A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.
JEAN DE LA FONTAINE
Hoy el cielo tenía ese color plomizo y metálico tan nuestro. Estaba encapotado. Empedrado como los caminos que se recorren inesperadamente. Miré hacia arriba y me quedé colgada observando cómo se construía el tejado de mi vida. Prometía una buena tormenta, una de esas que tanto te gustaban, cuando los rayos iluminaban momentáneamente la habitación, y contabas, un, dos, tres, cuatro, hasta que llegaba el sonido del trueno y abrías los brazos para recibir el relámpago. El olor a tierra mojada, su color, la textura de estos lazos inexplicables que de tanto mirarlos, atarlos y desatarlos se vuelven pertenencia. Me encuentro diciéndome a mí misma: «Este cielo es suyo… Este día es mío…».
Estoy en casa, tomándome un café, arrebujada bajo la manta del sofá, escribiendo con el cuaderno apoyado en las rodillas y con la conciencia de estar redactando el epílogo de algo. ¡Qué fértil ha sido la vida! ¡Cuánto me ha dado en los últimos tiempos!
Mientras hago esto, escribir, vienen a mi cabeza pedacitos de cosas cotidianas, migas de recuerdos que quedan al pasar la vida. Como si al irse los invitados quedaran trocitos de bizcocho sobre el mantel de mi consciencia. Recuerdo que tus cuentos y tus novelas nunca te parecían terminados. Siempre había que cambiar una palabra, una coma, un acento. Te invadía una poderosa incertidumbre que te hacía incapaz de poner el punto final.
—No lo toques más, está perfecto —te decía abrumada por tu insistencia en la corrección.
—Siempre se puede hacer mejor.
Tenías que abandonarla a su suerte, soltarla de tu mano, pero te entraba un miedo irracional. Como con los hijos, como con los amores, como con algunos recuerdos. Llamabas a Daniela, releías un párrafo… Ahora, me siento como tú. Te entiendo. Así escribo, alejándome de la tutela de esos temores, sabiendo que me acerco al fin.
Debo reconocer que estaba equivocada con respecto al olvido. Una no puede olvidar nada que no haya concluido y concluir es cerrar, dar por entendido. El amor no se extingue en el corazón, no se olvida, si acaso, se concluye su recuerdo en la voluntad y en el pensamiento. La historia es una cotilla sin remedio y repiquetea machaconamente haciéndote volver una y otra vez a esos pasajes de la vida que no se entendieron. Fuimos víctimas de la historia, del azar, de tu egoísmo, de tu generosidad, de tu mundo de ficción, del poder de la belleza de tu escritura.
No he querido olvidarte. Nunca quise hacerlo. Lo que realmente deseaba era dejar de pensar en ti obsesivamente. Era insoportable seguir levantándome sin ganas de vivir, porque el primer pensamiento era para ti y no estabas, ni quería acostarme con la angustia de saber que no me volverías a besar cuando el sol saliera. Necesitaba ponerte en el lugar que debías ocupar. Quería soñarme mayor, estar en paz. En ocasiones me veía a mí misma anciana, como la de Titanic, mirando a una joven que me estuviera cuidando y hablándole de ti en tercera persona en plan inicio de película de Óscar y palomitas… Yo amé con todas mis fuerzas a Baltasar Mugaritz, el escritor. Él me enseñó lo que significaban las palabras habitadas. Fue mi pasión. La historia más intensa de mi vida. Mi dulzura apareció cuando sus manos me buscaron. Mi boca aprendió a besar en sus labios. Supe en qué consistía la dicha de compartir los pensamientos cuando hablaba con él. Su existencia me puso en alerta, me dio pistas para descubrirme a mí misma, él me enseñó a ser mejor y soy lo que soy hoy porque compartió unos años conmigo. Ya sé que eso es muy de la Paramount, pero ¿qué quieres? Todos los caminos conducen a Roma, aunque el camino que emprendimos Lucas y yo para despedirte fuera mucho menos glamuroso.
A través de los ordenadores de la Seguridad Social y de su amiga Martina, Lucas pudo saber que Lucía Rivera murió a primeros de abril del año pasado. Me lo dijo con suavidad, temiendo el impacto de la noticia. Lo primero que pensé fue que ella no pudo ser la que llamaba ni a la que vieras el día que acudiste a tu casa, el día de tu muerte, y esto me dejó extrañamente triste. ¡Estaba tan decidida a preguntarle tantas cosas! El domicilio de Lucía está muy cerca de la carretera. Imagino que fuiste allí y no la encontraste. Probablemente te impactaría saber que habías llegado tarde a la cita. Mi doctor Denvurg dice que quizás el papel ensangrentado que llevabas encima pudiera ser una carta que te entregaron de su parte.
