El hombre que estaba de pie cerca de la ventana prácticamente rezumaba temor. Permanecía vacilante a pocos pasos del cristal, retándose a vencer su horror a las alturas, a aproximarse más a la ventana para contemplar el lejano suelo desde la torre.
Danyin realizaba este rito todos los días. A Auraya no le gustaba impedírselo. Enfrentarse a su miedo exigía un gran valor. El problema era que, como ella podía leerle la mente, percibía su ansiedad y se distraía de su trabajo. En aquel momento, intentaba centrar su atención en una carta larga y aburrida de un mercader que solicitaba a los Blancos que promulgaran una ley que le concediera la exclusiva del comercio con los siyís.
Al apartar la mirada de la ventana, Danyin advirtió que ella lo observaba y frunció el entrecejo.
—No, no he dicho nada —respondió Auraya.
Él sonrió, aliviado. Leer las mentes se había convertido en una costumbre para ella. Los pensamientos de los demás le resultaban tan fáciles de detectar que tenía que concentrarse para no oírlos. Como consecuencia, el flujo de las conversaciones le parecía excesivamente lento. Sabía lo que su interlocutor iba a decir antes de que este pronunciara una palabra. Responder a una pregunta antes de que la otra persona tuviera la oportunidad de formularla era una descortesía. Se sentía como una actriz que se anticipaba a las frases de sus compañeros de reparto.
Sin embargo, con Danyin podía estar más relajada. Su consejero aceptaba su facultad de leer la mente como una faceta de su personalidad y no se ofendía cuando ella reaccionaba a sus pensamientos como si él los hubiera expresado en voz alta. Auraya le estaba agradecida por ello.
Danyin se acercó a una silla y se sentó. Se fijó en la carta que ella sostenía en sus manos.
—¿Habéis terminado? —preguntó.
—No. —Ella bajó la vista y se obligó a seguir leyendo. Cuando acabó, se volvió de nuevo hacia Danyin. El hombre tenía una expresión distante, y ella sonrió al ver el rumbo que habían tomado sus reflexiones.
«No puedo creer que ya haya pasado un año —pensó él—. Hace un año que soy consejero de los Blancos». Cuando se percató de que ella lo miraba, sus ojos se iluminaron.
—¿Cómo conmemoraréis mañana vuestro primer año como Blanca? —inquirió.
—Supongo que nos juntaremos para cenar —contestó Auraya—. También celebraremos una reunión en el altar.
Danyin arqueó las cejas.
—Quizá los dioses os feliciten en persona.
Ella se encogió de hombros.
—Quizá. O quizá solo asistamos los Blancos. —Se reclinó en su asiento—. Juran seguramente querrá comentar los acontecimientos del año.
—Pues tendrá que comentar muchas cosas.
—Cierto —convino ella—. Espero que no todos mis años como Blanca sean tan emocionantes. Primero la alianza con Somrey, luego mi estancia en Si, después la guerra. No me importaría visitar otros países o regresar a Somrey y a Si, pero preferiría no tener que volver a luchar en una guerra.
Él asintió en señal de conformidad.
—Desearía poder decir con certeza que es improbable que eso ocurra mientras yo viva. —«Pero no puedo», añadió para sus adentros.
Ella movió la cabeza afirmativamente.
—Yo también. —«Solo nos queda confiar en que los dioses tuvieran un buen motivo para ordenar que les perdonáramos la vida a los hechiceros pentadrianos. Ahora que el más poderoso de ellos ha muerto, sus fuerzas son inferiores a las circulianas; al menos por el momento. En cuanto encuentren a otro que ocupe su lugar, volverán a representar una amenaza para Ithania del Norte».
En otra época, esto no le habría preocupado. No nacían a menudo hechiceros tan poderosos como los líderes pentadrianos; quizá una vez cada cien años. Que cinco de ellos, pertenecientes a la misma generación, se hubieran hecho con el poder en Ithania del Sur era un hecho extraordinario. Los Blancos no podían confiar en que transcurrieran otros cien años antes de que los pentadrianos dieran con un hechicero lo bastante fuerte para sustituir a Kuar.
