13. Antes de que llegue la nieve

Yo no me encuentro a mí mismo cuando más me busco. Me encuentro por sorpresa cuando menos lo espero.

MICHEL EYQUEM DE MONTAIGNE

Iba a nevar. Días atrás, había escuchado en la radio de aquel coche, al que se iba acostumbrando, que iba a nevar en los Pirineos y que la estación de Baqueira preveía tener abiertas todas las pistas para el puente de diciembre. Lucas se transportó con sus pensamientos a Arròs, imaginando aquel pueblo pequeño que le esperaba.

Se había enganchado a la nieve durante el tiempo que vivió en Estocolmo. Se acostumbró a su luminosidad, a su crujir bajo el calzado, al sol deshaciendo los cristales de hielo. Ahora, la anhelaba y no quería perderse aquel majestuoso espectáculo: las montañas que tanto amaba amanecían y los árboles extendían sus ramas como si fueran brazos salpicados de azúcar glas.

Salió sin prisa, pensando en lo maravillosamente bien que iba a dormir en su enorme cama de la casa del Valle de Arán. Cerró la puerta con llave tratando de no hacer ruido. Olfateó el aire. Ni rastro de su olor. Bajó las escaleras casi de puntillas. Era sábado y todo el mundo parecía dormir a esa hora. El coche estaba donde lo había dejado: frente a la puerta.

Mientras metía el equipaje miró hacia las ventanas del edificio. Su vecina lo había condenado al silencio. Ni ella lloraba ni él la consolaba. Por extraño que pareciera, la echaba de menos. Miró las ventanas cerradas, las persianas bajadas. A su manera, le dolía no despedirse, no tenerla incorporada a su vida.

—Derriba ese muro… —le había dicho su paciente preferido—. Si habéis cedido a la necesidad de comunicaros, debéis investigar por qué. ¿A qué esperas? De la vida no hay que renunciar ni a su sombra.

En realidad, su Mario Villanueva había potenciado aquella presencia desconocida. Aunque él sabía que era la chica del metro, que era un consuelo, un perfume que convocaba deseos y la mujer del hombre que había escrito el libro que llevaba en su maleta, La tristeza de la alondra, a pesar de eso, Mario insistía en hablar de ella cada vez que lo visitaba.

—Si estás tan seguro de que es esa mujer, abórdala. Quédate en la estación y espera a que llegue… —Mario lo empujaba—. Tú eres un falso tímido doctor. No me parece que estés tan en las nubes como a veces nos haces creer —bromeaba.

No era tímido, pero le desagradaba profundamente no saber el terreno que pisaba, y con su vecina todo había resultado algo resbaladizo y sin estabilidad. La había buscado, había vigilado el rellano de la escalera. Se sintió como un colegial. Vacilante. Inseguro. Estúpido. Afortunadamente no había aparecido. Al arrancar el coche y mientras dejaba atrás el edificio, la calle… fue recitando, en voz alta, su despedida:

«Me voy de viaje, María. Si no te respondo es porque no estoy. Siento dejarte sola. Volveré, princesa, y esta vez iré a verte. Me presentaré como se debe hacer. Soy experto en consuelos, en consuelos científicos, celulares, y por lo tanto tengo una indisoluble relación entre el llanto y la vida… Perdona si no me atrevo a hacerte real. Soy cobarde. Espérame».

Una semana antes del congreso de Barcelona, su amigo Hans lo llamó desde París. Él y su mujer acababan de llegar de Estados Unidos para pasar unos días recorriendo Francia. Iban a alquilar un coche y atravesando los Pirineos llegarían hasta Barcelona. Lucas lo invitó a su casa.

—Es un lugar mágico, Hans, os gustará. Descansaréis un par de días. Os espero. La casa es grande y confortable. Luego, haremos el viaje a Barcelona juntos.

Su madre se coló entre los pensamientos. No la había llamado. Se sintió culpable. Debía hacerlo. Decirle que no acudiera a la clínica y que si no tenía sintomatología dejara de tomar las pastillas. Katy era capaz de haber seguido con los ansiolíticos recomendados por su amiga Conchita.

