—Estas son preciosas —comentó Teiti al pasar al siguiente puesto.
Imi alzó la vista hacia las lámparas. Cada una consistía en una concha descomunal en la que se habían practicado orificios diminutos, de manera que la llama del interior proyectara miles de puntos de luz. Eran bonitas, pero no lo bastante especiales para su padre. Necesitaba algo único. Arrugó la nariz y apartó la mirada.
Teiti no dijo una palabra más sobre las lámparas. Llevaba el tiempo suficiente ejerciendo de aya de su sobrina para saber que intentar persuadirla de que algo era maravilloso solo servía para convencerla de que no lo era. Caminaron con paso tranquilo hacia el puesto siguiente. Estaba cubierto de platos repletos de polvos de todos los colores, algas y coral seco, trozos de minerales preciosos, animales acuáticos desecados o conservados y plantas tanto flotantes como submarinas.
—¡Mira! —exclamó Teiti—. ¡Es amma! No resulta fácil de encontrar. Los perfumistas elaboran una fragancia deliciosa con ella.
El encargado del puesto, un hombre rollizo de piel grasienta, le dedicó una reverencia a Imi.
—Hola, princesita. ¿Os ha llamado la atención el amma? —preguntó con una sonrisa radiante—. Son lágrimas secas de pezgigante, algo muy excepcional. ¿Os gustaría olerlas?
—No. —Imi sacudió la cabeza—. Ya conozco el amma; mi padre me la ha enseñado antes.
—Por supuesto. —El hombre se inclinó mientras ella se volvía hacia otro lado.
Teiti parecía decepcionada, pero guardó silencio. Después de echar un vistazo a varios puestos más, Imi suspiró.
—No sé cómo voy a encontrar algo aquí —se lamentó—. Los objetos más raros y valiosos habrán ido a parar directamente a manos de mi padre, y los mejores artesanos de la ciudad ya trabajan para él.
—Cualquier cosa que le regales será muy preciada para él —le aseguró Teiti—. Aunque solo sea un puñado de arena, él lo valorará mucho.
Imi la miró con impaciencia.
—Lo sé, pero es que es su añal número cuarenta. Es algo extra especial. Tengo que encontrar un regalo mejor que cualquier otro que haya recibido nunca. Ojalá…
Dejó el resto de la frase en el aire. «Ojalá él hubiera accedido a comerciar con los pisatierra. Entonces podría encontrar algo que nunca antes hubiera visto».
Se suponía que ella no debía estar enterada de aquel asunto. El día que la hechicera pisatierra había llegado a la ciudad, Imi estaba encerrada en su habitación. Había enviado a Teiti a investigar qué ocurría, pero con la intención de hacer algo a escondidas.
En su alcoba, detrás de un antiguo panel tallado, había un túnel estrecho por el que ella apenas podía pasar. Aunque originalmente estaba obstruido, Imi lo había despejado tiempo atrás. El túnel desembocaba en una habitación secreta con las paredes cubiertas de tubos. Si ella apoyaba la oreja en uno de los tubos, alcanzaba a oír lo que se decía en el otro extremo. Su padre le había hablado de ello en cierta ocasión y le había revelado que era así como se enteraba de los secretos de los demás.
El día que la pisatierra había entrado en la ciudad, Imi se había arrastrado por el túnel para intentar averiguar qué había alborotado a los guardias. Había oído a aquella mujer preguntarle a su padre si los pisatierra y los elay podían ser amigos. Su gente se ocuparía de los saqueadores que mataban y robaban a los elay desde hacía tanto tiempo; los obligarían a vivir en la ciudad subterránea. A cambio, los elay prestarían ayuda a su gente si algún día la necesitaban. Además, realizarían otros intercambios. El pueblo de la hechicera y el de los elay podrían intercambiarse mercancías. Parecía un buen acuerdo, pero el padre de Imi lo había rechazado. No se fiaba de los pisatierra, pues creía que todos eran unos mentirosos, ladrones y asesinos.
«No es posible que todos sean así —pensó—. ¿O sí?».
