17. Los árboles que pueblan tus miedos

El arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad.

VOLTAIRE

Diciembre era un mes de concesiones. Un mes en el que el corazón invadía las calles y el cerebro parecía hibernar. La Navidad tendía pasarelas a la soledad. La casita de chocolate del bosque de Hansel y Gretel tenía luces de situación y en la clínica Las Ardillas se trataba de dar todas las altas posibles para que los enfermos se emborracharan de hogar durante unos días.

El día veintidós, Lucas acudió al aeropuerto a recibir a su hermano Íñigo, que, procedente de Brest, Francia, venía con su esposa Françoise y sus tres niñas a pasar la Navidad a Bilbao. Su madre había decorado la casa para la ocasión con tantas luces que al entrar en ella se tenía una cierta sensación interplanetaria. Katy se perdió con sus nietas de la mano en busca de rincones turísticos, olentzeros, cabalgatas y parques de Navidad. La abuela, al serlo, se sumió en una dulzura por la que tanto Íñigo como Lucas hubieran dado la vida. Se volvió madre. Ablandó los caminos de tierra batida por los duelos. Se olvidó de sus contiendas, enseñó a sus nietas a hacer roscones y hasta compartió secretos gastronómicos con su hijo. El hermano de Lucas se dedicó a visitar templos gastronómicos, a atiborrarse de pintxos y a aplacar nostalgias. Lo esperaba a la puerta de la clínica para acompañarlo a su casa cuando la jornada terminaba; lo escoltaba.

Mientras tanto el umbral de la pobreza alcanzaba la vida de la clase media y cada día los telediarios aventaban los millones de euros malgastados y robados por los orfebres financieros y sus aliados políticos. Una tristeza poderosa, como la rabia de aquella ruina a la que los habían conducido con cara de satisfacción, se extendía por el país. Se notaba la frustración, pero diciembre se hacía el sueco y convertía en nórdicos a aquellos meridionales que poseían la clase política con más desvergüenza de toda Europa.

Lucas esperaba que la iluminación de las calles se apagara y que la vida cotidiana retomara su rutina para volver a encontrarse con su vecina sin que un tabique o una situación embarazosa mediara entre ellos. Habían tenido poco tiempo para actuar como dos adultos, pero él tenía la firme decisión de intentarlo. De vez en cuando se buscaban robándole a las obligaciones familiares un café, un paseo por los acantilados, una charla en voz baja, una confidencia…

Susi, la empleada doméstica de María, y Gladys se intercambiaban pizcas de sal y confidencias. Actuaban como palomas mensajeras.

—¿Sabe, doctor? El chico de la vecina tiene los mismos ojos de su madre, pero es muy grande… —Gladys limpiaba los cristales como si hiciera señales con el trapo a alguien que estuviera en su país—. Susi dice que como su padre, aunque no sé si sabrá que su padre no era el último marido de la señora María… —se detenía—. ¡Qué linda es ella!

Y como Lucas ignorara que sus palabras eran el principio de una conversación, la infatigable Gladys proseguía.

—¿Se ha fijado en que se ha cambiado el pelo y está muy linda? —Gladys esperaba una respuesta el trapo en una mano y la otra apoyada en su rotunda cadera.

Y, naturalmente, se había fijado y hasta se lo había dicho, pero se limitaba a asentir hasta que se refugiaba en su habitación y, disculpándose, cerraba la puerta.

En un par de ocasiones habían hecho coincidir sus vidas. La primera había sido el día que Katy, al mando de su tropa, había querido enseñar su apartamento a sus sobrinas aprovechando un paseo por la costa.

—Las niñas tienen que ver dónde vive su tío —insistió ante la negativa de su hijo—. Luego tendrán recuerdos y eso viene muy bien —manifestó su madre con aquella rotundidad que la caracterizaba—. De hecho, es lo único que se tiene en algunos momentos de la vida. Espero que no me hagas quedar mal y tu apartamento esté ordenado…

—Como tú dices, es una patena —bromeó Lucas—. Gladys, mi hada colombiana, me lo mantiene perfecto.

—Además, está lloviendo, hace frío, y tu hermano puede venir a buscarnos aquí…

Y hacia allá fueron ante aquella aplastante lógica. Estaban cerca, las niñas cansadas y él también. Entraron en el portal, subieron las escaleras y mientras Lucas introducía la llave en su puerta, ella había pulsado el timbre de María, porque había que saludar a los vecinos.

