Un amigo es la mano que despeina tristezas.
GUSTAVO GUTIÉRREZ MERINO
Sabes que nací perdida. Que soy incapaz de orientarme. Que un mapa en mis manos es como el volante de un coche: lo empiezo a zarandear como si fuera un cuadro de arte moderno sin firma. Soy una de esas mujeres que nunca pierde el norte, pero no sabe dónde está. Mi brújula es certera cuando miro a mi alma, pero no sé a qué lado de la calle está mi destino.
Cuando me preguntabas: «¿Hacia dónde vamos? ¿A la derecha o la izquierda?», indefectiblemente te contestaba indicando con la mano la solución al enigma: «Por ahí». A veces te desesperabas, a veces sonreías, a veces me querías, a veces me hubieras tirado por el parabrisas…
No me gusta conducir y mi problema con la orientación es una de las causas. Así que Isabel tenía que venir a buscarme en su coche para «nuestro día» de compras, lujos y gastronomía al otro lado de la frontera.
Salí a la calle esa mañana, a la hora convenida. Envuelta en una nube de las que es imposible dejar de habitar cuando no se duerme. Maldije mi británica puntualidad, mi inflexible cumplimiento con lo acordado y también mi lealtad. Hacía frío, así que volví sobre mis pasos para refugiarme en el portal. Isabel no tenía la menor idea del estado en el que me encontraba ni lo que había sucedido esa noche.
En realidad, tengo que confesar que tampoco yo era demasiado consciente. Estaba un poco sonada. Por la extraña noche y por una dulzura que trepaba sin permiso entre mis voluntades. Memoricé la última frase que habíamos intercambiado Isabel y yo. Había sido el día anterior, tras dejar a Daniela en el hotel Carlton:
—Me alegro de que hayas podido charlar con ella. —Isabel sabía que tu agente literario no era de mi agrado—. ¿Estás bien? ¿Quieres que vaya un ratito? —había insistido mi amiga con ternura.
—Estoy bien, no te preocupes. Voy a darme un baño perfumado y creo que hasta abriré una botella de vino —le respondí pensando en mi imperiosa necesidad de soledad.
—¿Seguro que estás bien? —volvió a repetir—. Hace una eternidad que no quieres abrir una botella de vino tú sola, no sé si puedo cenar y ver la tele como cualquier mortal sin salir corriendo para mirarte a los ojos… Haz el favor de decirme la verdad.
—Acuérdate de que mañana nos vamos a dedicar mucho tiempo. Hablaremos —la tranquilicé.
—¡Claro que me acuerdo! ¡Me muero de ganas! Pero creo que voy a acercarme a tu casa…
—No se te ocurra, Isabel. Necesito un baño y desconectar.
Miré el reloj. Diez minutos de retraso. Me miré en el espejo del portal. Iba envuelta en un abrigo grueso, con diciembre abriendo las ventanas de ese aire húmedo que odio. Me puse las gafas de sol a pesar de que unas nubes plomizas empedraban el cielo. Quería taparme. Que no viera mi cara, ni los secretos que los ojos de los que nos aman ven a pesar de las gafas. Necesitaba ocultar el sueño, la perplejidad, la esperanza, que es una liebre que siempre me alcanza.
Sin embargo, sabía que no iba a poder evitarlo. Ella leía en mí incluso a través de las gafas que no necesitaba. Tendría que buscar el momento adecuado para decirle que, después de aquella conversación y pese a ir dispuesta a desconectar de todo, al entrar en casa, no pude reprimir ese acto que empezaba a ser obsesivo. Escuchar el silencio. Aquel silencio que detenía todos los pensamientos que bullían en mi cabeza.
Ni corta ni perezosa había cogido aquella poinsetia —conocida por ser la planta de Navidad— que había comprado hacía más de una semana para provocar un encuentro —y un perdón—, adjunté la nota —que también días atrás había escrito— y sigilosamente la deposité sobre el felpudo de mi doctor Lucas Urrutia.
—Ya está. El principio del fin —me dije a mí misma satisfecha.
