9. Protegiendo la nostalgia

Nuestras ilusiones no tienen límites; probamos mil veces la amargura del cáliz y, sin embargo, volvemos a arrimar nuestros labios a su borde.

RENÉ DE CHATEAUBRIAND

Se quedó mirando el narciso que hacía días le había regalado una paciente. Observó que había florecido, y notó el aroma dulzón que desprendía. Una columna de florecillas rosadas se abría paso hacia la luz. Trató de hacer lo mismo; buscar el camino de aquella estúpida conversación que había mantenido. ¿Con quién?

Necesitó un par de minutos, pero la revelación no tardó en llegar. Volvió a mirar el papel donde estaban anotados los teléfonos de María Noriega y de una tal Gladys que, según Nieves, era una profesional estupenda; la chica que iba a ocuparse de las labores de casa. Miró el número al que había llamado y que estaba en el apartado de llamadas recientes. Lo cotejó.

Notó un leve dolor de estómago. Volvió a coger el teléfono y tecleó el otro número.

—¿Podría hablar con Gladys? —Esta vez no iba a meter la pata.

—La mismita, ¿qué se le ofrece?

Una voz cantarina con acento del otro lado del charco lo acogió con calidez y desparpajo. La conversación resultó sencilla. Ambos sabían lo que querían. Estaría al día siguiente a las siete en su casa.

Una desazón casi infantil lo invadió. Había creído marcar —en primer lugar— el teléfono de la asistenta, pero se había equivocado. Se esforzó en recordar lo que había dicho… Que los hombres solos no podían estar sin sus servicios, que él no era complicado y había hablado de tarifas… Buscó en la cocina un antiácido. Le pareció que iba a tener una de sus crisis estomacales. Un río ácido e incómodo buscaba su cauce.

Los vínculos que el ser humano establece con sus semejantes tienen características inimaginables. Lucas veía a diario esa profunda relación que se establecía entre los pacientes. ¡Tan diferentes sus historias y tan determinado su temor y amor a la vida! No se le había ocurrido pensar que el llanto de alguien de quien no supiera cómo miraba, a qué olía su piel o cómo pronunciaba las erres atara de la forma en que lo hacía el lamento nocturno de aquella mujer con la que noche tras noche establecía una comunicación íntima, sensual y emocionante. Ahora, aquel milagro pendía de un hilo. Su vecina probablemente pensaría que él pedía putas a domicilio de forma habitual. Iba a ser difícil deshacer aquel entuerto.

Dejó el teléfono que seguía sosteniendo en la mano. Tenía tentaciones de remarcar y deshacer lo andado a trompicones, porque la realidad era que en medio de sus profesionales jornadas se encontraba pensando en ella. Mientras trotaba, pensaba en la densidad y textura de sus lágrimas. Calibraba aquella pena puntual y como un adolescente, cuando subía las escaleras de su casa se detenía en el rellano buscando sus murmullos, rastreando su perfume. Investigaba…

Sabía que tomaba un baño al anochecer, que usaba un perfume dulce, que le gustaba el jazz y que casi nunca usaba tacones. En su sueño medio roto, la imaginaba deslizándose por esos caprichosos guiones que el inconsciente rodaba como una incoherente película en su cabeza. La veía sonreír y la había sustituido por la mujer de mirada triste del metro.

Cada mañana, desde que tuvo sospechas, Lucas miraba al horizonte con la esperanza de que las previsiones meteorológicas se equivocaran. Si llovía no cogía su moto. Y si iba en metro podía verla. Durante días unas nubes gruesas y oscuras viajaron perezosamente por el cielo hacia algún destino próximo y en la página del instituto de meteorología anunciaron chubascos frecuentes.

Mientras esperaba la llegada del metro —hacía ya muchos días— alguien pasó a su lado envolviéndolo en un leve rastro de perfume. Un aroma que no le resultaba del todo desconocido. Olfateó el aire como un sabueso mientras que su instinto le hizo mirar hacia su izquierda. Los olores ocupan un lugar privilegiado en el cerebro. Ellos tienen las primeras filas del panorama que nuestro órgano más relevante es capaz de recordar. La estela de aquel olor debía pertenecer a una mujer que en ese momento se alejaba. Solo veía su silueta envuelta en una prenda de abrigo.

