10. Isabel y Mandy

Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti.

FRIEDRICH NIETZSCHE

Pasiflora, valeriana, o una mezcla de ruibarbo, tila, amapola de California, melisa, espliego… Tomar una infusión antes de dormir. Añadir azúcar moreno o miel. Darse un baño tibio y evitar los malos pensamientos…

Según el Centro de Información de Fitoterapia, un cuarenta y ocho por ciento de la población tiene problemas para dormir y más de tres millones están como yo, dándole a lo natural, rezando avemarías, respirando para abrir un chakra o tratando de olvidar un bolero que puso la vida patas arriba. Me asombra lo machacones que son los recuerdos y la tendencia que tienen a venir a visitarte justo cuando has decidido olvidar. No descanso, mi amor.

Antes de que me sumiera en esta liturgia herbal, cuando tomaba las pastillas que me recetó mi psiquiatra, era lo mismo que si me dieran un mazazo en la cabeza. Al doblar una esquina de mi noche, desaparecía. Amanecía sin recuerdos, como si tuviera que cumplir un contrato con la vida. Las palabras me salían al levantarme como excavadas en las minas del rey Salomón y me costaba unos cuantos zarandeos volver a ser alguien medianamente normal. Por eso las dejé, Baltasar, porque vivir es estar despierta, expuesta a los climas del destino. Por eso también dejé de ir al doctor Arancibia. Él no es un neoyorquino apetitoso vestido con comodidad, que ofrece café, consuela con contacto a las pacientes y hasta quedan con él, cuando les da el agobio, para pasear por Central Park. No. Eso es en las películas. Él es de aquí. No lo puede evitar. Un madero de la escuela freudiana con un rictus inescrutable que no se le borraba ni aunque le hubiera dicho que había asesinado a mi padre. Me escuchaba, pero no me consolaba. Mejor infusiones, respirar profundo, practicar yoga, y amasar la esperanza como si fuera una masa de panadero. Mejor, también, escribir.

El timbre, repetido e insistente, me había perforado ese sueño que me alcanzaba cuando ya el día había despuntado y el despertador no marcaba la pauta de mis sueños. Acudí a abrir con los ojos medio cerrados, haciendo eses y agarrándome a las paredes.

Isabel estaba en el umbral de la puerta, con los bollos de mantequilla de Zuricalday en una mano y el aspecto de haber dormido tres vidas. Espléndida. Venía con Mandy, su perrita psicóloga, como yo la llamo, porque mantiene larguísimas conversaciones con ella.

—Mírala, Mandy, ¿la ves? ¡Con lo mona que era aquella María que conocimos tú y yo!

Me mantuve sonriendo a medias. La quiero sin remedio, que es lo mismo que quererla remediando lo que haya que remediar.

La perrita iba con sus ojos de caramelo de una a la otra sin saber si debía tomar partido o no.

—Aunque te digo una cosa, Mandy —siguió hablando con su perra—, un día de estos me largo a Sevilla, me pongo el mundo por montera y aquí se queda esta. Que crie a mis hijas, que aguante a Pablo…, porque estos no saben la suerte que tienen de tener a una histérica como yo dándoles la vara.

La perrita pegó un ladrido y movió la cola.

—Habíamos quedado para ir al vivero. ¿Recuerdas? —prosiguió Isabel—. Me dijiste que ibas a tomarte dos días de asuntos propios porque mañana te quitan la verruga del pie. ¿Se te había olvidado?

—Un lunar, me quitan un lunar. Estoy cansadísima —bostecé—. Ahora mismo me visto. No he pegado ojo… Hazme un café mientras me ducho.

—Pero… —Isabel me siguió hasta el baño, Mandy también—. ¿No tomas esa pastilla que me dijiste que te dejaba KO?