Eso no era tan difícil de contar. Un poco más de lo mismo, Baltasar. Lo que había seguido a aquel impulsivo acto era más complicado y no podría relatarse sino verbalizándolo.
Uno vive las cosas que tiene que vivir con la disciplina y el rigor que haya acumulado hasta ese momento. Pero, gracias a Dios, el ser humano sabe encontrar refugios, muletillas, reservas en las esquinas de los días… Estar en casa. Quitarte los zapatos. Encender una luz en el salón que no haga daño a esa fragilidad que transportas. Una luz que acaricie. Sentir el calor de la calefacción, esa temperatura que tiene un hogar atendido. Escuchar el ruido que hace la nevera. Dejar los pendientes encima de la bandeja de la bisutería. Ir al baño, abrir los grifos de la bañera, echar un aceite de lavanda que guardabas para «una ocasión», dejar que el vapor trepe y se descuelgue en gotitas sobre los azulejos. Arrastrarte liviana por la casa oliendo el perfume, dejando el pantalón donde no debes, los calcetines, el jersey y las bragas. Mirarte desnuda en el espejo después de desempañarlo, hacer como si fueran tus ojos quienes me miraran, deseándome, viéndome hermosa. Ignorar esa lágrima gruesa que parece vivir agazapada en mis lacrimales, meterme en el agua caliente y suspirar sonoramente repitiendo en voz alta:
«Voy a volver a ser feliz». «Voy a volver a ser feliz».
Eso hice, decirme lo que solía pensar. Que tenía cuarenta y seis años, que estaba en lo mejor de la vida, que había que hacer hueco al perdón, al olvido. Perdonarme a mí y a ti. Convencerme de que debía dejar que el tiempo siguiera su curso sin ser contabilizado por la ansiedad de enumerar los días en que me faltabas, los besos que no tendrían mis labios, o la vida que me quedaba por vivir sin conjugar los verbos en plural.
Estaba en la bañera, jugando a flotar, a acariciarme, a sentir que el calorcito del agua me envolvía, cuando sonó el timbre de la puerta además de unos nudillos nerviosos. Creí que era ella: Isabel. Me envolví en una toalla y chapoteando llegué hasta la puerta.
Cuando la abrí, allí estaba.
Lucas Urrutia. Mi vecino. Guapo a rabiar. Camisa blanca y botella de vino en la mano.
Y entonces…, como si algo imposible de detener viniera sobre mí, me eché a llorar en sus brazos.
Un par de bocinazos me hicieron descender de mi nube. Isabel estaba haciéndome señas desde el interior del coche. Suspiré y caminé hacia el aparcamiento queriendo parecer la de siempre.
—¡Qué ilusión me hace este día, María! ¡No puedes ni imaginarlo! —fue lo primero que me dijo Isabel al entrar en el coche—. Quítate las gafas, está lloviendo —eso fue lo segundo que me dijo.
—He dormido mal…
Casi lo balbuceé mientras me las quitaba evitando mirarla, y las metía en el bolso sintiendo el pellizco de culpa en el corazón. Había pasado la noche más extraña de mi vida. Lucas había salido de mi casa, de nuestra casa, a las seis de la mañana porque uno de sus pacientes estaba muy malito. Al despedirse me abrazó largamente, sin palabras, con un gesto de esos que cada uno puede rellenar de lo que quiera. Yo viajé durante esos instantes a bordo de aquella ternura, de aquella nada que creí que nunca volvería a sentir, y los vapores de la esperanza ablandaron la costra espesa de mi dolor.
—Claro, como no acabas de decidirte… La valeriana es poca cosa para un toro bravo como el tuyo. —Isabel adelantó a una furgoneta de reparto y miró al conductor con cara de asesina—. La química está para lo que está. Te tomas una de esas pastillitas para dormir y te dejas de trajines. En verano, con el sol, una terracita y una cervecita, dormirás.
—Probablemente —comenté para que no sintiera que mi atención estaba en otra parte.