Unos metros adelante se detuvo y giró su rostro hacia el panel luminoso donde se anunciaba la llegada del próximo convoy. Lucas la reconoció: era la mujer de ojos preciosos, la del pañuelo. Se habían mirado y en aquella mirada Lucas había creído ver un reconocimiento. Pero… ¿ella lo conocía?

Aquella mujer olía como el aroma que alguna vez había sentido en el descansillo de su apartamento y que él atribuía al perfume de su vecina: María Noriega. Su nariz no lo engañaba nunca. Ella de nuevo. Allí estaban esas chinchetas que la vida cotidiana ponía en el panel de anuncios de los ocultos deseos. El perfume, el pañuelo, su congoja, la felicidad que le proporcionaba consolarla…

Ese día quiso volverse. Presentarse. Finalizar aquella situación que se le antojaba algo surrealista y un poco vergonzosa cuando se enfrentaba a sus emociones. Pero su temor a equivocarse, a no manejarse bien en aquel pantanoso terreno, le frenó. Se resignó a saberla ahí. Se acostumbró a buscarla con la mirada, a sentirse frustrado por no encontrarla, a que el corazón se le acelerara cuando subía las escaleras, atendía a los sonidos o hablaba de ella con Mario Villanueva. Ahora la magia se había roto…

Echó un vistazo a su alrededor, tratando de alejar sus pensamientos.

En los hogares de la gente normal, la que arrastraba una vida de vivencias y afectos, se albergaban los recuerdos: las cajas de plata que regalaban los tíos de San Diego, las sábanas bordadas con iniciales que no admitían dudas, los trofeos de golf… Su apartamento estaba desordenado. Había ropa sobre el sofá, papeles, un envase de zumo de naranja… Era lo más parecido al hogar de un becario itinerante, un hotel decorado por los interioristas suecos de la gran superficie Ikea. La cajonera Malm y el sofá Stockholms. La biblioteca Billy casi vacía.

Decidió enfrentarse a la empalizada de cajas con el nombre de una empresa de mudanzas que parecía una instalación de arte moderno. Suspiró. Tenía que hacer algo con aquel decorado vanguardista. Se acogió a una determinación insospechada dentro de su aciago día y empezó por la más grande. No podía seguir viviendo con la presencia silenciosa de su pasado embalado.

Debió de suponer que Helena no iba a dejar ningún objeto que le recordara a él en su casa de La Moraleja. En la caja estaban los palos de golf, cuidadosamente envueltos, brillantes, sólidos, la bolsa de cuero que le había regalado en su último cumpleaños, dos pares de zapatos sin estrenar, ropa adecuada para el campo, dos trofeos, tres gorras, varios carnés… El contenido era temático: el golf y, para que no hubiera dudas, había un sobre pegado en un lateral con el inventario. Cogió uno de los muchísimos prospectos que su exmujer había tenido a bien incluir en aquella caja: «Diseñado por David Thomas, el campo tiene 18 hoyos, par 72 y una extensión de 6197 metros en blancas, 6067 metros en amarillas, 5376 metros en azules y 5177 metros en rojas…». También estaba el marco de plata con la foto dedicada de Haile Gebrselassie en aquel maratón de Berlín en septiembre del 2008.

La vació recolocando algunos objetos por el apartamento con un leve fastidio. Encontró una utilidad a un trofeo pesadísimo: sujetar la puerta de la terraza, que tenía la inercia de cerrarse. La foto del etíope la situó en la entrada para no olvidarla; a Mario Villanueva le gustaría verla. El resto iría a la basura. Abrió una segunda caja. Era muy pesada y estaba llena de libros. Fue sacando ejemplares, leyendo los títulos, recordando por qué y cuándo había decidido conservarlos en cada uno de sus traslados. Algunos estaban escritos en sueco y lo retrotraían a muchos años atrás. Fue apilándolos a su lado hasta que se detuvo en un pequeño ejemplar de relatos. Lo abrió y buscó la dedicatoria que estaba seguro encontraría.

Para que el amor no se arrepienta, necesita confiar, no temer, creer en lo imposible. La vida nunca es como la diseñamos.