—Estoy seguro de que él venía a contártelo —me dijo mientras me comentaba sus pesquisas—. Debió de pesarle aquel asunto de ocultarte a ti lo que sucedía, de no saber por qué ella quería verlo. Pero el azar…
Otra vez el azar, con sus zetas, zarandeándonos, Baltasar. Pero sí. Me he quedado con eso. Venías a contármelo, a decirme que éramos unos memos, yo por creer que tu silencio estaba hecho de mentiras, y tú por creer que no iba a poder aceptar tus reglas del juego. Venías a leerme esa carta que no pude leer.
No sé si llegaste a saber que su hija se llama como ella y tiene diecinueve años. Lucas se volvió detective a pesar de su discreción casi anglosajona. Me fue diseccionando la realidad de tu confidente hasta hacer desaparecer todas las dudas. Me dosificaba la información, me cuidaba. Cerraba los agujeros que se habían perforado por falta de confianza, por desconocimiento y me aplicaba el bálsamo de la lógica, acompañándome en los razonamientos de esta deshilvanada historia como uno de esos perros labrador que llevan los invidentes, empeñado en que no volviera a tropezar.
Creo que tenía prisa por desembarazarse de ti. De ese Baltasar que aparecía en nuestras conversaciones como si se tratara de un guardaespaldas silencioso que fuera a aparecer en mitad de uno de nuestros encuentros. No me lo decía, pero le urgía que dejara de deambular por ese paraíso incierto en el que he vivido del brazo de nuestros últimos días. Por esa razón recorrió los caminos administrativos de Lucía Rivera y su familia, apeló a la situación de su amiga, se compró un mapa y hasta creo que se adelantó como el embajador de una reina extranjera.
Mientras tanto, Daniela me mantenía al corriente de la marcha de tu novela en el mercado literario. Ha leído el nuevo manuscrito y se le han revolucionado esas autopistas especulativas. Quería venir, me proponía títulos, sugería fechas de publicación, me amenazaba con contratos. Le dije lo que te decía a ti, que una cosa tras otra, que no me atropelle, que poco a poco, que todavía no habíamos puesto orden en la casa y que yo me desboco con las presiones.
Quería acompañarme, conocer, tocar, y sobre todo hablar con los protagonistas de nuestras fantasías, pero no le concedí ese momento a pesar de que me he reconciliado totalmente con ella. Pero con sus rizos, su silicona, o con la certeza que pone en sus palabras…, con eso no hay quien se reconcilie.
A primeros de febrero Isabel y yo acompañamos a Lucas a un concesionario de coches. ¡Bendito sea! No sé por qué los hombres de mi vida se empeñan en ir sobre dos ruedas poniéndome el corazón de boina cada vez que se retrasan. Lo digo porque supe por una metedura de pata de Alberto que Gustavo se pasea por París a lomos de una especie de Vespa. No le he dicho que lo sé. Trato de ignorar que lo sé. Tampoco le he dicho a Lucas que se me encoge el corazón cuando lo veo cabalgar en ese potro similar al que movió la ficha del azar, pero creo que lo sabe. Con esa manera silenciosa de hacer diana y avanzar hacia mi conquista me dijo un día que había decidido pasarse a las cuatro ruedas.
—Este es precioso, muy cómodo, y parece muy seguro…, se ve muy bien la carretera. —Fue una de las apreciaciones que el mundo del motor de aquel concesionario me sugería.
—¡Ay, María! Que Lucas no va a comprar un sofá… —añadía Isabel dándome un codazo.
—Te dejo elegir el color —sonreía Lucas, insistiendo en que tomara la parte de él que me ofrecía.
—Rojo.
—¿Rojo? ¿Como los playboys de tercera regional? —se asustaba Lucas reculando.
—Creo que quiere decir guinda, tirando a granate… —terciaba Isabel—. ¿A que sí? Porque no es tu coche, María. —Abría sus ojos—. Es el de tu vecino. Porque este señor es solo tu vecino… ¿No?
Y echaba una carcajada. Isabel me sometía a interrogatorios, bromeaba con Susi, me preguntaba si necesitaba lencería…
—Isabel, tengo derecho a mi intimidad.