«Deberíamos haber matado a los cuatro supervivientes —pensó Auraya—. Pero la batalla había terminado. Habría parecido un asesinato. Debo reconocer que prefiero que los Blancos tengamos fama de compasivos que de crueles. Tal vez esta sea también la voluntad de los dioses».
Contempló el anillo que llevaba. A través de él, las deidades acrecentaban su fuerza mágica natural y le conferían dones que muy pocos hechiceros habían poseído jamás. Era una tira blanca, sin adornos, nada espectacular, y su mano presentaba el mismo aspecto que el año anterior. Faltaban años para que resultara evidente que no había envejecido un solo día desde que se lo había puesto.
Sus compañeros Blancos habían vivido mucho más. Juran había sido el primero al que los dioses habían elegido, más de cien años atrás. Había visto marchitarse y morir a todas las personas que había conocido antes de su Elección. Ella no era capaz de imaginar cómo debía de sentirse.
Dyara había sido la siguiente, y luego Mairae y Rian, elegidos con intervalos de veinticinco años. Incluso Rian llevaba suficiente tiempo siendo inmortal para que las personas que lo recordaban de la época anterior a su Elección notaran que su aspecto no había cambiado en absoluto desde entonces.
—He oído rumores de que el emperador de Sennon rompió la alianza que había firmado con los pentadrianos pocas horas después de su derrota —dijo Danyin—. ¿Sabéis si es verdad?
Auraya alzó la vista hacia él y soltó una risita.
—Así que el rumor se está propagando. No sabemos con seguridad si es cierto. El emperador expulsó de Sennon a todos nuestros sacerdotes después de firmar el tratado, así que ninguno de ellos fue testigo de esa ruptura, si es que se produjo.
—Al parecer, un tejedor de sueños sí estuvo presente —dijo Danyin—. ¿Habéis hablado últimamente con la tejedora asesora Raeli?
—No desde que regresamos. —Desde la guerra, ella sentía que le hurgaban en una herida cada vez que alguien mencionaba a los tejedores de sueños. Siempre que pensaba en ellos, Leiard le venía a la memoria.
Apartó la mirada, abrumada por los recuerdos que se agolpaban en su cabeza. Algunos estaban relacionados con el hombre de cabello y barba canos que había vivido en el bosque, cerca de su aldea natal, y que tanto le había enseñado sobre los remedios, el mundo y la magia. Otros recuerdos, más recientes, tenían que ver con el hombre al que ella había nombrado su asesor sobre asuntos relacionados con los tejedores, pese al prejuicio generalizado entre los circulianos contra los miembros de aquella secta. Entonces su mente la importunó con imágenes fugaces de momentos más íntimos: la víspera de su partida hacia Si, en la que los dos se habían hecho amantes; las conexiones en sueños a través de las que se comunicaban sus deseos; los encuentros secretos en la tienda de campaña de él cuando se dirigían por separado hacia la batalla, ella para combatir y él para sanar a los heridos.
Por último, sintió un escalofrío, cuando el recuerdo del campamento del burdel acudió a su memoria. Ella había dado con Leiard allí después de que Juran descubriera sus amoríos y lo obligara a marcharse. Auraya aún tenía grabadas en la retina las tiendas vistas desde arriba, bañadas en la luz dorada de la mañana.
El pensamiento que ella había leído en su mente resonaba en sus oídos. «No es que Auraya no me parezca atractiva, inteligente o buena persona. Es solo que no vale la pena pasar tantas molestias por ella».
En cierto modo, tenía razón. Sus relaciones habrían causado inevitablemente escándalo y conflictos si hubieran salido a la luz. Era egoísta por su parte buscar el placer cuando había personas que podían sufrir las consecuencias si aquello llegaba a saberse.