Mientras hacía que la escuchaba, me quitaba el abrigo, me ponía el cinturón y le pedía que subiera la temperatura acepté que no iba a poder mantener el tipo demasiado tiempo. Estaba agotada y me sentía transparente.
—Todo el mundo dice que dormir es lo principal…
Antes de entrar en la autopista ya me había dormido. Isabel, ajena a mi inmenso cansancio, empezó a relatarme un episodio protagonizado por sus hijas. Creo que se trataba de un ensayo desafortunado de alguna obra en el colegio. No sé en qué momento dejé de mantener el cuello erguido y una cierta postura de interés. Me apoyé en el asiento y me monté en los ojos azules de mi doctor, desapareciendo en un dulce olvido.
Me desperté una hora y pico más tarde, desorientada. Se me había caído la baba y me sentía como si hubiera descansado por primera vez en meses. Debió de ser el irrefrenable juramento que Isabel soltó cuando no atinaba a echar las monedas en su lugar lo que rompió la dulzura de mi sueño. Le suele suceder. Ella no se pierde como yo, pero aparca con frecuencia lejos del bordillo y no alcanza a coger los tiques de los parkings. Tuvo que quitarse el cinturón, abrir la puerta y acercarse a esa especie de cesta que hay en los peajes franceses. Me incorporé y abrí los ojos.
—¿Dónde estamos? —Miré a mi alrededor reconociendo los paneles.
—A seis kilómetros de Biarritz. He puesto gasolina. Sabina no ha parado de echarme los tejos desde el reproductor musical y tú… ¡No dormirás de noche, pero has roncado como un jubilado! Como los niños, hay que sacarte a pasear en coche —protestaba porque la había dejado sola.
—Estaba muy cansada… ¡Ay, qué gusto! —Estiré los brazos y las piernas—. Estoy como nueva.
—Mírame. —La barrera se levantaba en ese momento.
—Isabel, tengo que contarte algo… —Creí oportuno adelantarme a cualquier cosa que ella estuviera viendo en mis ojos. Sabía que me había descubierto.
—Imagino que tu conversación con Daniela. ¿O tienes noticias del abogado?
—No se trata de eso.
—¡Ay, María del alma mía! Miedo me das. Tienes una cara rara.
—He pasado la noche en brazos de mi vecino…
Estuvimos a punto de matarnos. Isabel soltó las manos del volante y se las llevó a la cabeza. Por un segundo el coche quedó sin control y tuve que agarrar el volante. Me costó un par de minutos que se recuperase.
—Voy a parar, ¡voy a parar! ¡Es que ni en mis sueños! ¡Una caja de sorpresas! Voy a parar…
Le pedí que no lo hiciera. Que detuviera esos purasangres que le hacen encabritarse.
—No es lo que piensas…
—¡Pero si no puedo pensar!
Utilicé esa técnica que empleabas conmigo. Darle primero los datos esenciales para frenar los corceles de la curiosidad. Empezar por el final para desorientarla y que me pidiera el principio.
La entrada a la ciudad, el vete por aquí, tira por allá, dobla a la izquierda, pregunta a ese señor… finiquitó el relato y aproveché para pedirle algo de calma. Cuando aparcamos el coche en el parking de la plaza cerca de la Rue Gambetta, se lo había confesado casi todo, al menos lo esencial.
Caminamos arriba y abajo, una fina lluvia nos empapaba la cara. Íbamos agarradas como dos novias. Yo había soltado el dique que me contenía y de vez en cuando le hacía la confesión de un recuerdo que me asaltaba en una esquina, en un probador o en un bostezo. Ella se paraba en seco. Se agarraba la cabeza. Hacía como que lloraba. Siempre comedida, metimos la varilla del paraguas en un par de ocasiones a transeúntes malhumorados y pisamos una caca de algún «fifi» maleducado.
