En los años en que estaba sola, invitaba a la felicidad a visitarme. Me gustaba prepararme una bandeja con un té y algo rico para picar. Lo comía despacio, ponía música y me tumbaba en el sofá a leer. Si por azar un buen libro caía en mis manos —uno de esos en los que el autor te agarra del cogote, te mete en el bolsillo de su chaqueta y te arrastra a sentir lo que él siente, a vivir lo que él vive—, el bienestar me invadía como una brisita de esas cálidas y suaves que va adormeciéndote entre algodones.
«La felicidad existe… La felicidad existe».
Repetía la frase como si hubiera encontrado la clave de una caja fuerte que contenía un tesoro. No podía olvidarla. Saborear la felicidad… Degustarla… Empaparte de ese simple y mágico sentimiento en el que la vida se pone en orden y la armonía te arropa…
Tenía mi pie estiradito encima de un mullido cojín. El dermatólogo me había hecho punto de cruz en el sitio donde estuvo aquel lunar que tanta guerra me dio a lo largo de mi vida. Tú, mientras lo recorrías con la yema de tu índice, decías que parecía el continente africano y yo me he pasado cuarenta años comprando tiritas para que no me rozaran las sandalias.
—No tengas miedo. Ya verás que no te va a quedar ni cicatriz —dijo orgulloso y confiado el médico.
Le sonreí pensando en ti y en el tacto de tu dedo. A mí las cicatrices de mi pie derecho me importan un pimiento. Eso no me asusta. Lo que me da miedo es olvidar tus ojos, Baltasar. Sé que sucede. Que el olvido es caprichoso. Que aunque haga todo lo posible por recordarlos con fidelidad, no será lo mismo. El tiempo los habrá vaciado de ti y no me mirarás desde el amor que me profesabas. Serás como esas fotos de las bodas, bautizos y primeras comuniones que las familias colocan en los salones para recordar que la felicidad pasó por su historia vestida de blanco. Son imágenes congeladas. Tengo miedo de que algún día no pueda rescatar de las brumas de mi memoria tu risa sonora, el carraspeo nervioso cuando mentías, el calor de tu mano sobre la mía. Eso sí me ha dejado cicatrices y no el lunar.
Intenté convocar la felicidad como en los viejos tiempos. En el sofá. Isabel me había dejado una novela asegurándome que me haría volar. Había sonado el teléfono un montón de veces.
¿Se ha corrido la voz de que María Noriega ha dejado de llorar? No, en realidad soy consciente de que la tragedia es algo que une mucho. Las tragedias convocan las buenas y las malas intenciones. Ha pasado el tiempo peligroso. Ya soy capaz de sostenerme e incluso de mostrar desacuerdo, ya puede ponerse en marcha la mecánica habitual de la vida… y puedo quitarme un lunar que me perteneció desde mi nacimiento. Cuando releía por tercera vez el primer párrafo sonó el timbre. Volar, lo que se dice volar parecía, aquella tarde, un sueño imposible.
Abrí la puerta con un pie descalzo y el otro enfundado en un calcetín. Permanecí unos segundos perpleja, esperando. Frente a mí tenía a una desconocida, rubia, algo más alta de lo normal y que detrás de su peinado y sus labios pintados acumulaba bastantes años. Tras unos segundos de jadeo, atropelladamente, comenzó a hablarme de un vecino que era su hijo mientras señalaba la puerta de al lado. Mi cabeza hizo una asociación de ideas a la velocidad de la luz.
No sin ciertas dificultades, entendí que iba al funeral de alguien y que quería dejarme una bolsa para que se la entregara a mi vecino. Me sentí obligada a hacerla pasar. Me dio morbo la situación. Controlar esa pequeña parcela que tiene el azar me divirtió y la verdad es que hasta ese momento había sido imposible concentrarme en la lectura.
Se presentó como Katy, la madre de un tal Lucas Urrutia Denvurg que vivía de alquiler en casa de Alberto. ¡Bien lo sabía yo! Tuve que controlar ese rubor que quiere aflorar a las mejillas cuando se miente como una bellaca, hacerme la tonta, y que no se me notara que todo lo referente al doctor en cuestión me interesaba muchísimo.
—No le he avisado que venía. ¿Me permites que me siente? Mi amiga me está esperando aquí cerca tomándose un café.
Apenas tuve tiempo de apartar la manta y el libro para que no se sentara encima y lo aplastara. Me situé a su lado. Ella había puesto el piloto automático en sus revelaciones.