Condujo con tranquilidad, escuchando jazz. Atravesó el territorio francés. Se detuvo a tomar un croque Monsieur en una zona de descanso cerca de Tarbes. Logró superar las tentaciones de entrar en St Gaudens y saludar a Virginie, su amiga macrobiótica, mientras volvía a darse una vuelta por aquel precioso pueblo en el que había pasado unos días con Aurelie. Unos kilómetros más tarde vio el panel que indicaba que Luchon sur Bagneres estaba a veinte kilómetros. Evitó el deseo de entrar en la ciudad balnearia, donde quizás residiera ella en ese momento.

Al llegar a Vielha paró en un centro comercial a comprar comestibles. Las sombras envolvían la carretera y la majestuosidad de las montañas quedaba escondida, dejando una escolta de enigmas sobre aquella ruta que parecía una serpentina enroscada. En el parking, mientras devoraba una manzana y contemplaba a una pareja de turistas desorientados, llamó a Katy.

—Estoy en Barcelona. —No quería darle demasiadas explicaciones—. Ya sé que había quedado en llamarte y que el lunes teníamos el chequeo, pero no va a poder ser. He tenido mucho trabajo —pensó en su hermano Íñigo—. ¿Cómo estás? ¿Tienes dolores?

—Estupenda. Ya no tengo dolores. No te preocupes, cariño. —Katy no era Katy y eso le alarmaba.

—Ama, no tomes las pastillas de tu amiga, y tampoco las que te di yo. ¿De acuerdo? —No le respondió—. Para hacerte los análisis es mejor que no estés tomando nada. —Disuadirla con algo que no tuviera otro remedio que aceptar era el propósito—. Comida limpia, ya sabes…

—Sí, no te preocupes. Hablando de comida, ¿cogiste los tuppers que te dejé en casa de tu vecina?

—Mi vecina… —Lucas se sintió de pronto alarmado—. ¿De qué me hablas?

—El viernes te llevé unos tuppers. Supuse que te harían ilusión. Una sorpresa. Conchita y yo fuimos a un funeral y aproveché que su yerno nos llevaba en coche. No estabas. Llamé a la puerta de tu vecina y se los dejé a ella. Le advertí que lo primero que tenías que consumir era el pisto. Le he prometido llevarle un pastel de arroz. ¿Los has recogido? Imagino que estarán en la nevera, a ver si se te echan a perder…

—Sí, todo bajo control. —Lucas reaccionó rápidamente con aquella frase de aviador norteamericano en refriega peliculera.

La visión de las montañas paró de un plumazo los arrebatos de su parte psicópata, la que su madre tenía la facultad de despertar tan fácilmente. Al otro lado, y probablemente porque su rabia le impedía pronunciar una palabra, Katy proseguía:

—Cariño, ¿estás ahí? No te oigo… Cariño… Estos teléfonos funcionan fatal…

—Te llamo en otro momento, no hay cobertura donde estoy.

Respiró, mordió la manzana, volvió a respirar. No masticó ni la rabia ni la fruta y estuvo a punto de ahogarse. Parecía un búfalo atravesando las praderas. Era el mismísimo Sócrates buscando inspiración. Cruzó el parking contando sus pasos, uno, dos, dieciocho, diecinueve… Volvió a hacerlo en sueco, atta, nio, tio, elva, tolv, tretton

Su madre nunca supo amarlo como parecía que las demás lo hacían. No había elogios en público, ni arrebatos de ternuras. Ella acostumbraba a mostrarle su cariño mediante comidas inigualables y delicias dignas de estrella Michelin. Ella cocinaba. Lo protegía de la inanición. Hasta los treinta años jamás le había dicho de forma espontánea, honda, que lo quería. Quizás él hubiera firmado la paz eterna por algo tan sencillo como un abrazo a tiempo. Sin embargo, los txipirones en su tinta habían viajado por Seur a todos los lugares donde había vivido. El bacalao ajoarriero había sido transportado por un piloto de Iberia, hijo de una amiga suya, hasta Nueva York. Había que nacer en Euskadi y tener una madre como la suya para comprender cómo se envasaba el amor. Al vacío, en tuppers, o congelado. Su vecina se había interpuesto en el camino de aquellos mimos gastronómicos.