Si lo eran, el continente debía de ser un lugar espantoso, donde todos se desvalijaban y se asesinaban unos a otros a todas horas. Quizá lo era, pues tenían muchas cosas valiosas por las que luchar.
Imi negó con la cabeza.
—Regresemos.
Su tía asintió.
—Tal vez encuentres algo especial la próxima vez.
—Tal vez —repitió Imi con escepticismo.
—Aún te queda más de un mes para encontrar un regalo.
El mercado se hallaba cerca de la Boca, el gran lago que servía de entrada a la ciudad submarina. Cuando Imi avistó la enorme y oscura cueva inundada de agua, un anhelo teñido de melancolía la invadió. Solo se había aventurado a salir de la ciudad unas pocas veces en su vida, pero siempre en compañía de muchos guardias. Era el inconveniente de ser princesa. No la dejaban ir a ningún lado sin escolta.
Había aprendido tiempo atrás a olvidarse de los guardias armados que las seguían a Teiti y a ella a todas partes. Se les daba bien mostrarse circunspectos y no interferían en sus asuntos.
«Circunspectos». Imi sonrió. Era una palabra que había aprendido hacía poco. La pronunció por lo bajo.
Salieron del mercado al río Principal. En realidad no era un río, ya que estaba seco, pero todas las vías de la ciudad tenían nombres de ríos, arroyos, riachuelos, regueros o cualquier tipo de corriente. A las cuevas públicas más grandes las llamaban «lagunas» o «charcos» cuando alguien quería mofarse de la zona.
El río Principal era la avenida más ancha de la ciudad. Conducía directamente a palacio. Imi nunca lo había visto desierto, ni siquiera a altas horas de la noche. Siempre había alguien circulando por allí, aunque solo se tratara de un mensajero que iba o venía, o de los centinelas que patrullaban la muralla.
Aquel día, el río Principal estaba muy transitado. Dos de los guardias que seguían a Imi se adelantaron para abrirle camino entre la multitud. El bullicio de las voces, las pisadas fuertes, la música y el canto de los juglares resultaban ensordecedores.
Imi se detuvo al reconocer una melodía. Era una canción nueva, titulada La dama blanca, y ella estaba convencida de que hacía referencia a la visitante pisatierra. Su padre había prohibido que se interpretara en el palacio. Teiti la asió del brazo y tiró de ella para que continuara andando.
—No les pongas más difícil su trabajo a los guardias —dijo entre dientes.
Imi no rechistó. «De todos modos, no puedo mostrarme demasiado interesada en la canción, pues podrían sospechar que sé lo de la pisatierra».
Llegaron al final del río Principal. Teiti lanzó un suspiro de alivio cuando dejaron atrás la muchedumbre, atravesaron la verja y se adentraron en la tranquilidad de la laguna del palacio. Un guardia salió a su encuentro y ejecutó una reverencia ante Imi.
—El rey desea veros, princesa —anunció con formalidad—, en el salón Principal.
—Gracias —respondió Imi, disimulando su emoción a duras penas. ¡Su padre quería hablar con ella en pleno día! Nunca tenía tiempo para verla antes del atardecer. Debía de tratarse de algo importante.
Teiti sonrió con aprobación ante la compostura de Imi. Avanzaron por la corriente principal del palacio con un andar digno pero exageradamente lento. Los guardias agachaban la cabeza a su paso en señal de cortesía. La corriente estaba repleta de hombres y mujeres que aguardaban a que el monarca les concediera audiencia. Se inclinaron cuando Teiti e Imi pasaron ante ellos en dirección a las puertas dobles del salón Principal, que estaban abiertas.
En cuanto Imi entró en la enorme estancia, vio a su padre apoyado en el brazo del trono, hablando con uno de los tres hombres que estaban sentados en unos taburetes frente a él. Reconoció al consejero real, al mayordomo de palacio y al sastre mayor. Su padre alzó la vista, desplegó una amplia sonrisa y abrió los brazos.
—¡Imi! Ven y dale un abrazo a tu padre.