—¿Te acuerdas de mí? —soltó su madre cuando la puerta de María se abrió—. Te debo un pastel de arroz —añadió, adentrándose en su casa sin que se lo pidiera nadie. La siguieron sus tres rubias nietas—. No creas que no me acuerdo, pero he estado malísima… ¿Ya conoces a mi hijo? —prosiguió Katy haciendo una seña al vacío que quedaba a su espalda.

—Sí, ya nos conocemos —sonrió ella mirando a Lucas, que le hacía señas de que aquello había sido inesperado.

La situación pareció divertir a María. Abrió su hogar como si se tratara de algo habitual, ofreció unas bebidas, cogió los abrigos y llamó a su hijo —que al parecer estaba en el piso de abajo— para que conociera a la vecindad.

A Lucas le contrarió la iniciativa de su madre, pero era demasiado tarde para impedirla, así que se vio arrastrado por la inercia. Lo mejor de la tensión de la visita fue conocer a Gustavo, el hijo de María. Era un chico bien educado que tenía los ojos grandes de su madre y con el que sus sobrinas intercambiaron unas palabras en francés. Katy no quiso quedarse atrás en el manejo de las lenguas y dejó patente que ella también hablaba idiomas dirigiéndose a su hijo en sueco. Fue un surrealista momento familiar. Una Babel que ahorraría esas conversaciones inabordables de explicaciones siempre poco claras de cómo era y se comportaba la pequeña o gran familia de uno.

Otros días, durante aquel periodo, al pasar por delante de la puerta de María, Lucas sonreía sintiendo un pellizco de alegría en su espera. Esta vez esperaría a que aquella mujer comprendiera que su vida estaba hecha con pocos pero sólidos materiales.

—Te echo de menos, vecina. —La llamaba a su trabajo tomando una decidida iniciativa.

—Gustavo se va en tres días… ¿Tienes mucho trabajo?

—Sí, la consulta está llena. Mañana se va mi familia. Ha estado bien, pero ha sido fatigoso.

—¿Qué has pedido a los Reyes?

—Hacer obras… Tirar tabiques… No perder la fe, ni la esperanza, ni la caridad…

Eran conversaciones tontas. Losetas que iban haciendo un camino.

Llegó enero y todos fueron retirándose a sus casas, a sus países, a su ansiada soledad, a sus calditos y las comidas frugales. Katy recayó en su «gota» y se metió diez días en la cama, moqueando añoranzas a las que no era capaz de rendirse. María y Lucas empezaron a compartir alguna cena, una tarde de cine, un poco de soledad, una invitación social, lo que sucedía en el trabajo, el trasplante de Mario Villanueva y, desde luego, Baltasar y lo que había dejado al irse. La historia inconclusa de su novela, de la sospecha que se cernía sobre ella, apretaba el corazón de él porque apretaba el de ella.

Los médicos estaban acostumbrados a las confidencias y Lucas sabía escuchar. María necesitaba poner sobre la mesa aquellas cartas con las que ya no sabía jugar. Las grietas en la confianza a causa de una vieja infidelidad de su marido, la convivencia difícil con alguien que necesita introspección para crear, la imposibilidad de acceder a su mundo, la muerte inesperada, aquellos restos de la vida no entendidos… Él se sabía poseedor de una enorme capacidad de análisis, y ella necesitaba justamente eso. No le fue difícil convencerla para que acabara con sus fantasmas.

—¿Qué tienes? —insistió—. Piensa sin emociones —la aconsejó—. Has revisado su ordenador, tienes una idea clara de cuál fue el proceso, eres una persona muy capaz y te respetas lo suficiente como para no arrastrar ese fardo con el que cargas… —Lucas necesitaba romper aquella falta de acción y trataba de reforzarla—. Tu abogado te ha dado un nombre, ¿no? —preguntó.

—Sí —respondió María.

—¿Solo un nombre?

—Bueno, quiero decir nombre y dos apellidos… No quería profundizar… —confesó finalmente—. Me espantaría mezclar el nombre de Baltasar con algo turbio. Es un escritor —aclaró, dejando patente su admiración—. Para poder comprobar una factura de teléfono que no te pertenece hace falta una orden judicial —explicó ella.