—Ya no la tomo. Estoy probando con cosas naturales…

—Sí, ¡prueba con cosas naturales! Qué pesada te pones a veces… —Cerré la puerta con el pie, pero ella siguió hablando—. Natural es la vida. Pero si me estás hablando de tilas, vamos a tener que ir a un mayorista porque esto no se arregla ni con tres toneladas.

—No me riñas, por favor.

—No te riño… Estoy harta de no hablar contigo de la realidad. Has vivido un amor increíble, has tenido unos años de pasión que han estado a punto de hacerme ir en busca del arca perdida… Vive, y si no duermes, toma esa jodida pastilla.

El dolor es como el perfume, tiene intensidades y matices. Sin pastillas es como si algo estuviera permanentemente apretándote el corazón, pero el resto de la vida sigue ahí. Con pastillas no te duele, simplemente porque no estás. Vives a medias y el dolor es un vacío al que no tienes ganas de tirarte.

Salí del baño. Había hecho café. Mientras me lo tomaba le hablé de mi sueño inquieto y de cómo me comunicaba hasta hace unos días con mi vecino, hasta enterarme de que era un putero.

—Dime que no es verdad… ¿De consuelo? —musitó.

—Es verdad, eran golpecitos de consuelo.

—¿De consuelo? —repitió—. Me estás asustando… A ver, vamos a empezar por el principio, María.

Isabel se enderezó. Me hablaba con mucha tranquilidad, como si yo fuera idiota o me hubiera dado un golpe en la cabeza, vocalizando muy despacio tratándome como si hablara a una guiri.

—Has dejado de tomar la pastilla que tomabas por la noche, sin consultar, a lo bestia.

—Exactamente.

—Es decir, que te has retirado tú misma la medicación. Y te has lanzado a lo natural.

—Más o menos…

—Y entonces… te despiertas en mitad de la noche, tienes un ataque de angustia que la valeriana ignora y lloras…

—Digamos que sí.

—Y mientras estás llorando, a moco tendido, al otro lado del tabique tu vecino, médico y putero, te consuela mediante una especie de código morse hecho con golpecitos… de nudillos, supongo.

—Eso mismo.

Isabel se tapó la cara durante unos instantes y suspiró. Luego volvió a mirarme.

—Es mi vecino, el médico y el que me llamó para preguntarme la tarifa porque necesitaba mis servicios —dije.

—Y no has dado gracias a Dios por que sea sueco y no siciliano. Si así hubiera sido, hubiera llamado a la ertzaina porque tiene una loca al otro lado del tabique y estarías en chirona…

—Tómatelo en serio, por favor, todavía no lo has oído todo.

Trataba de tranquilizarla, Baltasar. Necesitaba ser sincera, pero sabía que no había tomado el mejor camino.

—Vale. Primero vas a escucharme tú. En el rellano me he encontrado con una diosa guapísima y oscura que me ha dado los buenos días, mientras esperaba que me abrieras. Salía de casa de Alberto sonriendo con seis o siete dientes más que yo y un culo que ni te cuento… —Asentí—. Pero, cariño, ha cerrado con llave…, llevaba una bolsa de basura en la mano y olía a limpiador de pino. ¿No será la doméstica de tu vecino?

En unos segundos comprendí que echaba tanto de menos contar con su presencia que estaba dispuesta a aceptar la idea que sobrevolaba mi cabeza; quizás lo había prejuzgado. Una lluvia de culpa me cayó encima y experimenté esa ternura que invade cuando se ha juzgado a alguien con severidad.

—La chica en cuestión, muy amable, me ha preguntado si yo era la vecina del doctor —siguió Isabel—. Le he dicho que no vivía aquí.

—Me he equivocado, porque si fuera una prostituta no tendría llaves…

—Ni bajaría la basura, ni lo llamaría doctor… Pero, María, eso es lo de menos. ¿De qué coño estamos hablando? ¿Desde cuándo lo de tu «consuelo»?

—Desde mediados de septiembre —confesé.

—Tengo que tragarme un sapo… Dame tiempo, porque es un poco grande. ¿Desde septiembre?