Ella sonrió y, dejando a un lado el decoro, arrancó a correr a través de la sala. Cuando saltó a los brazos de su padre, notó que estos la rodeaban y sintió la vibración de la risa que surgía de lo más profundo de su pecho.
Él la soltó y le hizo un hueco en el trono, a su lado.
—Tengo una pregunta importante que hacerte —le dijo.
Ella asintió, adoptando una expresión seria.
—¿De qué se trata, padre?
—¿Qué entretenimientos te gustaría ver en la celebración de mi añal?
Ella sonrió de oreja a oreja.
—¡Bailes! ¡Malabaristas y acróbatas!
—Por supuesto —dijo él—. ¿Qué más? ¿Se te ocurre algo verdaderamente especial?
Ella se quedó pensativa.
—¡Personas que vuelen!
El rey arqueó las cejas y miró a su consejero.
—¿Crees que algunos siyís aceptarían venir?
Imi se puso a dar botes de alegría.
—¿Vendrán? ¿Vendrán?
El consejero sonrió.
—Se lo preguntaré, pero no prometo nada. Tal vez no les guste estar bajo tierra, en lugares desde donde no se vea el cielo. Además, no pueden volar en sitios reducidos. No tienen espacio suficiente.
—Podríamos llevarlos a nuestra cueva más grande y más alta —propuso Imi— y pintar el techo de azul, como el cielo.
Un brillo de interés asomó a los ojos de su padre.
—Eso sería espectacular. —Le dedicó una sonrisa mientras ella intentaba proponer más ideas que pudieran complacerlo.
—¡Tragafuegos! —exclamó.
Él torció el gesto, seguramente al recordar el accidente que se había producido unos años antes, cuando un tragafuegos novato y demasiado nervioso se había derramado encima aceite ardiendo.
—Bien —dijo—. ¿Es todo?
Ella reflexionó por unos instantes y se le iluminó el rostro.
—Una búsqueda del tesoro para los niños.
—¿No eres ya un poco mayor para eso?
—Aún no…, si lo hacemos fuera.
El semblante del rey pasó a reflejar desaprobación.
—No, Imi. Es demasiado peligroso.
—Pero podríamos ir con guardias y organizarla en algún sitio…
—No.
Ella apartó la mirada con un mohín. Dudaba que el exterior fuera realmente tan peligroso. Por lo que había oído en la habitación de los tubos, los saqueadores no rondaban las islas a todas horas. La gente salía todos los días en busca de comida u objetos de intercambio. Cuando los saqueadores mataban a alguien, siempre era en las islas más remotas, o en algún lugar alejado del archipiélago.
—¿Algo más? —preguntó él. Imi percibió el tono de alegría fingida. Cada vez que su padre forzaba una sonrisa, ella lo notaba porque no se formaban arrugas en las comisuras de sus ojos.
—No —contestó—. Salvo un montón de regalos.
Las arrugas aparecieron entonces.
—Desde luego —aseveró él—. Ahora que debo atender a todas esas propuestas, tengo mucho que hacer. Vuelve junto a Teiti.
Ella se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla antes de bajarse de sus rodillas y dirigirse hacia Teiti. Con una sonrisa, su tía la tomó de la mano y salió con ella de la sala.
Fuera, en la corriente, había un grupo numeroso de comerciantes. Al pasar, ella los oyó murmurar entre sí.
—¡… tres días esperando!
—Lleva tres generaciones en mi familia. No pueden…
—… nunca había visto unas campanillas marinas así. ¡Grandes como puños!
«¿Campanillas marinas?». Imi aminoró el paso, fingiendo que se quitaba una pelusa de la ropa.
—Pero los pisatierra las han descubierto. Las tienen bien custodiadas.
—¿Y si organizamos una maniobra de distracción? Entonces podríamos…
La conversación prosiguió en voz demasiado baja para que ella alcanzara a escucharla mientras se alejaba. ¿Campanillas marinas grandes como puños? A su padre le encantaban las campanillas marinas. ¿Podría pedirle a uno de aquellos comerciantes que le consiguiera una? Por lo visto, estaban planeando una gran excursión para recoger gran cantidad de ellas. Después, las campanillas grandes se venderían por todas partes. Se convertirían en algo vulgar y aburrido.
