3

En aquella época del año seca y ventosa, los objetos lejanos adquirían un aspecto fantasmagórico… cuando alcanzaban a divisarse. En el momento en que Reivan llegó a la Andana, apareció ante sus ojos el Santuario, que estaba situado al final. Notó que el estómago le daba un vuelco y, con un suspiro de alivio, se detuvo y dejó caer su pesada bolsa.

El gran complejo de edificios cubría la ladera de una colina, a las afueras de la ciudad de Glymma. Delante de todo había una amplia escalinata que ascendía hasta un pórtico cuyos arcos daban paso a una sala enorme. Detrás de este edificio se alzaban las fachadas de otras estructuras, cada vez más desdibujadas a causa del polvo que flotaba en el aire. Era difícil determinar si las construcciones estaban separadas o unidas entre sí. Visto desde delante, el Santuario parecía una aglomeración confusa de muros, ventanas, balcones y torres.

En el punto más lejano se divisaba una llama, de brillo mortecino debido a la atmósfera polvorienta. Era el fuego del Santuario, encendido por el primer mortal ante el que los dioses se habían manifestado cien años atrás. Desde entonces ardía noche y día, alimentada por los Servidores más fervorosos.

«¿Cómo puedo presumir y creer que merezco un lugar entre ellos? Porque Imenja así lo cree», se respondió Reivan al instante.

La noche anterior a la salida del ejército de las minas, Imenja la había hecho acudir a su lado durante una reunión de las Voces y sus consejeros para hablar del camino que les quedaba por recorrer. Reivan había esperado a que Imenja le diera una orden o le formulara una pregunta, pero ninguna de las dos cosas había ocurrido. No había sido sino después de la reunión, mientras yacía desconcertada e incapaz de conciliar el sueño bajo el cielo nocturno, cuando había comprendido que Imenja sencillamente quería que estuviera presente para observar.

Durante el resto del viaje, Imenja se había asegurado de tener cerca a Reivan en todo momento. Unas veces, le pedía su opinión; otras, solo parecía tener ganas de conversar. En estos casos, Reivan se olvidaba con facilidad de que estaba hablando con una Voz de los Dioses. Cuando Imenja dejaba a un lado su actitud de líder severa y poderosa, mostraba un sentido del humor mordaz y una compasión hacia los demás que cautivaban a Reivan.

«Me cae bien —pensó—. Me respeta. Llevo años soportando las burlas de los Pensadores. Me han asignado las tareas más aburridas y humillantes, por miedo a que una simple mujer demostrara ser su igual. Seguramente creen que si sigo siendo pobre, me obligarán a casarme, tener hijos y dejaré de ser un fastidio para ellos. Estoy segura de que Grauer me envió a trazar el mapa de las minas solo para perderme de vista».

Ahora el líder anterior de los Pensadores estaba muerto. Hitte, su sustituto, no le había dirigido la palabra desde que ella había guiado al ejército hasta la salida de las minas. Reivan no sabía si él estaba enfadado con ella por haberle hecho sombra al encontrar una forma de salir, o porque se había enterado de la promesa de Imenja de convertirla en Servidora de los Dioses.

«Probablemente por ambas razones —pensó con ironía—. Que rabie cuanto quiera. Si me trataran mejor, como una persona a la que vale la pena escuchar, les habría revelado a ellos mi descubrimiento del túnel por el que soplaba el viento, en vez de a Imenja. Habríamos guiado al ejército como un equipo, y todos nos habríamos llevado el mérito por sacar a los demás del apuro. —Sonrió—. Imenja habría descubierto la verdad de todos modos. Sabe que yo salvé al ejército. Sabe que soy merecedora de servir a los dioses».

Tras recoger su bolsa, Reivan echó a andar hacia el Santuario. Subió los escalones y se detuvo a recuperar el aliento junto a uno de los arcos. En la Andana reinaba un silencio insólito a esa hora del día.

Ella supuso que los ciudadanos de Glymma estaban en casa, llorando por los que no habían vuelto. Reprodujo en su memoria el momento de la llegada de las tropas a la ciudad el día anterior. Se había formado una multitud que les había dedicado aclamaciones tímidas.