No fuimos al vivero. Nos enredamos en una trifulca como hacía tiempo que no teníamos. Mandy ladrando, las dos llorando y, al final, pusimos sobre la mesa la desesperación. ¡Lo necesitábamos! Ella me contó cómo me había vivido estos meses, yo le conté todo lo que pude contarle sin tocar demasiado el epicentro de mi terremoto.

Hablar de ti sin romper ese círculo que protege al ser amado, que oculta con dignidad lo ajado de esas maneras que sabes que no cambiarán, la precariedad de lo que parece sólido, la belleza que no lo es tanto cuando te levantas, cuando no te sostienes… Hablar de ti, sin contaminar la admiración que se siente por un creador; sin romper esa lealtad sagrada que se debe sentir por tu pareja. Hablar de ti sin fisurar con mis dudas la superficie del amor que nos tuvimos, sin entrar en esa intimidad de terciopelo que milagrosamente se posee cuando se ama.

Así que, sin hablar de ti, le hablé de mí, que era y es un poco lo mismo. Como ese arbolito que se planta en la casa de verano y al año siguiente da sombra, yo he crecido perdiendo algunos gestos de mí que existían por ti. No soy la misma ni seré la que fui. A Isabel le debía el origen de mis zozobras, de mis miedos, de la parálisis mental que me aquejaba. Tenía que conocer una parte de mi verdad que hasta entonces no había pronunciado. Acepté sus consejos. Dejé que se filtrara la luz de su mirada. Liberadas ambas de las deudas contraídas a costa de tu duelo, seguimos adelante. Ella decidió investigar a mi vecino, y yo me volqué en dejar la piel de mis recuerdos lo suficientemente lisa para poder acariciarte el resto de mis días.

Para eso, acometí mis propósitos y llamé a Daniela. Hablé largamente con ella. De La tristeza de la alondra, de la nueva novela que espera y desea, de las ventas, de alguna posible traducción…

—¿Acomodaste el dolor? —me preguntó.

Estuve a punto de decirle que sí, que le había puesto zapatillas y sentado en mi sofá, que me echaba la siesta con él —con mi dolor— y que nos íbamos de copas y de tilas —también con mi dolor.

Casi el mismo día del accidente se encargó de filtrar la noticia de tu muerte. Era abril, el día del Libro. Lo hizo bien. Incrementó las ventas de La tristeza de la alondra. Se paseó concediendo entrevistas, anunciando que habías dejado la segunda parte escrita. ¿De dónde sacó que habías escrito una continuación? Naturalmente, me pidió mi autorización. Me mandaba copias de los vídeos o las grabaciones. Yo miraba o escuchaba con un dolor insoportable porque la vida le había concedido esa oportunidad robándotela a ti.

A ella le gustaba el papel. Cada vez que pronunciaba tu nombre le ponía delante un adjetivo: el gran Baltasar, el entusiasta Baltasar, el dulce, el inmenso, el genio, el alma profunda de Baltasar… Ponía los morritos como si fuera a dar un beso en un cristal dejando la marca de carmín a modo de seña de identidad. Aleteaba las pestañas, ladeaba la cara. Bajaba la mirada a las manos en plan recatada para luego subirla, y emerger en un primer plano dramático, moviendo los rizos que habían caído sobre sus ojos… Nuria Espert es una aprendiza a su lado. A ti, su interpretación te hubiera parecido magistral. Lo siento. Sé que la querías mucho, pero me cae fatal.

Vendrá la semana que viene.

—Hay que hacer lo que sea para que el mercado no olvide quién era Baltasar. Es preciso publicar la novela que dejó. Al fin y al cabo, es una prolongación de la primera —me dijo.

Insiste en ese punto y antes de que la tenga frente a mí me he propuesto terminar de revisar todos tus documentos. No quiero que me pille fuera de juego He ido confeccionando una lista con toda la información que, imagino, puede tener.

