La esperanza es el sueño del hombre despierto.
ARISTÓTELES
Una chica envuelta en una toalla azul. Una mujer pequeña que dejaba un charquito en el suelo. Unos ojos grandes, dulces, de un verde oscuro y oceánico que lo miraban inundados, húmedos como su pelo, escandalosamente necesitada, y aquel llanto que llegó como una tromba de agua que buscaba su cauce y se arrastraba hacia él.
Literalmente, María Noriega se le había tirado encima como si de un tren de mercancías descarrilado se tratara. No pudo detenerse y no la vio venir. En un acto reflejo digno de un acróbata del Cirque du Soleil, maniobró enderezando su cuerpo. La contuvo recogiéndola, dando unos pasos hacia el interior de la casa, empujándola levemente.
Lucas se mantuvo en la embestida y consiguió que casi todo permaneciera en su lugar. Los brazos de su vecina lo rodeaban como si fuera lo único que le quedara en el mundo por abrazar. La toalla que la envolvía cedió al abrir sus extremidades y resbaló quedándose enganchada en la mano que Lucas tenía sobre su espalda. No se movió. Estaba petrificado.
Era lo más parecido a un perchero que mantenía un equilibrio difícil y delicado. En una mano la botella de vino, la otra sujetaba a su vecina y la toalla que se rendía dejando al desnudo no ya el alma, sino el cuerpo de aquella mujer. Estiró la pierna hacia atrás y, cuando tocó lo que creyó era la puerta, la empujó hasta cerrarla.
Buscó con la mirada un lugar donde posar el vino. Sin dejar de sujetar la toalla, a su vecina, su llanto desconsolado, consiguió inclinarse hacia una consola y depositar la botella sin romper el encanto de aquella escena de comedia americana. Luego, más libre y con toda la delicadeza de la que fue capaz, extendió la tela húmeda —en un pudoroso gesto— alrededor de su pequeño cuerpo y la envolvió con unas ganas que parecían pertenecer a una reserva desconocida.
—Este es el trozo de destino que no controla ni Dios… —musitó en voz baja.
La congoja cedió. Se fue apagando como un fuelle al que apenas le queda aire. La sintió de pronto rígida, silenciosa en sus brazos. El tiempo que durante unos segundos había vencido su omnipotente presencia pareció instalar un gong que alguien accionaba entre segundo y segundo, entre latido y latido.
Lucas quedó como un boxeador tras un combate: sonado, noqueado en medio de una estancia desconocida después de que su vecina se deshiciera de él con un movimiento exacto y emprendiera la huida envuelta en su toalla a lo largo de un pasillo. Sentía sus pulsaciones aceleradas y el inesperado derechazo de la ternura impactando en mitad de su pecho. Su onda expansiva iba alcanzando sus conexiones cerebrales, las palpitaciones, la respiración recuperaba cadencia…
Estaba parado en la entrada de un apartamento muy diferente al suyo. Parecía más grande. Unas escaleras le indicaron que se trataba de un dúplex en el que el «calor» que sentía su amiga Martina estaba por todas partes: luces tenues, una pintura difusa de un color gris pálido, un arco que daba a un espacioso salón, la madera reluciente, alfombras mullidas.
Lucas se permitió la licencia de adentrarse en la estancia y sentarse en un sofá. La perplejidad lo envolvía, sin embargo, tras un par de liberadoras y profundas respiraciones, sintió que una energía prisionera se liberaba. Miró a su alrededor tratando de localizar el tabique que, separándolos, los había unido e intentó transportarse a aquellos días —ya lejanos, pero no olvidados— en que el llanto de la mujer que se había echado en sus brazos lo había conectado con su consciencia de soledad y la necesidad de sentir que más allá de ella existía una tierra sin sembrar.
Esperó con una inquieta tranquilidad. Era algo parecido al sosiego posterior a una buena marcha. Finalmente, el mundo de su vecina, tan codiciado por sus fantasías, estaba allí. Los marcos que contenían fotos de seres felices, jóvenes que sonreían, una colección de pisapapeles, flores frescas en un jarrón con agua, una manta sobre el sofá, un montón de bolsas y paquetes en un rincón donde en una caja de embalaje alguien había escrito la palabra Navidad con rotulador; su mundo.
Aquella armonía le hizo evocar su salón, y la empalizada de vida embalada que no había conseguido que desapareciera tras varios traslados. Los objetos apuntalaban la memoria, marcaban las etapas del camino. A él le gustaba el minimalismo, pero quizás fuera porque su profesión insistía en convencerlo de que lo único verdaderamente necesario en la vida era que esta funcionara correctamente.