Ser consciente de eso no había suavizado la impresión que se había llevado al no encontrar el menor rastro de amor o arrepentimiento en la mente de Leiard aquel día. El cariño que había percibido en él tantas veces, y por el que tanto había arriesgado, había muerto, aniquilado por el miedo. «Debería estarle agradecida a Juran —se dijo Auraya—. Si Leiard era capaz de desenamorarse tan fácilmente por miedo, algo o alguien habría acabado con su amor tarde o temprano. Cuando uno ama a una Blanca, debe ser más fuerte. De ahora en adelante procuraré evitar a los hombres con tales debilidades, y cuanto antes me olvide de Leiard, antes encontraré un… un…».
¿Un qué? Sacudió la cabeza. Era demasiado pronto para pensar en nuevos amantes. Si se enamoraba de nuevo, ¿volvería a cometer actos irresponsables y vergonzosos? No, más valía que se concentrara en el trabajo.
Danyin la observaba pacientemente. Sus sospechas sobre los pensamientos de Auraya se acercaban demasiado a la realidad. Ella se enderezó y clavó la mirada en él.
—¿Has hablado con Raeli? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Un par de veces, de pasada, pero no sobre esta cuestión. ¿Queréis que le pregunte algo al respecto?
—Sí, pero no antes de la reunión de mañana en el altar. Con toda seguridad se abordará el tema de Sennon, y es posible que los otros Blancos hayan averiguado ya la verdad. —Miró la carta del mercader—. Propondré que enviemos sacerdotes a Si.
Danyin no se mostró sorprendido.
—¿Como refuerzos?
—Sí. Los siyís sufrieron un número terrible de bajas durante la guerra. Ni siquiera sus nuevos arneses de caza les bastarían para evitar una invasión. Como mínimo debemos asegurarnos de que puedan avisarnos con rapidez si necesitan nuestra ayuda.
Pensar en los siyís la llenó de una añoranza y una pena de índole distinta. Los meses que había vivido en Si habían pasado volando. Anhelaba una excusa para volver. En comparación con el estilo de vida honesto y sencillo de los siyís, las exigencias y preocupaciones de su propio pueblo se le antojaban ridículas o innecesariamente mezquinas y egoístas.
No obstante, su sitio estaba allí. Quizá los dioses le habían concedido el don de volar para que pudiera cruzar las montañas y convencer a los siyís de que se aliaran con los Blancos, pero eso no significaba que tuviera que dispensarles un trato de favor respecto a otros pueblos.
«Por otro lado, no debo abandonar a los siyís. Los conduje a la guerra y la muerte. Debo asegurarme de que no padezcan más pérdidas a causa de su alianza con nosotros».
—La mayor parte de su territorio es intransitable para los pisatierra —señaló Danyin—. Eso frenaría el avance de posibles invasores y daría tiempo a los siyís para pedir ayuda.
Ella sonrió al oírlo emplear el término con que los siyís se referían a los humanos comunes.
—No te olvides de la hechicera que se internó en Si el año pasado con esos pájaros feroces que criaba. Incluso unos hechiceros con pocos poderes harían mucho daño si lograran colarse en el país sin ser descubiertos.
—Aun así, si los pentadrianos quisieran atacarnos de nuevo, dudo que se molestaran en invadir Si.
—De todos nuestros aliados, Si es el país más próximo al continente del sur. Allí no hay sacerdotes, y los pocos siyís que poseen dones mágicos apenas han recibido entrenamiento. Son nuestros aliados más débiles.
Danyin se quedó pensativo y asintió.
—Lo cierto es que Jarime puede prescindir de algunos sacerdotes. Los jóvenes intrépidos que enviéis a Si deberán ser buenos sanadores también. Os interesa mantener viva la gratitud de los siyís. Dentro de veinte años, solo los más viejos recordarán que obligasteis al rey Berro a retirar a los colonos torenios de su territorio. Los siyís más jóvenes no comprenderán el mérito de esa acción…, o se convencerán de que habrían podido hacerlo sin vos. Es posible que ya hayan empezado a convencerse.
Ella sacudió la cabeza.
—Aún no.
—Quizá sí. La gente es capaz de convencerse de cualquier cosa cuando quiere culpar a otros.