Aurelie

Acarició el lomo como quien busca en el tacto lo que no puede encontrar en el corazón. Apartó el ejemplar sujetando ese pellizco que sentía cuando evocaba la existencia fallida y dolorosa de Aurelie. Se levantó y lo colocó sobre su mesilla Malm. Quizás una noche lo abriera y releería aquellas narraciones. El resto de los libros fueron a parar a su librería Billy.

En la tercera caja tuvo un destello de algo parecido a la alegría. El papel pegado indicaba que contenía «objetos», esa palabra imprecisa que para Lucas no significaba nada más que eso: objetos.

Envuelta en un viejo jersey de cachemir encontró una caja que parecía de plata. Sin duda sería aquella del famoso primo de su madre que emigró a las Américas. La miró sosteniéndola en la mano. Primorosamente repujada, barroca… Creía recordar haberla visto en algún lugar de su casa. Se esforzó por recordar dónde, pero no lo consiguió.

Su madre le había puesto la cabeza como un tambor a cuenta de aquel «objeto». Se lo llevaría al día siguiente; tenía la certeza de que estaría encantada de reencontrarlo y ubicarlo en un lugar más adecuado que una caja de embalaje. Se acercó el jersey que la envolvía a la nariz. Aspiró su olor. No le costó seguir la pista a un toque de algo perfumado, restos de aislamiento, un viejo olor a madera mezclado con el ambientador de la casa de Madrid. Lo lanzó al sofá. Tenía un color bonito.

No tuvo fuerzas para seguir. Sentía una inexplicable fatiga. Dobló los cartones y contempló la empalizada. Había cambiado el aspecto de aquel curioso skyline. Ahora, las cajas parecían un «tetris» activo, desnivelado. Hizo un cálculo; si continuaba a aquel ritmo conseguiría recobrar una pared y, de paso, llegar a la Navidad sin aquel impertinente material de su pasado.

Decidió que una ducha caliente ayudaría a disipar el asombroso cansancio que había generado aquella tarea, por no hablar del escozor que le ocasionaba el recuerdo de la confusión de su llamada. Estar bajo la ducha siempre reconfortaba.

Relajado, apagó todas las luces y se encaminó a su habitación. Se metió en la cama. Imaginó que esa noche su vecina no lograría perforar aquella derrota. Por muchas ganas que tuviera de llorar, él había perdido su mágica presencia y se había vuelto, probablemente, incómodo.

Prestó atención. La oyó moverse. Imaginó que se revolvía en la cama, se levantaba, quizás bebía un poco de agua, se recuperaba del susto.

Percibió un carraspeo, como si se aclarara la voz. ¿Iba a decirle algo? Silencio. Crujía una madera. Reconoció sus murmullos. Se movía…

—¿Eres tú mi chica del metro? ¿Me escuchas?

Al otro lado, silencio

Lucas bajó la voz sintiéndose idiota.

—Me he equivocado de teléfono, vecina… Era a Gladys a quien le pedía las tarifas. Necesito saber cómo eres, María, cómo hueles, a qué saben tus besos… Se me han gastado las fantasías, quiero envolverte y sentir tu tibieza. Solo eso, porque si a ti te duele la vida, a mí también me escuece la soledad, la de este día festivo en el que he puesto en fila las lecturas de mi vida. Y yo, María, no sé llorar como tú.

Se sintió aliviado.

Y se durmió.

Finalmente, Gladys, natural de Pereira (Colombia), una mujer cálida y oscura que pareció entender su necesidad de mantenimiento doméstico, llegó a la vida de Lucas con una manera cadenciosa de trasladarse por su apartamento. Lo hacía como si cada uno de sus glúteos pidiera permiso al otro para dar un paso. Y en aquel hipnótico caminar el «calor» del que Martina le hablaba comenzó a abrirse camino sin necesidad de encender la calefacción. Lucas comprendió que ella sabía el orden en que la vida se ponía en fila.

Martina había visitado el apartamento una semana después de que se instalara. Habían comido en el Puerto Viejo de Algorta, rechupeteando indecentemente y con ahínco unas nécoras a la plancha. Al terminar se acercaron hasta el nuevo hogar de Lucas para que ella lo viera y diera el visto bueno.

—¡Qué sitio más estupendo! ¡Tiene el tamaño perfecto! —Su amiga se paseaba por la vivienda como si fuera el Ritz—. Me da mucha envidia el vestidor… Este espacio con armarios y espejos es el sueño de toda mujer. ¿Qué tal los vecinos? —preguntó.

