Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano.
ISAAC NEWTON
En el parque de Doña Casilda, ese parque precioso que tenemos en el centro de Bilbao, había hace tiempo pavos reales. Lo más gratificante, cuando era niña, era comer un barquillo y guardar unas virutas para ellos. Había días en que los perseguía silenciosa y furtiva creyéndome invisible a sus ojos inquietos. Mis pedacitos de barquillo en la mano, la certeza de las caprichosas y altivas aves a las que esperaba con rebosante fe… Una niña —yo— con abrigo marinero y el sueño de que abrieran la cola y me mostraran aquel abanico majestuoso que me dejaba boquiabierta.
Cuando fui a buscar el veintiuno de diciembre a Gustavo al aeropuerto mi memoria me trajo recuerdos del orgullo de aquellas aves de mi infancia. A mis brazos llegó lo más parecido a un hombre que había aprendido a guardar silencios y a administrar miradas. Yo, su madre, era un pavo real como los que había antes en el parque. Satisfecha de él y también de mí, que había conseguido sobrevivir a la travesía del desierto de tu ausencia.
Durante dos días anduvimos amarraditos como si necesitáramos que nada se colara entre nosotros. Tumbados en el sofá, bajo la manta de pelo que Isabel me regaló por mi cumpleaños, me habló de su vida. Me contó que está enamorado hasta las trancas de una francesa, muy francesa. Rubia, dulce, con morritos y a la que he visto ruborizarse por Skype. A consecuencia de esa chica su futuro se proyecta sobre París. Dejé, durante esos días, de morirme de ganas de decirle cuánto lo quería. Lo hice sin contar las veces que se me escapaban los te quiero sin que me parecieran suficientes.
Celebramos la Navidad intentando que estuvieras presente de una manera dulcemente aceptada. Te colaste en los silencios, en los brindis, en la mención a la tarta de naranja que tanto te gustaba. Me faltaste —a mí más que a los otros—, pero sobrevivimos. Abrí la casa la noche del treinta y uno para toda la familia tomando prestadas las cuatro sillas de mi vecino. Me comí las uvas atragantándome más que otros años, dudando como dudo siempre en elegir ese primer deseo que inicia el año y la buena o mala suerte. Escribí mi carta a mi otro Baltasar. Sigo con ese rito que todo el mundo encuentra absurdo. Gustavo puso su zapato, el mío y unas zapatillas con forma de oveja que su francesa le había regalado. Hizo una foto del bodegón español y se lo envió a su amor. Al día siguiente le mandó otra foto con el cambio operado durante la noche mágica que incluía un osito de peluche encima de las ovejas.
El siete de enero Gustavo volvió a París. Cogió un vuelo a las seis de la tarde. Lo dejé en el aeropuerto —como te he dicho— besado, amado hasta el último centímetro. Iba tranquilo y feliz. Yo también lo estaba. Además, él llevaba la maleta repleta de paquetes de jamón y chorizo envasados al vacío y yo muchas ganas de recuperar mi vida.
Mi vecino, mi doctor Denvurg, como me gusta llamarlo, había pasado aquellos días envuelto en una frenética y desacostumbrada actividad familiar. Sobrinos, tías, madres, abuelas… No nos vimos demasiado. Algunos furtivos encuentros de apartamento en apartamento y la ocasión en que su madre quiso saludarme armada de su incombustible voluntad y sus nietas. Atesoro ese día en que Gustavo pudo conocerlo y que lo escuché manejarse en varios idiomas.
Se lo dije a Isabel. Esa misma noche, en cuanto desapareció Gustavo, llamé a mi amiga para escucharme a mí misma decir lo que sentía.
—Isabel, Lucas habla varios idiomas…
—¿De verdad?
—Sí… Inglés, francés y sueco, que yo sepa.
—Pues ya sabes, monina. Date por vencida.
Los caminos del erotismo y la sensualidad son inexplicables. Ella y yo, como sabes, compartimos la pasión por las lenguas. Siempre nos pareció que cuando un hombre nos hablaba con acento, de mala manera, o en otro idioma tenía todas las posibilidades del mundo de que lo miráramos embelesadas aunque fuera un horror. Las lenguas son afrodisiacas.