Con ella me vuelvo gata, con uñas y maullidos… Territorial. Sabías que nuestra relación no era buena, así que decidiste mantenernos aisladas. No me hablabas de ella y yo no preguntaba. Ahora nos necesitamos. Era la que te echaba una mano cuando perdías el rumbo creativo, te motivaba y habíais trazado un camino profesional. Siento que quiere lo que guardas desde hace años y lo último que escribiste. No tiene el borrador de la nueva novela; no se lo llegaste a mandar. Me pregunto si sabe Daniela de dónde, de quién y cómo nació La tristeza de la alondra.

No estás aquí para quitarme el miedo y darme aquel calor donde no cabían las dudas. Ahora no puedo tocarte, mi amor, hago aguas. Soy como un barquito que hay que achicar constantemente, porque aquella maldita noche, la última que pasaste conmigo, leí en tus ojos todo lo que tenía miedo de leer.

He encontrado esa bendita carpeta donde guardabas lo importante. Al viejo estilo, ordenado, con tus referencias, como si supieras que ibas a faltar e iba a necesitar encontrar secretos. También tus cuadernitos. Esos que llevabas en el bolsillo y donde apuntabas proyectos, venturas y desventuras. De vez en cuando abro uno: palabras sueltas, frases hermosas, tachaduras, números…, una pequeña narración, un dibujo… Tengo vicio de ti. La dirección de alguien, un croquis, un teléfono, dos, tres… Tu caos. Trato de contextualizar una palabra, de ubicarla en un día que viviste a mi lado, de asignarle una fecha.

Es increíble el rastro que vamos dejando por la vida. Sigo encontrando huellas tuyas por todas partes a pesar del tiempo que ha pasado. Los objetos me cuentan cosas de ti. En su momento, todos estaban empeñados en borrar de mi vista todo lo que levantara mi pena, como si uno no construyese a quien ama dentro de uno mismo. Abrieron el armario y empezaron a sacar tus cosas. Fue una tarde oscura y lluviosa de esas que sorprenden a la primavera. Estaban Ana, Isabel, Beatriz y la tía Mati. Yo me mantenía a duras penas sobre el sillón, con mi dosis de «amiplín» incorporada. Ellas trataban de poner en pie alguna conversación que me enganchara. Las mujeres saben manejarse cuando la vida se desborda. Entre consejo y consejo, encontraron algo que hacer con tu ropa. La gente tiene un empeño quisquilloso y pertinaz en quitar de en medio los recuerdos. Lo primero, aquello que iba más cerca de tu piel: tu ropa. Como una ladrona iba apartando cosas. Tu chaqueta vieja, esa de lana azul con coderas, tu bata, la pajarita para las presentaciones… Hay días en que todavía me envuelvo en la chaqueta de lana que me llega hasta las rodillas, me acurruco en ella y no hay quien me disuada de quitármela. Ella calienta zonas de mi cuerpo que ninguna prenda puede calentar.

Ahora tengo sitio en el armario. Sitio en la casa, y en la habitación de invitados. Vivo sola. Cuando estabas en tu despacho, desde el piso de arriba se oían tus pasos de búfalo encerrado. Reconocía tu ansiedad por la manera en que caminabas y sabía cuándo las musas no acudían a su cita. Hay días en que añoro aquella música a todo volumen que me impedía concentrarme en la lectura o en mi punto de cruz. Casi puedo escuchar con nitidez tu tecleo nervioso, oler el humo de tus cigarrillos que ascendía por las escaleras y me llegaba, muy a mi pesar, hasta la nariz. Con aquellas pistas atravesando lo cotidiano, aceptaba que, cuando se juntaban todos esos elementos, esa noche no subirías a dormir. Te habían atrapado los duendes, te deslizabas perdido por los laberintos, estabas enredado entre alguna frase, en los pliegues con los que tus emociones te fruncían el alma. Me quedaba en nuestra habitación. Leía, me daba crema en la cara, en las manos, me pintaba las uñas de los pies de un rojo fresa, encendía la televisión y me quedaba colgada de un programa estúpido.

