El asesino del monasterio

EL JUEZ DI • Robert van Gulik

Hace unos cuantos años era corriente que se hablase en libros y periódicos del «oriente misterioso». En las novelas, cada vez que salía un chino o un japonés solía describirse su semblante con frases como ésta: «el rostro impenetrable del oriental…». Los orientales, además de misteriosos e impenetrables, parecían ser diabólicamente astutos o venerablemente sabios, o enigmáticos, o refinadamente crueles, o… en fin, que siempre resultaban un poco «raros». Pero ¿son tan raros y misteriosos los orientales? La verdad es que no son ni más raros ni más misteriosos de lo que somos los demás. El supuesto «misterio impenetrable» de los orientales se basaba en lo lejos que viven de nosotros (¡imagínate lo que se tardaba en llegar a Tokio o en venir desde Tokio antes de que se inventara el avión!), y en que pocos occidentales conocían sus idiomas o sus costumbres. Ahora podemos trasladarnos hasta el oriente más remoto en unas cuantas horas, tú te diviertes mucho viendo en televisión mangas japoneses y yo llevo una camisa made in Taiwan de modo que los orientales empiezan a resultarnos menos extraños de lo que fueron para nuestros abuelos.

Hay gente a la que le gusta viajar para descubrir lo diferentes que son las formas de vivir en cada uno de los países. Y tienen razón, porque las maneras de comer, de hablar, de rezar, de divertirse, de relacionarse los hombres con las mujeres, de educar a los hijos, de organizar el trabajo, etc… son apasionantemente diversas. Pero los que además de viajar también piensan, se dan cuenta de que, por debajo de tantas diferencias, hay muchos parecidos entre las personas. Después de recorrer bastantes países y de tratar a mucha gente, me atrevo a decirte que es más importante aquello en lo que nos parecemos los humanos que todas nuestras diferencias culturales.

¿Te cuento un cuento chino? Un joven emperador, al comienzo de su reinado, reunió a los sabios más importantes del país y les ordenó que escribieran una gran obra explicando cómo son los hombres. Quería estudiarla para comprenderlos y gobernarlos mejor. Pasaron diez años y al final los sabios ofrecieron al monarca una enciclopedia en cincuenta volúmenes con todo tipo de detalles sobre las peculiaridades de la vida humana. El emperador, ocupado desde hacía una década en las tareas de gobierno, dijo que no tenía tiempo para leer algo tan extenso y pidió un resumen. Los sabios trabajaron diez años más y volvieron con cinco volúmenes de mil páginas cada uno. Envuelto en guerras y problemas económicos, el emperador se impacientó ante tan minuciosa sabiduría: «¿Cómo voy a leer algo tan larguísimo? ¡Abreviad, abreviad!». Diez años después retornaron los sabios con un solo volumen bien voluminoso. Pero el emperador estaba ya en su lecho de muerte, incapaz de leer nada de nada. Entonces, el mayor de los sabios se acercó a su oído y le susurró: «Todos los hombres nacen, aman, luchan y mueren». Con un suspiro, con su último suspiro, el emperador asintió.

Una de las cosas que se dan en todos los países, sean orientales u occidentales, es el delito. En ninguna parte faltan malvados dispuestos a cometer crímenes y a disimular para que luego no les castiguen por ellos. De modo que también tendrá que haber en cualquier país bien organizado defensores de la ley capaces de descubrirles para que no se salgan con la suya. Por ejemplo, en la China del imperio Tang, allá en el siglo VII después de Cristo. Durante aquellos tiempos, los reinos europeos vivían en un desorden bastante bárbaro pero, en cambio, China era un Estado muy civilizado, culto y donde se hacían respetar las leyes. Y en esa época vivió el juez Di (o Ti, según otros traductores), que fue algo así como un Sherlock Holmes chino, un gran detective devoto de Confucio y del razonamiento lógico…

A diferencia de otros personajes de este libro, el juez Di existió realmente, aunque la mayoría de las aventuras que puedes leer de él fueron inventadas por el antropólogo Robert van Gulik, un estudioso de la China antigua que además tuvo gran talento literario. Las novelas protagonizadas por Di son tan interesantes como las mejores del género policíaco, pero sirven también para conocer cómo vivían y pensaban esos orientales que, gracias a Van Gulik, nos resultan más familiares que misteriosos. ¿Y el asesino del monasterio encantado? Ah, no pienso decirte nada sobre él… o ella. Tendrás que leer la novela y esperar a que lo descubra el sagaz juez Di.