Epílogo

PROMETO NO OLVIDARTE

He oído mil veces ese bolero precioso que se llama Bésame mucho. Lo he cantado, susurrado y bailado pegadita a tu cuerpo. Sin embargo, hoy, mientras esperaba a Lucas lo he comprendido por primera vez.

Bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…, que tengo miedo a tenerte y perderte después…, piensa que tal vez mañana yo estaré muy lejos de ti…

Preciso y certero.

Los dioses griegos Zeus, Hermes, Poseidón; los romanos Júpiter, Juno; los egipcios Ra, Amón y Osiris; los indios Visnú, Shiva. Cristo o Alá… son trocitos del sueño eterno que todos tenemos: encontrar a alguien que nos acompañe en esta vida, porque un corazón necesita siempre el eco del latido de otro corazón.

Hacías mención a los dioses cuando te cegaba la belleza, cuando no soportabas la estupidez o te perdías y encontrabas los tesoros que buscabas. ¡Siempre con tus dioses a cuestas! Ateo o agnóstico contabas con ellos para pedir clemencia, reivindicar el milagro o jurar contra la adversidad.

—¡Venid a mí, dioses de los hombres perdidos! Poseidón, no te enfurezcas en este día de playa…

Me hacían gracia aquellas poderosas invocaciones. A mí los dioses grandes no me impresionaban. Me acostumbré de niña a las magias pequeñas. A creer que los meses eran aquellas doce canicas de cristal de colores que guardaba en aquella bolsita que puso debajo de mi almohada el ratoncito Pérez. A pedir deseos la noche de San Juan, a las estrellas fugaces, al ruido de las pisadas de los camellos de los Reyes Magos por el pasillo de mi casa, al gnomo que se llevó a Nils Holgersson a lomos de un pato. Me han acompañado los ángeles de la guarda, las hadas del bosque, los magos merlines y las princesas encantadas que se despiertan con un beso. Sobreviví sabiendo que aquellos pajaritos que compartían las tareas domésticas con Blancanieves formaban parte del mundo de la fantasía necesaria y esencial que te ayudaba a que la realidad pesara menos de lo que en realidad pesaba. Todos necesitamos creer que no estamos solos.

Te veo. Más que verte te imagino, más que imaginarte te evoco… Tu cabeza ladeada, atenta a esos sonidos que repescabas en los murmullos de otras conversaciones, tu pelo, que se volvía cano en las sienes, apagando el negro de años atrás, la nariz aguileña, la boca siempre entreabierta, dispuesta a pronunciar o a guardar un silencio habitado. Y evoco sobre todo tus ojos, algo rasgados, pícaros o duros como el pedernal, según quisieras mirar, pero siempre con el horizonte en ellos. Ahora, cuando te pienso en manos de tus dioses me siento en paz, como si el amor que nos tuvimos se hubiera pegado a las paredes de mi corazón haciéndolo grueso, resistente a los daños.

Lucas y yo nos apoyamos con ese descompás controlado que se tiene a nuestra edad. Tenemos la certeza de que para sonreír sin sombras debemos permitir que las heridas cicatricen. Y eso es lo que hemos hecho. Nos vamos esperando. Duermo pegada a su cuerpo. Me lo voy aprendiendo de memoria. Lo vuelvo costumbre y lo adivino. Nos cuidamos de amarnos dentro de nuestras propias vidas, él tratando de que las dietas salinas ayuden a morir de hambre a las células ácidas, yo poniendo en cada lugar los volúmenes de la biblioteca para que quien busque encuentre. Él no tiene dioses, ni jura en vano cuando se enfada.

A veces lo miro, mirándote a ti, me detengo en sus ojos viajando a nuestros recuerdos y en esos momentos me digo que soy una mujer con suerte. Poseer a un amante es luchar a brazo partido, apasionadamente, con la imperiosa necesidad de conquistar esos tesoros que el otro ha obtenido de la vida. A un amante se le roba, se le expolia al mismo tiempo que él lo hace contigo. Amarlo es en realidad encontrar un espejo, chocar con el reflejo de ti mismo y aceptar que quizás has llegado a los brazos que abrigarán los tuyos. Lucas es un alto mando de la ternura. Su silencio cuando me desnuda o lo desnudo me gusta. Lentamente va besándome todo el cuerpo, recorriéndolo como si fuera la primera vez que lo tiene en sus brazos y tuviera que aprenderse de memoria la geografía de mi piel. Busca los rincones donde me estremezco con una destreza biológica y amorosa. Son recorridos dichosos, sin trampas, libres, dulces y desmesurados.

Ya no cuento los pasos que me separan de ti. Sino los que me faltan para acercarme a él. He aprendido a conjugar los verbos que acompañan tu nombre en pasado. A Baltasar le gustaba el rioja… Baltasar no soportaba a los petulantes… A Baltasar le atraían las mujeres inteligentes… Baltasar me regaló este anillo,

Mi rey Baltasar, quiero pedirte algo.

En febrero, después de que hubiéramos ido en busca de tus últimas huellas, Lucas vivía a medias. Herido silenciosamente, envuelto en esa impotencia que deben de sentir los médicos cuando la ciencia no les alcanza para aplacar sus deseos, se despertaba en mitad de la noche a mirar el teléfono. Le martirizaba el estómago, perdía peso y corría buscando consuelo en el agotamiento. Me hablaba de Mario, de su novia Alicia, de la consciencia de aquel hombre que había sabido de mí mucho antes de que yo supiera de él. Me explicaba lo que sucedía en los trasplantes que se efectuaban en enfermos como él, y me hablaba de la sangre describiéndomela como un río repleto de sedimentos que nos recorría permitiéndonos la vida.