Ella crispó el rostro. «Culpar a otros». La aflicción había llevado a algunos a responsabilizar a los Blancos, e incluso a los dioses, de la muerte de sus seres queridos en el conflicto. Percibir la pena de aquellas personas y de otras más racionales era otro inconveniente de su capacidad para leer la mente. En ocasiones tenía la impresión de que todos los hombres, mujeres y niños de la ciudad lloraban la pérdida de un pariente o amigo.
Por otra parte, estaban los supervivientes. Ella no era la única a quien la atormentaban los recuerdos traumáticos de la guerra. Los combatientes habían visto cosas terribles, y no todos podían olvidarlas. Un escalofrío recorrió a Auraya cuando pensó en las pesadillas que la habían asaltado desde entonces. En aquellos sueños, caminaba por un campo de batalla interminable y sembrado de cadáveres mutilados que le imploraban ayuda o le lanzaban acusaciones a gritos.
«Debemos hacer todo lo posible por evitar otra guerra —pensó— o encontrar una manera mejor de defendernos. Los Blancos poseemos una gran fuerza mágica. Deberíamos descubrir una forma de luchar que no provoque tantas muertes».
Aunque la descubrieran, tal vez no serviría de nada si las deidades enemigas existían de verdad. Le vino a la memoria la mañana, días antes de la batalla, en que había presenciado la salida del ejército pentadriano de las minas. Su líder había invocado a una figura luminosa. Auraya habría supuesto que se trataba de una ilusión de no ser porque sus sentidos le decían que aquella figura rebosaba energía mágica.
Los circulianos siempre habían creído que los pentadrianos adoraban a dioses falsos, que los integrantes del Círculo de los Cinco eran las únicas divinidades auténticas que habían sobrevivido a la Guerra de los Dioses. Si lo que ella había visto era una deidad real, ¿cómo explicarlo?
Los Blancos habían consultado a los dioses tras la batalla. Chaia les había dicho que era posible que hubieran surgido dioses nuevos después de la guerra. Tanto él como los otros miembros del Círculo estaban investigándolo.
Desde entonces, Auraya había analizado y discutido en múltiples ocasiones las posibilidades con sus compañeros Blancos. Rian se resistía a aceptar que hubieran aparecido nuevos dioses. Aunque por lo general era fervoroso y de convicciones firmes, la idea de que existieran otras deidades lo alteraba, incluso lo enfurecía. Ella empezaba a comprender que los hombres necesitaban que los dioses fueran una fuerza constante en el universo, una fuerza con cuya inmutabilidad pudieran contar.
A Mairae, en cambio, no le preocupaba la posibilidad de que hubiera dioses nuevos en el mundo. «Servimos a nuestros Cinco; eso es lo que importa», había comentado.
Ni Juran ni Dyara estaban convencidos de que la «deidad» que Auraya había avistado fuera real. Aun así, estaban más preocupados que Mairae. Tal como había señalado Juran, las divinidades verdaderas representaban una gran amenaza para Ithania del Norte. Él había dado por sentado que si los pentadrianos afirmaban que sus falsos dioses los habían enviado a la guerra era para someter a su pueblo a obediencia. Ahora cabía la posibilidad de que esos dioses existieran y de que hubieran animado —quizá incluso obligado— a los pentadrianos a invadir territorio circuliano.
Todos se habían mostrado de acuerdo en que si uno de los dioses pentadrianos existía, seguramente los demás también. Ningún dios permitiría que sus adoradores veneraran a deidades falsas además de a él.
«Estoy segura de que lo que vi fue una divinidad real, así que tendría que creer en la existencia de cinco dioses nuevos en este mundo. Pero no puede ser…».
—Auraya.
Sobresaltada, alzó la vista hacia Danyin.
—¿Sí?
—¿Habéis oído algo de lo que he dicho?
Ella hizo una mueca, pesarosa.
—No. Lo siento.
Él sacudió la cabeza, sonriendo.
—No tenéis por qué disculparos. Si os ensimismáis de ese modo, debe de ser por algo importante.
—Sí, pero no es nada por lo que no me haya ensimismado cientos de veces ya. ¿Qué decías?
Con una sonrisa, Danyin empezó a repetir pacientemente los razonamientos que le había expuesto.