—Que te crees tú eso…
Ni que decir tiene que el doctor la ha conquistado. Lucas le consiguió una cita con un traumatólogo célebre para solucionar un tema del pie de Pablo. Le dejó un fin de semana la llave de su casa del Pirineo, y le trajo un perfume —el mismo que a mí— cuando fue a un congreso a no sé dónde.
Yo me sentía con una presión semejante a la propaganda electoralista de una dictadura, pero a estas alturas de mi vida y con lo que ha llovido —como tú decías— me he rendido. A ella, que afortunadamente ya no le preocupo tanto, nunca podré agradecerle bastante la solidez de su amor por mí.
Dos días después de que le entregaran el coche, que no era rojo, y ni siquiera guinda, sino azul oscuro, y con el pretexto de estrenarlo me llevó a cenar a unos kilómetros de aquí para hacerme una propuesta.
—María, voy a cumplir cincuenta años el veintitrés de febrero. Quiero pedirte un regalo.
—Dime.
—Me gustaría que lo celebráramos juntos en el Valle de Arán, en mi casa de Arròs.
—Bien… No me gusta la nieve, pero quizás me guste en tu casa y contigo.
—Antes quiero acompañarte a Trápaga, a la casa de Lucía Rivera, a la carretera donde Baltasar perdió la vida. Sabes que es importante para ti, y para mí. Tú cerrarás esas puertas por donde te entran las corrientes de aire en mi compañía y yo haré lo mismo en el Valle.
Acepté el trato.
Él se ocupó de todo. Se puso en contacto con Rosa Losada, la mujer que había cuidado de tu alondra en su infancia y quien las recogió cuando no tuvo a donde ir. Habló dos o tres veces con ella y me puso en antecedentes. Era una anciana y no sería fácil comunicarse. Eligió un sábado para aquella inevitable visita; los dos teníamos el día disponible, además, según dijo él, era el día en que Lucía Grvic Rivera, la hija de Lucía, podía estar.
Con temerosa y desfallecida docilidad me encaminé en busca del origen de nuestro infortunio, Baltasar. Estaba cansada y me sentía muy poca cosa, pero determinada a tocar con las yemas de mis dedos la realidad que durante meses había imaginado.
La carretera era una serpentina llena de curvas, sombría por el inmenso arbolado que la rodeaba. El paisaje poseía esa melancolía que presta el invierno a la naturaleza. Resultaba misterioso y bucólico, pero para mí estaba definitivamente teñido de presagios. A pesar de los esfuerzos que hizo Lucas por rescatarme de mi silencio, me pertreché en él. Me parecía verte sobre tu moto, con la cazadora negra, tumbándote a la izquierda y a la derecha en las curvas. Imaginaba tu espalda, el ruido del motor, el rictus de tu mandíbula bajo el casco. ¡Había recreado tantas veces ese instante! En mi imaginación te había observado conducir bajo una lluvia de primavera, pertinaz e incansable. Venían solas, autónomas, aquellas imágenes y su certera angustia como si el director de una película hubiera localizado por fin el lugar adecuado para rodar el final.
No te he contado que, más o menos un mes después de tu muerte, le pedí a Isabel que me llevara hasta el sitio donde habías perdido la vida. Necesitaba ver el lugar en que habías dejado de respirar, de tener pensamientos, de ser escritor, de ser mi marido; el lugar donde habías dejado de ser quien eras. Pero en aquel momento yo no era yo. Iba adormecida, medio lela, dejándome arrastrar por esa velocidad que coge el dolor cuando se apodera de una. Ni tan siquiera me bajé del coche.
Lucas conducía despacio. Su mano se posaba sobre mi muslo con esa manera íntima con la que quien te ama te hace saber que te sostendrá. De vez en cuando buscaba la mía, la presionaba. Era una mañana fría, la calefacción estaba encendida, pero algo en mi interior me hacía temblar. Tenía las manos heladas a pesar de los guantes y entre el cuello de la chaqueta y la bufanda parecía colarse un aire gélido. Miraba a través de los cristales, la cabeza hundida en el cuello, tratando de distraerme con el paisaje. Lucas, perspicaz y certero, me hablaba de una especie de arbusto que existía en aquella zona boscosa y que curiosamente compartía hábitat con unos bosques de los alrededores de Estocolmo. A mí los arbustos suecos me importaban un pimiento, pero agradecía su cháchara e incluso creo que por un instante identifiqué el puñetero arbusto. Él quería transportarme lejos de los pensamientos que me tenían pegadita a aquellos otros árboles, los robles, a los que iba vigilando hasta encontrar el que buscaba. Cuando comprendí que nos acercábamos al sitio exacto donde se había producido tu accidente, le pedí que se detuviera.