Los franceses pasaban a nuestro lado mirándonos, quizás recriminando que exhibiéramos nuestras pasiones en medio de la calle. No acaban de acostumbrarse a que sus ruidosos vecinos se desgarren las vestiduras y anden riendo a carcajadas en medio del drama que vivimos. Ellos dicen que son mediterráneos, pero como tú decías, les falta un poco de oleaje. Francia y España son dos países que hacen una pareja dispareja. Se parecen, son primos, y comparten esa parentela de realezas caprichosas que posee Europa. Pero han sido educados en distintos colegios, con distintas guerras, tienen mecanismos de engaño y autodefensa muy distintos a los nuestros. Los dos nos admiramos secretamente, y ese secreto se parece mucho a la envidia vecinal. Nosotros hablamos con la boca abierta y ellos susurran frunciendo la boca sin que les salgan del todo tristezas o alegrías. Quizás por eso cuidan tanto a sus artistas, para que ellos se encarguen de las pasiones y nos hagan desear sus chansons d’amour, sus parfums, et sa lumiere.
Las calles nos traían recuerdos de otros momentos. Las cosas vividas marcan el territorio. El té que nos tomamos mirando al mar como dos marquesas en la patisserie Miramont. Sus maravillosos pastelitos de frambuesas y arándanos. Los frasquitos de Lalique que compramos en esa tienda que dice que fue proveedor de reyes y princesas. Los «Bonjour monsieur Dames» cada vez que entrábamos en un establecimiento, las risas, la complicidad. Esa politesse que es como el felpudo de «Bienvenido» que nosotros ponemos frente a la puerta. Probar perfumes, atrevernos con unas braguitas que costaban lo mismo que la compra de una semana, o elegir un jersey de cachemir para Pablo… Saber que mi hermana sería feliz con aquellas cremas antienvejecimiento.
Creo que era la primera vez en nuestra vida que no teníamos que mirar la etiqueta con disimulo. El dinero, cuando no se necesita para lo esencial, parece el que usábamos para comprar calles en el Monopoly. La inesperada fortuna que empezaba a poseer me incomodaba. Comprar fruslerías y regalos de Navidad como nunca lo había podido hacer era una experiencia desconocida. Compartirlo con Isabel me tranquilizaba. El uso adecuado vendría después.
Pude caminar por la superficie de la vida con esa ligereza que otorga la felicidad porque mi vecino me había consolado. Yo lo sabía. Es más; no pude olvidarlo.
Yo sé lo que significan las palabras. Tengo un montón en mi disco duro. Tú las manejabas con una destreza envidiable. Lucas no es un hombre hablador, pero acentúa con emociones lo que expresa dejándote en paz, sin ganas de marear la perdiz. Me regaló una anestesia dulce, un consuelo efectivo para que pudiera pasar esa mañana consumiendo como una posesa y riéndome como en los viejos tiempos.
Eran casi las tres cuando nos sentamos a la mesa de aquel templo gastronómico donde el cielo se acerca al paladar de los mortales; en Arzak. Olíamos como dos madames y sentimos un poco de vergüenza invadiendo con todos los perfumes que habíamos probado en Galeryes Laffayette aquel templo de caramelizaciones y reducidos excelsos.
—Pide a Dios que no nos venga a saludar Arzak. Somos las representantes de Dior… Apestamos a flores.
Nos sirvieron el menú degustación.
A veces una no sabe por qué las palabras ocupan el lugar que ocupan. Alguien las puso ahí y las repetimos sin detenernos a saber por qué. Cuando como algo extraordinario, entiendo que exista esa forma de llamar a una parte de la boca: el cielo del paladar. También comprendo que Michelin haya puesto estrellas en ese firmamento de sabores de la cocina bien hecha y, si la Vía Láctea existe, será por aquella crema de avellanas que nos tomamos como postre.
Estuvimos a punto de tirarnos al cuello del chef y prometerle amor eterno, pero nuestra pestilente presencia nos disuadió de hacerlo.
El vino nos espabiló las emociones y cuando fui al bolso en busca de un pañuelo encontré el teléfono repleto de mensajes.
Tanto para contarte…
Estaré en Algorta a las nueve, dime que podré verte.
