Una colección de pensamientos debe ser una farmacia donde se encuentra remedio a todos los males.
VOLTAIRE
El avión aterrizó en medio de unas ráfagas de viento que zarandearon aquella nave como si fuera una cáscara de nuez. Había pasado dos días en Madrid. Sus viejos colegas del hospital Virgen del Mar le habían pedido una colaboración a la que no se pudo negar y para premiarlo lo habían homenajeado gastronómicamente, llevándolo aquí y allá de un lado a otro. En aquellas cuarenta y ocho horas fue consciente de cuánto había cambiado su vida en los últimos meses. En el taxi encendió el teléfono y dejó que entraran las llamadas.
La ciudad, pequeña y rodeada de montañas, se había ido expandiendo por los pocos espacios que tenía. Como si se le hubieran roto las costuras a una falda tubo que no preveía que la historia tenía caprichos. Bilbao trepaba por Miribilla o se unía a los pueblos que recorría el río Nervión hasta llegar al mar. Cada vez más limpia, más joven, más liviana; ya no había industrias pesadas, contaminantes, chimeneas o astilleros. El río no era aquel pestilente caudal marrón de su infancia. Ahora acompañaba a los turistas por las bibliotecas, museos…, y un tranvía verde y tecnológico se proyectaba paralelo a sus aguas.
Lucas suspiró y se hizo cargo de aquel apego que sentía ante una ciudad amable que acogía y hacía la vida fácil. Quizás fueran los años, pero algo parecido a la pertenencia empezaba a asomar desde su interior.
El teléfono dejó de emitir pitidos. Tenía diez llamadas de su madre.
—¿Qué pasa, ama? —Quizás su gota había empeorado.
—¿Dónde estabas? Te he llamado varias veces.
—¿Te pasa algo?
—No, quería comentarte…
Y entonces comenzó a contarle que iban a cerrar los cines Trueba y que en la cafetería La exquisita habían hecho reformas, convirtiéndola en un kebab. Lucas pensó que el periódico municipal debería contratarla para dar cuenta fidedigna de los numerosos decesos de comercios tradicionales. Era como un vigilante jurado que se paseaba por Bilbao. Pateaba la ciudad mirándola, tomándole el pulso, reivindicando las ausencias y haciendo ese inventario emocional que hacían las personas con historia.
El taxi lo dejó delante de la clínica. Mientras pagaba escuchó a su madre preguntarle si conocía al alcalde Azkuna y si podía ponerle al corriente de que en La exquisita había unas lámparas de cristal traídas de Nueva York directamente del taller de Tiffany’s. Le dio tiempo a pensar que la tarifa plana que él mismo le había escogido había sido una mala idea. Pero su madre formaba parte de aquella pertenencia.
—Ama, te llamo luego. Tengo que entrar en quirófano —nombrar aquello era convocar el silencio.
—¡Ah! Hablaremos…
Su madre tenía horror al quirófano, por el que no había pasado ni para quitarse las amígdalas. La sangre era la única parte de la medicina que le provocaba un profundo respeto.
Argi había dejado sobre su mesa una serie de notas:
El Sr. Vincent de los laboratorios Thremp quiere hablar contigo.
La cita que solicitaste para tu madre está prevista. Revísala.
Tu hermano ha llamado 2 veces.
Tienes un skype a las 17 con el Dr. Sggraten.
Tu amiga Martina quiere saber si tienes lo que te encargó.
Acuérdate de que yo también me cojo unos días y no podré apagarte los fuegos. Paz se queda a cargo de todo.
Se sentó frente a su mesa y revisó las cosas pendientes, pensando en que su enfermera era lo más parecido a un ángel de la guarda. Luego miró el reloj. Su hermano Íñigo estaría en su casa de Bretaña, rodeado de su harén de rubias. Él llevaría zapatillas y repartiría órdenes acumulando grasa en el estómago y felicidad en el corazón. Sus cuatro mujeres le alborotarían una vida en la que apenas tendría tiempo para pensar o desear. Su hermano se había puesto la vacilación por montera siempre que había surgido.