—Quiero bajar un momento —murmuré decidida—. Fue aquí donde sucedió, en aquellos árboles… —le indiqué—. ¿Puedes parar?
—Creo que puedo meter el coche en ese claro. ¿Estás segura de querer ir ahí? —me preguntó mientras su recién estrenado automóvil se adentraba entre la maleza y el barro—. Te acompaño.
—No, prefiero hacerlo sola.
Me bajé del coche con esa obstinación que tiene la soledad. Apenas miré a Lucas ni tuve en cuenta sus atenciones. Caminé decidida. Primero hacia el centro de la estrecha carretera.
Los parajes que son poco transitados poseen un silencio especial. Escuchaba mis pasos, mi respiración y esos trozos de viento que silban a medias. Me quité el guante y toqué el asfalto. Puse mi mano sobre el lugar donde imaginaba que tu cabeza había caído. Casi podía escuchar el sonido sordo del golpe de tu casco al entrar en contacto con el suelo y luego la fuerza de tu cuerpo inerte al atravesar la carretera, proyectándote sobre aquel árbol que fue en realidad el que te mató. Tras unos segundos allí agachada, me levanté y fui hasta él, me arrodillé bajo sus ramas y respiré profundamente. Era un roble.
Yo no rezo, lo sabes. Nunca encontré un dios a mi medida. Eran demasiado grandes, demasiado crueles para este mundo, me enfadé con ellos y me conformé con cosas menores, como las hadas, los Reyes Magos, los ratoncitos Pérez, o los conejos de Alicia en el país de las maravillas, pero desde lo más profundo de mí, la niña que quería creer en cualquier magia que la amparara y la que había sido tu mujer te hablaban. Te dije adiós. ¿Me escuchaste, Baltasar? Un adiós como no lo había hecho hasta ese momento.
Adiós, mi amor.
Sabemos que la muerte es una certeza, pero vivimos afortunadamente ajenos a ella, como si fuera algo extraordinario que pudiera o no pudiera acontecer dependiendo de algún caprichoso y aleatorio fenómeno. Comprendo que no se pueda vivir sin esperar que los días se sucedan, y por eso es importante despedirse en condiciones de quien te ha acompañado. Empleando el tiempo que haga falta. Un mes, dos, siete o tres años. Despedirse es una ardua tarea que hay que hacer bien. Creo que ese día cerré una despedida que había durado casi un año. Esperé a que pasaran las imágenes de nuestra vida porque el tiempo, ese tiempo del que tanto hablo últimamente, me había ido dando gota a gota la comprensión necesaria para recomponer tu recuerdo y guardarte.
Volví al coche. Los ojos azules y cálidos de Lucas me miraban amorosamente. Tomé el cobijo que me ofrecía mi doctor compasión, mi Lucas Urrutia Denvurg, mitad vasco, mitad sueco, mitad mío y mitad de la humanidad que ha pasado y pasará por sus manos. Nos mantuvimos en silencio. Yo contigo. Él conmigo. Yo sin ti. Él sin mí.
Me esperaba.
—¿Vamos allá, María?
—Vamos.
Nos adentramos por la carretera comarcal bajo un cielo gris pálido que iluminaba con usura aquel mes de febrero. La ruta atravesaba el pueblo, dándole importancia y partiéndolo por la mitad. Apenas media docena de casas de piedra, rústicas y sólidas. Siguiendo el mapa de mi piloto y las instrucciones que la mujer le había dado, atravesamos una plaza, giramos por un camino sin asfaltar hasta que encontramos una casa de piedra que encajaba con la descripción de la que buscábamos. Sin estar lejos de la civilización, aquello estaba en una esquina del mundo.