—Cuando vivía conmigo, venía a cambiarse siempre a la misma hora y se iba a correr. Como un reloj. Ahora no hay nadie, y no ha querido darme llaves… Ya ves… Lo lógico hubiera sido buscar un apartamento en Bilbao, cerca de su madre o, al menos, que yo dispusiera de un juego de llaves. Mi Lucas es muy suyo, generoso como nadie, pero muy suyo. —Me miré el pie vendado con una concentración envidiable, no quería que advirtiera mi interés—. Ya no juega al golf, ahora corre. Si hubieras visto qué piso más bonito tenía en Madrid, pero le pueden las mujeres… Le he traído esto.
Me enseñó unos tuppers que llevaba en la bolsa. Todos tenían su etiqueta con el nombre y lo que contenían: 2 raciones txipirones, 1 paella, 1 pisto a la bilbaína, 2 cocido de garbanzos, 2 pimientos rellenos.
Se empeñó en que me quedara con los txipirones porque dije que me gustaban contándole que mi madre los cocinaba muy bien.
—¿Conoces a mi hijo?
—Pues la verdad es que no… —No era una mentira.
—Es muy guapo, se parece a mí, pero tiene el aire distante de su padre, es por el pelo. Los morenos parecen más hombres. Le dices que se coma primero el pisto, porque las verduras, ya sabes, aguantan peor el olvido. ¿Cuál es tu plato favorito?
—Pues quizás el pastel de arroz —lo dije sin pensar en las consecuencias e intentando centrarme en la gastronomía.
—¡Uy, si lo hubiera sabido! Yo bordo el pastel de arroz… Ni mi amiga Hilda, que es una estupenda repostera, lo hace como yo. La próxima vez te hago uno.
Sin darme cuenta me encontré contándole mi vida. La mujer empezó a revolver en su bolso. Sacó una cartera, rebuscó en los numerosos departamentos y cremalleras hasta que encontró una foto que me tendió satisfecha.
—Este es mi hijo. Es el día de su boda. Tengo que cambiar de foto, pero como siempre anda de la ceca a la meca…
Un hombre verdaderamente atractivo sonreía contemplando entusiasmado a una mujer de gesto esquivo que miraba a la cámara. Traté de fijarme en él, pero se le veía de perfil y la sonrisa le robaba, en parte, la expresión. Se la devolví desilusionada.
—Y dime, ¿hace cuánto que eres viuda?
Y le hablé de ti sabiendo que llegará un día en que no tendré que hablar de ti. Que podré guardar silencio y te conservaré en mi corazón. Ahora tengo empacho de tu nombre, hablo como si moviera una bandera, necesitando airear los colores de mi patria, de esa patria que eras tú. Eres un mantra que repito a veces como una súplica, otras con rabia y otras con un dolor tan enorme que me ancla a la desesperación.
Le prometí que le entregaría los tuppers a su hijo. Pero me sentí incapaz y pensé que, como Isabel venía al día siguiente y con la disculpa de la costurita de mi pie, fuera ella quien se los entregara, sin embargo, al proponérselo, no pareció muy dispuesta.
—Vete tú, que eres la lerda que oíste a su madre, cogiste los tuppers y lloras de noche. Mandy, ¿tengo o no tengo razón? —Isabel se cruzó de brazos.
La perrita dio un ladrido sin ganas.
—Venga, Isabel —insistí—, llamas a la puerta y cuando abra se los das. Aprovechas para decirle que vino su madre y que no lo encontró y que debiera darle llaves a la pobre mujer…
—¿Pero cómo le voy a decir que le dé llaves a su madre? Mandy, ¿te das cuenta? Si los refranes siempre tienen razón, si no hay más que dar tiempo al tiempo…
Isabel siguió hablando con la perrita. La utilizaba a ella para decirme aquellas cosas que yo no quería oír. Mandy era una amiga necesaria.
—María, de verdad, no sé si decirte que vuelvas a tus habituales dosis de «no me entero de nada», porque…
—Si no te cuesta…
—¿Que no me cuesta hacer el ridículo? Me has perdido el respeto, María, y como te quiero, abusas.
—Sí, estoy de acuerdo. Toma.
Le puse los tuppers en la mano y la empujé hacia el descansillo. Me aposté tras mi puerta dejando una rendija suficientemente amplia como para ver la cara de mi vecino cuando acudiera a abrir. Ver a Isabel con la bolsa en la mano y Mandy a su lado moviendo la cola me arrancó una de esas risas incontenibles. Isabel farfullaba.
—Pienso decirle a tu vecino la verdad. Que tienes mucho morro y que te irá saliendo… Y que yo soy esa amiga boba y flete que algunas privilegiadas tienen en la vida…
La puerta no se abrió a pesar de que le hice insistir.