Miró a su alrededor. El Valle de Arán. La majestuosidad de la naturaleza. Sintió aquel frío reparador en las mejillas. Se prohibió a sí mismo quedarse atascado en aquel contratiempo. El Valle tenía múltiples efectos terapéuticos y el olvido era uno de ellos.

Hacía algunos años había adquirido un terreno en Arròs, un pueblo situado a seis kilómetros de Vielha, la capital del Valle de Arán. Un pueblo que trepaba a la montaña y en el que sus casas de tejados de pizarra se agrupaban alrededor de la iglesia. Arròs miraba a la montaña por delante y por detrás. En el otoño uno podía sentirse pleno viendo los infinitos colores que guardaban los bosques cuando morían para renacer en primavera. El Valle de Arán era una joya secreta, con una vida secreta y permanente que nunca detenía su dinámica. La nieve no era más que uno de sus atuendos.

Quiso construir algo sólido. Una casa. Una propiedad que se convertiría en su futuro cualesquiera que fueran las frustraciones o las alegrías que la vida le deparara. Las obras se las encargó a un arquitecto de Barcelona que vivía parte del año en el Valle. Hizo un buen trabajo, conciliando la modernidad con la tradición urbanística tan característica de aquellas montañas. No escatimó en gastos. Materiales importados, vanguardia, luces inteligentes, controles remotos, cristales térmicos para que el sol entrara y el frío quedara fuera. Tumbado en el sofá de uno de sus salones veía las golondrinas en sus vuelos caprichosos y alborotados. En los otoños, los colores de los árboles cambiaban ante sus ojos, los podía vigilar desde la cama, a través de las cristaleras rematadas en madera. Lucas había visto crecer aquel hogar, revelarse, y le había dado tiempo a amarlo. Nada de lo que le había pertenecido hasta ese momento había tenido el peso que tenía la casa de Arròs. El paisaje le donaba la nieve de su Suecia y el verde de su norte, pero estaba vacío de recuerdos. Vacío, hasta que llegó ella.

Aurelie había nacido en Bagneres de Luchon, un pueblo de los Pirineos franceses situado a escasos kilómetros de la frontera española y trabajaba como monitora en la estación de Baqueira. No era hermosa a primera vista, pero cuando uno se aproximaba aparecían destellos de una belleza singular. Lucas quedó prisionero de ella. Era la primera vez que la mirada de una mujer detenía sus pensamientos, la primera vez que al acariciar su piel se le terminaba el aire, la única vez que se había quedado extasiado escuchando unas palabras pronunciadas con su acento erótico y sensual. Una frase mal dicha, un verbo con el tiempo equivocado, o la búsqueda frunciendo la boca de un adjetivo le erotizaba. No existía nada tan deseable como el murmullo de sonidos seseantes que emitía su boca.

Se ocupaba del mantenimiento de casas en el Valle. Encendía la calefacción, solucionaba una avería, o compraba el pan y la leche para los que vivían lejos. La llamó con el pretexto de encargarle unas sábanas que no necesitaba, luego fueron cortinas, vajilla, la limpieza de los cristales, el suministro de la leña. Sus eficientes gestiones se desarrollaban en medio de las urgencias, las discusiones con su entonces mujer, Helena, a la que aquella casa aislada le ponía nerviosa.

Comenzó a anhelar su presencia, el timbre de su voz, aquella nota sobre la repisa de la chimenea. La llamaba desde cada habitación de hotel donde ya no podía pensar más que en ella. En cada uno de los aeropuertos donde esperaba destinos buscaba un perfume, unos chocolates o un chal de seda para sus hombros. Adecuaba su agenda a la suya, sus gustos a los suyos y mentía, mentía como nunca lo había hecho. Y lo hacía porque todos los rincones del mundo comenzaron a hablarle de ella. Lucas se había enamorado.