«A menos que pida a alguien que se acerque a hurtadillas a coger una para mí antes de que los comerciantes lleguen allí. —Sonrió—. ¡Eso es! Solo necesito averiguar dónde están esas campanillas marinas».
No le resultaría difícil. Cuando anocheciera, haría una visita a la habitación de los tubos.
:¿Vienes, Auraya?, preguntó Juran.
Ella dio un respingo al oír la voz en su cabeza. Dejó caer el pergamino que estaba leyendo —un relato fascinante de un marinero al que uno de los seres del mar había salvado de ahogarse— y se levantó del asiento de golpe. Su movimiento brusco sobresaltó a su viz, que soltó un chillido, trepó por el respaldo de la silla sobre la que dormía y subió corriendo por la pared.
—Lo siento, Travesuras —dijo Auraya, acercándose a la pared y tendiéndole la mano—. No era mi intención asustarte.
Él le lanzó una mirada acusadora, con las patas separadas y firmemente sujetas a la pared.
—Ohuaya asusta. Ohuaya mala.
—Perdóname. Baja para que te rasque.
La bestezuela permaneció fuera de su alcance, con los bigotes temblándole como siempre que hacía honor a su nombre.
:Ohuaya persigue a Trasuras, dijo una vocecilla en la mente de Auraya, que sacudió la cabeza.
—No, Travesuras. Me…
:¿Auraya?, la llamó Juran.
:Sí, ya voy. ¿Dónde estás?
:Al pie de la torre.
Ella suspiró y dejó a Travesuras aferrado a la pared. Tras colocar una copa sobre el borde del pergamino para que el viento no lo volara de la mesa, se acercó a la ventana, descorrió el pestillo y empujó el cristal para dejar pasar el aire.
Se concentró y cobró una conciencia aguda del mundo. De alguna manera sabía dónde estaba ella con respecto al suelo, al paisaje que la rodeaba y al cielo. Invocó magia y esforzó su voluntad para cambiar ligeramente de posición, un poco más arriba y hacia delante. Un momento después, se hallaba flotando fuera, frente a la ventana, con solo aire bajo los pies. Cambiando otra vez de posición, dio media vuelta y cerró la ventana.
Debajo se extendía el recinto del templo. Tal como estaba suspendida, casi daba la impresión de que tenía un pie apoyado en la Cúpula y el otro en el edificio hexagonal conocido como Cinco Casas, donde se alojaba el clero. Además de la Torre Blanca, situada tras ella, el terreno del templo se componía de jardines bien cuidados y de forma circular, ya que el círculo era el símbolo de los dioses. Más adelante, a su derecha, ella divisó una tira de cielo reflejado en uno de los numerosos ríos de Jarime que serpenteaba hacia el mar.
Hizo un esfuerzo para descender. Cuando se movía de aquel modo, la sensación no era en absoluto la de volar. Durante los últimos momentos de la batalla, cuando había acumulado más energía que nunca antes, había adquirido una percepción nueva de la magia. Si se concentraba, podía detectarla por doquier en torno a sí.
Los circulianos y los tejedores de sueños compartían la creencia de que la magia estaba presente en todas las cosas. Todos los seres vivos podían absorber parte de esa magia y canalizarla hacia la realidad física. A sus aplicaciones se las denominaba «dones», y era necesario aprenderlas, como cualquier habilidad corporal. Casi todos los seres vivos, entre ellos las personas, solo eran capaces de absorber una pequeña cantidad de magia, por lo que sus dones eran limitados. Algunos, sin embargo, eran más fuertes y dotados. Si eran humanos, se les conocía como «hechiceros».
«Yo ya era una hechicera extrañamente poderosa incluso antes de que los dioses incrementaran mis poderes para convertirme en una Blanca —se recordó, contemplando el anillo que lucía—. Me pregunto qué tipo de vida habría llevado en la época en que no había sacerdotes circulianos».