Emerahl permanecía sentada, muy quieta.
Oía alrededor de sí los sonidos nocturnos del bosque: el susurro de hojas, el parloteo y los trinos de los pájaros, el crujir de las ramas… y, en algún lugar no muy lejano, unas pisadas ligeras y rápidas.
Se puso tensa al notar que las pisadas se aproximaban. Una sombra tapó la luz de las estrellas.
«¿Qué será? Algo comestible, espero. Acércate más, animalito…».
Ella tenía el viento en contra, pero eso daba igual. Había creado en torno a sí una barrera mágica que contenía sus olores corporales.
«Que son bastante fuertes —se dijo ella, avergonzada—. Cualquiera apestaría tras viajar durante un mes sin mudarse de ropa. Cómo se reiría Rozea si me viera a mí, la favorita de su burdel, cubierta de mugre, durmiendo en el duro suelo, sin otra compañía que la de un tejedor de sueños loco».
Pensó en Mirar, que estaba sentado frente a la hoguera, varios cientos de pasos tras ella. Probablemente estaría refunfuñando para sí, discutiendo con la otra identidad que había en su cabeza.
De pronto, el animal emergió de las sombras, y Emerahl desterró a Mirar de su mente.
«¡Un brim! —pensó—. ¡Un brim pequeño, gordo y sabroso!».
Una descarga de magia aturdidora lo mató al instante. Ella se levantó, recogió la bestezuela y empezó a prepararla para asarla. Centró toda su atención en despellejarla, limpiarla y encontrar un palo que sirviera como asador. Se encaminó de vuelta hacia la fogata, con las tripas rugiéndole de hambre.
Encontró a Mirar tal como se lo había imaginado. Con la mirada fija en las llamas, movía los labios, sin percatarse de que ella se acercaba. Emerahl daba cada paso de forma sigilosa, con la esperanza de oír algo de lo que él decía antes de que reparase en su presencia y se callara.
—… importa poco si te perdona o no. No puedes volver a verla.
—Sí que importa. Podría ser importante para nuestro pueblo.
—Tal vez. Pero ¿qué piensas decirle? ¿Que aquella noche eras una persona distinta?
—Es la verdad.
—No te creerá. Ella sabía que yo existía dentro de ti, pero no llegó a ver lo suficiente para comprender todo lo que eso implicaba. Yo me mantenía al margen mientras vosotros dos hablabais. ¿Crees que lo hacía por educación?
Guardó silencio.
«Así que hay una “ella” —pensó Emerahl—. ¿Quién es? A juzgar por lo que ha dicho sobre el perdón, alguien a quien traicionó. ¿Es esa mujer la causa de todos sus problemas, o solo de algunos? —Sonrió—. Típico de Mirar».
Esperó a que él continuara hablando, pero no lo hizo. Sus tripas protestaron de nuevo. Mirar levantó la vista y ella echó a andar como si acabara de llegar.
—Una caza fructífera —dijo, sosteniendo el brim en alto.
—No parece una lucha muy justa —comentó él—. Una gran hechicera contra un animal salvaje.
Ella se encogió de hombros.
—No sería más justa si yo tuviera un arco, flechas y buena puntería. ¿Qué has estado haciendo?
—Pensar en lo agradable que sería que no hubiera dioses. —Suspiró con melancolía—. ¿De qué sirve ser un hechicero poderoso e inmortal si uno no puede hacer nada útil por miedo a llamar la atención?
Ella procedió a colocar el brim sobre el fuego.
—¿Qué cosas útiles llamarían la atención de los dioses?
Él realizó un gesto vago.
—Pues… lo que resulte útil en cada momento.
—¿Útil para quién?
—Para los demás —respondió él con un ligero deje de indignación—. Algo como… como despejar un camino después de un derrumbamiento. O como sanar a la gente.
—¿No harías nada por ti?
Él se sorbió la nariz.
—De vez en cuando. Puede que necesite protegerme.
Emerahl sonrió.