—Déjame ayudarte —su tono era de súplica—. Los médicos tenemos acceso a los expedientes sanitarios. Le pediré a Martina que mire desde su ordenador del hospital. Ya sé que no es muy ético, pero tengo una hoja de servicios impecable. No olvides que me he educado en Suecia… —bromeó—. Los asuntos privados, íntimos tienen sus particulares leyes. En esta ocasión mi madre diría que por la paz, por tu paz, un avemaría —imitó su tono de voz—. Todo el mundo tiene un historial médico, una operación de apendicitis, un escáner pendiente… Estoy hablando en serio. Ubicaremos a esa persona, hablarás con ella y podrás seguir con tu vida y sobre todo con tus recuerdos. Además, en Euskadi tenemos la cobertura más eficaz e informatizada de todo el país.

María aceptó. Le dio el nombre. Lucas lo transcribió en su iPhone y en cuanto pudo llamó a Martina, a quien tenía abandonada desde antes de Navidad.

—Pero… ¿dónde andas, pirata? No me devuelves los mensajes, no sé nada de ti —protestó su amiga—. Hasta llamé a tu madre…

—No tengo perdón. Mi hermano y mis sobrinas no me han dejado un minuto y te confieso que estoy convaleciente. ¿Nos vemos la semana que viene?

—Sí, además tengo que pedirte algo… —Martina bajó la voz—. Me has ofrecido tu casa de la nieve mil veces y siempre te digo que no, pero… voy a ir una semana con los chicos a esquiar y con la reforma de la cocina, estoy tiesa… Me han pedido una fortuna por la estancia en hotel.

Lucas la interrumpió:

—Eso está hecho. No me expliques nada, sabes que estaré encantado de que la disfrutéis y me la ventiléis y estropeéis un poco —bromeó—. También yo te necesito. Advierto que no es una petición tan legal como la tuya. No para mí, que, como sabes, ya no pertenezco a la sanidad pública —se disculpó—. Te explicaré —prosiguió.

—Lucas, me estás asustando… ¿Qué pasa? —respondió Martina alarmada.

—Tranquila. Necesito mirar el expediente médico del familiar de una paciente —mintió—, su nombre es Lucía Rivera. ¿Puedes mirarlo y llamarme?

—Sí, puedo hacerlo; no me gusta husmear si no sé las razones, pero tratándose de ti… Me tendrás que explicar por qué te saltas el protocolo en esta ocasión —Martina hablaba con seriedad—. Debe de haber una razón de peso. Tu lado sueco va a tener pesadillas… ¡Estoy bromeando, tonto!

El peso de sus razones era algo que iba a reservarse para más adelante. Lucas estaba muy habituado a manejar porcentajes y recuentos, especular y arriesgar, pero siempre con células. El sistema inmunitario de María estaba dañado, frágil, no estaba preparada para afrontar emociones…, contraería la enfermedad del injerto contra el huésped (EICH). Una complicación que Lucas temía que se presentara en Mario tras el trasplante. Esta enfermedad se produce cuando donante y receptor son compatibles, pero no iguales al cien por cien. En ocasiones, los linfocitos creen que hay algo «extraño» y tienden a atacarlo. Como consecuencia, algunos enfermos presentan graves complicaciones que pueden llevar a la muerte por el trasplante. María también podía reconocer su protección, sus cuidados, como algo extraño. No quería que eso sucediera, así que no hablaría de ella con Martina.

Se encontró con su amiga unos días después de su llamada. Por teléfono le había dicho que le llevaba la información que le había pedido. Para el encuentro Lucas eligió un restaurante fuera del presupuesto habitual. Era uno de aquellos establecimientos que su familia escogía para darse las malas noticias y mitigar los daños. La gastronomía y el ejército de camareros solícitos que te explicaban lo que ibas a comer siempre quitaban hierro a las confesiones.

—A ti te pasa algo, Lucas —le advirtió Martina a los pocos minutos.

—Estoy contento de haber visto a Íñigo y a mis sobrinas; me gusta la Navidad, pero me ha dejado exhausto este exceso de vida social. Me siento culpable de no haberte llamado, es evidente —se disculpó abarcando con su mano el comedor.

—No me refiero a esto. Te conozco —insistía su amiga—. Si en algo los hombres no nos llegáis ni a la suela del zapato es en este sexto sentido que tenemos las chicas. Hay algo distinto en ti… Sonríes más y me traes aquí… Estás un poco más… más… —Martina buscaba la palabra— ¡Mediterráneo! Eso.

—Estás loca, Marti —Lucas empleó aquel diminutivo cariñoso de su infancia que hacía años que no empleaba.