El ejército era mucho menos numeroso que el que había partido a la guerra unos meses atrás. Si bien la batalla había sido la causa de la mayor parte de las bajas, muchos esclavos, soldados y Servidores habían muerto de sed y agotamiento durante el camino de regreso a través del desierto de Sennon. Las caravanas de mercaderes que les habían vendido alimentos y agua en el trayecto de ida habían brillado por su ausencia. Los guías que el embajador sennense había enviado para la primera travesía no habían vuelto, y solo habían encontrado agua gracias a los mapas de los Pensadores, que por fortuna no se encontraban entre los que Grauer se había llevado consigo.

Ella se había preguntado si las personas que habían salido a recibir al ejército se enfadarían con las Voces por haber llevado a sus seres queridos a la guerra, y con los dioses por permitir que fueran derrotados. Cualquier rabia que pudieran sentir se atenuó cuando avistaron el ataúd que sostenían las cuatro Voces valiéndose de la magia. Ellos también habían sufrido una baja.

Al mirar en torno a sí, Reivan se imaginó el aspecto que debió de presentar el ejército visto desde allí. Se había colocado en formación: al frente se hallaban los altos rangos —los Servidores Devotos de los Dioses—, seguidos por los Servidores y por las filas de soldados, separadas por unidades. Los esclavos habían sido desplazados a un lado, y los Pensadores se habían apostado al pie de la escalera. Las Voces se habían dirigido a la muchedumbre desde un lugar cercano a donde ella se encontraba ahora.

Rememoró el discurso de Imenja.

«Gracias, pueblo de Glymma, por vuestra calurosa acogida. Hemos realizado un largo viaje y librado una gran batalla al servicio de los dioses. Nuestras pérdidas son también las vuestras, al igual que nuestras victorias. Pues aunque no ganamos dicha batalla, perdimos por el margen más estrecho posible. Tan igualadas estaban las fuerzas pentadrianas y circulianas que solo el azar podía determinar el vencedor. En esta ocasión, la balanza de la suerte se inclinó a su favor. La próxima vez, bien podría inclinarse a favor nuestro. —Ella había alzado los brazos, con los puños cerrados—. Sabemos que somos tan poderosos como ellos. ¡Pronto lo seremos aún más!».

El gentío, consciente de cuál era su papel, había aplaudido, pero sin entusiasmo.

«¡Hemos difundido por el mundo los nombres de Sheyr, Hrun, Alor, Ranah y Sraal! Los nombres de los dioses verdaderos. Los enemigos de los circulianos acudirán a nosotros. Vendrán a Glymma. ¿Adónde vendrán?».

«¡A Glymma!», respondieron los ciudadanos con poca convicción.

«Aquellos que desean venerar a los dioses verdaderos vendrán aquí. ¿Adónde vendrán?».

«¡A Glymma!», exclamaron las voces con más fuerza.

«¿Adónde vendrán?».

«¡A Glymma!». La respuesta sonó enérgica por primera vez.

Imenja había bajado los brazos.

«Hemos sufrido pérdidas terribles. Hemos perdido a padres e hijos. Hemos perdido a esposos y esposas. Hemos perdido a madres e hijas, hermanos y hermanas, amigos y compañeros, mentores y adalides. Hemos perdido a nuestro líder, la Voz Primera Kuar. —Agachó la cabeza—. Su voz ha sido acallada. Guardemos silencio en honor a todos aquellos que han muerto por los dioses».

Se le había hecho un nudo en la garganta a Reivan. El rostro de Imenja estaba crispado de dolor, y Reivan sabía que su aflicción era sincera. La había visto en los ojos de Imenja y la había oído en su voz muchas veces a lo largo del último mes.

El silencio se había prolongado de forma insoportable. Entonces, al fin, Imenja había erguido la cabeza y había dado las gracias a los presentes. Les había anunciado que, tras unos meses de duelo, elegirían una nueva Voz Primera. Las Voces y los Servidores habían entrado en el templo, los soldados se habían marchado y la multitud se había dispersado. Reivan había regresado a su pequeña habitación de alquiler, en la periferia de la ciudad. Imenja le había concedido un día libre para que pusiera en orden sus asuntos antes de ingresar en el Santuario para iniciar su formación como Servidora.