Creyó que podría compaginar su vida con aquella pasión. Confió en que las líneas que sobrepasaba en nombre de aquel amor no le enfrentaran a contradicciones. Que no le revelaran nada y pudiera vivir aquello como las demás cosas: disciplinada y estoicamente. Pero algo se rebeló. Algo quiso poseer, luchar, y morir. Ambos descubrieron una pasión inesperada y tortuosa. Era un amor que los avergonzaba y enorgullecía a la vez. Atrincherados en su perplejidad y sus secretos. Incapaces de apagar la sed de uno en brazos de otro, se torturaban por no poder renunciar. Lucas perdió su cordura, su calma, la relación con sus pacientes se volvió nada y su matrimonio se desveló una charada insoportable. Iba y volvía a sus brazos herido, digno o agraviado, dependiendo del amor que ella le concediera. Tardó un par de años en comprender que Aurelie, casada desde hacía veinte años y madre temprana de dos niños, no le daría lo que él deseaba.

Tratar de olvidarla fue, sin lugar a dudas, su travesía más difícil. Habían pasado cuatro años. No lo había conseguido del todo. Se sentía estafado, traicionado y la rabia no lo ayudaba. Fue en ese momento cuando decidió terminar con su matrimonio de cartón y aceptar la oferta para volver a Bilbao. Los restos de aquel naufragio emergían sin permiso cuando la marea bajaba demasiado, o cuando llegaba al Valle.

Colocó sus compras en la nevera, se preparó un bocadillo y abrió una botella de vino. Puso música y apretó el mando que subía las persianas de la casa. Estaba sentado frente a la chimenea, contemplando las majestuosas sombras de las montañas iluminadas por una luna casi llena. Misteriosamente las brumas habían desaparecido y se veían con nitidez las cimas apenas espolvoreadas de nieve.

Lucas durmió esa noche como un bebé. Todos sus fantasmas parecían haber tomado vacaciones. Estaba dispuesto a reparar su salud, aprovisionarse de oxígeno, y el día amaneció espléndido y azul. Se calzó y abrigó bien. Metió en su mochila lo necesario para ir a Tuc de Salana. Calculó que eran tres horas de ascenso desde la pista que había junto al desvío a los Banhs de Tredos, en el valle de Aiguamòg. Cuando llegó a una zona despejada se tumbó a mirar las nubes como en los viejos tiempos.

Mirar las nubes, buscar un pequeño prado, tumbarse en la hierba y verlas desfilar llevándose el tiempo. Recordar lo que decía ella, que las nubes eran palomas mensajeras llenas de besos, de palabras de amor y que, como el amor hacía daño, de tiempo en tiempo lloraban para que las lágrimas despertaran el sueño de los hombres duros. Sintió una punzada de rabia. Algo dentro de él no podía perdonarla, no por lo que no le había dado, sino por lo que le había hecho conocer. Y más adentro, todavía más adentro, si se empeñaba en buscar, aún podía verla levantarse de la cama, desnuda, con su cuerpo moldeado, fibroso, sus brazos delgados acompañando aquella dulce cadencia. La veía sentándose en la pequeña butaca calzadora, después de haberse entregado libre, tierna. Su sexo tupido, sus pechos pequeños y el pelo castaño sobre sus hombros. La veía vestirse despacio, sabiéndose mirada y admirada, sonriéndole con el gesto más dulce, su nariz mediterránea, los ángulos de su cara y sus ojos desprendiendo aquel imán, aquella dulzura tan necesaria como inaprehensible.

Esa clase de recuerdos pertenecían a la eterna consistencia que tiene lo vivido como único. Eran nubes que flotaban en la memoria para recordarle que una vez sintió el milagro. Los necesitaba para saber que los necesitaba. A su vecina, a María Noriega, probablemente le sucedería lo mismo. La soledad no dejaba rastros en la piel, sino en todos los días en los que se echaba de menos. La soledad solo se percibía con intensidad cuando se amaba a alguien. Era el usufructo que dejaba el ser amado. La propiedad compartida de la nostalgia.

Mario Villanueva, su paciente, también bailaba entre sus pensamientos. Había ido a decirle que se tomaba unos días. Había terminado el ciclo de quimioterapia, se le había hecho el trasplante con sus propias células y volvía a casa.

—Cuídate mucho.

—Yo me cuidaré, de eso no tengas dudas, pero me interesa que tú también lo hagas. —Le guiñó un ojo—. A la vuelta haz el favor de tirar el tabique.