Le gustaba imaginar que habría empleado sus dones para ayudar a la gente, que no habría caído en la corrupción ni en la crueldad, como muchos hechiceros poderosos del pasado. Entre ellos figuraban los indómitos, que si bien eran lo bastante dotados para alcanzar la inmortalidad, se habían sentido más inclinados a abusar de su poder y de su posición de autoridad.
Tal vez los humanos no debían llegar a ser tan poderosos. Tal vez poseer una forma física los hacía vulnerables. Los dioses auténticos no eran corruptos. Aunque carecían de corporeidad, eran seres de magia pura que existían en la energía que impregnaba el mundo.
Auraya se paró en seco.
«Percibo esa magia. ¿Significa eso que podré percibirlos a ellos?».
Esta posibilidad le resultaba tan emocionante como perturbadora. Bajó la vista. El suelo no estaba muy lejos. Se dejó caer y, cuando se encontraba frente a la parte superior de la entrada de la torre, redujo la velocidad para aterrizar con suavidad.
Al echar un vistazo a través de los arcos, divisó a los otros Blancos, de pie en la sala. Mairae la vio y sonrió. Los demás siguieron la dirección de su mirada. La expresión de Juran se dulcificó cuando posó la vista en ella.
—¿Has dado una vuelta matinal en torno a la torre? —preguntó él, indicándole con un gesto que caminara a su lado mientras los Blancos se dirigían hacia la Cúpula.
—No —respondió Auraya—. Debo confesar que me he olvidado de la hora que era.
—¿Te has olvidado de tu primer aniversario? —inquirió Mairae.
—De eso no —repuso Auraya con una risita—. Solo de la hora. Estaba enfrascada en la lectura de un documento fascinante sobre los elay que Danyin me había proporcionado. —Se volvió hacia Juran—. ¿Debo visitarlos de nuevo para hacerles una segunda oferta de alianza?
Juran sonrió.
—Ya hablaremos de ello en el altar.
Los sacerdotes que estaban de pie o se paseaban en torno a la torre y la Cúpula se detuvieron a observarlos. Auraya se había acostumbrado a sus miradas de curiosidad y admiración. Había aprendido a aceptarlas como parte de sus funciones y ya no la avergonzaban.
«¿Me convierte eso en una vanidosa mimada? —se preguntó—. No es fácil cumplir con mi deber. Trabajo duro, y no en beneficio propio. Sirvo a los dioses, como ellos, pero da la casualidad de que estoy más dotada y soy buena en mi trabajo. Y aun así soy capaz de cometer errores». La imagen de Leiard le vino a la mente, seguida por la punzada de dolor habitual. Ahuyentó ambas cosas con firmeza.
Pasaron por debajo de uno de los anchos arcos de la Cúpula y dejaron atrás el tenue sol de la mañana. Los detalles del interior cobraron forma cuando los ojos de Auraya se adaptaron a la oscuridad. En el centro de la enorme estructura, sobre un estrado, se alzaba el altar.
Las cinco paredes triangulares que hacían de base se inclinaban hacia fuera como los pétalos de una flor que se abría. Juran pasó por encima de una de las paredes y subió con aire decidido hacia el centro, donde una mesa y cinco sillas los esperaban. Los demás lo siguieron. Cuando ocuparon sus asientos, las paredes se elevaron despacio y se juntaron por encima de sus cabezas, encerrándolos en lo que ahora era una habitación de base pentagonal.
Auraya contempló a cada uno de sus compañeros Blancos. Juran respiraba hondo, preparándose para pronunciar las palabras rituales. Dyara estaba tranquilamente sentada. Rian tenía el ceño fruncido; no se le veía contento desde la guerra. Mairae, con los brazos cruzados, tamborileaba con los dedos en silencio.
—Chaia, Huan, Lore, Yranna, Saru —comenzó Juran—. Os damos las gracias una vez más por traer la paz a Ithania y por los dones que nos han permitido preservarla. Os damos las gracias por guiarnos con vuestra sabiduría.
—Os damos las gracias —repitió Auraya en voz baja junto con los demás. Se concentró en la magia que los envolvía. Si las deidades se hallaban cerca, no percibía su presencia.