—Soy otra —le sonreí a mi amiga notando que el somontano que nos había sugerido el sumiller me había soltado la lengua.
—Sí, eres otra. Pero ahora que estamos tranquilas cuéntamelo todo de nuevo. Tócala otra vez, Sam… —Isabel sonreía por el vino y la felicidad.
—Te lo voy a contar, más que nada, porque necesito escucharme a mí misma. No acabo de saber muy bien el terreno que piso.
—De ahora en adelante serás coja —ratificó Isabel levantando las cejas—. Existirás sin Baltasar. No serás la misma. Serás otra, pero quiero que me lo vuelvas a contar todo.
Se lo describí con detenimiento, aquel momento en que, envuelta en la toalla, me lancé sobre mi vecino. Le expliqué cómo al levantar los brazos la toalla se deslizó dejándome desnuda, y cómo él había hecho una sutil maniobra para taparme. Isabel me tiró la servilleta, se levantó estirando los brazos como si fuera una hooligan y hubieran metido un gol. La gente a nuestro alrededor nos miraba con curiosidad.
—Sigue.
Me interrumpía para preguntarme esas cosas que se preguntan para amueblar e iluminar la narración: ¿Qué pensaste al verlo? ¿Pero cómo sujetó la toalla?, ¿te llegaste a quedar en bolas? ¿Qué dijo cuando le dijiste eso? ¿Por qué? ¿Qué hora era? ¿Te miraba a los ojos cuando hablaba? ¿Se ríe con ganas? ¿Es pudoroso? ¿Olía bien? Y las manos, descríbeme las manos… ¿Fuiste capaz de confesarle eso?
Mi amiga abría desmesuradamente los ojos, se los tapaba, se reía, dejaba la cuchara sobre el plato como renunciando, volvía a cogerla, saboreaba la crema…
—Es tan guapo como dice Susi…
Y bebí otro traguito de aquel vino lleno de matices y le fui diciendo que tenía el cabello negro, pero que despuntaban las canas en las sienes, que llevaba el pelo corto, que olía bien, que su piel era tirando a oscura sin serlo del todo y que sus ojos eran de un azul intenso. Ella preguntó por la nariz y yo le dije que era grande, pero que le sentaba bien. Que sus mandíbulas eran anchas y que tenía los labios finos con una leve prominencia en el inferior. Que era uno de esos hombres sin equívocos, con dirección asistida por el sentido común y la razón. Le expliqué que recurre a la ciencia para entender lo que no entiende, pero que corre sin parar detrás de esos fantasmas que no sabe ni que existen. Que es maratoniano y que cuando me miraba a los ojos tuve ganas de cerrarlos y apoyarme en aquel cuerpo delgado largo, esbelto. Que eso no se puede evitar. Mis paraísos siempre tuvieron la forma de un abrazo. Terminé diciéndole que se parecía un poco a una cabeza de Hermes algo envejecida y pasada por varias bibliotecas.
—O sea, que es guapo que te mueres y raro —decidió Isabel.
—Es guapo con ganas. Raro no es. Es confortable…
—¿Confortable? Es un adjetivo inimaginado en mi catálogo… ¿Confortable? —repetía el adjetivo tratando de encontrar su aplicación al episodio que le había contado—. ¿Hasta dónde te gusta?
—Me gusta como un baño de espuma, como saber que tras el dolor viene la paz, me gusta como un espejo en el que te miras sin miedo… Me gusta porque sé que está ahí. Nuevo y viejo. Antiguo como el consuelo, y nuevo como la esperanza… y no quiero saber por qué me gusta. El sexo está tan lejos que ni siquiera he pensado en ello. Si Baltasar fue mi volcán, Lucas podría ser mi puerto. Pero, no temas, todavía no estoy en mis cabales. Vuelvo de un naufragio y solo voy a deslizarme.
—Quiero más…
—No tenemos una vida de repuesto, Isabel.
Era una verdad que se había instalado en mi interior como un órgano más.