El aire olía a ganado, a hierba. Se escuchaba ese silencio rural poblado de sonidos: pájaros, ladridos, el murmullo del aire, voces que no se sabe si transporta el viento o están cercanas, un cencerro a lo lejos…
Lucas aparcó el coche sobre la gravilla y se acercó a la casa. Yo me quedé aguardando. Me sentía desmadejada, como una muñeca de trapo. Despedirme de ti me había vaciado. Me limitaba a respirar, a rellenarme de vida. Estoy tan acostumbrada a la autonomía, tan decidida a aceptar que la vida de uno es de uno, y solo a ratitos de los demás, que en ocasiones necesito desesperadamente que se hagan cargo de mí, que intuyan mi necesidad, sin preguntarme, y no puedo hacerlo. Esas trampas que tiene la libertad me matan. Tendríamos que tener un unicornio luminoso en mitad de la frente para avisar cuándo se nos ha acabado la fuerza y necesitamos de los demás. Por eso cuando vi a Lucas mirando a través de una ventana de cristales sucios y opacos, esforzándose por llegar a donde yo necesitaba llegar, inspeccionando los alrededores de la casa me pareció el hombre más maravilloso de la tierra.
—¡Hola! ¡Buenos días! ¿Hay alguien?
Se adentró en un portalón y dio unos golpes firmes en una puerta de madera pintada de verde. No hubo respuesta, pero insistió.
—Buscamos a la señora Rosa —casi gritaba—. Señora Rosa, soy el doctor Urrutia.
Mi cabeza se centraba en él, pero se obstinaba en imaginarte: llegabas en moto, la dejabas junto a una higuera que había cerca de la casa, te quitabas el casco, te pasabas la mano por el pelo para ordenarlo…
Era una finca descuidada. Un viejo conjunto de sillas y mesa de jardín lleno de herrumbre recordaba un verano que ya no llegaría con la misma luz. Había flores desperdigadas que crecían con una tenacidad ajena al abandono. Unas tejas se habían caído del tejado y alguien había construido una pequeña pila al lado del camino. Pegadas a la pared de la casa, unas bombonas de gas butano parecían esperar un reparto que se retrasaba. Un perro sucio y necesitado vino a olfatearme.
Una voz desde el interior de la casa dijo algo. Lucas me hizo una seña con las manos para que fuera hasta allí. Me acerqué. Mi vecino pasó su brazo sobre mis hombros y me atrajo hacia él. Fue un gesto de protección como el que hacen los padres con los hijos entristecidos con alguna contrariedad de la vida. Pero yo me pegué a él y le agarré la cintura como si fuera mi hombre. Entramos.
—Pasen, pasen… a su izquierda —nos guiaba la voz.
Una mujer pequeña, anciana, con los huesos encogidos bajo un luto riguroso, asomó por el vano de una puerta. Lucas se desprendió de mí y se adelantó a saludarla. Me presentó y se mantuvo cercano a la anciana, sujetando su brazo sin dejar de hablar. Era un hombre distinto al que conocía. Cercano. Accesible.
Nos hizo pasar a una habitación caldeada que parecía ser el centro neurálgico de aquel caserón. Había una estufa encendida, una televisión y unos desvencijados sofás. Sonreía afable y desdentada.
—Luci llegará enseguida. Ha ido a comprar pan. Le gusta usar su bicicleta… Hablaremos mejor sin ella. No está bien. —Me miraba directamente a mí.
—¿Qué le pasa?
Pregunté interesándome, más que nada, porque ella era mi esperanza. La hija de Lucía tenía que estar al corriente de todo. En ese momento temí que no pudiera responderme a todas las preguntas que quería hacer.
—Tiene diecinueve años, pero es una niña. Le faltó oxígeno en el parto y tiene un trastorno cerebral. La asistente social se encarga de ella. Yo estoy mayor… Los sábados no va al taller. Le mando cosillas. No puedo hacer mucho por ella.
Me había dado ese ataque de mudez que suele darme cuando una situación me sobrepasa. Por un momento todas las piezas que habían flotado por mi cabeza se unieron. Se encajaban iluminando los últimos meses de mi vida. Afortunadamente, Lucas estaba allí para sujetar las riendas que yo había soltado y fue él quien tranquilizó a Rosa Losada.
—Rosa, no vamos a perjudicar a Luci. Tranquila. —La anciana hizo un puchero y él, mi vecino, se acuclilló a su lado y le tomó la mano. Mis ojos iban viéndolo cada vez más grande—. Como le dije cuando hablamos, solo queremos saber qué sucedió. La señora de Baltasar Mugaritz, el escritor… ¿Lo recuerda? ¿Recuerda lo que hablamos de él usted y yo?
