4

Era de noche. Siempre era de noche.

Una luz espectral flotaba sobre el suelo. Ella no alcanzaba a ver de dónde procedía. Confería a los rostros que la rodeaban un aspecto aún más macabro.

Un cadáver se interponía en su camino. Ella pasó por encima y siguió adelante.

«Busco algo. ¿Qué estoy buscando?».

Se esforzó por hacer memoria.

«Una salida. El final del campo de batalla. Una escapatoria. Porque…».

Al captar un movimiento con el rabillo del ojo, se le aceleró el corazón a causa del pavor. Aunque no quería mirar, lo hizo. Todo estaba inmóvil.

Otro cuerpo obstruía su camino: el de un sacerdote, con la parte superior del torso y la cabeza ennegrecidas y chamuscadas. Llena de aprensión, le pasó por encima.

«No bajes la vista».

Algo se movió a sus pies. Sus ojos se vieron atraídos hacia abajo. El sacerdote la miraba con fijeza, y ella se quedó paralizada de espanto. Él le sonrió y, antes de que pudiera alejarse, la agarró por el tobillo con su mano quemada.

:¡Ohuaya!

El grito ansioso e inesperado en su mente la sobresaltó. De pronto, estaba contemplando el techo de su dormitorio, con el corazón desbocado. Notaba la piel caliente y sudorosa. Tenía el estómago contraído.

—¿Ohuaya asustada?

Una figura diminuta subió a la cama de un brinco. Contra la luz de la luna, ella distinguió la inconfundible cola esponjosa y las pequeñas orejas del viz, que temblaban de preocupación.

—Travesuras —murmuró.

—¿Ohuaya miedo?

Ella se incorporó, apoyándose en los codos.

—Solo ha sido un sueño. Ya se me ha pasado.

No estaba segura de que él la hubiera entendido. ¿Comprendían los vices el concepto de sueño? Lo había visto estremecerse y mascullar mientras dormía, por lo que sabía que soñaba. Sin embargo, ignoraba si recordaba los sueños o si tenía claro que no eran reales.

El animalillo caminó sobre la cama y se hizo un ovillo junto a sus piernas. La presión de su cuerpo contra el suyo la reconfortaba. Se acostó de nuevo, fijó la mirada en el techo y suspiró.

«¿Cuánto me durarán estas pesadillas? ¿Meses? ¿Años?».

Se sentía vagamente decepcionada consigo misma y con los dioses. Creía que por su condición de Blanca merecía vivir libre de sueños angustiosos causados por su participación en una guerra en defensa de Ithania del Norte y de todos los circulianos. Aunque los dones que ellos le habían otorgado la protegían del envejecimiento y los daños físicos, al parecer no ahuyentaban las pesadillas. Era inconcebible que los dioses quisieran que ella sufriera de ese modo.

«Los tejedores de sueños podrían ayudarme».

Exhaló otro suspiro. Los tejedores de sueños. Ese era un tema que le remordía la conciencia. Sabía que, en última instancia, reducir la influencia de los tejedores sobre la gente animando a los sacerdotes a empaparse de sus conocimientos de sanación era lo correcto. De ese modo salvaría las almas de personas que en otras circunstancias darían la espalda a los dioses. Aun así, le parecía una maniobra demasiado… solapada.

Después de la reunión en el altar, ella había decidido averiguar si había sacerdotes sanadores dispuestos a colaborar con los tejedores de sueños antes de hablar con la tejedora asesora Raeli. Había intentado convencerse de que estaba siendo eficiente —podría aprovechar para preguntarles si accederían a viajar a Si—, pero sabía que solo estaba aplazando el momento en que tendría que empezar a actuar de manera solapada.

Varios se habían ofrecido voluntarios. Ella había imaginado que el puesto en Si despertaría entusiasmo, pero la había sorprendido gratamente la cantidad de personas interesadas en trabajar con los tejedores. Lo que habían presenciado tras la batalla los había impresionado y había sido una lección de humildad para ellos. Muchos estaban ansiosos por aprender de los tejedores de sueños, aunque lo que motivaba a algunos era un afán de igualar o superar a los paganos en conocimientos y habilidades, más que un nuevo respeto hacia la secta.