—¿Se te ha despertado la libido?
—Me lo hubiera comido.
—¿En sueco?
—Y en francés…
Era verdad. Aquel día moría de ganas de uno de sus abrazos, pero sintiendo la piel. No se lo he dicho. Me siento tambaleante. Camino sobre las aguas un día, y al otro necesito tierra firme. No podemos pertenecernos. Yo no he sido yo, de hecho, no he sido nadie. Él tampoco. Hemos arrancado de un naufragio y se tarda tiempo en llegar a la isla y ver qué es lo que conseguimos salvar. Sea como sea, he de reconocer que el tiempo que compartimos fue dulce y consentido. Ambos esperábamos aires más propicios. Tiempos sin turrones, con menos bombillitas de colores, sin sobremesas eternas…, ni madres, ni hijos. Tiempo… ¡A fin de cuentas, dejamos en manos del tiempo tantas cosas! La comprensión, la sorpresa, la curación de los dolores del alma… Y vuelta a los refranes, Baltasar. «El tiempo lo cura todo» y «No hay pena que cien años dure».
Alberto vino con Paul un fin de semana. Solo dos días, para hacer algunos trámites, traerme una cartera llena de tachuelas, brillantes y lacitos que imaginó que me haría feliz y que a Isabel le ha gustado más que a mí. Lo arrastré a un paseo por la playa, pertrechados con gorros y bufandas, acompasando el ritmo de nuestros pies al hundirse en la arena y emborrachándonos de ese olor a salitre que tanto añora. Está más delgado, más elegante. Conoció a Lucas. Y a él no tuve otro remedio que contarle, con la censura que me otorgó el momento, cómo y por qué su inquilino y yo nos habíamos convertido en compañeros. Le concedí alguna confidencia porque está lejos, porque me echa de menos y porque él parece vivir sentado en una bola de adivina.
Y por fin los días volvieron a tener horario, pocas calorías y esa pequeña y necesaria dosis de rutina. Guardé en la caja de siempre los objetos navideños. Hicimos —Isabel, las gemelas y yo— la excursión de todos los años a ese trocito de monte entre Sopelana y Barrika para plantar los pinos que habían sobrevivido a la calefacción, los regalos y los empujones del frenesí navideño. Ella se puso a régimen como todos los eneros y yo tuve mucho trabajo a cuenta del inventario en la biblioteca. Susi se puso enferma siguiendo la programación silenciosa de cada año y la familia comenzó a llamar con asiduidad aprovechando el flirteo de las fiestas. La tía Mati se había encargado de propagar la buena nueva: María vuelve a ser ella.
—Te vieron el otro día con tacones entrando en el hotel Carlton acompañada de un hombre muy guapo.
—Sí, tía, es un amigo y además vecino. Me invitó a una gala contra el cáncer.
—Un vecino médico es un tesoro… ¿Y si le consultamos lo de mi cadera?
—No es su especialidad.
Y la tropa sanguínea y consanguínea iba aproximándose con aquellos pretextos que actuaban como palancas para averiguar los surcos que había dejado mi tragedia, la cuantía de los ingresos que iba a tener derivada de ella, o qué cosas de mi historia se pondrían en entredicho con esa osadía que posee la ignorancia y el derecho que otorga la sangre.
Enero quiso deslizarse con el murmullo de esos ríos que tienen un caudal constante. Entre nosotros —Lucas y yo— se extendía ese puente que parece trazado por la predestinación. Recuperaba algo parecido a la confianza en su compañía, sus palabras iban hacia ese lugar preciso donde habían hibernado en espera de no sabía qué. No necesitaba buscar explicaciones, atribuirle uno de esos papeles que apaciguan la imaginación de los que nos rodean. Lucas no era ni mi amante, ni mi amigo, ni mi confidente, ni mi vecino. Lucas era mi vuelta a la vida y no quise que nadie comprendiera lo que sentía o dejaba de sentir por él. Descubrí, Baltasar, que, como te sucedía a ti, estaba hasta el moño de sentirme rehén de mis emociones, de prestárselas a los demás, de compartirlas. Las quería para mí sola, fueran de la clase que fueran.