En la montaña pensó en ella, en su vecina. ¿Habría sentido su ausencia?

—Este valle tiene que volver a pertenecerme —pronunció en voz alta.

Luego cerró los ojos y escuchó el viento.

Solo el viento.

La montaña, el ejercicio físico, una cena rematada con tarta de mousse de mandarinas en el restaurante de Gustavo y María José en Vielha. Acostarse temprano cuando la luz del día se hace sombra. Contarle a Marina que ha visto un corzo, que le llevará miel. Subir a Montgarri, sentir el crujido de la nieve cuando esta compacta. Saborear un buen vino escuchando un blues. Soñar con su vecina. Hablar de regeneración celular con Hans. Dejarse querer. Cosas que merecen la pena… La pena…

Esos días había dormido en su cama de dos metros treinta, en su colchón hecho a medida, envuelto en las sábanas de algodón egipcio, con sus almohadas de distinto grosor, dureza y tamaño. Sin que nadie lo despertara. Como un rey. Espatarrado. Acariciando el tejido en una danza que sus piernas no podían detener, hundiéndose en la almohada, suspirando de bienestar. Se había entregado a la montaña. A sus desafíos, a detenerse a los mil cuatrocientos metros, mil quinientos metros y a contemplar la quietud que sobrecoge. Los colores irrepetibles, los sonidos suaves, amortiguados, voraces. Y había casi olvidado las medidas de sus obsesiones.

Hans y su mujer pasaron tres días en el Valle. Mientras había luz y el tiempo lo permitía visitaban pueblos con ermitas románicas y restaurantes con chimenea. Al atardecer volvían a la casa, charlaban y Lucas aprovechaba la soledad para leer La tristeza de la alondra. Hacía mucho tiempo que no se había sumergido en una ficción de aquella naturaleza. Su lectura le hacía reflexionar y, desde luego, pensar en su vecina.

Partieron hacia Barcelona. En el precioso hotel Ars de la Barceloneta, los dos amigos se mezclaron en la torre de Babel de los profesionales y volvieron a estar en manos de sus búsquedas científicas. Atrás quedó la montaña. La curación pertinaz de la belleza y los pensamientos que Lucas trataba de aplazar: la nevera de su vecina repleta de tuppers cocinados por Katy. No había nada mejor que una madre para precipitar los acontecimientos.

Barcelona era una ciudad muy hermosa. El congreso fue un éxito. La investigación era como la cultura; creaba un microclima en torno a quien la poseía. Tres días intensos, profesionales y cálidos donde el doctor Denvurg se sintió sumergido en aquellas aguas en las que nadaba como un pez.

Después de despedirse de Hans y Elaine se dirigió a un restaurante de esos que solamente se encuentran en Barcelona. Había quedado con Helena, su exmujer. Tenía una nueva pareja y vivía en Barcelona. Ella lo esperaba con aura de mujer perfecta. Lo recibió con la misma dulce frialdad de los días en los que era su marido. A Lucas le entristeció comprobar que los años que había pasado junto a ella no habían dejado huella. Ni tan siquiera la sensación estéril del fracaso. Nada. Él se interesó por su felicidad. Ella no le hizo preguntas.

Al despedirse, la retuvo en sus brazos unos segundos más de lo que duraba una simple despedida. Necesitaba robar a aquella nada emocional una huella, una sombra del pasado. Luego, ya en la calle, levantó una mano para pedirle un taxi. Lucas le abrió la puerta del vehículo y ella se introdujo dejando trepar su falda y permitiendo que sus ojos recorrieran aquellas piernas largas que terminaban en unos deliciosos y altísimos zapatos Manolo Blahnik. Antes de cerrar la puerta y con una renovada alegría le dijo:

—Feliz Navidad, Lucas

—Feliz Navidad, Helena —contestó, sintiéndose como el botones de un hotel de lujo.

Faltaban semanas para Nochebuena, pero su exmujer había cumplido con el protocolo. Supo que era la última vez que iba a verla. Cuando cerró la puerta del vehículo, comprendió que cerraba otra puerta en su corazón. Lucas Urrutia Denvurg se atrevió a desear que la próxima mujer que llegara a su vida se le echara al cuello sin pedirle permiso aunque estuviera descalza.