«Así que aquí estoy», pensó mientras se desviaba para pasar por debajo de uno de los arcos.

La gran sala del interior también estaba inusualmente silenciosa. Solo había unos pocos Servidores allí, de pie, en círculos pequeños de tres o cuatro. Las espaldas de sus túnicas negras no invitaban a interrumpirlos, así que ella se detuvo a esperar. Se suponía que los Servidores debían recibir a todo visitante, al margen del estrato social al que perteneciera.

Ninguno de ellos se acercó a Reivan, aunque vio con el rabillo del ojo que uno o dos la observaban cuando ella no miraba en su dirección. Se sentía cada vez más insegura. «¿Habré venido en un momento inoportuno? Imenja me dijo que viniera hoy. ¿Debería acercarme a los Servidores? ¿Estaría rompiendo el protocolo o algo así?».

Finalmente, uno de ellos se apartó de sus compañeros y se dirigió hacia ella con parsimonia.

—Nadie nos visita en épocas de duelo —le informó—, salvo para tratar asuntos urgentes e importantes. ¿Necesitas algo de nosotros?

—Ah. —Ella consiguió esbozar una sonrisa de disculpa—. No lo sabía. Sin embargo, la Voz Segunda me indicó que viniera esta mañana.

—¿Con qué propósito?

—Para empezar mi instrucción como Servidora.

Él arqueó las cejas.

—Entiendo. —Señaló el otro extremo de la sala. Otro pórtico discurría paralelo a la entrada—. Cruza el patio y sigue por el pasillo. El alojamiento de los aprendices de Servidor está a la izquierda.

Tras asentir y darle las gracias, Reivan salió de la sala a un patio extenso dominado por una fuente en forma de estrella que se alzaba en el centro. La rodeó y atravesó una abertura ancha en el edificio que había al otro lado. El pasillo era empinado, con algún que otro escalón para facilitar el ascenso por la colina. Los Servidores iban y venían. Antes de que ella pudiera avanzar más que unos pocos pasos, una mujer de mediana edad la detuvo, con el semblante tenso a causa del recelo.

—¿Adónde vas? —le preguntó con severidad.

—Al alojamiento de los aprendices de Servidor. He venido para iniciar mis estudios.

La mujer enarcó las cejas.

—¿Nombre?

—Reivan Cortajuncos.

De alguna manera, las cejas consiguieron elevarse aún más.

—Bien. Sígueme.

La Servidora la guio hasta una puerta en el lado izquierdo del pasillo. Reivan vaciló por unos instantes, se encogió de hombros y la siguió. Avanzaron a paso rápido por un pasadizo largo y angosto, flanqueado por numerosas puertas. Al fin, la mujer se detuvo frente a una y llamó.

La puerta se abrió. Dentro, una Servidora Devota estaba sentada frente a un escritorio. Alzó la vista y, al posarla en Reivan, frunció el ceño. Una mano aferró a Reivan por el hombro y la empujó hacia el interior.

—Reivan Cortajuncos. —La voz de su guía destilaba desaprobación—. Ha venido a servir a los dioses.

Al mirar hacia atrás, Reivan alcanzó a ver la expresión hostil de la Servidora antes de que la puerta se cerrara. Cuando se volvió de nuevo hacia la Servidora Devota, percibió en su mirada una consternación que la mujer se apresuró a disimular.

—Así que has venido hasta aquí —comentó—. ¿Por qué crees que puedes llegar a ser Servidora, si careces de habilidades mágicas?

Reivan parpadeó, perpleja ante la pregunta. «No se anda por las ramas —pensó—. Supongo que “porque Imenja me dijo que podría” no sería una respuesta convincente para esta mujer».

—Aspiro a servir a los dioses por otros medios —contestó.

La mujer asintió despacio.

—Entonces debes demostrar que es posible. Soy la Servidora Devota Drevva, directora de formación. —Se levantó y rodeó el escritorio—. Recibirás el mismo entrenamiento y te someterás a las mismas pruebas que los demás alumnos aspirantes. Te alojarás en el mismo sitio. Acompáñame.