Ella había retrasado aún más el momento temido buscando un lugar donde pudieran trabajar. Tenía que ser un sitio en el que la influencia tanto de los tejedores como de los circulianos fuese mínima. Había encontrado un almacén abandonado cerca del muelle, no muy lejos de la zona pobre de la ciudad. No le quedaba más que encargarse de que limpiaran, acondicionaran y equiparan el edificio, y decidir qué nombre ponerle.

Antes, sin embargo, necesitaba una respuesta de los tejedores. Incapaz de seguir dando largas al asunto, había concertado una entrevista con Raeli.

Auraya se tendió de costado. Ahora estaba totalmente despierta y dudaba que pudiera conciliar el sueño en las próximas horas. Aunque ya no tenía el corazón desbocado, aún le latía un poco más deprisa de lo normal.

Meditó sobre la pregunta que le había planteado a Juran. «¿Y qué hay de toda la gama de habilidades mentales de sanación…, las conexiones mentales y las conexiones en sueños?». Era evidente que a él no le hacía mucha gracia que los sacerdotes adquiriesen aquellos conocimientos, pero si querían que los circulianos sustituyeran a los tejedores de sueños, estos tendrían que adoptar todas las prácticas de los paganos.

Suspiró. Sus pesadillas eran una prueba de lo necesario que era que los sacerdotes tuvieran nociones de sanación de sueños. Ella entendía que las personas comunes y corrientes acudieran a tejedores para poner fin a las pesadillas.

«Tal vez debería pedir ayuda a un tejedor. Se supone que debo convencer a la gente de que son inofensivos. ¿Qué mejor manera de convencerlos que emplear los servicios de los sanadores de sueños?».

Le costaba imaginar que Juran viera con buenos ojos que una Blanca abriera su mente a un tejedor de sueños, o incluso que ella dejara que un sacerdote explorara sus pensamientos y descubriese sus secretos.

Tal vez si Auraya estudiara la mente de un tejedor mientras este realizaba una sanación de sueños a otra persona, cogería el truco… y podría transmitir este conocimiento a los otros Blancos…, que entonces podrían…

Su mente vagaba sin rumbo. Aunque estaba hablando con Mairae, era una conversación banal. Los demás Blancos reían sin parar y aseguraban que no entendían. Frustrada, Auraya salió por la ventana y se alejó volando, pero no podía controlar del todo sus movimientos. El viento la empujaba hacia un lado. Flotó hasta penetrar en una nube y se vio rodeada de una blancura gélida.

De la blancura emergió una figura luminosa. Ella notó que se le alegraba el corazón. Con una sonrisa, Chaia se acercó. Tenía el rostro bien definido. Ella alcanzaba a distinguir cada una de sus pestañas.

«Mis sueños nunca son tan vívidos… —Él se inclinó hacia ella para besarla—, ni tan interesantes».

Sus labios se juntaron. Aquello no era un roce mágico casto y afectuoso. Su contacto parecía de lo más real.

De pronto, ella se incorporó y se acodó en la cama. Tenía el pulso acelerado, pero no por el miedo. La sensación de euforia se disipó y cedió el paso a la turbación.

«¿En qué estoy pensando? Por todos los dioses, espero que Chaia no estuviera observándome».

Intentó poner en orden sus pensamientos. «No ha sido algo intencionado. Era un sueño. —No podía controlar sus sueños—. ¡Ah, ojalá pudiera!».

Volvió a acostarse y dio unas palmaditas a Travesuras, que soltó un quejido soñoliento.

«Un sueño —se dijo—. Chaia no podría ofenderse por eso, ¿o sí?».

A pesar de todo, tardó largo rato en dormirse de nuevo.

No le resultaba fácil mantenerse despierta. Imi contemplaba el techo, siguiendo con la mirada las marcas grabadas cientos de años atrás por los talladores de cuevas.

Oyó una respiración sibilante pero suave procedente del otro lado de la habitación.

«¡Por fin!».

Sonrió y se dispuso a salir de la pileta. Una de las obligaciones de Teiti era permanecer cerca de ella durante la noche por si caía enferma o pedía ayuda. Las cortinas que dividían la habitación daban a Imi un poco de intimidad, pero dejaban pasar los sonidos.