Volvió la costumbre a ocupar los huecos, a taponar las goteras, a poner bálsamo sobre las heridas y rebelión ante las intromisiones. Volvía a estar en el mercado, en el gran bazar de la vida. Porque somos finalmente animales. Salirse de la manada tiene sus penalizaciones. Vivir aislado solo es posible para aquellos que se sienten muy fuertes. Yo no lo soy y además ellos no acaban de entender que yo he comprendido que los días no se suceden. Los días son nuevos, Baltasar. La eternidad solo ocupa un instante. Un instante.
Debajo de mi pena y mis delirios estaba preparada para sentir de nuevo ganas de respirar. Las luces en las calles retomaron su brillo. Me parecían, como cuando era niña, una colección de estrellas de colores. Había días en que me vestía como una mujer a la que le espera una mirada. Me atrevía con ese color que repele la tristeza: el rojo. Volvía a mostrar las piernas, a enfundármelas en medias y hasta hacía incursiones sociales con tacones como los que mencionaba la tía. Me reencontraba en el espejo cuando me pintaba los labios con aquella María a la que tú mirabas desde el quicio de la puerta del baño con una de tus sonrisas picaronas que tanto me gustaban.
—¡Ay, María, cómo me gusta mirarte cuando no sabes que te miro!
Me parecía verte ahí plantado… Y esa aceptación dulce del destino iba tomando terreno, taponando los boquetes de la faena que me había hecho la vida.
Las parejas construyen una historia no visible a los ojos de los demás. Es ese milagro de intimidad que empieza cuando te tiras sin paracaídas al vacío de una mirada para ir más allá, a deslizarte en la piel, en los rincones del cuerpo donde anidan nuestras fantasías. Esa historia secreta y profunda de la pareja almacena materiales imposibles de adquirir de otra manera: la lealtad, la complicidad, la fascinación, el deseo. Esa historia, mi amor, nace y muere en los brazos de los amantes. Ni tan siquiera los hijos o los más cercanos conocerán la textura de esos férreos hilos que, como el sedal, son capaces de sostener pesos que de otro modo serían arrasadoramente destructores. Esa historia invisible y preciosa nos pertenece a ti y a mí. A nadie más. Solamente yo sabía cómo pronunciabas mi nombre cuando me deseabas o qué palabras decías cuando me ofrecías tu ternura. Solo yo conozco lo que significaba tu mirada en mitad de un acto social cuando te sentías atrapado, o cuando alguien te saludaba en la calle. Solo yo, Baltasar, sabía que querías dormir cuando doblabas los brazos sobre tu cabeza, o que tenías miedo de ti cuando estirabas la pierna a un ritmo preciso. Esa historia invisible, la de nuestro amor, la que necesitaba de nuestros días para alimentarse, esa es la que nunca podré contar a nadie. Ese es el diamante que poseo en mi corazón y solamente yo soy capaz de ver el brillo de sus destellos. Y ahí, en la consciencia de lo vivido, reside lo que he puesto en cada línea de lo que he escrito hasta hoy.
Retomé tus huellas en el ordenador y esta vez lo hice con ganas de entenderte, sabiendo que entonces podría entender mi propio camino. Volví a abrir las carpetas, a zambullirme en tus escritos. Apliqué métodos y me prometí objetivos. Lo primero que hice fue limpiar aquella ingente correspondencia con todos los pavos reales —vuelvo a acordarme de ellos— con los que intercambiabas mails.
Luego separé los remitentes en tres partes:
1. Correspondencia previa a La tristeza de la alondra.
2. Correspondencia tras la publicación de tu novela.
3. Correspondencia posterior a tu muerte.
En las tareas de documentación es preciso aplicar un cierto criterio a la búsqueda. Aproveché un programa que habíamos utilizado en la biblioteca. Era sencillo y muy eficiente. Se introducían los datos y se buscaban coincidencias; el resto salía a la superficie espontáneamente.