Escuchó pasos apresurados, puertas que se abrían y cerraban, sonidos de algo que caía, la cisterna del baño… Volvió a la realidad y se puso en pie cuando ella apareció a su lado.
Iba vestida con unos vaqueros desgastados y un jersey rojo demasiado grande. Llevaba el pelo mojado. Se lo había peinado. Olía a limpio y a aquel perfume con restos de lavanda. Le quedaban en sus ojos grandes y dulces las huellas de la llantina que había tenido sobre la camisa blanca de Lucas. Él la miró y tuvo la sensación de que Audrey Hepburn se había reencarnado en su vecina. Era la chica del metro.
—Soy Lucas Urrutia Denvurg, tu vecino —se apresuró a decirle lanzando la mano como si la escena anterior no hubiera existido—. Sabía que eras tú, pero te aseguro que nunca imaginé que fuéramos a encontrarnos de esta insólita manera. —Retuvo su mano entre las suyas hasta que ella se desprendió de su contacto.
Las palabras salían sin la dificultad imaginada. Se trataba, a fin de cuentas, de un reencuentro a pesar de que fuera el primero —se dijo Lucas—. En algún lugar de aquel incierto presentir la existencia del otro se había creado algo parecido a una intimidad que tendría que aflorar en algún momento.
—Perdona. —Su vecina evitó mirarlo a los ojos—. Imaginé que era mi amiga Isabel. —Hablaba con un tono de voz bajo—. Me siento avergonzada por esta escena. Estaba en el baño… Si hubiera sabido que eras tú…
Eran dos extraños en las formas; íntima la mirada, reprimida la prisa por ir a buscar al otro, titubeo en la búsqueda de palabras más precisas que las que pronunciaban. María movió las manos delante de su cara en un intento de ocultarse y siguió hablando de un modo inconexo.
—¡Qué desastre! No sé por dónde empezar… ¡Ni tan siquiera las normas de cortesía!
Se tapó la cara, derrumbándose a continuación en el sofá. Lucas tomó asiento a su lado como lo hacía cuando uno de sus pacientes necesitaba apoyo. Aquella mujer —observó para sí mismo— ejercía sobre él un efecto narcotizante. Su habitual cautela desaparecía cuando la sentía cerca, bien fuera al otro lado del tabique o en su presencia. Ella se descalzó y plegó las piernas en el sofá con enorme elasticidad, los pies desnudos y pequeños.
—Empezaré yo, así te doy tiempo… —Lucas ignoró la ternura que le inspiraba el azoramiento de su vecina— a recuperarte del susto. Sabía que eras tú. Lo intuía con… la certeza de un buen observador —repitió—. En el metro, ¿lo recuerdas? —Su vecina frunció el ceño como si le costara reflexionar acerca de sus palabras—. En septiembre, cuando llegué aquí… —Lucas trataba de evocar los recuerdos— reconocí el pañuelo que había dejado anudado en el pasamanos de la escalera. Unos días más tarde lo llevabas anudado a la garganta… y luego tu perfume. —La narración dejaba mucho que desear en cuanto a claridad, pero en ese momento ambos la seguían sin dificultad—. Tengo una nariz privilegiada, además de una madre indescriptible que va dejándome tuppers por todos lados —se disculpó.
—Gracias por tus señales… —Parecía sentirse obligada a explicar su comportamiento y volver sobre lo más definitivo—. Me hicieron bien. Me acompañaron. No quisiera que pensaras que soy una trastornada… y luego —sonrió mirándolo con unos ojos aún enrojecidos, pero vivaces—, esa llamada en la que preguntabas por mis tarifas… —Volvió a sonreír, más ampliamente—. Lo cierto es que pensé que estabas pidiendo una prostituta a domicilio…
Estallaron en carcajadas. Una risa liberadora, una catarsis en la que cada uno soltaba una palabra que desencadenaba otra cascada de risas. Y pasó la risa, ocupando su lugar la intimidad.
—Cuando era niña, en ese apartamento donde tú vives ahora vivió mi primer amigo. Mi primer confidente, aquel con el que construyes esa parte de ti que aprende a confiar. Es tu casero, Alberto Candina. En medio de mi desorientación —prosiguió— a veces pensaba que diste esos primeros golpecitos para que no me sintiera sola.