Con Reivan detrás, salió de la habitación y avanzó por el pasadizo. Tras doblar varias esquinas, los pasillos se tornaron aún más estrechos. Por último, la mujer se paró frente a una puerta y la abrió.

Cuando Reivan echó una ojeada al interior, se le cayó el alma a los pies. La habitación era apenas más grande que la cama que contenía. Olía a humedad y podredumbre. Había montoncitos de tierra y polvo en el suelo.

—¿Permitís que los aprendices de Servidor vivan en estas condiciones? —preguntó, incapaz de contenerse—. Los Servidores que me criaron me habrían azotado por ser tan descuidada.

—Si no te gusta, búscate un criado que te la limpie —replicó Drevva. Giró sobre los talones, se alejó, se detuvo y miró atrás—. Ve a verme mañana cuando suene la campana y me encargaré de que un Servidor empiece a aplicarte las pruebas. —Bajó la vista hacia la bolsa de Reivan—. ¿Qué llevas allí?

—Mis pertenencias.

—¿Es decir?

Reivan se encogió de hombros.

—Ropa, instrumentos, libros… —Al pensar en los libros que había vendido el día anterior, sintió una punzada de pena. Dudaba que el Santuario viera con buenos ojos que ella trajese una pequeña biblioteca consigo.

Drevva se le acercó con grandes zancadas y le arrebató la bolsa.

—Los Servidores no tienen pertenencias personales. En el Santuario encontrarás todo cuanto necesites. Se te proporcionará ropa, y si te admitimos como aprendiz de Servidora, te bastará con las túnicas.

—Pero…

La mujer la hizo callar con una mirada.

—Pero ¿qué?

—Pero ¿y si no paso las pruebas? —preguntó Reivan.

Los labios de la mujer se curvaron en una sonrisa diminuta.

—Guardaré tu bolsa en mi habitación. Te será devuelta cuando te marches.

«Cuando te marches». Reivan siguió a la mujer con la mirada mientras se alejaba con paso decidido y fue en busca de un criado. Se alejó mucho de la habitación y solo se percató de que había llegado a los aposentos de los Servidores cuando encontró a un criado que barría un pasillo.

—Necesito a alguien que limpie mi cuarto —le dijo.

Él la miró con hosquedad.

—Todos los criados estamos ocupados despejando las habitaciones de los Servidores muertos —repuso antes de volverle la espalda.

Ella misma habría limpiado su alcoba, pero la reacción de Drevva dejaba claro que los Servidores consideraban dichas tareas indignas de ellos. Si la recién llegada carente de habilidades mágicas se comportaba como una criada, sería tratada como tal, supuso Reivan.

Los demás criados también le aseguraron que sus otras tareas eran más urgentes. Ella acabó por seguir a un niño sirviente a unos baños, donde lo acosó hasta que accedió a limpiar su habitación y cambiarle la ropa de cama. Se sintió un poco culpable por ello, pero, por su lectura exhaustiva de filósofos y sanadores famosos, sabía que dormir en un cuarto sucio propiciaba el desarrollo de enfermedades en cuerpo y mente.

Dedicó a esto el resto del día. Cuando el niño terminó, era tarde y ella tenía hambre. Fue a buscar algo de cenar. Percibió un aroma a comida y siguió su rastro hasta un gran refectorio repleto de Servidores. No se oía más que un murmullo de voces, por lo que ella concluyó que debía de haber alguna norma general contra el ruido. Sus pisadas atrajeron varias miradas de desaprobación cuando entró. Al echar un vistazo en torno a sí, la invadió el alivio cuando vio que una de las mesas estaba ocupada por hombres y mujeres jóvenes vestidos de paisano. Debían de ser nuevos alumnos, como ella. Se sentó en un sitio libre. Los demás la miraron con curiosidad pero permanecieron callados.

Un criado le colocó delante un cuenco de sopa aguada. Ella advirtió, desanimada, que solo quedaban migajas en la cesta de pan en el centro de la mesa. Cuando terminó de comer, sus ojos se encontraron con los del joven sentado a su lado.

—¿Está prohibido hablar?

Él movió la cabeza afirmativamente.

—Solo durante el período de luto.