Mi vecino no ha pasado estas noches en su cama. Querrá descansar de mí. De hecho, desde aquella infortunada llamada que me hizo no hemos tenido contacto, aunque los planetas parecen alinearse para hacerme pensar en él: Susi lo ha conocido. Su madre me deja los tuppers. Isabel ha dado con su consulta. He visto una foto de su exmujer y de él. ¿Qué más quiero? Conocerlo.
Ya no quiero llorar, Baltasar. Para llorar no tengo más que mirar tu foto, esa en la que me acurruco en tu regazo y que está sobre la cómoda. Verte es conectar con ese cuchillo que me clavó el destino en el corazón. Estas noches me pongo la radio debajo de la almohada y escucho esos programas que hay de madrugada y que acaban interesándote, como si las vidas de todos los insomnes del país tuvieran un parentesco conmigo. Ya no me sirve llorar.
No es que no lo sienta —a mi vecino— al otro lado. Pero forma parte de ese vicio que tengo de atesorar emociones. Los secretos son esos pensamientos inacabados, atemorizados, que necesitan tiempo para salir y defenderse solitos. He vivido con muchos secretos, contigo y sin ti.
En el momento en que te conocí, intuí que no podía recortarte el aire, cerrar las ventanas de tu mundo; sabía que si lo hacía te perdería. Sabía que tu egoísmo estaba hecho de inocencia. Mientras eras tú, compartía mi existencia con alguien que hacía respirar a los días. La vida salía de tu boca como un géiser hipnótico e inimaginable. No puedo decir que no supiera que una parte de mí se equivocaba, en realidad me adorabas, pero después de adorarte tú. Yo era el mantenimiento de ese mundo que te permitía ser único, pero a ver quién era la guapa que renunciaba a vivir un amor que hacía de la vida una habitación con vistas a la pasión de vivir.
Isabel viene y va. Le hablo. A ella la mantengo al día. Por el momento está centrada en el vecino. Ya sabe que es socio de la clínica Las Ardillas, que es un hombre atractivo y un médico estupendo. Hasta se atrevió a sugerirme que fuésemos y preguntáramos por él para que me echara un vistazo al pie.
—No está. No se oyen ruidos. Su madre me dijo que viaja mucho —le expliqué.
—Tu vecino te ha dado vidilla. Me muero por conocerlo.
—Los tuppers siguen en la nevera —le dije—. Cada día, cuando busco el yogur, los miro como si fueran monstruos.
—Tíralos a la basura, o tú o él vais a coger algo. Lo vuestro está entre «encuentros en la tercera fase» y «contigo pan y cebolla». No sigas comiéndote la cabecita. Sabes perfectamente que eres obsesiva, y pelín paranoica. Soluciona las cosas antes de que te montes una opereta. Te pones mona, llamas a la puerta, sonríes y le dices si quiere tomar una copa de vino, le calientas los txipirones de su madre y lo conviertes en alguien real. Si no agarráis una diarrea, al menos habréis conseguido tener una relación normal, sin llantos, tuppers… ¡Qué complicada eres, cariño! Me tienes agotada.
—Bueno, el lunes descansaremos…
—¡Como en los viejos tiempos!
Hacía quince días había cobrado el dinero de tu seguro de accidentes. Le había prometido a Isabel un día de esos que no se olvidan. Hace muchos años, cuando este país no era nada ni nadie, íbamos a comprar al otro lado. Siempre nos pareció un mundo más dulcemente perfumado y abastecido. Ahora, aunque el país haya cambiado, nos ha quedado ese gusto de lujo fronterizo. Había reservado mesa en Arzak y antes íbamos a hacer algunas compras en Biarritz, donde ya tenían puestas las bombillas, los escaparates navideños y las bombonerías con sus macarons de colores.
—Pasado mañana viene Daniela —le dije como previniéndola.
—¿Vas a hablar con ella de todo lo que te preocupa?
—De todo.
—Entonces concéntrate en eso. El vecino y los tuppers pueden esperar. Trata de dormir. Tómate una pastilla y déjate de remedios.
La meteorología me regaló para recibir a tu agente un día muy nuestro. Era una de esas mañanas norteñas en que parece que alguien se olvidó de encender la luz. Nos acostumbramos, pero no cabe duda de que una se ve obligada a andar a tientas imaginando la vida, palpando las paredes de un mundo sin color. El alma se te queda como en modo de bajo consumo y te envuelve algo desapacible que invita al abandono.
No dejó de llover desde que abrí la persiana. Mientras me duchaba y entretenía con el riesgo calculado —milimétricamente— de llegar tarde, pensaba que iba a soportar estoicamente que me hablara de ti sin parar, con su acento argentino, sus teorías psicoanalíticas y sus alternancias vitales. Me decía a mí misma que aguantaría como una jabata que su melena pelirroja deslumbrara a quienes se cruzaran con ella.