—No estás tan desorientada —respondió Lucas—. En efecto, de eso se trataba… La soledad.
Su vecina fue dibujándole el croquis de los lugares por donde había pasado antes y después de que su marido muriera. Con una certeza recién descubierta —según confesó—, le habló de aquellas sombras a las que no había sabido ni podido enfrentarse hasta que la consciencia no llegó a ella. Ahora las tenía identificadas. Debía atenderlas y seguir la vida.
Lucas la escuchó sintiendo que había algo verdaderamente dramático en el empeño que se invertía en disimular el dolor, la vergüenza, la tristeza o cualquier otro sentimiento. El género humano necesitaba justificar sus emociones frente a los demás. ¡Como si la imposibilidad de comprender ciertos momentos inesperados de la vida no fuera común a todos los mortales!
Su vecina intentaba quitar vergüenza a aquellos momentos, desvestirlos de impotencia y darles una dignidad que ella sentía que no tenían. Pero Lucas hacía tiempo que sabía que nada asemejaba tanto a los hombres como sentir el efecto vital. La escuchaba. Los pacientes que más sufrían eran aquellos que negaban su enfermedad. Gastaban una enorme energía en disimular, encubrir, fabular sus síntomas. Había aprendido que esas personas necesitaban un tiempo para asumir que la vida había tomado las riendas, que las células le habían cambiado el rumbo.
—Conocí tu situación por la agente inmobiliaria. Quería saber quién estaba al otro lado —le informó—. Me rompía el corazón tu llanto… Daba golpecitos para que no te sintieras sola. —Lucas necesitaba ir cerrando capítulos—. Tuve ganas de llamar a tu puerta y recetarte algún fármaco para que durmieras, para que no tuvieras angustia, pero ¿quién era yo para entrometerme? —Sonrió—. Creo que encontrarás la manera de recuperar tu vida. Lo creo firmemente. Todos los días batallo con un enemigo implacable, pero contamos con el, cada vez más, certero acercamiento a la ciencia y con el deseo de vivir. La gente me dice que mi trabajo es duro porque cree que es la muerte la que pesa, la que inclina la balanza, pero no es así. El cáncer, como casi todo, es una cuestión de método. Estamos pudiendo con él. El secreto está en la estrategia con la que uno se enfrenta a la batalla, la pelea de amor a la vida. Ella se impone muchas más veces de las que suponemos. Nosotros afilamos los cuchillos, nos ponemos en forma… Querías dormir ocho horas, soñar con algo hermoso, vivir el resto de tu vida sin esa puñalada.
—Sí, básicamente. —María pareció ceder a la ternura que flotaba en el aire y apoyó su cabeza en su hombro. Se acurrucó. Lucas abrió sus brazos para acogerla—. Tomé ansiolíticos cuando Baltasar murió. Pero aquello no era vivir. Me daba miedo quedarme de aquella manera, sin ser nadie, sin que la vida fuera vida, así que renuncié a las pastillas. La muerte de mi marido me dejó un legado al que no me he podido enfrentar hasta ahora. Dudas sobre él, sobre nuestra vida… Te garantizo que es mucho más insoportable que la certeza de la muerte. Una condena… —Lucas sentía su aliento cerca. Su piel olía bien. El cuerpo de ella, menudo y ovillado, desprendía un dulce calor—. Llevo toda mi vida en el mundo de los libros. Sé por el peso las páginas, el papel o la encuadernación a la que fueron sometidos. He vivido entre sus páginas, me han acompañado con ese amor incondicional que se tiene a la belleza. Estaba enamorada de sus secretos y entonces me enamoré de un hombre que era escritor. Una parte de mí amaba a Baltasar y otra le pertenecía al escritor. A veces me peleaba con el hombre y otras veces me movía silenciosamente para no despertar al escritor… Hubo momentos en que crecí a su lado y otras veces me quedé quieta para que él trepara a su destino. Mi marido era un hombre de esos que te monta en dragones alados para llevarte a países maravillosos donde te dejaba con la promesa de recogerte antes de comer y… olvidaba la cita. El mismo al que querías matar al acostarte y que dejaba sobre la almohada una hoja de papel con una de sus bellas confesiones de amor por la mañana. Te hubiera gustado conocerlo.
—Todo lo que sé de ti es a consecuencia de él, de su ausencia, de tu admiración…
—Sí…
María se despegó de Lucas. No podía resistirse a la tentación de aquella sinceridad inesperada.