Mi objetivo era aislar lo que hubiera de interés. Encontrar todo cuanto pudiera aportar y esclarecer tu relación con la alondra. Y, aunque el abogado ya se había puesto en contacto conmigo para darme el nombre del titular del teléfono desde el que se habían hecho las llamadas, lo único que me interesaba era saber qué te había perturbado tanto en los últimos días de tu vida… y de la mía. Tu alondra se llamaba Lucía Rivera, pero eso debiste de saberlo mucho antes de que yo cayera en manos de la sospecha.
Suponer que me ocultabas algo fue un inmenso error que me cuesta perdonarme. Resultó finalmente el pago de las viejas huellas de desconfianza que dejan algunos actos fallidos: tu aventura con la poeta. El engaño aquel nos costó mucho más de lo que supusimos. Tú como yo creíamos que tendríamos todo el tiempo del mundo para comprender, para dar lo que queríamos dar, para remedar los errores. La confianza es como un delicado y resistente cristal, a pesar de que peguemos sus trozos, siempre sabremos por qué parte se rompió. Y en cuanto al tiempo… no lo tuvimos.
Pero estaba y está el amor. Para ti era un derecho constitucional, un elemento que tenía que salir en los análisis de sangre como los glóbulos rojos o el ácido úrico. Decías que su ausencia provocaba todos los males de este mundo y que de la misma manera que los científicos enamorados descubrían soluciones, los escritores enamorados escribían historias maravillosas. Y tú la buscaste.
El primer paso para adentrarme en tu mundo consistió en establecer unos filtros a los mensajes de aquellos usuarios de Internet que habían respondido a tu petición de una historia de amor. Eran muchos. Afortunadamente, la mayor parte de ellos se desvanecían, tras el primer mensaje, desapareciendo sin apenas haber existido salvo por ese interés desmesurado y poco reflexivo con que se entusiasman los mirones. Fueron a la papelera.
Definitivamente, la red, esa maravilla que ha unido, globalizado la información, comunicado lo incomunicable y redefinido el instante, también ha sustituido los centros de internamiento de salud mental. Bucear en aquellos mensajes era como comprar un billete para contemplar un cuadro del Bosco. Los habías clasificado en unas subcarpetas bautizadas a veces con humor e ironía: «Cursis», «Perversos», «Masoquistas», «Mentirosos»… ¡Todos tus remitentes creían poseer historias de amor que podían transcribirse y llevarse a la literatura! Traté de imaginar cómo volvías a mí después de haber estado en contacto con aquella locura. Me preguntaba qué poso dejaban en ti esas disparatadas lecturas. ¿Me hacías el amor bajo el influjo de ellas? ¿Te despertaban fantasías? ¿Tenías ganas de practicar las lecciones que te daban? ¿Te cuestionaban el amor?
En una de tus carpetas encontré todos los mails que te había enviado la dueña de tu historia de amor. Confieso que me impactó caminar sobre vuestra correspondencia. Era una profanación necesaria, pero no por eso menos evocadora de lo que tú habías vivido con tu informadora. Lo íntimo no nos pertenece, ni nos pertenecerá nunca por mucho marido, amante o hermano que seamos. Lo vivido por cada uno de nosotros no se parece en nada a lo que vive quien lo mira.
Sus palabras, sencillas, alcanzaban a describir la intensidad de lo que sintió una mujer que dio todo lo que poseía en nombre del amor. La historia era conmovedora no por el contenido en sí, sino por la derrota que destilaba su narración. La generosidad, la inocencia y la bondad, el desgarro del engaño. La ignorada fragilidad de ambos. Todo estaba ahí, abriendo esa grieta por la que había entrado la desdicha. Todo listo para que tú entraras en escena con tus armas, para que arroparas con tu lenguaje el frío de la herida y extrajeras de aquella fruta amarga todo su jugo.