—Hoy se cumple un año de la Elección de Auraya, y un año más en que los demás os hemos servido. Repasaremos los acontecimientos de dicho año y reflexionaremos sobre cómo debemos proceder en adelante. Si nuestros planes difieren de los vuestros, os rogamos que nos manifestéis vuestra voluntad.
—Guiadnos —murmuraron los demás.
Juran desplazó la mirada en torno a la mesa.
—Muchas alianzas pequeñas y pacíficas, y una gran guerra —dijo—. Es una forma de resumir el año. —Auraya no pudo evitar una sonrisa irónica—. Abordaremos primero los asuntos sobre lugares más próximos. —Se volvió hacia Dyara—. ¿Cómo van las cosas en Genria y Toren?
Ella se encogió de hombros.
—Muy bien, de hecho. El rey Berro muestra un comportamiento ejemplar últimamente. El rey Guire sigue siendo tan sensato como siempre. Cada uno reconoce gentilmente el papel del otro en la guerra, y ambos intercambian elogios sobre la destreza de sus soldados. —Puso cara de resignación—. Estoy esperando a que este pavoneo masculino vuelva a dar paso a los altercados.
Con una risita, Juran centró su atención en Auraya.
—¿Cómo están los siyís?
—No tengo noticia desde que se marcharon del campo de batalla. —Hizo una pausa—. La comunicación con ellos resultaría mucho más sencilla si destináramos sacerdotes allí. Les prometí que les enviaríamos algunos, así como sanadores y maestros.
—Es un viaje difícil.
—En efecto —convino Auraya—. Estoy segura de que encontraremos algunos sacerdotes jóvenes dispuestos a realizar ese esfuerzo a cambio de la oportunidad de vivir en un lugar que pocos pisatierra han visto. Podríamos emplear como guía al explorador que entregó nuestra primera propuesta de alianza.
—Muy bien —intervino Juran—. Encárgate de ello, Auraya. Y pregunta a los siyís si a algunos les interesaría venir aquí para ingresar en el sacerdocio. —Se dirigió a Rian—. ¿Qué hay de los dunwayanos?
—Por el momento, están encantados —respondió—. Nada complace más a un pueblo guerrero que la oportunidad de participar en una batalla épica. Casi parecen lamentar que se haya acabado.
Juran esbozó una sonrisa torcida.
—¿Alguna novedad sobre las trampas del paso?
—Siguen retirándolas.
—¿Cuánto tiempo falta para que terminen?
—Unas semanas.
Mairae sonrió cuando Juran posó la vista en ella.
—No hay quejas por parte de los somreyanos. Como sabéis, se marcharon hace una semana, por lo que deberían llegar a Arbim hoy o mañana.
Juran asintió.
—Solo nos quedan los sennenses. —Para sorpresa de Auraya, el líder de los Blancos miró a Dyara. La mujer se ocupaba ya de los asuntos relativos a dos países, Toren y Genria. Era inconcebible que estuviese haciéndose cargo de un tercero, sobre todo teniendo en cuenta que Sennon se había alineado con los pentadrianos y que con toda seguridad obtener su colaboración requeriría mucho tiempo y esfuerzo.
—El emperador en persona ha enviado mensajes proponiendo «una nueva era de amistad» —contestó Dyara, con una expresión de desaprobación que evidenciaba lo que opinaba al respecto—. Corre el rumor de que ha roto el tratado que firmó con los pentadrianos.
—Bien —comentó Juran, satisfecho—. Aliéntalo, pero que no te note demasiado ansiosa. —Observó a Rian y Mairae—. Puesto que ni Somrey ni Dunway os están causando muchos problemas, quiero que trabajéis con Dyara en esto. Dudo que logremos convencer al emperador de que se alíe con nosotros en un futuro próximo. Sabe que si lo hace, su país será el primer objetivo de los pentadrianos en caso de que nos declaren la guerra de nuevo. A ver qué podéis conseguir de él mientras se sienta culpable por haber tomado partido contra nosotros.