Se balanceó en la silla escuchando la señal al otro lado del hilo. Al segundo timbrazo una vocecita dulce emitió un «Alló».
—Bonsoir, c’est toi ma fée blonde? —preguntó al reconocer la voz dulce de una de sus sobrinas.
—Ah! Je t’ai reconnu! Tu est mon oncle! ¡Papa, es el tío Lucas!
Tuvo que retirar el teléfono. La pequeña Henriette daba unos potentes y agudos gritos. Oía las voces de la vida al otro lado. Cerró los ojos. Su cuñada llamaba a su hermano en francés, se escuchaban otras voces en español.
—¿Sigues tocando el violín?
—Bien sûre, un jour j’irai jouer au teathre du Bilbao. Tu te souviens… C’est notre promesse…
—Ya lo sabes, cuando aprendas a tocar Salut d’amour, de Edward Elgar, podrás pedirme lo que quieras.
—Oui, je ne l’ai pas oubliée.
Su hermano se apoderó de la línea.
—¿Qué pasa, chaval? —parecía que Íñigo nunca hubiera salido del País Vasco.
—Acabo de volver de Madrid. Me has llamado.
—Tu madre no sabía dónde estabas. Tiene idea de ir a verte… Dice que estás amargado y que te busque una novia dulce y francesa. Aquí a mano tengo a mi cuñada, aunque no te la recomiendo…
—Tengo bastante con ella. No anda bien. Voy a hacerle un chequeo. Nunca se sabe… Ha tenido gota; le di un tratamiento que se pasó por el arco del triunfo. Se ha puesto morada a ansiolíticos según prescripción de su amiga Conchita.
—Bien por Conchita…, ya la notaba yo distinta.
Ambos hermanos hablaban de su madre atribuyéndole su pertenencia al otro. Era una manera de desentenderse e implicarse. Lo hacían con humor y costumbre.
—Ha convencido a Françoise para que pasemos la Navidad allí. Estoy resignado. A las niñas les hace ilusión y a mí…, a mí también, pero a ver cómo lo organizo. Esto es como mover un circo. Las niñas, el restaurante, los perros… ¡Joder, qué bien vives!
—Me alegro de que vengáis. Hace tiempo que no coincidimos todos. Si nos organizamos podemos ir después de Navidad a esquiar. Dejamos a las niñas con la abuela.
—Eso estaría bien. Que se curtan un poco y sepan lo que vale un peine. Mañana miraré billetes, fechas… ¿Tienes alguna preferencia?
—No. Yo puedo arreglarlo para tener días libres. He dejado de estar bajo la dictadura de la administración; trabajo mucho más, eso sí, pero puedo reajustar las obligaciones.
—Lo tuyo no tiene remedio, hermano…
Se intercambiaron promesas. Charlaron. Iban a verse pronto.
Por la ventana de su despacho la ciudad se envolvía en un discreto atardecer. Sus ojos viajaban a lomos de un caballo cansado. Por su mirada se le cruzaban aquellas ideas que como peatones anárquicos salían en cualquier esquina y le hacían frenar. Madrid. El hospital Virgen del Mar. La medicina privada o pública. Los viejos amigos…
Tenía su moto en el garaje, pero optó por llamar a un taxi. Le daría tiempo a ponerse sus zapatillas y trotar por La Galea. Gladys lo había llamado para decirle que le había dejado en la cocina unas empanadas antioqueñas, y aprovechó para comunicarle por segunda vez en dos semanas que tenía que hacer alguna variación en el horario.
—Mire, doctor, yo no puedo ir el lunes, pero le voy el martes, y lo del miércoles lo pasamos al jueves y no voy el viernes… —Gladys hablaba con mucha determinación.
—De acuerdo —había respondido sin entender absolutamente nada.
Las empanadas estaban en un plato tapadas por unas servilletas de papel. Lo levantó con prevención. El aspecto era magnífico, pero le invadió un cierto temor. Estaba rodeado de cocineras que parecían poner un empeño especial en cebarlo. Su madre era incansable, el trasiego de tuppers, demoledor; algunos pacientes le traían chocolates, pasteles típicos… Su estómago se resentía.