Unos años antes, ella había hecho algo al respecto. Se había quejado discretamente a su padre de los ronquidos de su tía y le había propuesto que mandara construir paredes en torno a la pileta de dormir del aya. Aunque él había accedido, Imi sospechaba que solo lo había hecho porque Teiti había sido la primera aya que había caído bien a Imi; no quería tener que buscarle otra.

Habían construido un tabique curvo junto a la pileta del aya que no llegaba a juntarse con la pared de la habitación. Imi había manifestado a su padre su esperanza de disponer de una habitación propia, con puerta incluida, pero él se había limitado a sonreír y a preguntarle cómo iba Teiti a oír sus llamadas de auxilio si estaba totalmente aislada.

No obstante, Imi descubrió que el tabique curvo amortiguaba lo suficiente los sonidos para permitirle moverse de un lado a otro con sigilo sin despertar a su tía. Irónicamente, Teiti no roncaba en aquel entonces, pero había adquirido el hábito hacía poco tiempo. Ahora Imi tenía dos motivos para estar agradecida por el tabique.

Se quitó las gotitas de humedad de la piel con la mano y se detuvo a escuchar los ronquidos de Teiti. Unas horas antes, Imi había enviado a su tía a hacer varios recados —tareas que solo el aya de la princesa estaba autorizada a realizar— con la intención de dejarla rendida. Tal como había planeado, Teiti había decidido acostarse temprano y se había sumido enseguida en un sueño profundo.

Teiti continuaba emitiendo silbidos leves al respirar. Imi se acercó a una talla apoyada en la pared. Deslizó la mano detrás, encontró el cerrojo que la mantenía cerrada y lo descorrió con cuidado. La talla se abrió hacia fuera como una puerta, dejando al descubierto un hueco en la pared.

Debajo, en el suelo, había una caja grande. Imi se subió encima y trepó al agujero. Miró hacia atrás, metió los dedos de sus pies palmeados en una anilla atornillada a la parte posterior de la talla y tiró de ella para cerrarla.

En el túnel la oscuridad era absoluta. Imi avanzó a rastras, menos incómoda por la falta de luz que por la estrechez del pasadizo. Ella había crecido bastante en el último año, y pronto le costaría colarse en aquel espacio tan reducido.

Cuando percibió un cambio sutil en el sonido de su respiración, supo que estaba cerca del final del túnel. Alargó el brazo hacia delante y tocó una superficie dura. La palpó con la punta de los dedos, encontró el pestillo y lo abrió.

La trampilla se tornó visible al levantarse y dejar entrar una luz tenue. Imi continuó arrastrándose hasta asomar la cabeza. La rodeaba el interior de un armario de madera. Se detuvo a escuchar y avanzó un poco más hasta acercar el ojo al resquicio que había entre las puertas del armario. La habitación estrecha que tenía delante estaba vacía y en penumbra. Ella se agarró al marco de la trampilla para impulsarse fuera del túnel, descorrió el cerrojo de las puertas y salió del armario.

Fue directa a la puerta de la habitación y echó un vistazo por la pequeña mirilla situada en el centro. Estaba muy arriba, y solo desde hacía poco tiempo Imi la alcanzaba. Antes se veía obligada a abrir la puerta ligeramente para mirar al exterior.

El pasillo del otro lado estaba desierto. Satisfecha, se volvió para contemplar la habitación. Las paredes de los lados estaban recubiertas de tubos. El extremo de cada uno se ensanchaba hacia fuera y tenía forma de oreja. Su padre le había explicado tiempo atrás que contaba con un artilugio que le permitía escuchar las conversaciones de otros. Sin embargo, nunca le había enseñado aquella estancia; ella la había encontrado por sí sola.

Lo que él sí le había mostrado años atrás era el agujero tras la talla en su habitación. Le había dicho que era un lugar donde esconderse si personas malas asaltaban el palacio. Ella no sabía si su padre temía un ataque por parte de los pisatierra o de elay malignos. Los saqueadores pisatierra que habían agredido y robado a los elay en el pasado no podían entrar en la ciudad. No eran capaces de aguantar la respiración durante el tiempo suficiente para bucear a través de la entrada submarina.

Ella había llegado a la conclusión de que si su padre no hubiera querido que descubriera la habitación, no le habría revelado el túnel tras la talla. Imi llevaba años internándose allí cada pocas semanas para escuchar conversaciones ajenas que se desarrollaban tanto dentro como fuera del palacio.