Llegó a Getxo el domingo por la tarde. Le pesaban las piernas al subir las escaleras y pensaba en que el oxígeno del Valle le había taponado la nariz. Cuando estaba a punto de entrar en su apartamento miró la puerta de su vecina y olfateó el aire en un gesto acostumbrado. Era tarde, había conducido seiscientos kilómetros. Padecía una de esas fatigas profundas que no dejaban resquicio para lo imprevisto. Casi de puntillas, se giró con las llaves en la mano. Antes de que pudiera detenerse en la cerradura, sus pies toparon con un bulto que había en el felpudo. Estuvo a punto de caer, pero no terminó de perder el equilibrio. Apretó el botón de la luz y miró su objetivo.

Una planta con una tarjeta.

Allí estaba. Ella había dado el primer paso. Una planta navideña, con su tiesto, sus flores, su papel acharolado y su tarjetita. Entró con prisa en su apartamento, se desembarazó de sus bultos y volvió a recoger la planta. En el rellano, y con el tiesto en la mano, escuchó el silencio. A lo lejos, muy a lo lejos se oía un piano… Entró de nuevo en su casa, se desembarazó de los zapatos y leyó la tarjeta con mucha curiosidad. Su pulso se había acelerado.

Sr. Urrutia, soy María Noriega, su vecina.

Imagino que su madre le habrá dicho que en mi casa —en mi nevera— le aguardan unos tuppers de comida que no he podido entregarle. Creo que está de viaje o quizás no tenemos los mismos horarios. No parece encontrarse aquí, así que imagino estará «descansando». Verdaderamente, me gustaría conocerlo y estrecharle mi mano.

Ya sabe dónde estoy.

María Noriega

Correcta. Precisa. Con algo de ironía con respecto a lo del descanso y sinceridad adulta y responsable. Le guardaba los txipirones… Ni una referencia clara a los llantos. Se le había adelantado y casi lo agradecía. Se guardó la nota en el bolsillo.

El apartamento, a su vuelta, le pareció pequeño, algo precario. En su retina persistía el salón mullido de su casa de Arròs, su espacio, las vistas a la montaña. Pensó en «el calor», aquella puñetera termodinámica que Gladys había controlado con eficiencia. Encendió la calefacción. Deshizo la maleta, colocó las mermeladas en la nevera y comió algo.

Sentía más que nunca la presencia de María Noriega. Ambos se escuchaban existir sin atreverse a confesar su mutua soledad. Porque en realidad era eso, se trataba únicamente de aquel sutil lenguaje que tenía la soledad. Ella hablaba con plantas navideñas, llantos, golpecitos en la pared, ojos tristes, y él con ocho kilómetros al día, tuppers de madres o confidencias a pacientes que probablemente morirían.

—Solo es eso, María, la puñetera soledad…

Su teléfono, en ese momento, emitió un pitido intermitente. Lucas leyó el mensaje en aquel gesto tan automático en un médico que siempre estaba de guardia. Pero en esa ocasión, mientras lo hacía, su rostro se ensombreció como si una nube oscura hubiera tapado el sol. Era un mensaje del internista que estaba de guardia en la unidad de cuidados intensivos.

Dr. Denvurg. Su paciente Mario Villanueva ha ingresado hace una hora. Se le ha aplicado el protocolo adecuado. Padece una infección todavía sin especificar. Le mantendremos al corriente, como usted ha ordenado, si hay cambios sustanciales.

Se dio una ducha. El calor del agua amortiguaba la fiereza de algunos pensamientos. Siempre le había preocupado el historial médico de Mario. Necesitaba tiempo para saber si deseaba llamar al internista de guardia o esperar al día siguiente.

Se atildó como si fuera a una cita. Se puso una camisa blanca, planchada y, armado con una botella de vino, abrió su puerta, cruzó aquellos tres metros escasos que lo separaban de la puerta de su vecina y apretó el botón del timbre, sin imaginar la escena que le esperaba.

La fuerza para cruzar aquella distancia provenía de la certeza que le daba el recuerdo de unas palabras que Mario le repetía todos los días: no había que tener cuentas pendientes con la vida.