En esos momentos, tú escribiendo, yo allí sin derecho a esperarte, presintiéndote, comprendía lo que significaba verdaderamente amarte. La trampa de ese sentimiento que mueve el mundo y hace de la identidad un colador por el que se escapa la voluntad. El amor siempre es aceptar. Respetar tu forma de vivir. Esa fue mi batalla. No estabas hecho a mi medida, ni a la de nadie. En el amor no hay medidas, solo esa lucha por sobrevivir en una dulce cordura.

Empezaste a escribir tu novela, desapareciste durante meses. Ibas y venías como si necesitaras cambiarte de ropa, pegarte a mí, hacerme el amor y prometerme que seguías conmigo estuvieras donde estuvieras. Decías que tenías que abstraerte, que el argumento estaba prendido con alfileres en tu cabeza y no podías quedarte porque te perderías. Vivías habitado por tus personajes. Residías en mundos a los que no podía llegar porque no hay transporte posible a esos íntimos espacios. Anotabas en tu cuaderno, te levantabas en mitad de la noche, fumabas como un carretero y de tiempo en tiempo ponías ante mis ojos una página que yo leía con el alma en la boca. ¡Lo hacías tan bien! ¡Robabas el alma a tus personajes tan perfecta y milagrosamente!

Cuando, un año y medio después, me diste el manuscrito creí que iba a estallarme el corazón. Había sido una travesía difícil a la que habíamos sobrevivido con algunas heridas. Pero conseguiste escribir una de las historias más conmovedoras y hermosas que yo había leído en mi vida.

La admiración es uno de los elementos que sostiene una relación. Sin sentir ese pellizco de pertenencia al mirar al ser amado es imposible sostener los días, los meses, los años, las decepciones, el hastío, lo cotidiano, los constipados o los ataques de ira. Yo te admiraba y ese sentimiento era mi vicio secreto. Me gustaba amar tu imperfección, ver cómo trasladabas tu cuerpo, saber que tropezarías o dirías una palabra luminosa como una estrella. Tú serás por siempre jamás como Marilyn Monroe, hermosa y sensual, no envejecerás. No seré testigo de tu decadencia, recordaré tu cuerpo fuerte, tu sexo erguido buscándome, tus juegos, tus caricias… Seguiré admirando aquel empeño que tenías en ponerte y parecer atractivo, para hacer de tus desmanes una elegancia insaciable. Espero que cuando se terminen las páginas de este cuaderno siga admirándote, Baltasar.

En La tristeza de la alondra habías retratado el alma femenina y masculina con una precisión seductora e irresistible, su mutua sed, su inequívoca fusión. Estaba descrito con una delicadeza y un acierto que daba escalofríos. Se tocaba el amor, se erizaba la piel de las páginas, olían a sexo envidiable las sábanas que envolvían la historia, y brillaban los ojos de los amantes cuando se encontraban en medio de una historia que se retorcía en cada capítulo. Luego, ibas encontrando aquella truculenta pérdida de dignidad de la protagonista, aquel final terrible donde triunfa el que siempre triunfa: el que se guarda más ases, el que pone la pistola sobre la mesa, el que atemoriza. La violencia irrefrenable y tan extrañamente selectiva de él. Esa cólera desatada que es capaz de justificar la muerte. Ella pierde todo menos la vida. Él se lo lleva todo menos esa vida. Estaba perfectamente estudiada la dosis de dolor insoportable que podemos aguantar en las páginas de una narración, al abrigo de saber que pertenece al mundo de la fantasía. Durante toda la novela pensamos que tu héroe no es tan malo como nos quieres hacer creer, que es una víctima de las ideologías. Le haces perder varias batallas, nos enreda en ternuras no comprendidas, pero al final gana la guerra. No haces concesiones a ese mundo de colorín colorado este cuento se ha acabado. Nadie queda indiferente. ¿Pertenecía al mundo de la fantasía tu asesino?