—Pues… no los conozco. Ya sabes que estoy todo el día en la clínica. —Lucas omitió nombrar su nocturnidad—. Mis horarios…

Martina alabó la ubicación, la luz, las dimensiones, pero en el último momento le dijo que a aquella casa le faltaba un poco de calor y que, si no tenía cuidado, podría parecerse a la consulta de un dentista.

Lucas miró a su alrededor. Sabía que cuando las mujeres decían que una casa necesitaba «calor», estaban diciendo que ellos no eran capaces de detectar la temperatura necesaria para un hogar. Todas las mujeres de su vida, en un momento u otro, le habían dicho que se pusiera un abrigo, un gorro o una bufanda. Abrigar era una obsesión femenina. Debía reconocer, en honor a la verdad, que el sexo masculino tendía demasiado alegremente a la intemperie. Pero, definitivamente, los inviernos o primaveras femeninas y masculinas no eran los mismos. Parecían estar determinados por la densidad de la masa, la temperatura interior y un montón de características biológicas que no venía al caso nombrar. No era fácil captar aquella termodinámica que parecía existir fuera de las leyes físicas y demostrables.

Al día siguiente, cuando estaba a punto de salir a correr, su amiga se presentó con un jarrón rojo —de un tamaño exagerado— repleto de camelias que parecían recién cortadas. Martina se empeñó en colocar el búcaro en un lugar determinado. Añadió, con tono disuasorio, que no podía estar en ningún otro. Lucas intentó explicar que, aunque el asunto del «calor» era importante, el sofá no era fácil de mover. Era un sofá cama muy pesado y estaba situado estratégicamente. Desde donde lo había colocado podía ver el horizonte cuando se tumbaba a echar una cabezadita.

Finalmente, movió el sofá y la mesa de centro, aun a riesgo de saber que podría tener una contractura al día siguiente. No tenía más opción que rendirse. Ella colocó el jarrón.

Lucas tuvo que admitir, una vez finalizadas las maniobras, que las flores de Martina, en aquel preciso lugar, resultaron ser un faro o, mejor aún, consiguieron un efecto similar a cuando alguien ilumina una esquina ciega. Milagroso. Las mujeres sabían hacer trucos de magia para no sentir ese desagradable frío que experimentaban los hombres que no poseían aquella dichosa termodinámica invisible.

Gladys también sabía lo que era el «calor». El primer día fue paseándose sacando brillo a los rincones como un hada madrina. Los siguientes quitó manchas que él suponía sombras, y creció una torre de camisas que parecían salir de un molde de planchado. Luego, él le entregó la llave y un sobrecito con dinero para que le comprara lo necesario para no pensar en lo necesario.

—Doctor, tiene que decirme lo que le gusta.

—Gladys, soy un hombre fácil. Lo que me gusta es que usted piense en lo que me gusta. ¿Comprende?

—Naturalmente que comprendo. Usted quiere lo que quieren todos los hombres.

Lo dijo deslizando las palabras cantarinas, como si en aquella sabiduría ancestral femenina no hubiera una bomba de explosión retardada.

La semana posterior a la llamada, y a pesar de que un anticiclón permitía la utilización de la moto, Lucas empleó el transporte público con la esperanza de encontrar a su vecina. Pero no la vio. El jueves decidió volver a montarse en su nube.

Había ido a comer con su madre para verla y llevarle la famosa caja de plata. Katy había tenido un episodio de gota que la había retenido una semana en el dique seco. Con dolores, sin ganas de cocinar, pensando en que se acortaba el último tramo de su vida… Pero le había recibido sonriendo como una abuela tierna. Lucas la besó en las mejillas, extrañado de aquella beatitud.

—Mamá, ¿sigues tomando lo que te di para la gota? ¿Te alivia el dolor?

—¡Uy, ni me acuerdo del dolor! Tomé lo tuyo y además unas pastillas estupendas que me dio Conchita. ¡Estaba fatal!

—¿Me las enseñas, por favor? —Lucas se temió lo peor.

Katy abrió un cajón en la cocina y revolvió entre montones de cajas de medicamentos. Mientras lo hacía, mantenía una cháchara inconsistente que su hijo observaba con criterio profesional. Algo había en el comportamiento de su madre que no iba bien. Se fijó en su motricidad. Se movía excesivamente despacio y tenía una inestabilidad que no pertenecía a su estado.