—Ha sido eso lo que nos ha acercado. Él me habló de las asignaturas pendientes. Solo la muerte nos enseña la luz de la vida, Isabel, y las conversaciones de café son pamplinas. Cuando palpas ese dolor… —Vi en los ojos de Isabel que sabía de lo que estaba yo hablando—. La vida es el vicio irremediable. No es fácil renunciar. —Recordé la noche—. Él vigila a sus pacientes. Las células anómalas construyen atajos para confundir a la vida y él tiene que interpretar las señales, aplicar tratamientos para que eso no se produzca. Sabe de leucemia como yo de catalogación de libros. Habla de ello, de la lucha de sus pacientes de una forma… Me he sentido estúpida —le confesé la extraña sensación que había tenido—. Yo solo tengo que ordenar el caos que ha dejado la ausencia de Baltasar. No me muero y sin embargo he estado a punto de matarme…
Mi amiga se mantenía en silencio.
—Viene Gustavo —proseguí—. Es casi Navidad —le recordé—. Tengo que participar en lo que respecta al mundo editorial de Baltasar. Todos me esperan de este lado, Isabel —rematé en lo que bailaba en mi cabeza—. Tengo que terminar con la zozobra de la alondra. No quiero más secretos. No los soporto. Ellos te habitan y te condenan a creer en cosas inexistentes. Te construyen unos límites que solo tú puedes tocar o ver, te arrastran a lugares a los que no quieres ir. Los secretos, Isabel, acaban por volverse contra ti.
—En eso estamos de acuerdo.
—Lucas —le dije tratando de volver a las cosas ligeras— colecciona brújulas… Brújulas.
Mi amiga soltó una carcajada.
Creo que teníamos diecinueve o veinte años cuando vimos por primera vez la película Memorias de África. Una vez al año —mínimo—, Isabel y yo caíamos en la tentación de volver a ver cómo Robert Redford, tierno, duro, joven y bien educado, se enamoraba de Meryl Streep. En una parte de esa película Denis —él— le regalaba a Karen —ella— una brújula. Una voz en off decía algo así como: «Quizás él sabía que la tierra había sido creada redonda para que no viéramos el final del camino». Las dos sabíamos de memoria trozos de los diálogos y hacíamos chistes sobre lo lejos que estaban los hombres de ofrecerte una brújula como regalo, sabiendo el vicio que tenemos de perdernos.
—Voy a pedir otra botella de vino. ¡El hombre de las brújulas! ¡Qué vida amorosa! —Enarcaba las cejas, cerraba los ojos—. Mi Isadora Duncan, mi Karen Blixen… —Se puso en actitud de posado—. En fin —suspiró —, cuando te encontré en las escaleras de la biblioteca, hace mil años, éramos unas niñas —Isabel jugaba con una de mis pulseras, sabía que aquel gesto concentrado y obsesivo era una caricia para la reflexión que soltaría—, pero había en tus ojos algo especial. La búsqueda del equilibrio…, la siempre viva búsqueda del equilibrio. Una Libra como tú tiene que tener el alma en equilibrio. —Notaba su lengua un poco perdida y sacar a relucir los signos del zodiaco no ayudaba a tomarla en serio—. Te creí. Me dije a mí misma: esta chica me conviene. Pero ya ves… Finalmente he resultado la más clásica de las dos. Yo tenía miedo de perderme por el camino, pero nunca soñé con hombres-brújula. Lo mío ha sido una asquerosa aceptación de la realidad. Si quiero viajar, tengo que conducir y estudiarme el mapa. El miedo es finalmente un lujo que no me puedo permitir.
—Yo sigo teniéndolo.
Con Isabel puedo hablar de esas cosas que no existen, pero que nos pesan en los bolsillos. Compartir una vida, Baltasar. Las mujeres de una en una no somos capaces de llevar todo el peso que cargamos, pero acompañadas de una amiga podemos arrastrar lo que nos propongamos siempre y cuando vayamos charlando de ello.