—Voy a buscar una cosa. Estás en tu casa. Si necesitas algo, ahí tienes la cocina. Sin protocolo. —Y desapareció por el pasillo.
Lucas fue a la cocina, abrió la nevera y vio los tuppers de su madre. Recuperó la botella de vino y buscó en los cajones un sacacorchos. Hizo lo mismo hasta que encontró las copas. Lo puso todo sobre la mesa.
—No tengo mucho para picar. Mañana me voy a Biarritz con Isabel, pero hay un poco de pan y embutidos —su voz provenía de una habitación al fondo del pasillo—. ¿Has cenado?
—Son las dos de la mañana, acabo de llegar de un congreso en Barcelona, de mi casa del Valle, de ver a mi exmujer y ya no sé ni dónde estoy… —Lucas miró a su alrededor—. Pero me siento bien porque tengo hambre y creo que me comería un buey.
—Sírvete.
Él cortó el pan, ella buscó y rebuscó en sus armarios hasta encontrar unas latas de ventresca, unos espárragos…, la mesa se volvió apetitosa. Comieron, hablaron de las estaciones en las que se había parado el tren de cada una de sus vidas y volvieron al sofá para arrebujarse bajo una manta. María le tendió un papel. Eso era lo que había ido a buscar antes de que cenaran.
—Este era Baltasar, además de todos los que te he descrito. Lo siento, Lucas, pero tengo que volver a él.
—Está bien, no pasa nada… Lo que te interese a ti deberá interesarme a mí. —Lucas le sonrió y leyó lo que había escrito alguien a mano.
María del alma mía
Tengo que explicarte de qué está hecha mi soledad.
Esa que tú no alcanzas a tocar con tus dedos,
la que espanto caminando por el túnel
de la belleza de la palabra, que elijo para ti.
María del alma mía,
tengo que explicarte el rumor del río de mi vida
cuando baja la pendiente de la esperanza
para encontrar tu ternura
y escapar de la prisión de la mía.
Tengo que decirte todo lo que no sé decir
cuando se me acaba el amor porque te vas,
porque no me miras, porque no me hablas,
porque me quedo a solas con las ganas
de ser quien no soy, ni saber cómo ser.
María del alma mía,
tengo que hablar conmigo para perderme el miedo,
ese que no existe cuando eres de verdad
la mujer que llegó a quererme en ese lugar
donde no llegué a quererme yo.
—Yo estoy lejos de comprender la naturaleza de un artista —se disculpó el médico devolviéndole el papel a María—. Partiendo de eso…, siempre he pensado que ese mundo emocional está más desarrollado que el mío. Quien crea necesita poseer un taller atiborrado de materiales que ha ido adquiriendo a lo largo de la vida. Eso no se improvisa. Vivir con alguien que posee eso no debe ser fácil. Poseer siempre te ocasiona conflictos, y grandes emociones a quien disfruta de ese patrimonio. Prescindir de eso de la manera brutal en la que te sucedió a ti ha tenido que dejarte en una tierra de nadie… de la que los demás apenas sabemos nada.
—¡Ay, vecino! Tú sí que sabes… No sabes cuánto te agradezco esa reflexión.
—Cada uno percibe el sufrimiento con distinta medida. Nadie sufre igual a otro. Me lo repito a mí mismo constantemente. La vida es igual para todos, pero no la vivimos de la misma manera, no esperamos con la misma ansiedad, ni abandonamos por el mismo dolor. No batallamos con las mismas armas, ni ganamos con las mismas cartas. Cuando somos conscientes de eso podemos crecer apoyándonos en los demás. Eso es lo único bueno de lo peor, pero hay que rescatarlo… Si no, lo tenemos mal, María. Intento ponerme en la piel del paciente que espera el diagnóstico. Trato de transmitir la información minimizando el impacto, o acentuando en las soluciones existentes, pero no sé exactamente a quién me dirijo. En ese momento, siempre dudo de ser un conocedor de la naturaleza humana —suspiró—. Un escritor… Describir un personaje de ficción, hacernos creer en su fuerza, en su flaqueza, en su dolor o en su goce sin que exista salvo en su imaginación… Eso son palabras mayores y me uno a tu admiración y a esa perplejidad que te ha dejado su partida. ¿Sabes? Me llevé al Valle la novela de tu marido, La tristeza de la alondra.
—¿En serio?
—Pues sí. ¡Por algún lado tenía que llegar a ti! —bromeó—. Ahora en serio, me resultó… interesante, a pesar de que no acostumbro a leer ficción… al menos desde hace tiempo.