En el aeropuerto comprobé que mi adorado alcalde Azkuna había decidido aprobar la sala de espera que le quedó pendiente a Calatrava. Estaba hasta el moño de coger gripes esperando. Me gusta mirar cómo llegan los viajeros, la forma en que alguien que espera se agita cuando los descubre.
Cuando comenzaron a salir los que procedían de Barcelona, la vi enseguida. Yo y todo el aeropuerto. ¿Cómo no verla?
Me saludó como si fuéramos hermanas a las que la vida hubiera separado durante veinte años. Me pasaba la mano por la espalda una y otra vez, como si estuviera sacando brillo a mi chaqueta. ¡Siempre tan comedida! Sus rizos pelirrojos cayendo con ese desorden de varios cientos de euros en peluquería. Sus pieles sintéticas que respetan la naturaleza convirtiéndola en una fiera domada y su bolso de firma lleno de letras y destellos. Ella, subida en sus tacones, cabalgando sobre la vida, hablando demasiado alto, abriendo al reír sin pudor su boca llena de preciosos implantes, bamboleando su desafiante escote esculpido en Brasil…
Por el rabillo del ojo me miré a mí misma.
Parecía una campesina del Tirol, solo que con mal color. Una Heidi invisible, en mala edad, en mal momento, mal peinada y mal vestida. Pensé que a más tardar al día siguiente iba a llamar a Isabel para acometer un plan de belleza en dos días. Mi pelo, que crecía sin tutela, mi cara sin maquillaje, las ojeras que rodeaban mis ojos, la cazadora de cuero forrada de borreguito que me queda grande, que está muy usada, pero que da calor y mis botas cómodas.
—Querida María, ¡qué linda estás! Verte a vos es verlo a él… Qué bien que pudimos reunirnos finalmente, ¡tenemos tantas cosas que contarnos! —¡Qué bien mentía aquella mujer!
Daniela señaló una cartera de Loewe que llevaba en su mano. Con un despliegue de eficacia se organizó las pieles, el bolso, los rizos y la cartera sobre la izquierda de su cadencioso cuerpo y pasó un brazo a través de mis hombros, obligándome a caminar hasta el parking algo cohibida. Yo era un complemento más de su atuendo, como su bolso o sus pendientes, iba al compás de su zancada. Me deshice como pude de su unión pretextando la búsqueda del recibo del aparcamiento.
—¡Cuánto me alegro de que te sientas mejor! No hay un solo día en que no lo recuerde. ¡Se le echa tanto de menos!
Iba buscando la plaza ciento ocho. Me agarraba a ese número, repitiéndolo como una jaculatoria. Desde el día en que la conocí supe que las cosas no iban a ir bien entre nosotras. Lo noté en ese nudo que se te instala en las tripas, esa alerta irrazonable y sin embargo definitiva que te invade en presencia de alguien. No está justificado, pero ahí está, probablemente porque ella era, además de una fantasma, un tipo de mujer que siempre me ha puesto los nervios de punta. Sin embargo, algo había cambiado entre nosotras, aparte de mi deterioro. Tu muerte había resituado la jerarquía de nuestras relaciones. Ninguna de las dos habíamos previsto mientras vivías que tendríamos que relacionarnos cara a cara.
Ella colocaba aquel posesivo delante de tu nombre, «nuestro Baltasar» por aquí, «mi escritor» por allá… Tuve paciencia y la dejé hablar. Confiaba en que tras su cháchara me otorgara la información que sin duda poseería.
Nos metimos en el coche. Incómodas, nos mantuvimos en un espeso silencio durante algunos instantes. El día no ayudaba. Las nubes bajas empañaban la mañana, la teñían de una tristeza casi similar a la que transportábamos. Le había reservado una habitación en el hotel Carlton y hacia allí nos dirigimos.
—¡Qué linda que está Bilbao!
—Sí.
—¡Cómo cambió!
—Te dejo en la puerta y voy a aparcar.
—¡Regio!
Subió a su habitación después de acreditarse. La esperé en el salón. Aquel espacio me gustaba. En el hotel Carlton una tenía la sensación de que nada malo podía pasarle. Respiré varias veces y me preparé psicológicamente. Daniela apareció con su carpeta. Se había reperfumado.
—Bueno, María, acá estamos… Este hotel me trae recuerdos. A Baltasar le gustaba.
—Sí. Nos gustaba mucho —hice hincapié en el plural—. Tiene algo que no tienen otros y funciona maravillosamente. ¿Quieres tomar algo?
—Sí, tengo la boca seca.
El camarero se acercó y le pedimos unas botellas de agua.
