando había vendido brebajes ideados para la diversión de los nobles ricos. Leiard también podía ponerse un poco moralista.
No era fácil darle conversación. A menudo no respondía a las preguntas que ella solía hacer a quienes quería conocer mejor. Preguntas como: «¿Hace cuánto que eres tejedor de sueños?», «¿Dónde naciste?», «¿Quiénes eran tus padres?», «¿Tienes hermanos?».
La renuencia de Emerahl a creer que Leiard era una persona real también la frenaba. Seguramente él era una aberración, una personalidad que se había injertado de alguna manera en la de Mirar. Aunque este no era capaz de recordar cuándo o cómo había sucedido esto, ni si el injerto se había llevado a cabo con o sin su consentimiento, saltaba a la vista que no estaba contento con la situación. Ella temía que, si hablaba con Leiard, reforzaría su sentido de la identidad y por tanto este consolidaría su dominio sobre Mirar, pero, por otra parte, no creía que Leiard desapareciera si ella se limitaba a ignorarlo.
«Quizá, en vez de ignorarlo, debería hablarle de una manera que lo debilitara. Podría sembrar en su mente dudas sobre su identidad. Eso tal vez ayudaría a Mirar a recuperar el control por completo».
Pero ¿y si estaba equivocada? ¿Y si Leiard era la persona de verdad y Mirar no era más que un vestigio de sus recuerdos de conexión, tal como creía el propio Leiard? ¿Había algún modo de demostrar quién era el auténtico dueño de ese cuerpo?
Interrumpió su labor y contempló el hueco lleno de agua en la piedra. Aunque el rostro de Mirar se reflejaba en la superficie, la expresión era de otra persona.
«Mirar es un indómito. Posee dones de los que carecen los hechiceros corrientes: la facultad de detener el envejecimiento de su cuerpo; la habilidad de sanar a la perfección sin dejar cicatrices. Si aún es capaz de hacer estas cosas, sin duda se trata de Mirar».
Podía ponerlo a prueba. Tal vez bastaría con unos ejercicios para comprobar si era un indómito.
«A menos que Leiard también lo sea».
Negó con la cabeza. Aunque no era imposible, habría sido demasiada casualidad. ¿Qué probabilidades había de que hubiera nacido un nuevo indómito de aspecto idéntico al de Mirar?
A menos que… a menos que originalmente no se pareciera a Mirar, sino que, al haber asimilado tantos recuerdos de conexión que ya lo hacían dudar de su identidad, hubiera empezado a cambiar de apariencia de forma inconsciente. Según Mirar, su aspecto era considerablemente distinto dos años atrás.
Ella sintió un escalofrío al pensar que la personalidad de uno pudiese contaminarse hasta ese punto con la del otro…
Al mismo tiempo, sin embargo, la invadió un júbilo cargado de egoísmo. ¿De verdad le importaba que un desconocido perdiera la identidad, si eso le permitía volver a disfrutar de Mirar?
«Soy una mujer muy, muy mala», pensó.
Sacó los hongos del cubo y los dejó a un lado. En el fondo del recipiente había varias gamillas de agua dulce, agitando sus tentáculos débilmente. Ella invocó un poco de magia y calentó el agua en la cavidad de la roca. Cuando, unos instantes después, esta rompió a hervir, cogió las gamillas y las echó en el agua de dos en dos. Emitían un chillido agudo al morir, pero era una muerte más rápida que dejar que se asfixiaran fuera del agua.
Leiard retrocedió ligeramente y acto seguido se inclinó hacia Emerahl. Ella percibió una repentina mejora de su estado de ánimo y, cuando él alzó la vista y le sonrió, supo que Mirar había vuelto.
—Mmm. La cena tiene buena pinta. ¿Qué hay de postre?
—Nada.
Él hizo un puchero.
—Yo aquí sentado todo el día, doblando el espinazo para fabricarte un utensilio de cocina, ¿y tú ni siquiera me traes una fruta o un poco de miel?
—Podría conseguirte unas bayas de fuego. Dicen que son bastante dulces… en la boca.
Mirar torció el gesto.
—No, gracias. Prefiero permanecer felizmente ajeno a mis intestinos y sus funciones.
Ella extrajo las gamillas del agua y añadió las hojas trituradas. Se marchitaron al momento. Una vez que estuvieron lo bastante cocidas para su gusto, cogió dos platos de madera y repartió la cena. Tomó un pellizco de sal y nueces tostadas de unos tarros que tenía cerca y lo esparció todo sobre la verdura, con el fin de sazonar un poco un plato desabrido pero nutritivo.