Se comió una. Repitió. Se calzó las zapatillas y se enfundó en un chubasquero de propaganda. Cuando iba a salir escuchó que alguien daba vueltas a la llave de la casa de su vecina. Era su oportunidad. Salió disparado.
El rellano estaba oscuro y la sombra de alguien levantó los brazos y dio un grito cuando Lucas Urrutia irrumpió.
—Tranquila…, soy el vecino… —se apuró a decir.
—¡Ay, Virgen de Begoña, qué susto me ha dado!
Buscó el interruptor. La luz de la escalera iluminó a una señora de unos sesenta años, bajita, que despedía olor a colonia de niños y que, con la mano en el pecho, trataba de recuperar el resuello.
—Discúlpeme… No era mi intención asustarla.
—Una está en sus cosas y… con esa capucha…
Lucas sonrió al ser consciente de que llevaba la cabeza cubierta con el choto del chubasquero. Se lo quitó.
—¿Es usted el doctor? —preguntó la mujer, ya recuperada.
—Pues debo de ser. Soy médico. Lucas Urrutia.
Lucas le tendió la mano y la mujer hizo lo mismo mirándolo con una cierta desconfianza. Llevaba un abrigo en la mano e intentó ponérselo. Sus maneras de caballero se lanzaron a ayudarla. Ella se dejó mientras le contaba que se llamaba Susi y que era la empleada de María Noriega. Que su señora no estaba en casa en ese momento. Le habían quitado un lunar. La empleada llevaba un jersey con estampado selvático salpicado de lentejuelas brillantes que tenían fascinado a Lucas. Al moverse el tigre que estaba sobre el pecho izquierdo parecía guiñarle el ojo y un loro se columpiaba entre las lorzas del estómago. La luz se apagó y volvió a apretar el interruptor. La mujer se atrevió a sugerir que quizás fuera una buena idea echarle un vistazo al pie de su vecina.
—No tiene buena pinta ¿sabe?… Hay mucho lunar malo, luego viene un cáncer y no te enteras. Y es que ella ha sufrido mucho, la pobre, aunque el lunar es de nacimiento… Bueno, le dejo, que tengo mucha prisa. Dele recuerdos a Gladys… La conocí el otro día. Muy guapa. Me voy, no quiero entretenerle.
Y bajó las escaleras con una agilidad sorprendente.
Cuando enfiló el camino bordeando los acantilados, respirando el aire húmedo y salado, se le escapó una sonrisa. La empleada de María Noriega hablaba un poco más de la cuenta. Era evidente que mientras fantaseaba con los retazos de su vecina, ellas hablaban de él… Le gustó.
Al día siguiente la buscó en el metro e hizo algo más: dejar pasar un par de convoyes. No la vio. Era viernes y al día siguiente se iba a Arties y Barcelona.
La neurociencia, el neuromarketing, la bioquímica… Lo que los unía. Los conceptos estaban todavía difusos, pero sobre los profesionales de la biología, la fisiología o la neurología sobrevolaban los conceptos filosóficos afianzándose en la convicción de que el mundo emocional era un piloto automático e invisible capaz de conducirnos al cielo o al infierno. En Barcelona iba a encontrarse con investigadores que se centraban en la búsqueda —a través de ratones— de lo que siempre habían intuido: que el sistema inmunológico tenía una relación de amor y odio con el sistema nervioso.
Miró a su alrededor. Sentada en el centro de un asiento que normalmente ocupaban dos personas, una chica con rasgos indígenas amparaba en su regazo a dos niños rubios que se acogían a su tutela con esa inocencia brillante. Lucas se preguntaba constantemente por qué la sociedad llevaba un camino opuesto a la única verdad que se poseía.
Los especuladores financieros estaban mucho mejor pagados que los médicos o los investigadores. Los amos del mundo dejaban a sus hijos en manos de cuidadores, maestros o pedagogos mal pagados. Se multiplicaban los precios de los objetos de lujo y se despreciaba a quien se ocupaba de la materia prima necesaria. La educación, el único asentamiento sobre el que podía construirse, estaba desvalorizada. La medicina caminaba por las fronteras de lo social y el beneficio económico. Una parte de él no quería perder aquella batalla que supondría renunciar a lo único valioso que poseía el ser humano.