Ella se enjugó una lágrima con un pañuelo que guardaba en la manga de uno de los jerséis que llevaba superpuestos sobre su frágil cuerpo. Miré a mi doctor. Él también me envió una mirada que entendí. No me había contado todo lo que sabía. ¿Por qué? Sin duda quería protegerme de mí misma, quería llevarme hasta allí, hasta la habitación donde me encontraba y que viera con mis ojos de qué estaban hechas las dudas y las zozobras de mis insomnios. Yo juro que deseaba participar, pero esperaba a que se me pasara la sensación de no estar todavía disponible para participar en la vida cotidiana. La mujer movía la cabeza y me miraba. Ellos siguieron hablando. Lucas ya conocía los problemas de Luci. Luego la anciana puso su mano sobre la mía, creo que adivinando mi pérdida, y mirando a Lucas comenzó a hablar.
—Sí, lo recuerdo todo… La madre de Luci me lo contó una noche antes de morir. Ella sabía que el escritor volvería, me lo dijo, lo había llamado para hablar con él, contarle más cosas. Pero ya no le quedaban fuerzas y no pudo esperarlo. Había sufrido mucho. Su vida fue corta e intensa. Se enamoró de un hombre bueno que se volvió un demonio. El ser humano debiera alejarse de los demás cuando se vuelve peligroso… —La anciana parecía contrariada. Su cabeza se movía hacia delante y hacia atrás permanentemente como si no acabara de reafirmar del todo algo—. Lucía se sintió contenta cuando supo que un escritor, su marido, buscaba una historia de amor y le escribió para darle la suya. Pasaba mucho tiempo en el ordenador. —Se mantuvo en silencio unos segundos—. Yo se lo dije, que la verdad era la verdad que se guarda en el corazón, no la que se cuenta… Se lo dije a su marido cuando vino y créame que siento haberlo dicho. —Me palmeó la mano y me miró con los ojos húmedos—. El padre de Luci está en medio de este drama. Vive en España, pero se ha cambiado el nombre. Lo buscan en su país para juzgarlo por su crueldad. Y él la busca a ella. Él la llamaba… la alondra triste. Ya no la encontrará. Se quitó la vida. La poca que le quedaba.
Lucas y yo intercambiamos una mirada. La suya me pedía que me tranquilizase, que siguiera adelante, pero a mí me hacía daño intentar llevar a aquella mujer, que parecía residir en una tranquilidad y aceptación más consistente que la mía, hacia recuerdos dolorosos. Recordar para ella no era lo mismo que para mí. Yo, Baltasar, tenía mucho por delante, personas que me amaban, belleza que robarle a la vida, sorpresas en los recodos de los caminos; sin embargo, ella podía aceptarlo todo porque estaba al final del recorrido. A mí me quedaba trabajo por hacer, tenía que rebelarme y entender. No la interrumpimos. Temíamos que el hilo de su memoria se cortara.
—La madre de Luci fue una niña maravillosa. Hay personas que poseen luz y otras que la roban. Yo digo que las segundas buscan a las primeras. El padre de Luci, el protagonista de la historia que ella le contó a su marido, es un ser malvado y oscuro. Cuando Lucía volvió con Luci en los brazos y el corazón roto, los suyos, los de su sangre, no le hicieron sitio —la anciana encogió los hombros—, pero yo la quise siempre como a una hija y la recogí como a un pajarillo herido. Cuando vino él, su marido —me miró con dulzura—, y no la encontró se sintió muy apesadumbrado.
La mujer volvió a enjugarse los ojos. No parecía que tuviera las suficientes lágrimas como para navegar por aquel río de pena.
—Le di una carta que ella dejó en un sobre con su nombre. Él se sentó aquí mismo, donde está sentada usted. Un hombre guapo y educado. Leyó aquella carta, aquí, donde están ustedes —repitió la anciana—. Me pidió perdón y yo le dije que no tenía que hacerlo, que la culpa era una piedra que uno se colgaba al cuello inútilmente. Conoció a Luci. Me prometió que iba a ocuparse de ella, pero… —La anciana suspiró como si soltara un fuelle.