—Profundiza un poco sobre las brújulas. Tendremos que invitarlo a nuestras sesiones de amor y lujo cinematográfico. ¿Y los tuppers? —recordó cambiando de tema como si nada.
—En la nevera…
—Lo que decía… Lo único que te falta es compartir una salmonela con tu vecino. Esos tuppers…
Para ser feliz hay que tener vocación, es necesario que la vida no te haga una mala jugada, y que no olvides que hay que tener la voluntad entrenada. Yo quiero ser feliz, Baltasar. No quiero serlo como cuando entrabas por la puerta y me decías:
—¡Te voy a comer a besos!
Ya no quiero que me coman, ni a besos, ni a mordiscos, ni a nada.
Quiero descansar, sencilla e irremediablemente, si eso es posible. Quiero ser Libra, como dice Isabel. Paso de cataclismos. Ya no tengo edad para combates mayores. Que no me hagan caminar por senderos escarpados, ni me torturen a besos. Deseo apoyar la cabeza en algo blando y sin tener el mínimo rastro de miedo contar lo que siento. Sin secretos. Con una piel que me envuelva en esa dulzura irrepetible y mágica que te hace sentir que la vida es el regalo más precioso del mundo.
No es cierto que no piense en el sexo, Baltasar. Lo echo de menos. A veces confieso que con una urgencia irresistible. Me recreo en mis recuerdos. Guardo en mi memoria trozos de momentos intensos. Como si se tratara del tráiler de una película. Evoco la sensación maravillosa de tu abrazo, tus besos, el deseo cuando penetrabas en mí, recuerdo nuestro baile y esa persecución desbocada por el último placer.
Me hiciste descubrir una libertad de la que jamás había gozado. Eras mi oportunidad, sabías mucho y quise perder mis temores en tus brazos sabios. El sexo era para ti necesario, urgente, redentor y me enseñaste a mandar, a buscarte y a buscarme. Encontrar un amante, como dice Isabel, es cuestión de práctica y tiempo; encontrar un amor es algo más, y amar a tu amante es lo más de lo más. Éramos pasionales por encima de la media, pero callábamos para no despertar envidias. Pero también luchábamos permanentemente para no desaparecer en esas turbias aguas que arrastra el deseo. Si he de ser objetiva, paz, lo que se dice paz, no era el ingrediente más frecuente de nuestros días. Entre esas escapadas que hacías a tus mundos y nuestras contiendas, a menudo los días se convertían en una batalla. Pero nos gustaba, estábamos enganchados al amor, a la piel, a nuestros intercambios intelectuales, a nuestras risas, a tus ocurrencias… Mi cuerpo, mi alma, encajaba en ti, se amoldaba. Y en el amor hay que seguir a los instintos. Fui valiente para embarcarme contigo, para darte la mano y entrar en tu bosque, para esperarte con tantas ganas que no tuvieras otro remedio que volver.
A ella le explico que Lucas no es alguien con quien haya que pelear o suspirar para llegar a su corazón. Él es un hombre al que le envuelve la vida con la naturalidad del aire. Todavía no sé de qué está hecha —le insisto a Isabel— la fácil e intensa relación que sé que tendremos. Ambos hemos hecho un camino y nos hemos encontrado en el rellano de la escalera, quizás solamente para acompañarnos un trecho de etapa. No se me ocurrirá hablar de amor, Baltasar, pero sí de un abrigo, de algo maduro que se inicia llorando, desnuda, desconocidos ambos y, sin embargo, sin fricción.
—Nos dormimos en el sofá, uno en brazos del otro, en una ternura precisa y preciosa… Como si lleváramos treinta años casados…
—¡Ay, María! ¡Se me está cayendo la baba! ¡Lanzarse a los brazos de un desconocido y dormirse es lo más de lo más!
Estuvimos de vuelta mucho antes de las nueve, justo el tiempo suficiente para descargar las bolsas, esconder los regalos, contemplar los tuppers en la nevera y escuchar los mensajes en el contestador parpadeante.