—Como vos sabés, María, La tristeza de la alondra está teniendo una acogida magnífica. Prácticamente todas las semanas tengo alguna buena noticia. El mundo editorial es imprevisible, a veces sucede un fenómeno de este tipo y hay que aprovecharlo. La muerte de Baltasar no ha hecho más que empujar el éxito, acelerarlo. —Puso su mano sobre la mía. Yo la deslicé hacia el vaso y bebí sin sed—. Ya sé que es duro decirlo, pero el mercado es el que es y no tiene corazón. Vos sabés que se filtró a la prensa que Baltasar estaba trabajando en una continuación de la novela; esto es buenísimo para él, para vos…
—Creo que fuiste tú quien lo dijo en una entrevista.
—Quizás, pero en todo caso yo quise que se supiera que el manuscrito estaba prácticamente terminado. Es necesario que se piense en él como un escritor consolidado.
—Efectivamente, está prácticamente terminado.
—¡María, eso es buenísimo! —Daniela insistía en el contacto y volvió a poner su mano sobre la mía. La retiré disimuladamente—. Hay que trazar un plan con la editorial para hacer un gran lanzamiento. ¿Comprendés la importancia del momento? Yo sé que para vos todo lo referente al trabajo de tu marido no es solamente una fuente de alegría, sino también de sufrimiento.
—Daniela, sé un poco de libros —la interrumpí—. No olvides que llevo media vida entre ellos. Pero, antes de que afrontemos todos los aspectos de la actividad profesional de Baltasar, quisiera saber… —La miré a los ojos. Me preparé para abordar todo cuanto llevaba en la cabeza—. Preservar su nombre como escritor es algo importante y decisivo para mí, quiero que lo sepas. Pero la figura del hombre con el que compartí la vida es en este momento lo que ocupa más espacio en mi cotidianeidad. Su manuscrito puede esperar. —Percibí, o creí hacerlo, un pequeño gesto de contrariedad—. Han sucedido muchas cosas desde aquel aciago mes de abril. Ignoro si estás al corriente o no, porque lo cierto es que no he prestado demasiada atención a… la vida. Necesito que seas absolutamente sincera. Tú y yo no es que tengamos una relación perfecta, pero esta ocasión…
Me detuve y dejé escapar un sonoro suspiro. Era como nadar en mitad de una corriente que te alejaba de la orilla. Ella bebió agua, abrió mucho los ojos y recompuso su postura.
—Te escucho.
Le hablé con una absoluta sinceridad del inicial abismo, y de los restos de veneno que dejaron en mí los últimos días vividos a tu lado. Traté de hacerla sentir a qué me sabía tu ausencia, mi miedo. Verbalicé mi extrañeza de que estuvieras en aquel lugar donde encontraste la muerte. Le hablé de las llamadas que una y otra vez me remitían a la novela. Y, como ya no tenía nada que perder, Baltasar, le expliqué que el romance con tu poeta, muchos años atrás, me había dejado el vicio de la desconfianza corrosiva. Creo que conseguí que imaginara cómo era aquella enfermedad silente que rebrotó cuando desapareciste; una ciudad perdida había emergido de las aguas dejándome boquiabierta, medio muerta de dolor y paralizada de miedo.
—Y ahora, Daniela —seguí paso a paso mis deseos—, voy a pedirte que seas sincera como lo he sido yo. Eres una mujer inteligente y comprenderás que solo aceptaré la verdad. Desearía que no me enredaras en tus argumentos comerciales o filosóficos. No tengo tiempo, ni ganas. Cuando Baltasar encontró la muerte, volvía de algún lugar que no estaba en su agenda. No acudió a la firma de libros, lo cual era realmente extraño, pues sabes cómo le gustaba el contacto con sus lectores. Entre sus cosas había una carta, un papel malo que se empapó en la sangre de sus heridas y que no he vuelto a mirar. Tú controlabas mejor que yo su agenda profesional. Dime, ¿sabes a dónde se dirigía Baltasar?
Daniela había dejado de mirarme a los ojos hacía un rato. Abría y cerraba sus manos como si tuviera artrosis, se cambiaba un anillo del anular al índice y volvía a hacerlo como si no encontrara la medida que buscaba. Ni tan siquiera se ocupaba de mantener su sólida apariencia. Estaba visiblemente nerviosa. Cuando le hice la pregunta levantó su mirada y suspiró.