«Dyara, Rian y Mairae trabajarán juntos para conseguir la alianza con Sennon —pensó Auraya—. ¿Y yo qué? Los siyís no causan problemas… Pero claro. Hay otro país con el que nos interesa aliarnos».
Juran la miró. Ella sonrió.
—¿Los elay?
—No —repuso él—. Tengo otra misión para ti, pero ya hablaremos de eso más tarde. Tratemos las cuestiones sobre los territorios que están más allá de nuestras costas. ¿Qué debemos hacer para evitar que los pentadrianos nos ataquen de nuevo?
Los demás intercambiaron miradas.
—¿Qué podemos hacer? —inquirió Rian—. Dejamos que regresaran a su país, donde pueden recuperar sus fuerzas.
—Así es —admitió Juran—. Por tanto, ¿qué opciones tenemos ahora? Podemos cruzarnos de brazos y esperar que no se rearmen ni intenten invadirnos de nuevo, o podemos tomar medidas para impedirlo.
Dyara arrugó el entrecejo.
—¿Estás proponiendo una alianza? Jamás la aceptarían. Nos consideran paganos.
—En eso se equivocan, y es un punto débil que podemos aprovechar. —Juran entrelazó los dedos—. Nuestros dioses son reales. Tal vez los pentadrianos dejarían de adorar a sus falsas deidades si lo supieran.
—¿Cómo podríamos convencerlos? —preguntó Rian—. ¿Harían una demostración de su poder los dioses si nosotros se lo pidiéramos?
—Siempre y cuando no les pidiéramos que se manifestasen cada vez que topáramos con un pentadriano —respondió Juran.
Dyara emitió un quejido en señal de desacuerdo.
—¿Los pentadrianos lo creerían, o concluirían que hemos creado una ilusión?
Auraya soltó una risita.
—¿Del mismo modo que Juran y tú habéis concluido que la deidad pentadriana que vi era una ilusión? —inquirió con aire despreocupado.
Dyara se quedó pensativa.
—Tal vez dudaríamos menos si hubiéramos estado allí.
—Si sus dioses son reales, tendremos que convencerlos de que los nuestros son mejores —señaló Mairae.
Juran asintió.
—Sí. Por lo pronto, debemos conseguir que los pentadrianos cambien el concepto que tienen de nosotros. No solo debemos persuadirlos de que nuestros dioses existen, sino también de que les conviene más tenernos como aliados que invadirnos. Debemos dejarles claro que todo lo que les disgusta de nosotros es falso. Si creen que somos paganos, les demostramos que se equivocan. Si nos consideran intolerantes respecto a otras religiones —sus ojos se posaron en Auraya—, les demostramos que también se equivocan.
Auraya parpadeó, sorprendida, pero Juran no hizo un paréntesis para explicarse. Se inclinó hacia delante y juntó las manos.
—Quiero que todos penséis en esto con detenimiento. —Los miró uno tras otro—. Averiguad qué detestan de nosotros. Debemos procurar que nuestra amistad les resulte beneficiosa. No queremos que nos invadan de nuevo, y lo último que me apetece es conquistar el continente del sur y tomarme el trabajo de intentar gobernarlo.
—Si lo que necesitamos es información, deberíamos potenciar nuestra red de espías —declaró Rian.
—Sí —convino Juran—. Hagámoslo. —Se dirigió a Auraya—. Bien. En cuanto a tu misión…
Ella se enderezó en su asiento.
—¿Sí?
—Los pentadrianos creen que somos intransigentes con otras religiones. Quiero que continúes tu trabajo con los tejedores de sueños. Me impresionó la labor de sanación que realizó después de la batalla. Muchos de los sacerdotes sanadores expresaron también admiración por sus habilidades. Dicen que aprendieron mucho solo de observar a los tejedores. Los habitantes de esta ciudad se beneficiarían de una colaboración entre los tejedores de sueños y los circulianos. Quiero que acondiciones un lugar donde tejedores y sacerdotes sanadores puedan trabajar juntos.
Auraya clavó los ojos en él, preguntándose si sabía que eso era justo lo que ella pensaba hacer. ¿Sus motivos eran tan nobles como parecían indicar sus palabras? ¿Era consciente del impacto que esto podía tener sobre los tejedores de sueños?