Todos los días animaba a esos muchachos a no rendirse. Se dejaban los ojos tras un microscopio por un miserable sueldo que no les permitía ni pagar un alojamiento decente y en muchas ocasiones debían emigrar si querían proseguir una carrera investigadora. Calibraba con inquietud su esencial presencia y se desesperaba cuando los fondos no iban hacia ellos, sino que se desviaban por el camino en manos de gestiones inoperantes. No le gustaban las gestiones, la administración de los recursos y se peleaba constantemente con los representantes de los laboratorios. Había sido educado en la ética, pero de vez en cuando se permitía alguna licencia como sugerir que su amigo Hans tuviera una ponencia en Barcelona.
Caminó hacia la clínica Las Ardillas mirando al reloj.
—Doctor, ha venido Alicia Terán, quiere hablar con usted —una enfermera lo abordó antes de llegar a su despacho.
—¿Alicia Terán? No sé quién es… —Lucas olvidaba los nombres con frecuencia.
—Creo que es familiar de su paciente, Mario Villanueva.
—Tengo una videoconferencia. Si vuelve, dígale que yo la llamaré.
Era la novia, esa mujer radiante que no expresaba lo que crecía tras sus ojos. Lucas olvidaba los nombres con frecuencia, pero había desarrollado una gran intuición frente a las miradas de quienes acompañaban a sus enfermos. Alicia era de las que poseía una sólida consistencia. Acostumbraba a quedarse en un segundo plano, pero no se podía ignorar su presencia. Lo llenaba todo. De pocas palabras, había intercambiado con ella algún consejo, alguna información que parecía comprender sin dificultad. Era discreta y quería hablar con él. El médico guardaba para sí las confidencias que Mario le había hecho, pero secretamente saboreó la envidia que le producía aquella comunión de pareja.
Conocía el expediente de su paciente como la palma de su mano. Memorizó lo más relevante. Lo había mirado una y otra vez, revisado los tratamientos, consultado los marcadores para ver si podía haber algo nuevo que añadir. Había pasado el primer ciclo de quimioterapia con una remisión casi total. Luego había entrado al ciclo de consolidación, donde aparecieron una serie de problemas que no le habían sorprendido en absoluto. Se le habían aplicado todos los protocolos. Casi podía recitar los frecuentes recuentos de leucocitos, neutrófilos, hemoglobina, plaquetas… Ahora estaba en casa esperando. Se le había efectuado un trasplante de sus propias células. Volvería a verlo a la vuelta de su viaje. Todo parecía ir bien, pero si aquello no resultaba, habían conseguido una compatibilidad aceptable con uno de sus hijos para un trasplante de médula, aunque existía riesgo de rechazo. ¿Por qué había ido a verlo Alicia?
Buscó entre sus anotaciones. En algún lugar tenía su teléfono. Lo encontró y lo metió en la libreta de su móvil; luego, el día comenzó a proyectarse sin apenas pausa. A la conferencia siguió la consulta, a la consulta la visita, a la visita una reunión, un tentempié con llamada de Martina incluida, un laboratorio, tramitar el alquiler del coche, olvidar más de una cosa, recordar alguna que debía olvidar…
Hizo un alto antes de volver a su casa. Martina le había hecho un encargo: la maldita lotería de Doña Manolita. Al parecer, la vida de ella y su familia pendía del hilo de seis décimos de la lotería de Navidad que debían terminar en doce. Le costaba comprender aquellas pequeñas liturgias que convocaban fes y esoterismos, pero no había podido negarse. Aparcó en doble fila frente al portal de su amiga y le hizo una llamada. Unos minutos después apareció Martina envuelta en una gabardina.
—Gracias, Lucas, vas a hacer feliz a mi madre. ¡Como toque! ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—Ve con cuidado y disfruta.