—No me hagas esto, María, y sobre todo no te lo hagas a vos… Mirá, vos fuiste la persona más importante para Baltasar, la que consiguió que escribiera, que llegara a la meta sin sucumbir. Él siempre tuvo claro que vos eras su destino. Mil veces se lo escuché: «María es mi único destino…», «Ella hace que yo sea real». Pero él era quien era. Seductor. Poderoso. Frágil. Genial. Estaba condenado a no coger postura, a buscar, a ir más allá que cualquiera de nosotros. Vos lo entendiste. Lo amaste. Le diste la solidez que todos buscamos.
—Sí. Lo entendí. Pero necesito saber…
—No es lo que pensás —Daniela vertió en su voz un tono de súplica—. No existe otra persona en la que él estuviera interesado. Vos eras su horizonte.
Tu agente, cuando habla con el corazón, se vuelve vieja. Parece que la tersura de su piel tratada en un quirófano se le viniera abajo en segundos. Y eso le pasó mientras enfatizaba y hacía un hincapié exagerado en la manera que tenías de amarme y necesitarme.
—No estaba involucrado en ninguna relación. Estoy segura. Era otra cosa. Ha sido difícil. Tan inesperado, ¡tan duro! En ocasiones, te confieso que he creído que de alguna manera lo estaban chantajeando, María. Que precisamente esos días algo estaba sucediendo. Pero es una suposición… Yo también arrastro mi trozo del pastel de esta culpa que se siente cuando alguien desaparece y no dijiste una última palabra adecuada. Lo desconocido nos hace fabular. Recuerdo que la noche a la que hacías referencia habló conmigo.
Bajó la voz, la mirada, como si necesitara un cierto recogimiento para recordar aquella noche que, también yo, recordaba con nitidez.
—Perdí la paciencia. Estaba muy trastornado desde hacía días, pero aquella noche… Me dijo que iba a cambiar el contenido de la novela que estaba escribiendo, porque creía haber hecho daño. No era la primera vez que lo mencionaba, pero, ya sabes, lo ignoré como se ignora el miedo de un niño; para no aumentarlo. Le recordé que debía concentrarse en lo que tenía entre manos y dejar de perseguir fantasmas. Insistí en lo positivo: había llegado a la meta, lo tenía todo, la novela que había publicado era un éxito.
—¿A qué te refieres exactamente cuando hablas de chantaje?
—María, no debés agarrarte a mis suposiciones, sino a las certezas de tu corazón. No son más que especulaciones desesperadas, esos pálpitos que se tienen y a los que una se agarra.
—Te comprendo, pero dime por qué empleas esa palabra.
—Como vos sabés, la base de la historia de La tristeza de la alondra la obtuvo a través de alguien con quien mantuvo una correspondencia vía Internet. Él me comentó que no querías saber nada, que te daba miedo. —Asentí—. Yo estaba de acuerdo contigo, pero luego escribió esa maravillosa historia… Cuando comenzábamos la promoción de la novela y estábamos en Madrid, concretamente en el hotel Miguel Ángel, recibió una llamada. Lo vi nervioso y le pregunté por ella. Me dijo que era la persona que le había proporcionado lo básico del guion, había leído la obra y quería una cita. Imagino que no deseaba hablar de ello, pero tú sabes cómo era… Baltasar no tuvo más remedio que compartirlo conmigo porque estábamos juntos.
Daniela se acomodó los rizos que mientras hablaba caían sobre sus ojos. Los apartó para dejar su mirada sin barreras.
—Me dijo que «su alondra» era alguien frágil y desesperado —prosiguió—. No me pareció aconsejable que retomara el contacto. Intenté que interiorizara que lo que ella le había contado era una historia como tantas otras; caprichos del destino, acontecimientos. Era él quien había escrito, quien había modelado y dado forma a aquella novela —Daniela enfatizaba las palabras, subía y bajaba el tono de voz—. La vida de ella era de ella. Tenía que convencerse de que él era el auténtico dueño de la historia, que era su ficción. —Negó con la cabeza y se mantuvo unos segundos en silencio—. Baltasar no me escuchó. Sé que tuvo contactos con ella. Me consta. Tenía mala conciencia, porque me hablaba de que para él era una historia más, pero para la protagonista era una realidad deformada… No se sentía libre, dueño de su narración, de eso no me cabe la menor duda. Pero —parecía lamentarse con sinceridad— yo no le permití que me dijera por qué, que me enredara en consideraciones. ¿Comprendes? Ese sentimiento fue tomando cuerpo, creciendo en su interior.
—¿Y?
—La sensación que tuve, mientras hablaba con él, el día anterior a su muerte, fue como si la novela escrita hubiera dejado de pertenecerle al contraer una deuda. Me repetía una y otra vez que había cometido un error, que le pesaba, que se sentía culpable. Evidentemente, él estaba manejando datos que yo no poseía y, viendo que estaba en un estado emocional bastante lamentable, le propuse hablarlo en otro momento.