—Puede. —Tras comprobar que el brim estaba apoyado de forma estable, se sentó sobre los talones—. Siempre habrá dioses, Mirar. Simplemente nos las hemos apañado para enemistarnos con ellos en los últimos tiempos.
Mirar rio con amargura.
—Fui yo quien se enemistó con ellos. Yo los provoqué. Yo difundí la verdad sobre ellos para evitar que engañaran a la gente y tomaran el mando. Pero tú y los demás… —Sacudió la cabeza—. No hicisteis nada. Vuestro único delito era ser poderosos. Por eso nos calificaron de «indómitos» y ordenaron a sus esbirros que nos mataran.
Ella alzó los hombros.
—Los dioses siempre nos han tenido controlados. Aún puedes sanar a otros de forma discreta.
Él no la escuchaba.
—Es como estar encerrado en una caja. ¡Quiero salir y estirar las piernas!
—Si haces eso, te agradecería que te apartaras de mí. Aún me gusta estar viva. —Levantó la mirada—. ¿Seguro que los siyís no verán nuestra hoguera?
—Seguro —aseveró él—. Es peligroso para ellos volar en noches sin luna por esta zona en que las montañas están tan juntas. Tienen buena vista, pero no tanto.
Ella reajustó el brim en el asador, sobre el fuego. Se reclinó hacia atrás y se fijó en Mirar, que había apoyado la espalda en el tronco de un árbol. La luz amarilla de las llamas realzaba los ángulos de su mandíbula y sus cejas, y teñía sus ojos azules de un verde pálido.
Cuando él dirigió la mirada hacia Emerahl, ella se estremeció con una mezcla de dolor y alegría. Había creído que nunca volvería a verlo y, sin embargo, allí estaba, vivo y…
«… algo cambiado». Apartó la vista, pensando en las ocasiones en que había intentado interrogarlo. Mirar no había sabido aclararle cómo era posible que siguiera con vida. No conservaba recuerdos del suceso que supuestamente había causado su muerte, aunque había oído hablar de él. Esto hacía más creíbles las afirmaciones de Leiard, su otra identidad. Este estaba convencido de que su mente contenía una reconstrucción aproximada de la personalidad de Mirar, formada a partir del elevado número de recuerdos de conexión del líder fallecido, que Leiard había recibido al conectar mentalmente con otros tejedores.
«Pero tiene el cuerpo de Mirar —pensó ella—. Bueno, está mucho más delgado y el cabello blanco lo avejenta mucho, pero sus ojos son los mismos».
Mirar creía que el cuerpo le pertenecía, pero no tenía una explicación para ello. Leiard, por su parte, opinaba que era una mera casualidad que su aspecto fuera similar al de Mirar. Cuando Leiard asumía el control, se movía de un modo completamente distinto, y Emerahl se preguntaba cómo había conseguido reconocerlo siquiera. Solo estaba segura de que el cuerpo era el de Mirar cuando este recuperaba el dominio sobre él.
Por eso, ella había hecho preguntas a Leiard sobre los recuerdos de conexión. Si lo que decía era cierto, ¿cómo había ocurrido? ¿Cómo había obtenido él tantos recuerdos de conexión de Mirar? ¿Cabía la posibilidad de que Leiard, o alguien con quien él hubiese conectado, hubiera acumulado recuerdos de conexión de muchos tejedores de sueños?
Leiard no se acordaba de quién le había transmitido los recuerdos. De hecho, su memoria estaba revelándose tan poco fiable como la de Mirar. Era como si cada uno conservara en la mente parte del pasado del otro, pero las lagunas no eran resueltas por ninguno de los dos.
Emerahl había consultado a ambos respecto al sueño de la torre que ella tenía desde hacía meses y que sospechaba que guardaba relación con la muerte de Mirar. Ninguno de ellos lo había reconocido, aunque al parecer Mirar se había sentido incómodo al oírlo.
Resultaba frustrante. Emerahl no sabía muy bien qué quería Mirar de ella. Cuando lo había encontrado en el campo de batalla, él estaba sanando heridos, como los demás tejedores, pero era evidente que aquello no le bastaba para pasar inadvertido, pues de lo contrario no le habría pedido a ella que lo sacara de allí. Sin embargo, no le había especificado adónde debía llevarlo. Había dejado que ella tomara la decisión.