Os habíais intercambiado muchos mensajes. Empezaban en el 2008, exactamente en noviembre. Ella iba narrando en una especie de fascículos a los que respondías interesado y agradecido. Leyéndolos me pareció percibir entre vosotros algo parecido a lo que debe de haber entre confesor y penitente. De vez en cuando una palabra, una frase, goteaba una intensidad casi escandalosa. Conociéndote me atrevería a decir que algunos te debieron de producir los mismos escalofríos que a mí. Ella escribía con ese desnudo de quien ya no lucha ni por cubrir sus pudores, y tú…, tú extraías los diamantes y aguardabas encontrar aquel que tuviera más quilates. No diré que en algunos momentos hubiera querido tirarte un plato a la cabeza, insultarte, ponerme entre tú y ella, protegerla, porque mucho me temo que nadie la protegió.
La correspondencia terminaba en el 2011, poco antes de tu muerte. Tú escribías bajo una identidad supuesta. Tu cuenta de correo era doblehistoria@tmail.com y la de ella alondradejunio@smail.com.
A medida que avanzaba, tu novela revelaba secretos, matices que habían permanecido ocultos a mis ojos. Todo estaba ahí, entre tus páginas, pero nadie que no hubiera conocido la realidad habría entendido tu ficción como yo lo he hecho estos días. Ahora comprendo el porqué del título. Tu introversión. Tus dudas. Tus silencios. Lucas tenía razón. La violencia de tu protagonista quizás no te era tan ajena como yo quise creer, pero tratabas de ignorarla.
—Si el argumento es una historia real debes decirlo —te advertí en varias ocasiones—. Puedes añadir que está basado en una historia real. —Aquello mitigaría mi propio desasosiego—. No podrás controlar las emociones que despierte en su propietario —te dije—. Tendrá sus derechos, te guste o no, y quizás hasta sus pruebas…
—Yo la haré mía, serán mis palabras y a eso en literatura se le llama ficción —remataste con pasión.
—Pero para esa persona no será ficción, Baltasar.
—¿Qué derechos, María? Hay cientos de madames Bovary muriendo de amor, cientos de Heathcliff por el mundo. ¿Crees que alguien le pidió a Flaubert o a Emily Brontë responsabilidades? El amor ha sido y será siempre capaz de los guiones más increíbles. La pasión y su imposible solución se repiten y se repetirá sine die. No temas. Y en cuanto a los francotiradores, asesinos, gentes que quieren hacer desaparecer al adversario, mejor ni hablamos… De esos hay unos cuantos en cada país que ha movido las fronteras en los veinte siglos que tenemos a nuestras espaldas.
—Tú no vives en la época de Cumbres borrascosas, Baltasar. Y deberías saber dónde se encuentran las fronteras de tu propia dignidad, de tu propia ética. No todo vale.
Te diste la vuelta mandándome a algún lugar entre dientes. Tú eras el dueño y maestro de la dialéctica, pero en materia de honestidad me temo que te llevaba la delantera. Tu talón de Aquiles era esa ética que pone límites y que yo me empeñaba en recordarte que estaba ahí. Pero seguiste adelante, pusiste tu instinto al servicio de aquella búsqueda. Abriste el olfato que siempre poseíste para la pasión, y el resto supusiste —con razón— que lo haría tu oficio. Eras como un diseñador a quien llega una modelo sugerente y empieza a jugar con las telas sobre los hombros de ella. Habías dado con lo que buscabas cuando ella te escribió.
[…] No sé si mi historia tiene algo que no poseen las que usted haya recibido. Yo quiero contarla. Quiero hacerlo por si pudiera deshacérseme el nudo con el que vivo desde que el amor me condujo a la destrucción. Ignoro si usted podrá comprender mi vacío. Si podrá entender la dimensión de la entrega, la decepción y el ultraje. Es la historia de la luz y las sombras del ser humano, del ganador y del perdedor, del que da y del que roba… acostado en el lecho del amor.