Cuando empezaba a anochecer condujo con una derrota que esperaba curar en la montaña. Arrastró su pequeña maleta hasta su apartamento y ni tan siquiera tuvo la tentación de detenerse a olfatear el aire del rellano como tenía por costumbre. De tiempo en tiempo sentía que su vida laboral invadía su vida civil, sus pensamientos, sus movimientos, hasta fagocitarla. Era uno de aquellos días en que algo pesaba demasiado y no tenía valor para averiguar qué era lo que ocasionaba aquel suplemento incómodo.
Deshizo su equipaje y, cuando trataba de rehacerlo para su viaje, recordó que no había llamado a Alicia Terán, tampoco a su madre. Optó por buscar el número de la novia de Mario. Un contestador le pidió que dejara un recado. Se identificó y anunció su disponibilidad telefónica.
Se preparó una ensalada, abrió una botella de vino y encendió la televisión jugando con el mando mientras miraba de reojo la empalizada; había descendido, pero no lo suficiente. Se sintió culpable. Gladys le había pedido varias veces que vaciara aquellas cajas.
—No es bueno vivir en una casa como si siempre se estuviera de paso. Se lo digo yo, doctor…
Cayó finalmente en la tentación de ordenar en la estantería Billy su colección de brújulas. Hacía tiempo que esperaban un lugar después de haber salido de una de aquellas cajas de embalaje. Gladys iba a alegrarse. Cuando terminó decidió acostarse, pero en ese momento el teléfono vibró bailando sobre la mesa. Descolgó ignorando quién lo llamaba.
—¿Doctor Denvurg? —era una voz femenina.
—Sí, dígame.
—Soy Alicia Terán, quizás no me identifique…
Lucas la interrumpió:
—Naturalmente, Alicia. Sé que ha pasado por la consulta y supongo habrá recibido mi mensaje. Dígame, ¿está bien Mario?
—Pues físicamente sí… No se queja, aunque lo encuentro débil y le cuesta mucho cualquier esfuerzo… Usted dijo que eso irá remitiendo. Tengo la información que él me proporciona, también la de sus hijos, las enfermeras… —Detectó una triste vacilación en su discurso—. Pero nunca tengo oportunidad de hablar a solas con usted, por eso fui a su consulta. A Mario su presencia le ayuda mucho. Dice que usted se parece a él… Mi situación no es la más cómoda, ¿sabe? —parecía disculparse—. Delante de mí están sus hijos, sus hermanos… Yo… —al otro lado la voz se quebró por un instante—. Trato de mantenerme como él me necesita, sólida y fuerte, pero no es fácil. No es él —soltó aquella frase muy a su pesar—. Tiene miedo… y yo también.
—Usted es el apoyo más importante que tiene Mario, y se lo digo porque ha sido él mismo quien me lo ha hecho saber. Tranquila. Todo el mundo se hace cargo… Esta situación es complicada de manejar —estaba familiarizado con aquellas encrucijadas. No las rehuía, sin embargo, escogía con cuidado sus palabras—. La información que tiene es la que hay y, en ocasiones, los enfermos sufren alteraciones bioquímicas que naturalmente afectan al carácter. Su hijo es un donante con un porcentaje aceptable de compatibilidad, nos guardamos esa baza. Esto es bastante más largo de lo que se supone. Hablamos de al menos un año para una recuperación física y psíquica —Lucas no quiso añadir información adicional—. El estado físico de Mario… Hay que aceptar el deterioro como un mal menor.
—Pero él quiere que nos casemos —lo interrumpió—. Se ha vuelto una obsesión. Quiere que prepare los papeles, que me compre un vestido, que encargue las flores… Yo no sé si me oculta algo… —Lucas decidió no rellenar aquel silencio que ella imponía—. No habíamos contemplado el matrimonio —prosiguió con voz firme—. No al menos en estas condiciones. Me asusta pensar que quiere concederme algo que sabe que deseo porque no podrá hacerlo después. —Al otro lado del teléfono se oyó un suspiro—. Quiero saber lo que va a suceder; siento hablarle así, pero necesito que alguien me diga que no me tengo que preparar para vivir sin él… Por eso me he puesto en contacto con usted.
Lucas se había levantado de la cama y paseaba por el apartamento en calzoncillos. Sintió frío. Él no podía darle la respuesta que necesitaba oír.