Ambas estábamos reviviendo el mismo momento desde dos posiciones distintas. Yo sabía que mientras hablabas con ella estabas alterado por nuestra conversación. Lo recordaba. Hubiera dicho lo que hubiera dicho ella, no podías escucharla. Sin embargo, lo único en lo que podía pensar era que mis pensamientos, aquella noche, estaban a mil kilómetros de los tuyos.
—No aceptó —siguió apesadumbrada—. Si no recuerdo mal, hasta levantó la voz. Yo, por la certeza de saber que se metía en terreno pantanoso y ofendida porque no conseguía que me escuchara, le dije que no me volviera a hablar de aquel asunto.
Tuve ganas de consolarla, pero primero tenía que hacerme cargo de mi zozobra.
—Lo que sé es que su obsesión era una mujer llamada Lucía, la que le había proporcionado la historia y que vivía cerca de aquí. Había sido maltratada por la vida, por su marido, por el destino… Esa violencia que se rebeló en el personaje como si fuera otro ser, tan dura y perfectamente descrita, la pasión… —Daniela cabeceaba al enumerar lo que quería resaltar—. Baltasar le prometió que a cambio de que ella le donara su historia, él la resarciría del dolor que le habían causado mostrando las tripas de esa violencia. Esa es la síntesis.
—Lucía —repetí—. Lucía…
—No sé nada más. Trato de extraer de mi memoria lo que me dijo aquella noche. Recuerdo que me hizo saber que iba a ir a buscarla. —Daniela puso la cabeza entre las manos—. ¡Fue un despropósito de conversación! Imagino que quiso confesártelo, pero no pudo. Había metido la pata, María. Lo sabía.
—Yo no…
—Cargaba con sus culpas, sus penas… ¡La obstinación que se le instalaba cuando deseaba algo estaba allí! Él no era un hombre que cediera el paso a los demás. Sus deseos eran sagrados. —Bebió un poco de agua—. Pedirle que se olvidara de todo, que detuviera aquella quimera, que durmiera, que se olvidara por unos días de todo, era inútil. ¡Siempre se salía con la suya! Me enfadé con él. —Me miró a los ojos—. Teníamos la agenda llena de compromisos y parecía que nada le importara salvo su maldita alondra. Eso, te confieso que me pesa.
—Baltasar era mágico. —Mi corazón estaba en un puño—. Era experto en enredar y esconder el núcleo de su zozobra para mantener su seducción social, su alegría. No soportaba tener una imagen rota, deprimida, vencida. Le costaba confesar que había cometido un error y se sentía obligado a remediarlo en soledad. Quizás le fallamos…
—No. Ni se te ocurra pensar eso. Cuando colgué furiosa el teléfono supe que tendría que esperar. No hubo tiempo. Ni para ti ni para mí. No te atormentes. No había otra mujer, María, casi podría asegurártelo. No había una amante, si exceptuamos a esa que siempre tuvo que era la literatura y que nos ha llevado a esto. Él tenía su mundo. Entraba y salía… Tú eras esencial en su vida.
Las lágrimas habían deshecho su impecable maquillaje. Ahora miraba como un oso panda. Sus ojos aparecían rodeados de restos de kohl negro y toda su glamurosa imagen había sido dinamitada por la pena de tu ausencia. Le tendí un pañuelo de papel que se llevó a la nariz. Agradecí haber accedido a aquel encuentro. La luz iba iluminando los rincones oscuros.
—Lo que me estás contando me ayuda. La literatura era su amante, es cierto… Es más fácil luchar contra un chantaje que contra una traición. Ahora, esas llamadas tienen otro contenido.
—¿No sería más fácil que te olvidaras del móvil? Yo puedo controlar los asuntos profesionales —terció Daniela.
—Necesito saber cuáles son las intenciones que hay tras ese acto tan incomprensible. Yo no soy una persona que pueda vivir sin esa claridad. Las lindes de la ética, de las cosas bien hechas, no eran las mismas para él que para mí, debo admitirlo. He conseguido saber que quiero preservar su nombre, al escritor. Averiguar cuánto de él hay en esa maldita novela, cuánto de esa alondra trastornada que quiere prolongar algo inadmisible me resulta vital. Él ya no está aquí. Tengo que averiguar a dónde iba Baltasar y qué iba a hacer. Luego podré seguir mi vida con nuestros recuerdos.
—No tengo la menor duda de que lo conseguirás. Sabés que podés contar conmigo para cualquier cosa. —En ese momento dejé que sus manos agarraran las mías y me acogí a ellas—. Somos afortunadas, María. Mucho. Todos los seres únicos y maravillosos poseen ese infierno que él poseía. Tú lo amabas. Yo lo admiraba. —Se mantuvo mirándome y en sus ojos vi un rastro de clemencia—. Ambas lo cuidábamos, pero no se dejaba. ¿Podría leer el manuscrito de la nueva novela?