En un extremo del refectorio, varios Servidores Devotos estaban sentados a una mesa grande. Reivan examinó a cada uno con el mayor detenimiento posible. Los Servidores de todo el mundo elegirían a uno de los Devotos como nuevo líder de los pentadrianos. Drevva se encontraba entre los comensales. Posó la vista en Reivan y la apartó enseguida.

«No es precisamente el recibimiento que me esperaba —se dijo Reivan—. Estos Servidores son tan fríos que a su lado incluso los Pensadores parecen amables y cordiales».

Había varios asientos desocupados en torno a la mesa. Un escalofrío recorrió a Reivan cuando comprendió por qué: los Servidores Devotos que solían sentarse allí seguramente habían muerto en la guerra.

«Quizá por eso todos se muestran tan antipáticos en el Santuario —reflexionó ella—. Están malhumorados y distraídos por la derrota y el sentimiento de pérdida». No podía esperar una acogida cálida y alegre cuando aún lloraban a amigos y colegas fallecidos.

Una campanada marcó el final de la cena, y Reivan siguió a los nuevos alumnos a sus alojamientos.

Firmemente agarrado a una peña con la mano izquierda, Mirar dirigió de nuevo su atención a sus piernas. Dobló la rodilla izquierda y buscó un buen lugar donde descansar la punta de su bota derecha. Encontró un saliente sólido y apoyó con cuidado su peso sobre él.

La fuerza constante que tiraba de la soga que llevaba atada al pecho se redujo cuando Emerahl soltó la cuerda.

—Ya casi llegamos —gritó ella, y su voz sonó inesperadamente cercana.

Él se detuvo por un momento y bajó la vista. Sus pies estaban casi a la altura de la cabeza de Emerahl. Ella sonrió.

«Es tan hermosa…», pensó él sin poder evitarlo. Sin embargo, el pensamiento era de Leiard, al igual que el leve sentimiento de culpa por encontrar atractiva a una mujer que no era Auraya.

«Es hermosa —le dijo Mirar—. No tiene nada de malo apreciar su belleza».

«¿Es que tú no la aprecias?», preguntó Leiard.

«Por supuesto, pero hace tanto que la conozco que ya no me embelesa».

«Sois amigos», aseveró Leiard.

«En cierto modo. Nos hemos… familiarizado el uno con el otro. Compartimos inquietudes».

«Fuisteis amantes».

«Durante poco tiempo».

Leiard se quedó callado. Mirar sacudió la cabeza. Estar con Emerahl lo ponía en una situación extraña. Era como presentar a dos amigos, después de haberle contado a uno de ellos todo lo que sabía sobre el otro. Lo cual resultaba un poco injusto para Emerahl.

A pesar de todo, era agradable verla con otros ojos.

No obstante, hablar con Leiard desorientaba ligeramente a Mirar. Respiró hondo, despejó su mente y prosiguió su descenso. Solo cuando tenía ambos pies en el suelo se permitió relajarse.

Emerahl lo desató, dejó caer un extremo de la cuerda y tiró del otro hasta que esta resbaló y se enredó en la vegetación, frente a ella. La enrolló con rapidez y eficiencia, se la colgó del hombro y echó a andar por la cañada. Mirar se echó la mochila a la espalda y la siguió.

Para entonces, ambos se habían familiarizado con la escalada. Él había perdido la cuenta del número de veces que habían ascendido por paredes de roca. Así era el relieve típico de Si: montañas escarpadas, repletas de grietas, y despeñaderos cortados a pico. Era como si alguien hubiera tirado grandes montones de arcilla sobre el mundo y luego los hubiera apuñalado repetidas veces con un cuchillo gigantesco. Incluso a pequeña escala, la superficie expuesta del suelo estaba igual de cuarteada, por lo que caminar por ella resultaba difícil y peligroso. El fondo de valles y barrancos era más transitable, pues el tiempo había llenado de tierra las grietas y simas, allanando el terreno. Allí solo tenían que abrirse paso a través de la densa maleza del bosque.