La pervivencia de estos dependía de su excepcional capacidad sanadora. La gente acudía a ellos, pese a la desconfianza y la intolerancia, porque eran mejores sanadores que los sacerdotes circulianos. La mayoría de las personas que decidían convertirse en tejedores de sueños lo hacían para conservar esos conocimientos de sanación.
Con ello condenaban su alma. Los dioses se negaban a acoger las almas de quienes no les habían rendido culto en vida. Si los circulianos supieran tanto de sanación como los tejedores, muy pocas personas querrían unirse a ellos, y se perderían menos almas.
El precio sería el debilitamiento o quizá incluso la extinción de un pueblo que ella admiraba. Sin embargo, ese precio ya no le parecía tan elevado como antes. Rescatar almas era más importante que proteger una secta pagana. Esto también favorecería a los vivos. Había más sacerdotes circulianos que tejedores de sueños. Podrían salvar muchas más vidas.
La propuesta de Juran de que animara a circulianos y tejedores a que colaboraran entre sí era algo extraordinario. Después de todo, él había matado a Mirar por voluntad de los dioses. ¿Hasta dónde llegaría su condescendencia hacia la pericia de los tejedores?
—¿Tienes la intención de limitar los tipos de conocimientos que los sanadores podrían adquirir de los tejedores? —preguntó ella—. ¿Y qué hay de toda la gama de habilidades mentales de sanación…, las conexiones mentales y las conexiones en sueños?
Juran frunció el ceño, visiblemente incómodo con esta idea.
—Empieza por la información práctica, de carácter físico. Si estas habilidades relacionadas con los sueños se revelan útiles, nos plantearemos la posibilidad de estudiarlas.
Ella asintió.
—Mañana me ocuparé de ello.
Juran la contempló con expresión reflexiva, antes de ponerse derecho y respirar hondo.
—¿Hay algún otro asunto que debamos discutir?
Se hizo un largo silencio. Los cuatro Blancos sacudieron la cabeza.
—En ese caso, es todo por hoy.
—¿O sea, que no piensas apelar a los dioses? —quiso saber Dyara.
Juran negó con un gesto.
—Si hubieran descubierto que las deidades pentadrianas eran reales, se nos habrían aparecido y nos lo habrían comunicado.
Mairae se encogió de hombros y se puso de pie. Las paredes del altar comenzaron a inclinarse hacia fuera. Ella sonrió.
—Si quisieran hablar con nosotros, las paredes permanecerían cerradas.
Mientras los demás se levantaban y salían del altar, Auraya se concentró en la magia que la rodeaba. No había rastro de los dioses, al menos ninguno que fuera perceptible para ella. Solo captó cierta perturbación allí donde las paredes tocaban el suelo del altar.
—Auraya —dijo Dyara.
Alzó la vista hacia la Blanca mayor.
—¿Sí?
—¿Tienes planeado aprender a montar?
—¿A montar? —repitió Auraya, sorprendida. Pensó en los cargadores, los rainas grandes y blanquecinos en los que cabalgaban los otros Blancos. Sus pocos intentos de ir a lomos de rainas normales en el pasado le habían resultado incómodos y embarazosos, y le costaba imaginar que montar en un cargador fuera más sencillo—. Pues… no. No me hace falta.
Dyara asintió.
—Es cierto. Por otro lado, teníamos un cargador criado para ti, así que supongo que era voluntad de los dioses que montaras en uno, pese a tu facultad para volar.
—Es posible que me eligieran mucho después de que naciera el cargador —alegó Auraya despacio—, antes de que supieran que escogerían a alguien que no sabía montar. Tal vez por eso me concedieron el don del vuelo.
Dyara se quedó meditabunda.
—¿Para compensar tu laguna?
—Sí.
Oyeron una carcajada de Mairae.
—Me parece que se excedieron ligeramente con la compensación.
Juran soltó una risita y sonrió a Auraya.
—Solo un poco, pero les estamos inmensamente agradecidos por ello.