Sonreí. La cara de tu agente volvía a ser tersa. Asentí. Me desprendí de la rabia con esa tenacidad que otorga la desesperación. Me vacié. Le dije que le enviaría el manuscrito. Hablé de nuestro amor, de ese sorteo de la lotería en el que adquieres sin saberlo un número premiado, de ese choque improbable, del encuentro donde las historias alimentan el espíritu y los cuerpos se entregan con esa simultaneidad que nos hace creernos únicos. También le hablé del vacío y de la soledad, de la que duerme entre los amantes y que no engaña, ni tan siquiera a quien ama tanto como nosotros nos amamos.
Ninguna de las dos queríamos manchar tu nombre. La dejé allí esperando a otro escritor. Pero antes de irme me hizo una pregunta.
—¿Qué es lo que más echas de menos de tu vida con Baltasar?
Me quedé pensando. Te imaginé sonriendo, mirándome de aquella manera que lo hacías, concentrado en averiguar mis pensamientos, jugando a ser mi mago de Oz.
Por mi cabeza pasaron a toda velocidad un montón de imágenes. Era como si aquella inocente pregunta me hubiera lanzado en un expreso o no supiera en qué estación detenerme. El viaje a Cuba y nuestro encuentro con unos músicos en el malecón, tú en Navidad con el delantal y el gorro de Papá Noel, abriendo ostras, tú en mis brazos, ronroneando, pidiéndome mimos…
—Echo de menos la ternura —le respondí.
Echar de menos la ternura es como caminar resignada a no sentir el sol sobre la piel nunca más. Es saber que no volveré a reposar en ese lugar mágico que elige el corazón, y donde una se siente a salvo de todo. Que no me olvidaré de mí porque no perteneceré a otro. Que estoy condenada a no respirar del todo. Porque cuando dije ternura, no me refería a esos gestos generosos con los niños, con los amigos, con la familia. Pensaba en esa ternura que aprendí a saborear en tus brazos y cuando pienso en vivir sin ella el mundo me parece muy pequeño y muy vacío.
La despedí. Nos abrazamos de verdad. Cuando me iba, giré la cabeza. Daniela era una madonna de Bellini, y era imposible no ceder a la curiosidad de mirarla otra vez. Había sacado una carterita de su bolso y se asombraba frente a un espejito con forma de libro al comprobar el desaguisado de su cara. La vi componerse a base de barritas de colores, alborotarse la melena, rechupetearse los labios. La miré embelesada. En unos minutos volvió a ser aquella muñeca pelirroja con un cutis por el que se resbalaban las emociones. Entendí perfectamente la fascinación que siempre sentiste por ella. Durante el tiempo que estuvimos juntas había visto a muchas mujeres en una misma: tu agente, tu amiga, mi compañera, la pelirroja irresistible, la frágil, la fuerte…
Yo nunca puse tanto interés en ser tantas cosas.
De camino a casa, ligera como hacía tiempo que no me sentía, paré en el vivero de Artea. Pasear entre plantas y flores me sienta mejor que un solomillo. Compré bulbos de jacintos y unas poinsetia preciosas y prometedoras. Es la planta de Navidad, pero es muy bonita. Una para Isabel, para que no la riegue, ni le haga caso como ella hace siempre, otra para Susi, que la ahogará en riegos innecesarios, y otra para mi vecino. Será un perdón, un no volverá a pasar, un te he echado de menos, un esto no puede ser, un quiero conocerte, un te juro que ya no lloraré más, un probable error…
En casa, después de pegar la oreja al tabique y comprobar que no se escuchaba ni el vuelo de una mosca escribí una tarjeta para adjuntar al florido tiesto. Necesité siete borradores, pero eso solamente lo sabrás tú.
¿Dónde estás, mi amor? ¿Te mata la nostalgia de mi piel ahí arriba? ¿A quién se lo cuentas? Quizás donde estés hayas conectado con Cortázar, Cervantes, Flaubert o tu adorado Manuel Puig. Quizás hayas intimado con Tolstói, o te cante un aria la Callas. Dale, de mi parte, un beso casto a Montgomery Clift y otro de tornillo a James Dean. Cuéntale a Paul Newman que sus ojos siguen produciéndome escalofríos. Diles a mis padres que sigo queriéndolos y a Fernando…, a él dile que la vida sin su ternura tiene mucho menos brillo y que me hace falta todos los días.
¿Con quién demonios estoy hablando?