Lucas la interrumpió tranquilizándola. Hicimos algunas preguntas. Más él que yo. Nos respondió con claridad:
—Un vecino me dijo que un hombre se había matado en el camino y supe que era él. En cuanto a lo de la niña… les rogaría que lo olvidaran. Tiene el teléfono de su madre. No me atreví a quitárselo y yo no entiendo esos aparatos. Le gusta, juega, no pensé que la llamara a usted. —Retorcía el pañuelo entre sus manos—. El doctor me lo explicó todo. —Miró a Lucas y luego me miró a mí—. Lo siento mucho… Ella habla con sus compañeros. No sabe lo que hace —insistía en disculparla—. Ha oído cosas, las ha mezclado en su cabeza. Su marido pareció muy afectado. Lloramos juntos. Me dejó este papel que Luci debió de coger porque…
Hurgó en su delantal y sacó medio folio sobado y arrugado. Lo desplegué y vi tu letra. Habías anotado tu nombre, tu teléfono móvil y debajo habías puesto el título de la novela, La tristeza de la alondra.
—Cuando la conozca verá que en su cabeza todo se mezcla. Ha tenido muchas crisis desde que su madre murió.
—¿Qué decía la carta? —le pregunté—. ¿Conocía usted el contenido?
—No, ese secreto se lo llevaron ellos.
En ese momento se oyó una voz que se aproximaba canturreando. Una chica algo gruesa, sonriente, apareció en el vano de la puerta y tras una leve vacilación entró en la habitación y se precipitó con torpeza hacia la mujer. Llevaba una barra de pan mordisqueada por una de sus puntas y en su barbilla reposaban unas migas. La mujer la rodeó con sus frágiles brazos y llenó sus mejillas de unos besos sonoros y abundantes.
—Luci, esta señora es la señora de la que hablamos, ¿lo recuerdas? Has estado llamándola y diciéndole cosas… y como ya sabes no está contenta. Quiero que les prometas que no lo volverás a hacer y que le pidas perdón. —Le hablaba con mucha ternura pero con autoridad—. La has despertado muchas veces —añadió, como si supiera que el sueño era algo que no debía profanarse.
—Lo prometo. Perdón —respondió la chica, asustada.
La mujer le acarició la cabeza, le ordenaba el pelo desordenándoselo y la chica la besaba repetidamente como un bebé. Tenía en su mirada esa ansiedad e incapacidad de detenimiento. No había reflexión en sus ojos. Su cerebro funcionaba con una marcha difícil de conocer. La mujer le pidió que trajera algo de leña. Lucas se ofreció a acompañarla. Cuando salieron de la habitación sus ojos llenos de resignación y dulzura se posaron en mí.
—No se preocupe. Hablé con la asistente social y ella se ocupó de borrar los números de su teléfono y hablar con ella. No lo hará más. Se obsesiona por algo y lo repite hasta que lo olvida.
Asentí. Me sentí estúpida. ¿Cómo iba a explicar el miedo que sus llamadas habían provocado en mí, las dudas, las contradicciones? ¿Desde qué mundo iba a hablarle a aquella mujer de todo lo que había pasado por mi cabeza?
—Cuando vuelva Luci, ríñala un poco. Eso le viene bien —añadió Rosa con una dulce benevolencia en su voz.
Volvieron. Me limité a reprenderla como a una niña siguiendo las órdenes de Rosa. La tenía cogida de las manos haciéndole repetir las palabras, pretendiendo que memorizara una responsabilidad que nunca tendría. Solo palabras… Inútiles e incapaces, Baltasar. ¿Qué hiciste tú? ¿Sentiste la misma impotencia que yo? ¿La misma rabia por el tiempo perdido? ¿Por el dolor inútil? Le di un par de besos y le repetí mi nombre entonando y partiendo las letras como si hablara a una niña.
—Ma-rí-a.
No todos perdemos lo mismo cuando es lo mismo lo que se ha perdido. Esa condenada cinta métrica de la intensidad de lo que sentimos no es homologable. La consciencia es como esos días de frío en los que una va echándose prendas una encima de la otra y no acaba de entrar en calor. Hay quien con una chaquetita se arregla para viajar por la vida sintiendo solo un poquito de frío o un poquito de calor. A mí el termostato de las emociones me juega malas pasadas y tú lo sabes.
La realidad me había vencido. Aquella chica era un buque a la deriva y el miedo que me hizo pasar solo fue el papel de regalo en el que envolví el dolor de tu ausencia. Fue como si cayera un telón sobre la vida que había vivido contigo.
Anoté en este cuaderno rojo que llevo desde que te persigo el nombre de la asistente social que le correspondía. Durante esa mañana, Baltasar, lo entendí todo, comprendí que acababa de heredar tu culpa, y que aquella deuda era en realidad una deuda de amor.
De tu amor.