Sé que con los cuatro rasgos que ella te dio en sus primeros mensajes estabas seguro de que poseía los ingredientes necesarios para construir un buen guion. Bajo aquella demanda que habías formulado en la red estaba tu necesidad de una mano que te condujera hacia un destino al que sabías ir, pero no te decidías. No ibas a romperte la cabeza diseñando personajes que sujetaran la trama de tu novela. Ellos estaban allí, podías limitarte a habitarlos y proporcionarles el vestuario: un joven serbio conoce a una bella mujer en Berlín en 1987. Él quiere ser médico, ella quiere amarlo. Ella tiene patrimonio y él una casa en Sokobanja a doscientos treinta kilómetros de Belgrado, a orillas del río Moravica. Se trasladan, ellos y sus sueños, a una tierra donde estallará una guerra fratricida. Él no será médico. Ella tampoco feliz. Se ofrecerán un hijo para creer de nuevo en la vida. La violencia los coloniza. Ella sucumbe y se vuelve víctima porque lo ama. Entre líneas se puede sentir que siempre tuvo vocación para serlo. Él se convierte en un asesino: un francotirador. Porque fue amamantado odiando la diferencia. La religión, la violencia, el ultraje, la pasión, el deterioro, el miedo. La justificación de lo injustificable. A ella, no le quedará más alternativa que huir. Y él la buscará al terminar la guerra hasta encontrarla para apuntarla con el arma más destructiva que existe: el miedo.
Esa era su historia. Tú escribiste tu versión.
Leí sus mensajes. Eran como píldoras que te inoculaban adicción. Anhelando llegar al desenlace. Deseando que esa mano misteriosa del destino detuviera aquella pesadilla, aquella incomprensible historia en la que ella seguía amando al chico que conoció en Berlín, olvidando al maltratador, al asesino en que se había convertido y que al parecer la persiguió hasta aquí.
No podía abandonarlo. No le quedaba nada de él mismo salvo mis recuerdos. Yo pensaba que un día algo de mí lo conectaría con el que había sido. Tenía que esperarlo. No podía permitirme cerrar aquel amor sin dejar la redención al alcance de la mano. Estaba convencida de ello y por eso me expuse a su violencia, a su traición, a sus humillaciones, sin calibrar que él era mucho más fuerte que yo porque ya no podía amarme, ni a mí ni a nadie. Marko había desaparecido y en su lugar quedaba alguien que solo quería vengarse de lo que había sentido.
¡No imaginas cómo deseé conocer a aquella mujer cuando me deslizaba sobre su narración! ¡La inmensa tentación de poder detener su compasión! ¡La pena de no haber estado en tu cabeza mientras retorcías los destinos de tus personajes!
Imagino que debió de leer tu novela cuando se publicó y sucedió lo que Daniela me había contado. Ella, tu alondra, se puso en contacto contigo. No soportó que adulteraras el final porque probablemente estaba herida y no le cabía más dolor. Tu alondra sabía que debajo de aquella ficción estaba su vida. Pero en tu novela él, Marko, reconstruye las ruinas y le hace creer que el olvido es posible, ella perdona y vive con el sueño de seguir perdonándolo.
¿Te sentiste culpable?
Lucía Rivera, la alondra que te prestó su historia, era hija de un ganadero andaluz. Su padre debió de soñar tanto un porvenir para ella que no pudo soportar el que su niña eligió. La repudió. Cuando te escribió vivía al abrigo de una persona que la había cuidado de niña y que formaba parte del servicio doméstico de su acaudalada familia. La vieja niñera la había acogido en un caserío en una zona boscosa a algunos kilómetros de aquí con su hija después de que perdiera fortuna, dignidad y esperanza. Eso te lo contó ella, pero yo he averiguado algo más…
El azar del destino… Que tú tuvieras la peregrina idea de buscar una historia de amor, que ella creyera poseerla. Que te localizara, que te enviara sus diarios en forma de mensajes, que te pidiera que fueras, que te mataras y que la carta que llevabas encima y que intuyo que algo explicaría se borrara con tu sangre y yo no pudiera leerla…
El azar.