—¿Marti? —Ella abría los ojos incrédula.

—No me hagas una escenita, Marti…

Ambos rieron. Ella comenzó a hablarle de su marido y de cómo los principios de año le recordaban que la vida pasaba.

—Yo me voy a comprar un coche. Me estoy haciendo mayor… Me acostumbro a las costumbres —bromeó, intercambiando una mirada cómplice—. Por cierto, no hace falta que vacíes y apagues la nevera de Arròs. Pienso tomarme unos días en breve. Descanso. Despierto los músculos, pruebo el coche en carretera…

—Oído cocina —dijo Martina.

En ese momento un camarero les trajo unas croquetas minimalistas y ambos escucharon el discurso en torno a aquel bocado y al recorrido aventurero del miligramo de jamón que había en su interior.

—Pasaré esa semana durmiendo y mirando las montañas en tu casa. No esquío desde que me rompí el peroné y voy con tres histéricos de la nieve. Pensaré en ti y en ese algo que te hace más meridional. Apostaría… —Hizo un gesto de cerrar la boca—. No voy a decir nada.

—Allí se está muy bien, tienes chimenea, libros, música y una bodega bien surtida. Dame tiempo, Martina —le pidió Lucas—. Es cierto que hay algo en mi vida de lo que no quiero hablar, más que nada porque es un embrión. Sin forma por el momento.

—Con eso me vale, cariño. Te he traído el informe que me pediste. —Sacó de su enorme bolso unos papeles y se puso las gafas—. Lucía Rivera Álvarez. Cuando me diste el nombre me sonó de algo. Miré su historial, aquí lo tienes, muy fértil. Murió a primeros de abril. Suicidio. Por eso me sonaba. Pasó por mi departamento para la autopsia. Se tomó un bote enterito de Proxilen. Lo había intentado antes. Tenía cicatrices en las muñecas… ¿La conocías? —Se quitó las gafas y lo miró con interés.

—No, es alguien relacionado con una paciente.

—¿Una paciente? Me lo dices tartamudeando, me has dado calabazas dos semanas seguidas… Lucas Urrutia Denvurg —Martina pronunció su nombre retorciendo las erres—, lo único que deseo es que la paciente en cuestión sea una mujer de carne y hueso, espero que sana, y que no te vuelva a romper el corazón como esas mujeres que suelen gustarte —suspiró—. He añadido el informe del 112 por si te sirve de algo. Aquí está todo. Sé discreto. —Martina empujó los papeles hacia él y se concentró en el postre que el camarero les había dejado sin explicar al verlos tan concentrados.

Lucas volvió a sonreír. Besó la mano de su amiga en un gesto de complicidad y, evitando abordar el aspecto emocional, sacó las llaves de su casa de Arròs, las puso sobre la mesa y le recordó dónde estaban las cosas importantes, la manera de encender la luz, la calefacción… Todo tenía tecnología incorporada, así que a veces sus invitados se desesperaban.

—Seguro que tus hijos no tienen problemas.

—¡Mientras pueda encender la chimenea como se ha hecho toda la vida! A ver si a la vuelta no estás tan ocupado.

Había estado muy ocupado. Mucho, sobre todo en los últimos días. Porque mantenerse cerca de María Noriega se había vuelto un hábito.

Sí, se repitió a sí mismo mientras caminaba por las calles de Bilbao, muy ocupado amueblando su vida con la de ella, rozando a veces el milagro, esperándola. En ocasiones, ambos se sobresaltaban al comprobar cómo la ternura iba conquistando terreno. Vivían a orillas de la soledad y sin embargo un horizonte inesperado se abría ante ellos.

Cuando Martina volviera irían juntos al Valle. Lucas evocó involuntariamente los años en los que su corazón luchaba por tomar distancia de la pasión que sintió por Aurelie, allí, en aquella casa. Era curioso cómo lo vivido se pegaba a las paredes de los hogares. Sí. Se le había roto el corazón, pero de eso hacía muchos años. Ya se sentía lejos de un periodo que resultó agitado, como si sus recuerdos pertenecieran a otra vida, a otro hombre. Martina pensaba que aquella pasión le había dejado instalado un control de emociones. Una frontera que no podía traspasar cualquiera. Había algo de verdad. Sin embargo, el contacto con María Noriega le había dinamitado la invisible barrera. Desde que ella formaba parte de su existencia descubría que le gustaba sentirse integrado en ese océano de semejanza con los demás. Su trabajo lo aislaba en exceso, lo arrinconaba en una tensa dinámica que nunca había podido compartir. Las mujeres de su vida habían ido y venido a él desde sus mundos, no se contaminaban con el suyo y él tampoco había hecho nada por evitarlo. Probablemente había elegido mal. Sí. Se había equivocado con sus necesidades. María lo escuchaba, lo ayudaba a pertenecer, a dejarse llevar, a cobijarse en costumbres que protegían, que eran una manta mullida que envolvía la orfandad y amortiguaba la soledad mientras seguía siendo él.

