Agradecimientos

Mientras se escribe una novela, la vida sigue el curso de los acontecimientos, más allá del planeta de la ficción. Pasaron muchas cosas entre la primera y la última página de esta historia. Algunas de ellas tuve que esconderlas entre las líneas para que no me robaran el aliento que necesitaba para seguir escribiendo. Por eso, tengo que darle las gracias a Raquel Gisbert por todo lo que ella sabe y por proporcionarme la ayuda de mi dulce y perseverante Diana Collado Clouet. Ambas aman tanto la literatura como su profesión.

Hubo quien generosamente me dio techo y horizonte cuando mi ventana se me quedó escasa y necesité escapar. La casa de Virginia Aristegui en Arties con el río murmurando bajo la ventana fue un hogar que me susurró muchas cosas, la de Mati Bracho y Fran Elorriaga (mis primos), en Arròs, donde las montañas escoltaban mis pensamientos, con aquella terraza que incluía hamaca y que me ayudó a encontrar las rutas de la historia. Sin su cariño hubiera sido mucho más difícil.

Gracias a Argi Bengoa, una rubia entrañable e infatigable, a Ana Lombraña, a Olatz Candina. Ellas saben de su mantenimiento imprescindible.

Gracias a los amigos que me rodean y que necesito para que me mantengan al día en el café Garai.

Y sobre todo gracias a mis amigas mujeres valientes que entienden de mucho y escuchan todo. Esa corte de fortalezas, ese ejército imprescindible de ternuras a tiempo.

Gracias a mis asesores médicos, a esos que no he hecho demasiado caso porque la ficción no pudo curar lo incurable y a los que me atendieron para que mi mano derecha siguiera tecleando. Esos centuriones traumatólogos que bregan con el dolor y se desarman con la fragilidad de quien les pide amor.

A los que me cuidan desde lejos y me susurran al oído para que mis palabras brillen como un diamante.

Gracias a mi cascabel, que me lee, y a mi gigante que me apoya y sobre todo a Pablo.

Nada soy si no sois conmigo.