—En estas situaciones los pacientes eligen caminos que habían desterrado. ¡No hay nada malo en una boda! —trató de que sonara gracioso, pero el silencio al otro lado le convenció de que no había conseguido una sonrisa—. Alicia, usted lo conoce sin duda mejor que yo. Desgraciadamente, no puedo decirle lo que nos deparará el futuro. Quédese tranquila y permanezca a su lado. Él lo valora mucho. Usted lo está haciendo muy bien. Me gustaría charlar distendidamente, pero mañana salgo de viaje. Estaré diez días fuera. El doctor Alverde está al corriente, lo ha visitado en ocasiones y, cualquier cosa que puedan necesitar, estará a su disposición. No se preocupe. —Lucas no quería dejar nada fuera de control—. En cuanto vuelva la llamo, Alicia. Cuente conmigo. Trate de vivir como siempre. La lucha de las células es ajena a las emociones de quienes amamos a los que sufren esta enfermedad, que es mucho más dura para ellos de lo que suponemos. Otorgarles sus deseos a veces es un valioso e imprescindible regalo. Espero que esto le sirva.
—Gracias, doctor. Perdóneme —la voz al otro lado se quebró—, no debía…
—Disfrute de él, y —dejó escapar algo que le ahogaba— hable con él. Nadie mejor que el enfermo puede explicar lo que siente. Solo soy un intermediario entre él y sus células.
No debía darle más. No podía darle menos.
Su paciente era un hombre íntegro con el que compartía algo más que aficiones. Habían hablado mucho a lo largo de los últimos dos meses. Mario tenía miedo de no llegar a la meta y él se guardaba los temores de que efectivamente eso sucediera. Le preocupaba una vieja lesión pulmonar, algunos índices que se descompensaban con frecuencia… Estaba inquieto por los resultados, pero no se lo iba a decir a ella, aunque no se lo había ocultado a Mario. Cuando se alejaba de sus pacientes, aunque fuera por una semana, sentía algo muy parecido a lo que deben de sentir las madres cuando se separan de sus hijos todavía bebés.
Lucas, como Mario, estaba —de alguna manera— enganchado a la protección. Como quien añora el mar, él necesitaba proteger. Algo atávico y primitivo se desarrollaba en su interior cuando ponía al servicio de los otros aquello que él había conseguido aprender. Aquel pensamiento se le coló de rondón cuando cogió el libro de relatos que tenía sobre la mesilla. No era el mejor momento para releer aquellas narraciones, pero el Valle estaba muy cerca y ella era un recuerdo inextinguible: Aurelie.
Odiaba que la protegieran. Desconfiaba. Le daba miedo que en aquel abrigo que él le ofrecía hubiera una trampa de la que no pudiera zafarse.
—Ya tengo bastante con mi marido, Lucas —le dijo en una ocasión—. Solo se puede sentir la prisión una vez en la vida.
Pero él no conocía, ni era capaz de encontrar una expresión más profunda del amor que el cobijo, la construcción del nido, del hogar. Quizás Mario tampoco. Era el sentimiento más generoso que poseía y así se lo había querido transmitir a quienes había amado. Respetó a Aurelie, y a aquel temor que le hacía huir de su lado, pero nunca comprendió con el corazón de qué material estaba hecha la determinación de alejarse de él. Ella hablaba de libertad, pero amarla, desde lo más profundo de él, era sobrepasar aquel concepto viciado.
Ahora, allí estaba, solo y con la esperanza de que alguien entendiera que consolar y proteger era su vida, pero no iba a entregar aquel valor a alguien que no lo quisiera.
Apagó la luz y puso la palma de la mano sobre la pared.
—¿Estás ahí…? ¿Cómo está tu pie…? Susi, tu empleada, cree que sería una buena idea que te echara un vistazo. Yo también lo creo… ¿Qué sabes tú de protección?
Y entonces cedió a la tentación y dio unos golpecitos. Al otro lado no le respondió nadie. Sintió que aquella tristeza antigua se expandía como una mancha de aceite.
Är du ensam?