Esa historia salió de ti como si alguien te la dictara desde su corazón. Creo que te eligió a ti. ¿A qué corazón convenciste para que te regalara la memoria de lo vivido? Probablemente, confiaste demasiado en tu instinto, en aquella manera inamovible que tenías de pensar solo en ti, incluso cuando querías ser generoso. Terco como una mula y con ese tesoro que poseías cuando narrabas, tu novela era un billete en primera clase para vivir una conmovedora historia de amor, con su inocencia y su crueldad, con su principio y su fin. Las palabras tenían relieve, el mismo que yo sabía que poseías en tu alma. Administrabas el tiempo de la narración como un usurero, no se podía uno alejar sin que temiera perderse la palabra más bella, o el momento más dramático y perverso.

[…] Algunas noches, mientras lo esperaba sin saber quién de todos los hombres que se encerraban en él acudiría a mis brazos, pensaba en aquellos años que pasamos en la granja de Sokobanja, cuando esperaba al mismo hombre sin miedo.

Solo doscientas ochenta páginas. Respiraban. Se oían los latidos. Ahora, releyéndola encuentro nuevos matices. Ahí están esos mensajes secretos de los escritores, los gritos del ser humano que no puede pronunciar sino a través de la creación. Me pregunto dónde está la frontera —más allá de los Balcanes que describes—, cuánto de tu ficción pertenecía a la realidad y cuánto era de tu confidente. Para mí, tu novela siempre tuvo un gusano dentro, un intruso que no podía dejar de imaginar cuando la leía y que ahora empieza a moverse. Lo siento ahí…

Salió a la calle La tristeza de la alondra. Tu sueño se hacía realidad. Eras escritor no porque escribías, sino porque te leían. Se dio esa preciosa unión entre autor y obra. Daniela lo hizo muy bien, la editorial también. En las presentaciones me fijaba en ti adentrándome en el Baltasar que yo amaba y tú, sentado en una mesa, contabas aquella gestación que en nada se parecía a lo que habíamos vivido. Miraba a mi alrededor, y trataba de adivinar quién era la protagonista de tu novela y si estaría entre quienes te escuchaban. Ibas y volvías. Promociones, firmas… Eras feliz en brazos de tus sueños. Yo te esperaba queriéndote.

Pasó el tiempo y para desintoxicarte del éxito de la novela, como tú mismo decías, recopilaste esos poemas que escribías en servilletas, post-it. Publicaste Poemas a la sombra de ti. Según la solapa de ese libro, habían sido casi diez años de pensamientos intensos. Pusiste en mi mano el primer ejemplar con esa dedicatoria imprecisa «Para ti». Pero bajaste la mirada al dármelo y yo supe que compartía tu corazón y aquellas rimas con aquel desliz, con aquel patinazo en la acera mojada de los años. Siempre las musas imprecisas en tus obras y el viejo sabor de la traición que aunque hubieran pasado ya algunos años regurgitaba su digestión imposible. De todos los hermosos poemas de ese libro hay uno que me sigue torturando:

Tengo recuerdos de tu sueño,

de tu espalda vigilando mi pecho,

del aire abrigando la ternura de tu abandono,

de tu mano, haciéndome prisionero,

de la mía enredada en tu pelo.

Tesoros imprecisos y preciados,

susurro anhelado y prohibido,

barco a la deriva de la ternura

cuando te rindes a no mirarme.

Mi espalda nunca vigilaba tu pecho. Mi mano no te hacía prisionero, yo no me rendía. Y aquellos presagios…

Te puse sobre las manos mi mundo de laberintos.

Sabiéndote ciego quise regalarte sus infinitas texturas.