Mirar aceptó el que ella le ofrecía y comió con su buen apetito habitual. Era un rasgo que compartía con Leiard. Ambos sabían apreciar la comida. Emerahl sonrió. Una persona que no disfrutaba con los buenos manjares era una persona incompleta.
—Cuéntame qué has hecho mientras yo estaba fuera —intervino Emerahl.
Él se encogió de hombros.
—Pensar. Hablar conmigo mismo. —Arrugó la nariz—. Discutir conmigo mismo.
—¿Ah, sí? ¿Y quién ha ganado?
—Yo, creo.
—¿Sobre qué discutías?
Mirar peló una gamilla y tiró la piel en un cubo.
—Sobre a quién pertenece este cuerpo.
—¿Y qué has concluido?
—Que me pertenece a mí. —Bajó la mirada—. Lo reconozco. Tú lo reconoces. Por tanto, debe de ser mío.
Ella le dedicó otra sonrisa.
—Hoy se me había ocurrido una manera de comprobarlo. Si tú podías demostrar que eras un indómito, sabrías que el cuerpo te pertenece.
Él soltó una risita.
—¿Y bien?
—¿Y si Leiard es un nuevo indómito infectado con tus recuerdos de conexión, y tú has estado utilizando sus poderes para modificar su cuerpo de modo que se parezca al tuyo?
—¿«Infectado»? —Parecía ofendido—. No es una forma muy halagadora de expresarlo.
—No lo es —convino ella. Clavó los ojos en Mirar.
Él desvió la vista.
—Es posible. No lo sé. Ojalá lo recordara.
Ella sintió empatía por él al percibir su frustración. Entonces experimentó un destello de inspiración.
—La memoria. Quizá esa sea la clave. Debes recuperar los recuerdos perdidos para saber quién eres.
Esto pareció incomodar a Mirar.
—Si no soy más que una manifestación de unos recuerdos de conexión, no habrá nada que recuperar.
Ella se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro.
—Sí, pero si no lo eres, conservarás recuerdos que es imposible que Leiard guarde.
—¿Como cuáles?
Ella respiró hondo.
—El sueño de la torre. Sospecho que es un recuerdo de tu muerte.
—¿Un sueño de muerte que revela que estoy vivo? —Esbozó una sonrisa torcida—. ¿Cómo demostraría eso que este cuerpo es mío? Tal vez no sea más que otro recuerdo de conexión. Tal vez proyecté la experiencia a alguien que la transmitió a otros, que a su vez la transmitieron a Leiard.
—Pero ni Leiard ni tú recordáis haber tenido este sueño.
—Cierto —dijo con aire pensativo—. Y aun así crees que soy el origen.
Emerahl se sentó.
—Cuanto más me acercaba a ti, más intenso se volvía el sueño. Ahora estamos alejados de la gente, y no obstante continúo teniéndolo de forma vívida. Solo lo sueño cuando tú también estás dormido.
—¿Cómo puedo proyectar un sueño que no sé que estoy teniendo? —preguntó él, aunque por su tono ella supo que ya había deducido la respuesta. Después de todo, era un experto en la forma en que funcionaban los sueños.
—No siempre nos acordamos de nuestros sueños —señaló ella—. Y quizá este sea un sueño que no quieres recordar.
—Así que si me esforzara por recordar el sueño, tal vez me acordaría de otras cosas. Como la razón por la que hay otra persona en mi cabeza.
—Eso no debería resultarle complicado al fundador de los tejedores de sueños.
Él se rio entre dientes.
—Tengo una reputación que mantener.
—Así es. —Le sostuvo la mirada—. Una reputación que no ha decrecido en los últimos cien años. Si eres Mirar, los dioses no declararán precisamente un día festivo para darte la bienvenida. Es hora de que comience a enseñarte a ocultar tus pensamientos. ¿Empezamos?
Asintiendo con resignación, Mirar dejó a un lado su plato vacío.
Arlij, líder de los tejedores de sueños, sirvió dos copas de ahm. Se acercó con ellas a las sillas colocadas frente al fuego y entregó una a Niran. El anciano tejedor de sueños aceptó la bebida con gratitud y la despachó de un trago.
Arlij tomó un sorbo y observó a su viejo amigo con detenimiento. Tras oír la noticia, se había acercado a un asiento sin decir una palabra y se había dejado caer en él. Arlij ocupó la silla de enfrente y dejó la copa a un lado.
—¿Y bien? ¿Qué crees que debemos hacer?