Por medio del artilugio, se había enterado de muchas cosas sobre numerosas personas, y había aprendido que los habitantes de distintas zonas de la ciudad llevaban vidas muy diferentes. A veces envidiaba a los niños a los que oía hablar. A veces no.

Aunque sabía que su padre utilizaba aquella habitación, él jamás la había sorprendido allí. Imi también había tenido la suerte de que Teiti nunca se hubiera despertado y hubiera reparado en su ausencia, o la hubiera pillado entrando por la abertura de detrás de la talla.

Se acercó a uno de los tubos y apoyó la oreja. Las voces susurrantes que le llegaron a través del tubo sonaban bajas, pero cuando su oído se adaptó, ella comenzó a distinguir las palabras.

—¡… no voy a casarme con él, madre! ¡Me lleva más de veinte años!

Era la voz de su prima Yiti. ¿Se había equivocado al elegir el tubo? No, era indudable que estaba escuchando el que comunicaba con la cueva de los joyeros. Aproximó de nuevo la oreja a la abertura.

—Tú harás lo que tu padre te ordene, Yiti —replicó una mujer con serenidad—. Te casarás con él, le darás hijos y, cuando muera de viejo, seguirás siendo lo bastante joven para disfrutar la vida. Ahora fíjate en esta. ¿No es preciosa?

—¿Lo bastante joven? ¡Estaré hecha un vejestorio! ¿Quién me querrá entonces?

—No serás mayor de lo que yo soy ahora.

—Sí. Un vejestorio sin nada que…

Imi se apartó del tubo. Aunque comprendía las razones de Yiti, no podía pasarse toda la noche escuchándolas. Su tía y su prima debían de estar de visita en la cueva de los joyeros con el fin de comprar algo para la boda.

Ella había elegido dicha cueva primero porque era uno de los lugares a los que solían acudir los comerciantes para vender sus mercancías, y había muchas posibilidades de que hablaran de campanillas marinas.

Pero no estaban allí. Imi se preguntó dónde más podían estar. En casa, quizá. Se inclinó hacia el tubo que provenía del hogar de uno de los mercaderes y escuchó con atención.

No obtuvo más que silencio. Probó con otras casas e incluso con el salón Principal de palacio, pero, aunque captó las voces de otros miembros de las familias de los comerciantes, o de sus sirvientes, no oyó una palabra de los propios comerciantes.

Desencantada, comenzó a elegir tubos al azar. Tras escuchar incontables fragmentos de diálogos, oyó una carcajada que le recordó mucho la forma de reír de uno de los mercaderes. Era una risa agradable, que hacía que la gente se sintiera a gusto. Seguramente constituía una cualidad útil para un comerciante, comprendió de pronto Imi. Él quería que la gente se tranquilizara, pues la gente tranquila compraba cosas. Ella lo había notado en su tía. Cuando Teiti iba al mercado irritada o descontenta, apenas se fijaba en los artículos expuestos. Cuando estaba tranquila, era mucho más propensa a comprarle chucherías a Imi.

—¿… apuestas?

—Sí. Diez.

—Veinte.

—¿Conque veinte, eh? Igualo tu apuesta.

—¿Y tú?

Un suspiro.

—No voy.

—¿No hay más apuestas? ¿No? Descubridlos.

Se oyó una risita triunfal, un gruñido y luego el entrechocar de conchas de corri. Imi reconoció las voces de los mercaderes que habían hablado y las de algunos otros. Supuso que estaban jugando a cuadrados.

Durante varias manos, los comentarios de los comerciantes se ciñeron a la partida. Luego hicieron una pausa para tomar un tentempié de medianoche y beber drai. Comenzaron a hablar de sus familias. Ella aguardó pacientemente a que la conversación se desviara hacia temas relacionados con su profesión.

—Según Gili, vio a unos saqueadores cerca de la isla de Xiti hace tres días.

—Saqueadores no —repuso una voz áspera—. Buceadores.

Varios de los mercaderes profirieron una palabrota.

—Sabía que no deberíamos haber esperado tanto.

—Era un riesgo que teníamos que correr. Las campanillas de mar tardan un tiempo en crecer.