Consciente de lo bien que se le daba a Mirar meterse en líos con los dioses, Emerahl lo llevó al sitio más seguro y remoto que conocía. No había tardado en descubrir a Leiard. Este parecía haber aceptado la compañía de la hechicera solo porque no tenía alternativa. Ella percibía las emociones tanto de Leiard como de Mirar. Se había sorprendido al advertir que la mente de Mirar estaba abierta y se podía leer. Había recordado después que Mirar nunca había sido capaz de ocultar sus pensamientos tan bien como ella. Adquirir esta habilidad requería tiempo, además de la ayuda de un lector de mentes, y, como todos los dones mágicos, se olvidaba si uno no la ejercitaba.
Eso significaba que los dioses captarían sus pensamientos si por casualidad se fijaban en él, y descubrirían a Emerahl a través de su mente. Mirar conocía la identidad de Emerahl.
Naturalmente, ellos no tendrían motivo para interesarse en aquel tejedor de sueños medio loco. Una de las cosas que ella sabía acerca de los dioses era que no podían estar en más de un lugar a la vez. Poseían la facultad de salvar distancias en un instante, pero su atención era focalizada. Estaban ocupados en tantos asuntos que las probabilidades de que repararan en Mirar eran bajas.
Y, si aun así reparaban en él, ¿quién creerían que era él? Mirar le había contado a Emerahl algo sobre los dioses que ella ignoraba. Solo veían el mundo físico por medio de los ojos de los mortales. Después de cien años, ya no quedaban mortales vivos que hubieran conocido a Mirar en su día, así que ningún mortal lo identificaría. Incluso era posible que los tejedores de sueños que hubiesen recibido recuerdos de conexión sobre Mirar no lo reconocieran. Las reminiscencias de la apariencia física de alguien eran personales.
Los únicos seres capaces de reconocerlo ahora eran inmortales: ella, los demás indómitos y Juran el Blanco. No obstante, el Mirar que ellos recordaban presentaba un aspecto mucho más saludable. Su cabello era rubio, y lo llevaba peinado con esmero. Tenía la piel tersa y más carne en los huesos. Cuando ella había comentado lo cambiado que estaba, él se había reído y había descrito la estampa que ofrecía dos años atrás. Lucía una cabellera cana y larga, barba y estaba incluso más delgado que ahora.
Le había confesado que le preocupaba más que lo identificaran como Leiard, aunque no había explicado por qué. Al parecer, Leiard era tan hábil para meterse en problemas como lo había sido Mirar.
El paso por las montañas de Si era lento y penoso, pero no imposible para personas tan dotadas como ellos. Si alguien los seguía, sin duda había quedado ya muy atrás.
Mirar bostezó y cerró los ojos.
—¿Cuánto falta?
—Te daría demasiada información si te lo dijera —repuso ella. Se había negado a desvelarle adónde se dirigían. Si él lo supiera, los dioses podrían leerle la mente y ordenar a alguien que se adelantara para salir a su encuentro.
Los labios de él se torcieron en una sonrisa.
—Me refería a cuánto falta para que el brim esté listo.
Ella soltó una risita.
—Sí, ya. Todas las noches me preguntas cuántos días de camino nos quedan.
—Así es —admitió él sin dejar de sonreír—. ¿Cuánto falta?
—Una hora —respondió ella, señalando el brim con un movimiento de la cabeza.
—¿Por qué no lo preparas con magia?
—Sabe mejor cuando se asa despacio, y estoy demasiado cansada para concentrarme. —Lo examinó con ojo crítico. También parecía agotado—. Duérmete. Te avisaré cuando esté listo.
Él asintió de forma casi imperceptible. Emerahl se levantó y fue en busca de más leña. Llegarían a su destino al día siguiente. Por fin estarían a salvo de la mirada de los dioses.
¿Y después?
Exhaló un suspiro. «Después tendré que intentar desentrañar lo que ocurre en esa mente embrollada».