Ahora, Lucas viene a cenar casi todos los días. Es un hombre complejamente sencillo. Me explica la vida inquieta y caprichosa de las células anómalas. Me habla de un paciente con el que le une algo intenso y cuyo tratamiento le obsesiona porque teme que algo salga mal. Yo también me siento algo atada a él. Fue el único y primero al que le habló de mi existencia, de mi llanto. Quiere salvarlo y no puede. Porque nadie puede salvar a nadie, Baltasar, y me habla de lo mismo que hablamos todos; de este mundo imperfecto y del azar, lo único a lo que la ciencia no acaba de ponerle collar. Me dice que su paciente, Mario Villanueva, ha encontrado el amor con mayúsculas, ese en el que se descansa, y cuando me cuenta eso baja la voz y sonríe. Pero luego chasquea la lengua, se lleva la mano al estómago —que es su punto débil— y añade que hay destinos que no los cambia ni Dios.
Mientras lo escucho hablar de esos debe y haber de su vida, siento que tendré que aceptar que es el azar el que puso a mi doctor en la casa de Alberto para que me acompañara por el laberinto que me proporcionó el destino. Lucas sonríe cuando me mira. Dice que siempre ha sabido esperar con esperanza, que un día abriré los ojos y lo veré… Yo también sé que un día de estos le pediré que me hable en sueco, en inglés o en francés y le pediré que nunca me oculte lo que le aprieta el alma.
Debe de ser verdad que el tiempo lo cura todo, porque al principio, tras aquella mágica noche en la que nos encontramos —yo envuelta en una toalla—, no hallaba postura en su presencia. Me volvía rígida cuando se acercaba a mí. Algo por dentro me hacía ignorar el fabuloso hueco de su abrazo. No quería dejarme llevar a ese territorio de la ternura, pero fui acogiéndome a su compañía, me pegaba a él… Le hacía una comida de fundamento cuando volvía después de correr un montón de kilómetros detrás de sabe Dios qué. Encendía unas velas, en ocasiones pensando en ti, arreglaba unas flores, me volvía de mi signo del zodiaco —Libra— y disfrutaba con ese regustito que se me pone en el corazón cuando consigo esponjar la vida de alguien. Lucas sabe esperar sin desesperarse.
Ahora, yo podría escribirte diciendo que poseo una historia de amor. No tendría guerra, sexo, religiones o perversión. No pasarían cosas todo el tiempo, ni los personajes estarían sometidos a ese estrés de exponerse permanentemente al ojo del huracán. La vida ya lo es bastante. Lo que pasa dentro de nosotros tiene una densidad semejante a un tsunami. Te contaría que el amor es ver una exposición y querer llegar a casa para contártelo. Es sentirme mal y esperarte para que me digas lo que ya sé. Que no me sucede nada grave y que me tome un paracetamol.
Te diría que el amor es saber que no te gustan las anchoas, saber cuándo estás tan cansado que has dejado de escucharme, o pensar que esa camisa azul de un escaparate te sentaría bien a los ojos. Que el amor, Baltasar, es desear que tu cuerpo me ocupe, que me colonice tu ternura. Te diría que es encontrar el senderista que te acompañe en la vida, riendo, gozando, sufriendo, haciendo hijos, sin hacerlos, separándose, volviéndose a juntar, descubriendo todo lo que de a dos es más fácil descubrir que de uno en uno, respetándote y dejándote equivocar, ayudándote a decidir desde ese lugar incómodo en que el amor te sitúa; un sitio donde se espabila esta inteligencia de andar por casa que tenemos.
Y podría enumerarte un montón de rasgos del amor que nada tienen que ver con la desesperación, con una historia convulsa, la violencia o la impotencia de la posesión, con la intolerancia de los rasgos del otro o con el justificado egoísmo de guardarnos de morir y desaparecer en el cuerpo del otro. Eso nada tiene que ver con el amor, sino con que te aprieten las botas más que a otro, con que la ruta elegida sea tortuosa, bella o como un camino de cabras en el que te asaltan los cuatreros.
Entre las idas y venidas a tu vida y a la mía, he comprendido, Baltasar, que teníamos dos vidas. Eso me ha tranquilizado. No hay guiones, ni necesidad de robar historias de amor que no lo son y tienen finales imprevistos. La vida, finalmente, escribe como le viene en gana y nosotros solo tenemos que firmar.