Niran ocultó el rostro entre sus manos.
—¿Yo? No puedo tomar una decisión así.
—No, no puedes. Si mal no recuerdo, no eres el líder de los tejedores.
Él bajó las manos y la fulminó con la mirada.
—Entonces ¿por qué siempre sigues mis consejos?
Ella soltó una risita.
—Porque siempre son buenos.
—Querría aconsejar prudencia, pero una parte de mí desea aprovechar esta oportunidad antes de que resulte ser otro capricho de Auraya y ella encuentre otra cosa en la que entretenerse.
Arlij frunció el ceño. En ocasiones casi se arrepentía de haberle hablado a Niran de los amoríos de Leiard con Auraya la Blanca. Había empañado la opinión que tenía de ella. Su desaprobación le recordaba a Arlij que no debía estar tan cautivada por aquella Blanca que se mostraba favorable a los tejedores de sueños. Cuando Niran había declarado que Auraya había ocasionado la perdición de Leiard, no estaba muy alejado de la realidad.
Sin embargo, ahora Arlij no tenía la menor idea del paradero de Leiard. Este había desaparecido después de la batalla, y ella no había conseguido comunicarse con él a través de conexiones en sueños. Se había visto obligada a hacerse cargo de la instrucción de Jayim, pero no era algo que lamentara. El muchacho se había revelado como un discípulo apto y encantador.
Al margen de si Auraya era o no la causa de la desaparición de Leiard, al parecer aún deseaba fomentar la paz y la tolerancia entre circulianos y tejedores de sueños. Su última oferta, la de fundar un hospital en Jarime en el que tejedores y sacerdotes sanadores trabajaran codo con codo, resultaba tan sorprendente como oportuna. Los circulianos habían presenciado la buena labor de los tejedores con los heridos en el campo de batalla. Los paganos reconocieron su valor frente a los sacerdotes sanadores. Tenía sentido que el mejor esfuerzo por la paz y la tolerancia estuviera orientado hacia la sanación.
—Pero ¿dónde está la trampa? —dijo Arlij en voz alta.
Niran la miró, y una sonrisa se dibujó en sus labios.
—¿La trampa?
—Sí. ¿Concluirán los tejedores de sueños que el estilo de vida de los circulianos es mejor y nos abandonarán para unirse a ellos?
El anciano rio entre dientes.
—¿O decidirán los circulianos que prefieren nuestro estilo de vida y tendremos demasiados discípulos que instruir?
Ella cogió su copa, bebió un sorbo y la dejó de nuevo donde estaba.
—¿Cuán estrecha será la colaboración entre nuestro pueblo y el suyo? Si de pronto se han convencido de que nuestros remedios y métodos de sanación valen la pena, ¿querrán adoptarlos?
—Probablemente. Pero nunca los habíamos guardado en secreto.
—Cierto. Y dudo que su interés y tolerancia se extiendan a nuestra habilidad para leer la mente.
Niran arrugó la nariz.
—Sigue vigente una ley contra las conexiones en sueños en casi toda Ithania del Norte. Los tejedores deben intentar evitar cualquier forma de conexión mental con sus pacientes mientras haya circulianos observándolos. Dudo que los Blancos tengan la intención de incitarnos con engaños a cometer delitos para después encerrarnos, pero debemos obrar con prudencia en estas cuestiones.
—Estoy de acuerdo —convino ella. Volvió la mirada hacia él—. Me da la impresión de que me estás aconsejando que acepte la oferta.
Él la miró a los ojos por unos instantes antes de apartar la vista. Asintió despacio.
—Sí, pero… busca el consenso con los demás.
—Muy bien. Someteremos la propuesta a votación. Esta noche conectaré en sueños con los líderes que están en otras tierras. —Cogió su copa y se la tendió a Niran—. Necesitaré tener la mente despejada.
Él aceptó la copa, pero no bebió de ella. En cambio, contempló a Arlij con una expresión extraña.
—Me embarga la terrible sensación de que nos enfrentamos a un momento de enorme cambio. O desperdiciaremos una oportunidad de oro para demostrar nuestra valía al pueblo de Ithania del Norte, o nos volveremos superfluos.
Arlij sacudió la cabeza.
—Aunque los circulianos nos superen en conocimientos de sanación, aunque aprendan a sanar por medio de conexiones mentales y en sueños, jamás nos igualarán en todos los aspectos. Quienes buscan la verdad acudirán a nosotros siempre.
—Cierto. —Sonrió y alzó su copa—. Por los recuerdos de conexión.