Pensó en la información que le había proporcionado Martina y que teñía el horizonte de unas extrañas brumas. Lucía Rivera se había suicidado unos días antes de la muerte de Baltasar. ¿Era una casualidad o tenía relación? Sintió una leve puntada en el estómago. ¿Qué iba a decirle a María?

Habitaban ambos el mismo planeta imperfecto y saberlo era uno de los descubrimientos de su vida. Llamar para preguntar si había dormido bien, comprar el pan para una cena, sentir que te esperan… Interesarse por lo que había descubierto en su cruzada hacia la muerte de su marido, o que ella le preguntara si los recuentos de leucocitos habían cambiado en Mario. Suspiró al llegar al edificio de la clínica.

Unas semanas atrás había conocido a Alberto del Moral, el dueño de su apartamento y amigo de María desde la infancia. Habían compartido una copa y hablado de la prolongación del contrato. Le había hecho muchas preguntas respecto a su vida y Lucas tuvo que hacer un esfuerzo de contención y discreción. En un momento en que María recibió una llamada y salió del local, aquel hombre se había lanzado sobre él.

—No te conozco, pareces una buena persona… —comenzó—. Sé que hay algo entre María y tú. La conozco y puedo sentirlo. —Alberto miró en dirección a la puerta del local—. Baltasar era uno de esos hombres únicos y difíciles. Un hombre de fuegos artificiales y pasiones. Era tierno e irresistible, pero también muy difícil. María fue su talismán. La hizo muy feliz, pero en el camino ella sufrió en nombre de aquel amor intenso. —Le brillaban los ojos cuando hablaba y Lucas pensó que aquella intensidad también era debida al alcohol—. Este final ha sido una puñalada trapera para ella. Yo la quiero mucho, no hace falta que te lo diga… No se te ocurra hacerle daño —pronunció aquellas palabras con el sonido de una amenaza—. No me gustaba Baltasar —confesó sin miedo—, creo que era un hombre muy egoísta y un adolescente perpetuo demasiado intenso para mi gusto. María en el fondo es una mujer sencilla, está extrañamente dotada para el amor, pero… —Alberto volvió a mirar a la puerta; María entraba en ese momento sonriendo—. No le hagas daño. Por favor, te lo suplico.

Lucas lo miró a los ojos, asintió con la cabeza y palmeó su mano. Le había impresionado el monólogo visceral de Alberto. Reconoció en él una honestidad con la que se sentía identificado. Caía sobre él una temerosa carga de un pasado que no le pertenecía, pero esas cargas emocionales eran como el mapa genético de la vida y cuando se acompañaba y se deseaba acompañar a alguien en el único viaje, las maletas estaban ahí.

—Quédate tranquilo —dijo Lucas.

El doctor Denvurg sabía que tendría que esperar. María debía hacer su camino. La espera estaría habitada por Baltasar Mugaritz, por el escritor que fue, y por los restos de aquella historia inacabada. Sin duda, al final, la solución dejaría hueco en ella para vivir lo que palpitaba detrás de cada uno de sus encuentros. Eso no pudo decírselo a Alberto porque María había llegado hasta el lugar donde se encontraban dos hombres que la protegían en silencio.

No pudo decirle que, para esos momentos, ya sabía un par de cosas: por ejemplo, que la echaba de menos, que la anhelaba y que no tenían edad de renuncias. Que a pesar de que nunca confesara tener miedo, enmudecía cuando lo sentía. Estaba seguro de que no le haría daño aunque para ello tuviera que renunciar. Sabía además que el tiempo no se compraba, y que solo había una vida para errar repetidamente hasta acertar. Entendía y deseaba la protección de su amor. Sabía que Mario tenía más que nunca razón y en él pensaba. En la última mano de aquella partida; las cartas que le habían tocado no eran para triunfar.

Empujó la puerta de la clínica y miró al reloj.