Mi hermana me recordaba que comprara el perfume para la tía, acentuando aquello de que los franceses olían más intensamente. Daniela me daba algunas novedades editoriales. Había leído tu nuevo manuscrito. Quería que encontrara un hueco para charlar. El abogado me pedía que me pusiera en contacto con él. Mi hijo había llamado.
Gustavo tenía prevista su llegada el dieciocho o el veinte. Me había prometido que iba a quedarse conmigo hasta Año Nuevo. Lo llamé.
Susi y yo habíamos estado yendo y viniendo a su habitación, aireándola, llenándola de ternura. Necesitaba quedarme a solas con él, con lo que es sólido en mi vida. Su jefe podría necesitarlo el día veintitrés —me dijo— y los vuelos se complican con las fiestas navideñas.
Me salió la leona que llevo dentro. Hubiera cogido un avión en ese momento para explicarle al monsieur Dauphine cuatro cosas. Lo que siente una madre que se casó mal, que tuvo a ese tesoro por casualidad, a la que le costó Dios y ayuda salir adelante, que hizo a su niño fuerte para que soportara ese remolque de dificultades, esos muros que hay que saltar sin estamparse contra ellos.
Me enseñaron que los besos reblandecían la voluntad de los hombres. Eso servía para los amantes, pero los hijos… Así que me guardé ganas de besarlo de más, de echarlo de menos y esa incontenible necesidad que tengo de acurrucarme a su lado, y hacerme un ovillo con mi dedo enredado en uno de sus rizos. Tutelar a un hijo sola te mide, te reprime. Una aprovecha su infancia para atiborrarse de ternura. Luego, el miedo a que la vida lo desoriente te hace esconderte por las esquinas para verlo crecer, enfrentarse, rebelarse. Y ahí te quedas, con tu necesidad de estrecharlo, y la historia femenina llena de renuncias que trepa como una enredadera… A ese tal Dauphine, que tiene nombre de coche-llavero, le diría:
«Señor Dauphine, me muero por comerme a mi hijo a besos, mándemelo y a cambio le envío una caja de turrones y un jamón de Jabugo para que toque el cielo mientras yo me acomodo en el encuentro de lo que más quiero».
A Gustavo no le di esta chapa que doy a este cuaderno que me ayuda a mitigar mi ausencia de ti, ni le mostré mi ansiedad, pero le pedí que peleara por venir. Le dije que ahora que volvía a ser la de antes —aunque viuda— necesitaba contárselo y repartir la ración de alegría que nos tocaba con él. Quedó en mantenerme al corriente.
Me puse cómoda, cedí a mis reservas y coloqué en la mesa del salón un mantel bonito, unas flores, el plato de quesos franceses y esos cuidados de hogar que hacía tiempo que no prodigaba a nadie. Sabes que siempre me hizo feliz construir un lugar acogedor donde nada faltara ni sobrara. Un lugar donde no cupiera la amenaza.
Porque, dondequiera que estés, comprenderás que nos desgastamos no ofreciendo lo mejor de nosotros mismos. ¿Cómo desperdiciar la facultad de amar? Lo más precioso que poseo y que nunca creí que fuera mi poderoso patrimonio. Dar lo mejor de uno cura, Baltasar. ¿Por qué cuestionar nuestros vínculos? ¿Por qué ponerles límites? ¿Por la libertad o por el miedo? Esa imperceptible frontera, Baltasar, esa frontera… que, como en algunos pueblos, cruza las aceras de las calles atribuyéndote una pertenencia que solo se lleva en el alma y que te obligan a sentir. La frontera de tu nombre.
Tú dabas lo mejor de ti a tus personajes. Les proporcionabas esas palabras a su medida para hacerlos hablar para que fueran libres en sus sentimientos, para que entre tus líneas existiera esa verdad, lo que no eras capaz de pronunciar con tus labios. Ahora, tu silencio se vuelve elocuente y sobre estas líneas yo te cuento mi vida sin ti para hacerte un lugar donde puedas ser eterno en mí, comprendiendo que solo existe el amor cuando se elige vivirlo en libertad.