Me arriesgué a la certeza de tu camino aprendido de memoria,

a buscar cien vocablos para pronunciar solo uno,

creyendo que amábamos al mismo amor,

las palabras, luciérnagas, estrellas, bombillas, farolas y quinqués.

Velas que titilaban las noches de amor y milagros

cuando escapábamos juntos al reino de nunca jamás.

La piel, esa cartografía de los deseos, blanca, tensa,

vencida, brillante, húmeda, fundida e inseparable.

¿Cómo aceptar que mi último regalo será el silencio?

Volviste. Me regalaste de nuevo el arcoíris de tu sonrisa y, aunque fueras el mejor actor del mundo, la mejor obra de tu teatro era la que representabas conmigo. Tu piel nunca me mintió, tus caricias tampoco. Necesitabas el cobijo, el calor del hogar, tus manías, tus caprichos, tus horas y tus deshoras. Nuestros fines de semana con Gustavo. Nuestros viajes.

Cierro los ojos, pegada a ti, tú contándome la historia que vivía debajo de los días. Tu voz era un mantra que me arrullaba, pero una quebradiza confianza me quedó en un recodo del camino. Volvió la vida y con ella aquella solidez de haber consolidado tu profesión. Volví a perderte y a encontrarte, a morir y a vivir, a perderme en tus brazos, a ser la primera, a encontrarme en tus ojos, donde de vez en cuando arreciaban las tormentas. Volvimos a nuestra perversa y maravillosa condena.

Siete, ocho años son pocos años para conocer a una persona. Tenías un seguro de vida, habías hecho testamento. Nuestra situación fiscal había cambiado desde que las ventas de tus libros comenzaron a aumentar. La declaración de la renta se había vuelto un galimatías. No quería cargar a Pablo con más responsabilidades y decisiones, así que, cuando pasó un tiempo y aterricé, le pedí a Alberto que me recomendara a un abogado. Me remitió a un colega.

No tenías los papeles de tus propiedades en regla, probablemente ni lo sabías. Los olvidos databan de muchos años atrás, de cuando murieron tus padres. Unas tasas no abonadas, una baja en el registro de la propiedad no efectuada. Luego estaba el tema de los seguros. El abogado en cuestión es un hombre con el que me entiendo muy bien. Tiene mi edad y mira de frente. Toma notas y asiente cuando lo hace. Utiliza ese plural que relaja tanto: «Lo que vamos a hacer, María…», «Necesitamos que esa propiedad…». Me inspira confianza, me quita papeleo, relativiza cada problema con una sonrisa. Apacigua esa obsesión que tengo de algún invisible peligro. Isabel me aconsejó que pusiera en sus manos esas llamadas, que le pasara el marrón y que me alejara de todo cuanto tuviera relación con ese escollo. Y eso hice. Hablar con él.

—Probablemente sea una admiradora de mi marido. Alguien que no parece estar bien. Resulta algo desagradable. Mantengo su teléfono por motivos profesionales… —le mentí—. Necesitaría saber el origen.

—No hay problema, María. Sabremos de dónde proceden.

Todo parece sencillo cuando se nombra. El experto en materia legal me aclaró que el proceso habitual tenía que pasar por respetar las leyes, hacer una denuncia… Pero para evitar todo eso iba a ponerse en contacto con alguien. Este hombre tiene relaciones. En otra situación me hubiera perturbado saber que en ocasiones se bordea lo ético o lo legal, pero ahora no quiero saber nada del camino, lo que quiero es llegar.

Las noches se han envuelto en silencio. Viene diciembre caminando con bombillitas de colores. Lo hace despacio, poniendo acebo en una esquina de la Gran Vía, guirnaldas en la librería de Licenciado Pozas y un arbolito multicolor en el chino. Traerá ese mes a Gustavo, y mi hermana se empeña en que hagamos la Nochevieja aquí porque ella va a estar de obras. Tu teléfono apagado ha vuelto al cajón de las pequeñas cosas, al bazar de los desechos de ti. Y yo… estoy más cerca de mí.