—Mucho menos tiempo del que los pisatierra tardan en robarlas.

—¡Esos ladrones flacuchos y pálidos!

A Imi el corazón le dio un vuelco. De modo que las campanillas marinas estaban en algún lugar cercano a la isla de Xiti…

—¿Robarlas? —El hombre de la risa tranquila soltó un resoplido—. No es un robo si no pertenecen a nadie. Nadie es dueño de aquello que no puede defender. No somos capaces ni de defender nuestras propias islas.

—Huan nos convirtió en el pueblo del mar. Todos los tesoros marinos nos pertenecen.

—Entonces ¿por qué la diosa no castiga a esos buceadores? Si su voluntad fuera que disfrutáramos de todos los tesoros del océano, impediría que los pisatierra se los llevaran, o nos otorgarían el poder para pararles los pies.

—Huan quiere que nos cuidemos solos.

—¿Cómo lo sabes?

—O desea que las cosas sean como son, o hemos cometido algún error.

Imi lanzó un suspiro de desesperación. «¡Dejad de hablar de los dioses! —pensó—. Volved a hablar de las campanillas marinas». Sin embargo, la conversación se dividió en dos discusiones distintas.

—Nunca debimos dejar tan de lado nuestros conocimientos de metalurgia. O bien deberíamos intercambiar productos por espadas del continente.

—… un nadador solitario tendría más posibilidades de conseguirlo que un grupo. La cosecha era pequeña, pero mejor que…

—¿De qué nos servirían? Acabarían todas oxidadas en…

—… peligroso. ¿Y si…?

—… si las cuidas bien. Tienes que…

—… elegir bien el momento. El estado del tiempo adecuado… más difícil de ver por debajo del…

—… la superficie con algo que evite la oxidación. Los pisatierra…

—… no se atreverán a bucear si hace mal tiempo.

A Imi la cabeza le daba vueltas del esfuerzo por descifrar los dos diálogos simultáneos. El problema era que quería seguirlos a ambos. El debate de los mercaderes sobre cómo un elay podía acercarse nadando solo y coger algunas de las campanillas marinas la tenía cautivada, pero el interés de los otros comerciantes por comerciar con los pisatierra también despertaba su curiosidad.

Un repiqueteo distante captó su atención. Se separó de mala gana del tubo, y se le encogió el corazón cuando cayó en la cuenta de que ese sonido eran pasos que se acercaban. Dio un salto para alejarse del tubo y se abalanzó hacia el armario. Justo cuando cerraba las puertas, oyó que alguien entraba en la habitación. Se quedó paralizada.

Echó una ojeada entre las puertas del armario, y la recorrió un escalofrío al reconocer la ancha espalda del hombre que se dirigía con andar tranquilo hacia los tubos. Al mismo tiempo, no pudo evitar esbozar una sonrisa de afecto. Su padre iba tarareando para sí. Imi reconoció la melodía como una nueva y popular canción de la hermosa Idi, la flamante cantadora principal de palacio.

El rey se agachó para escuchar por el extremo del tubo conectado con la cueva de los cantadores. Imi lo observaba con el pulso acelerado. Estaba a solo unos pasos de distancia. Nada se interponía entre ellos, salvo las puertas del armario.

Al cabo de un momento, él se enderezó, se alisó el fajín y salió de la habitación con aire arrogante.

Con un suspiro de alivio, Imi dio media vuelta. Se agarró al marco de la trampilla y se impulsó para entrar en el túnel. Su corazón no recuperó su ritmo normal hasta que ella llegó al final del trayecto.

Salió del pasadizo sin hacer ruido, colocó la talla en su sitio y regresó a su pileta de puntillas. Moviéndose con cuidado para no chapotear, se introdujo en el agua, y un frescor reconfortante la envolvió.

«Ya sé dónde están las campanillas de mar —pensó—. Solo me queda encontrar un modo de dar esquinazo a Teiti y a mis guardias, y escabullirme de la ciudad. Solo hay dos salidas: la escalera que sube a la atalaya y el estanque principal… ¿En qué momento he decidido ir yo misma en vez de enviar a alguien?».

No fue sino hasta la mañana siguiente cuando empezó a preguntarse por qué su padre había ido a escuchar a escondidas los sonidos de la cueva de los cantadores.