Ningún ser humano había trazado caminos en aquel territorio, ni siquiera los siyís, a quienes no les gustaba vivir tan cerca de las poblaciones de pisatierra. Ocasionalmente, el paso de animales formaba senderos estrechos y tortuosos a través de la vegetación. Incluso en ellos, el avance era lento. Emerahl y él llevaban un mes caminando, y apenas se habían adentrado en la zona norte de Si. Antes de que los siyís fueran creados, aquella parte de Ithania se conocía como el Soto o las Tierras Indómitas.

«Ahora es así como nos llaman a Emerahl y a mí, según los dioses —reflexionó Mirar—. “Indómitos”. Me pregunto si eso da a entender que somos salvajes, incivilizados. Bárbaros, tal vez».

«O tal vez incontrolados, revoltosos, violentos, peligrosos», sugirió Leiard.

«Nada de eso es verdad», repuso Mirar. En su día, Emerahl y él eran célebres por su gran habilidad mágica. Sus tejedores de sueños habían instaurado el orden en un mundo caótico. Eran pacíficos, contrarios a la violencia y en absoluto peligrosos. Emerahl había sido reverenciada por sus dotes de sanación y su sabiduría.

«Indómito» tenía también otro significado: el de una fuerza caprichosa que podía trastornar los planes de forma beneficiosa o desastrosa.

«Quizá este sea el auténtico motivo por el que los dioses eligieron esa etiqueta para nosotros —pensó Mirar—. Trastornar los planes de las deidades me parece una buena razón para existir. El problema es que no tengo idea de cuáles son sus planes, así que ¿cómo voy a trastornarlos?».

La cañada se había ensanchado. Llegaba hasta sus oídos el rumor del agua. Una gran cantidad de agua. Debían de estar acercándose a un río. Emerahl, que iba delante de él, había aligerado el paso. Mirar la vio salir de la penumbra, volverse hacia la izquierda y sonreír.

«No hay duda de que se ha alegrado por algo», pensó él. Alargó sus zancadas y la alcanzó. Estaba de pie al borde de un precipicio en el que la cañada terminaba abruptamente. Al seguir la dirección de su mirada, él comprendió por qué sonreía.

«Una cascada». Dos pendientes pronunciadas se juntaban muy por encima de ella y canalizaban el río hacia una caída. El agua descendía hasta una charca ancha y profunda y después se derramaba impetuosa sobre el lecho rocoso que se curvaba a los pies de Emerahl y Mirar antes de alejarse hacia la izquierda. La cascada desprendía un vapor que mantenía el aire cargado de humedad.

—Qué bonito —observó él.

Emerahl lo miró de soslayo.

—Sí, ¿verdad? Busquemos un árbol en el que enrollar esta cuerda.

Al cabo de unos minutos, los dos habían descendido por el precipicio, después de bajar sus bolsas por medio de la magia. Emerahl cruzó el río saltando de una piedra a otra. Cuando se encaminó hacia la cascada, Mirar vaciló antes de seguirla. Tras recorrer durante un mes aquella tierra agreste y contemplar innumerables paisajes bellos y majestuosos, no tenía muchas ganas de explorar una caída de agua. Prefería llegar a su destino cuanto antes y entregarse a un largo descanso.

Emerahl se acercaba cada vez más a la catarata. Su rugido atronaba los oídos de Mirar. Ella empezó a escalar las rocas lisas situadas detrás de la cascada. Él se detuvo a observarla. Emerahl miró atrás, sonrió y le hizo señas para que se uniera a ella.

Él se encogió de hombros y la siguió. Trepar por las rocas requería la máxima concentración. Cuando llegó a una faja de suelo llano y cubierto de guijarros, alzó la vista y advirtió que Emerahl sonreía de oreja a oreja. Entonces vio lo que ella había descubierto. Detrás de la caída de agua había una cueva.

Ella entró. Con una ligera curiosidad, él la siguió. El techo de la cueva goteaba a causa de la humedad. Era más espaciosa de lo que Mirar esperaba, y el fondo estaba oculto en las sombras.

Se volvió hacia la columna de agua. Su movimiento continuo e invariable resultaba hipnótico.

—Mirar.

Se obligó a apartar los ojos y cayó en la cuenta de que Emerahl lo miraba por encima del hombro. Bajo la luz que ella había creado, Mirar descubrió que su primera impresión era errónea. La cueva no tenía fondo. Era la entrada de un túnel.