—Necesito que me digas qué es lo que has visto en esas páginas. —María se lo pedía con sinceridad—. Tú no estás contaminado como yo, o como su agente. —Lo miraba a los ojos—. Separar al escritor del hombre que murió y que encerró su intimidad más profunda en esa historia no es fácil. Me faltaron unos días… Y esos días, ese tiempo que no tuve… —Lucas vislumbró en ese instante la magnitud de su impotencia—. Tengo un largo trabajo que hacer. Me hace falta una cabeza como la tuya, racional, que analice los hechos con una cierta objetividad… Ayúdame.
La súplica era una síntesis. Lo que quedaba tras destilar un montón de emociones. Lucas sentía que caminaba hacia ella a través del escritor, de su marido, de quien había muerto dejándole la sensación de no haber entendido algo. La peor de las sensaciones.
—Intentaré ser objetivo y aquí estoy. —Lucas se sintió levemente feliz. Aquello era lo más parecido a una propuesta para compartir algo.
Trató de trasladarse a las páginas de aquella novela y se vio a sí mismo cerrando y abriendo el libro. Reflexionando. Acudiendo a la foto de Baltasar Mugaritz. Las palabras nunca eran inocentes.
—Lo que me interesó de esa novela —prosiguió recordando el contenido de lo que había leído— fue la forma en que algo adquirido por la educación o las raíces como es un sentimiento de pertenencia o una ideología podía destruir lo primitivo y verdaderamente esencial que tiene el hombre. Lucho por revertir o desviar a la muerte, y nunca he entendido los despropósitos de los seres humanos. Qué sucede para que alguien, un hombre que deseaba ser médico, se convierta en francotirador. Eso me funde los plomos y no admito las atrocidades sino desde un desajuste bioquímico o una ignorancia reconducida por la manipulación. La novela me ayudó a entender esos cabos sueltos que a veces deja lo vivido, pero, naturalmente, esa violencia no me es ajena y supongo que a tu marido tampoco. Ella, la protagonista, que era una doble y silenciosa víctima, quedó arrasada porque creyó que lo más poderoso de este mundo, el amor, iba a vencer a otro de los poderes: la violencia.
—Claro… —dijo María como si acabara de descubrir algo—. Ella pierde… y quizás…
Se quedó sin terminar la frase. Miraba hacia un punto indefinido, más allá de la mirada curiosa de Lucas.
—¿Me cuentas lo que has descubierto? —dijo él sin poder vencer su curiosidad.
María le contó que estaba descubriendo que su dolor la había desplazado de la realidad. Que la última noche con su marido había estado llena de ignorancia y que eso había sido una densa niebla que impedía ver el camino.
—Si tu marido no hubiera escrito esa novela, buscado su argumento en Internet, nada de lo que vivimos en este momento hubiera existido… Es la teoría del caos y del tiempo.
Trataba de transmitirle que ya había abierto la puerta de las emociones y que ella ya estaba dentro. Pero María siguió adelante, poniéndole al corriente de la inquietud que le había supuesto preservar al escritor y guardar a su amor al mismo tiempo. Le habló de su desestabilizante sensación de culpa por no haber sido capaz de ver. Le describió sus fantasmas. Le puso al corriente de su entrevista con Daniela, de Isabel, de su trabajo… No podía contener el torrente de información que volcaba sobre Lucas siguiendo el itinerario de ese tiempo extraño y ajeno.
En algún momento de aquella madrugada el sueño venció la ansiedad que ambos tenían de conocerse y, acompañándose, muy juntos bajo la manta, solo para cobijar sus confesiones, se durmieron como bajo el efecto de un narcótico bienestar al que no pudieran resistirse.
Eran las cinco y media de la mañana cuando los despertó el teléfono de Lucas.
Desorientado y contemplando el cabello desordenado de María pegado a su cara, Lucas se incorporó apenas. Ella pareció retomar el sueño.
—Dígame.