Una de aquellas madrugadas me dijo que Mario no iba a salir sin un puñetero milagro de tus dioses, de los míos o de los suyos para deshacer el camino de las células anómalas, las bacterias, los virus y lo que no viene en el manual de instrucciones de nuestra perfecta máquina. Estaba profundamente triste y me dijo que era una de las primeras veces en su carrera profesional que se sentía tan alcanzado por el fracaso del tratamiento. Mis caricias no le llegaban y tuvimos que posponer nuestro viaje al Valle. Ese iniciático viaje que nos habíamos prometido para festejar su cumpleaños y ponernos los zapatos de bailar sobre la nueva pista de nuestra vida.

Unos días después, me llamó para pedirme un ramo de novia. Lo cierto es que no necesité mucho tiempo para comprender el alcance emocional de aquella petición. Mario se moría y deseaba que se cumpliera el deseo de Alicia; casarse con él.

Fui al taller de Virginia, me senté entre sus cuencos de flores, aspirando el perfume de los claveles, los jacintos, las rosas y le pedí que hiciera algo hermoso para una novia muy especial. Ella es meticulosa, y ha ido aprendiendo el lenguaje de las flores con sus cursos de ikebanas y sus ganas de transmitir. Me preguntó quién era la novia, así que tuve que ponerle sobre aviso de que aquel ramo probablemente fuera uno de los más importantes de su vida como florista. Debajo del desorden de sus rizos hay una generosidad sin límites y como supondrás me hizo una maravilla. Me temblaron las manos al sujetarlo cuando me lo entregó. Se parecía mucho al que llevé al juzgado cuando te juré amor eterno.

¡Amor eterno, Baltasar! ¡Como si cada uno de los instantes de nuestra vida no lo fuera!

Y allí fui. Ignorando temblores, poniendo en primera línea de mi mirada una alegría extraña. Lucas me agarró como se sujetan las cosas que no quieres que caigan y me llevó hasta la habitación trescientos diecisiete. No era fácil. Era una habitación blanca, aséptica, en la que las mascarillas, las fundas de los zapatos o las batas verdes tan precautorias ya no tenían ningún sentido. Todos los que estaban en ella venían dispuestos a vivir con intensidad el inimaginado momento, aunque para cada uno de nosotros significara una cosa distinta.

Alrededor de la cama, al lado de ellos, estaba el cura de la clínica, Lucas, los hijos de Mario, la hermana de Alicia y yo. Ella se había vestido como se visten las novias con futuro. Un vestido nuevo, vaporoso, bonito. Una música suave como de olas del mar venía de alguna parte. Mario apenas abrió los ojos en un par de ocasiones; para mirar a todos, para mirarla a ella mientras decía un sí quiero musitado, casi adivinado. Su hija leyó un poema. Alicia le juró amor eterno acariciándolo, sin que se le quebrara la voz.

¿Qué hacía yo allí? Él lo había pedido. Era un legado de amor que me alcanzaba a mí, y a Lucas. El amor es eterno cuando se escapa en mitad de un te quiero. Ellos se casaron hasta que la muerte los separara, Baltasar. Y yo me sentí ella, solo que me faltaba el aire, notaba bajo los pies de mi alma el camino que habría de recorrer aquella mujer acompañada de ese jodido destino al que nunca invitamos a nuestra mesa.

Pasado, presente y futuro se juntaron cuando las manos de Alicia y Mario Villanueva se entrelazaron para cambiarse unas alianzas.

Estaba a punto de claudicar, cuando Lucas hizo un movimiento. Deslizó su mano hacia atrás. Movió los dedos. Me buscaba y comprendí el gesto. Yo puse la mano dentro de la suya, igual que cuando Karen iba en la avioneta de Denis recorriendo la sabana africana en mi película preferida. Presionó y encerró mi pequeña mano en la suya, Baltasar, y yo cerré los ojos para abandonarme a aquel timón.

¿Estaba yo destinada a vivir este momento?

La vida es poderosa, Baltasar. Mágica e intensa. Inesperada y aventurera. Nada soy, Baltasar, si no amo. Te guardo. Ya lo ves. Te escribo. Te pienso. Te lloro. Te siento, soy una parte de ti. Ahora que no estás y sabiendo como siempre supe que necesito, como esos millones de fieles que se reparten por el mundo, a sus dioses, yo también, huérfana de divinidades, pero sabiéndote cercano, necesito pedirte algo…

Baltasar, mantenme al abrigo del abrazo de Lucas, no permitas que desprecie el tiempo cuando esté con él, que no caiga en la tentación de que me sobre su presencia, de que busque la diferencia en su modo de caminar, de decir buenos días o de lavarse los dientes, líbrame del tedio, de la cólera, de esos momentos en que me vuelvo loca cuando descubro que el amor me ata, déjame que duerma tranquila a su lado y que la vida no sea una carrera vigilante, sino ese camino finalmente inesperado. Quiero respetarlo siempre, no con las leyes de educación aprendidas, sino con la redentora ternura, quiero luz para ver los destellos de su sabiduría y no quiero esquinas, encrucijadas donde perderme. Que no sea muy difícil seguirlo o que me siga, que siempre le encuentre al final del día, que la tibieza de su cuerpo alivie mi frío, que sepamos vivir libres y juntos.

Todo eso te pido.

Los milagros existen, solo que a veces no tienen la forma que nosotros habíamos imaginado. Yo también encontré una historia de amor, y la escribí para despedirte.