Esto avivó su curiosidad. Se dirigió hacia ella.

—¿Conocías este sitio? —preguntó.

—Ya había estado aquí.

—¿Este era nuestro destino?

—Quizá. O quizá solo sea un buen lugar donde pasar la noche. Y ahora, basta de preguntas.

Pronunció esta última frase con firmeza. Él sonrió al oír su tono y comenzó a caminar junto a ella cuando enfiló el túnel.

Se puso a contar sus pasos, por costumbre. Llevaba más de trescientos cuando llegaron a una caverna grande. Con los hombros tensos, Emerahl se dirigió hacia el centro. Ralentizó la marcha, como si intentara escuchar algo.

Unos instantes después, sonrió. Sin embargo, no apretó el paso. Avanzaba a un ritmo constante. Cuando llegó al centro de la caverna, se volvió hacia Mirar.

—¿Percibes eso?

—¿El qué?

Lo tomó del brazo, retrocedió unos diez pasos por donde habían venido y se detuvo.

—Trata de utilizar uno de tus dones. Genera una luz como la mía.

Él invocó magia. Esta no acudió a él. Lo intentó de nuevo, sin éxito. Alarmado, clavó la vista en ella.

—¿Qué…?

—Es un vacío. Un lugar en el mundo donde no hay magia.

—Pero ¿cómo es posible?

—No lo sé. —Le posó una mano en el hombro y le dio un empujón suave hacia el centro de la cueva. Él cedió de mala gana. Miró hacia arriba y advirtió que el resplandor de Emerahl aún flotaba por encima de sus cabezas.

—Entonces ¿cómo haces eso?

—He absorbido la magia necesaria antes de que entráramos aquí —explicó ella—. Vuelve a intentarlo.

Él invocó magia y notó cómo esta fluía hacia su interior. La proyectó hacia fuera para crear su propia luz.

—Bien —dijo ella, asintiendo—. Veo que esto no ha cambiado. Hay magia en el centro de la caverna. Está rodeada de un vacío. Los dioses, que son seres de magia, no pueden atravesarlo, de modo que es imposible que te vean si estás aquí, a menos que te miren a través de los ojos de alguien que se encontrara fuera del vacío.

Él caminó de un lado a otro despacio. Como ella había despertado su curiosidad por el vacío, lo percibió con facilidad. Echó a andar hacia el otro extremo.

—¡No te alejes! —le advirtió Emerahl—. Regresa. Ahora que sabes lo que es este lugar, no puedes salir de él. Si los dioses te observan, podrían leerte la mente y… y…

Tenía la frente arrugada de preocupación. Él volvió a su lado.

—Si me vigilaban cuando he llegado, sabrán dónde estoy de todos modos.

Ella fijó en él una mirada intensa.

—¿Crees que es probable que estuvieran observándote?

Él frunció el entrecejo y desvió la mirada.

—Es posible. No lo sé…

—Aun así, no puedes irte. Si ignoran qué es este sitio, prefiero que no lo averigüen.

—¿Pretendes retenerme aquí para siempre?

Ella negó con la cabeza.

—Solo hasta que te enseñe a ocultarles tus pensamientos.

Él la contempló con aire pensativo. Había aprendido aquella habilidad hacía mucho tiempo, pero la había olvidado al perder la memoria. Era difícil refrescar ese conocimiento sin la ayuda de alguien capaz de detectar pensamientos o emociones. Era un buen momento para volver a aprender.

—¿Y después?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Me pediste que te llevara lejos de allí. No especificaste por qué ni adónde. Supuse que querías ir a un lugar seguro, y te he traído al más seguro que conozco. —Le dedicó una sonrisa torcida—. También supongo que necesitas poner un poco de orden en tu mente. Si quieres que te ayude con eso, haré lo que pueda.

Mirar paseó la vista por la caverna. No era la cabaña acogedora en medio del bosque que esperaba, pero el vacío compensaba que no lo fuera. Tendría que conformarse con eso. Se quitó de los hombros las correas de su mochila y la depositó sobre el duro suelo de piedra.

—Entonces más vale que empecemos a decorar este sitio.