—Lucas, soy Ricardo Bengoa. Siento despertarte, pero se trata de Mario Villanueva. Ingresó anoche, como sabes. Tiene una insuficiencia respiratoria severa…
Después de escuchar a su colega de cuidados intensivos comprendió que Mario tendría que hacer otra difícil etapa de aquel camino. En ocasiones, el trasplante de las propias células no funciona, o el organismo, muy débil tras la quimioterapia, no puede defenderse de un simple virus. Tendrían que recurrir a células de alguien compatible y sano. Lo tenía previsto, pero… quizás su criterio conservador no era el más adecuado. Sintió un pequeño calambre en el estómago. Probablemente a esa señal seguiría un dolor sordo e incómodo. María parecía ajena a la conversación. Dormía, y adormilada había ocupado el lugar que él había dejado al incorporarse. Lucas extendió la manta de manera que le cubriera todo el cuerpo e ignoró un poderoso deseo de ternura. Reprimió un gesto de sus manos. Autónomas, se escapaban en busca de la piel de aquella mujer menuda que comprendía la esencia de la vida como él. No podía quedarse. Repasó con la mirada la estancia. Trataba de buscar esos objetos que uno siempre olvida, pero en realidad quería llevarse algo más. Algo intangible y valioso. Lo que había sucedido entre ellos desde que puso el pie en la casa de al lado y ella se echó en sus brazos.
—¿Te vas?
La voz de María rompió el silencio a sus espaldas. Lucas se ataba los cordones de los zapatos sumido en sus pensamientos.
—Un paciente tiene una crisis. Me han avisado ahora, creí que dormías. Es mejor que vaya a la clínica y te deje descansar. Estarás mejor en la cama —la aconsejó—. Es muy temprano.
María se incorporó.
—Gracias, vecino.
Su vecina lo abrazó con cálida intensidad. Era como sellar un pacto, un contrato. Ambos se despidieron mirándose a los ojos. Dejando sin nombrar algo. Demasiado conscientes de lo que había sucedido, sentían la intensidad de aquel encuentro. No necesitaban hablar. Solamente aceptarse y aceptar.
Después de darse una ducha en su apartamento, Lucas se vistió y, sin atender al dolor que se instalaba definitivamente en su estómago, condujo el coche alquilado —que no había tenido tiempo de entregar— por la carretera de la ría. Todavía era de noche, pero se presentía la claridad. El Nervión, ese río-ría hermafrodita, parecía una serpentina de plata con la media luz del amanecer invernal. Apretó el botón de la radio para escapar de unos pensamientos deshilachados que no encontraban su cauce y dio con el enunciado de la noticia de moda. La empresa Nóos que regentaba Urdangarin con otro socio había facturado cientos de miles de euros por unos más que cuestionables informes. Chasqueó la lengua asqueado. La indecencia le ponía mal cuerpo y aquel hedor a sinvergüenzas se extendía por los informativos como una incontenible epidemia. Pulsó el botón del cedé. La voz de Serrat era inconfundible. Se dejó llevar por el timbre de su especial gorjeo.
En ese momento, una súplica huérfana e intelectualmente consciente se rebeló en su interior, pidiendo a las células que olvidaran su metódico comportamiento, sus planes, suplicando casi que se volvieran locas, que recuperaran de nuevo el curso legal…, que no terminaran con la vida de alguien que comprendía y amaba la existencia tanto como Mario. Que le prestaran un dios omnipotente durante unos días para salvarlo del todo. Que se pudiera torcer el destino como le había sucedido a él.
Pero la vida era aquello, el bombeo constante de un corazón. La vida habitada por él mismo. Y los dioses… solo eran el remedio de los hombres ignorantes y temerosos. Todo lo que podía hacerse estaba en la ciencia, en aquella decisión que su colega de cuidados intensivos había tomado.
Dejó de escuchar a Serrat, a pesar de que el cedé seguía sonando. Conducía mecánicamente. Recorría un camino que conocía, pero un temor indefinido iba ocupando su corazón a medida que se acercaba a su destino.
El edificio de la clínica, construido por un famoso arquitecto local llamado Carlos Lázaro, estaba iluminado. Desde la carretera no parecía que aquella construcción pudiera albergar lo que albergaba. Era un buque a orillas del Nervión, como los que se construían en otros tiempos, un buque dispuesto a navegar hacia la esperanza.
El doctor Denvurg se identificó al pasar por la garita del vigilante. Aparcó en la planta del garaje reservada para el personal médico y caminó hasta el ascensor. Una vez en el interior, pulsó el botón de la planta novena, donde estaba el departamento de cuidados intensivos. Saludó al personal y se ocupó de la asepsia antes de entrar en la sala. El corazón le latía deprisa.
Pasara lo que pasara, Mario había ganado. Ya no tenía cuentas con la vida. Ni él, ni María, que contaba con él para pasar la página del libro de su vida.