—Tienes que hacerme recetas… Aquí están… —Acercó un envase a sus gafas—. La de la farmacia me conoce. Sabe que eres mi hijo y que eres médico, pero es un poco estúpida. Dice que necesito receta.

Su madre le tendió una caja de ansiolíticos de bastantes miligramos. Lucas suspiró y comprendió su afabilidad. Mientras comían, trató —sin demasiadas esperanzas— de convencerla de que lo que su amiga le había prescrito no estaba indicado para la gota, ni para el dolor que esta provocaba.

—Mamá, me temo que estás algo colocada… ¿Cuántas has tomado?

A pesar de su sonrisa, Katy no bajaba la guardia.

—Lucas, tienes mala cara. Se lo he dicho a tu hermano, que por cierto se ha dignado a llamar. Estoy contenta de verte, como no te veo nada… Todo por empeñarte en vivir solo.

—¿Cuántas? —insistió Lucas.

—Desayuno, comida y cena… Me sientan fenomenal.

—No lo dudo. Tienes que dejarlas. Si tomas estas pastillas no puedes tomar alcohol, ni café, ni dulces —decidió disuadirla mintiéndole un poco— y además te desequilibrarán el sueño —añadió pensando en otras cosas.

—O sea, que se trata de elegir… ¡Pues vaya novedad! ¿Por qué no vienes unos días aquí?

—Voy a cumplir cincuenta años. Los hombres de cincuenta años no viven con sus madres, aunque se tomen esto… —Lucas señaló el envase de pastillas.

—No te pongas trascendente. No hace falta. Ya veo que estás estresado, trabajas demasiado. Tendré que ponerme enferma para que me dediques el mismo tiempo que a tus pacientes.

—No, mamá; la semana que viene, el día que quieras, te vienes por la clínica. Prometo dedicarte todo el día. Vamos a hacerte un chequeo. Y, por favor, deja tu tratamiento… Es para las personas que tienen angustia, que se les hace difícil la vida; para mis pacientes, por ejemplo, no para ti, que estás estupenda.

—En casa del herrero, cuchillo de palo —terció Katy.

—Esto está buenísimo —alabó Lucas para que sus últimas palabras quedaran en el aire—. Ya tienes la caja que buscabas. Todo aparece…

—Te he preparado unos tuppers. No te veo bien, Lucas… ¿Por qué estás tan nervioso?

Era verdad que estaba nervioso. Por ella, y porque no descansaba. Aplicando aquella sorna que engrasaba la vida, se dijo a sí mismo que tenía mala cara porque había descubierto que la virtualidad existía antes de que la inventaran en Silicon Valley; estaba al otro lado de su dormitorio.

Volvió a la clínica caminando por su Bilbao. Hacía sol y tuvo un pensamiento muy propio de su origen. Aquella tierra iluminada era un verdadero paraíso. El teléfono vibró en su bolsillo. Lucas miró la pantallita. Siguió caminando. Siempre había deseado que todo estuviera cerca. El mar, la montaña, la ciudad, sus seres queridos, el trabajo… En ocasiones, el cordón umbilical que unía médico y paciente resultaba más fácil de aceptar que el de su madre.

Necesito verte antes de que te vayas. Estoy jodido.

Mario

No era fácil protegerse del dolor, poder escuchar ese latido amenazado de los enfermos apartando emociones que podían aniquilarles. Lucas los albergaba en departamentos estancos. Todos los dolores, los de los otros, los suyos mismos. Separados, aislados, eran elementos con los que se podía negociar. Algo ayudaba enormemente en aquella negociación: el consuelo.

El consuelo era un mimo a tiempo, un cobijo en mitad de la marejada. Proporcionaba una tregua para aceptar y luchar con la verdadera dimensión de la desdicha. Parecía poca cosa y sin embargo ayudaba a seguir. Cuando enseñaba a los jóvenes les recordaba que nadie estaba preparado para afrontar el dolor sin consuelo. La vida se superponía a cualquier situación social o intelectual. En el cáncer, la existencia de nuevos tratamientos y tecnología creaba una especie de ficción. Todo podía ser curado. No era verdad. La vida emitía latido a latido su veredicto. El médico acompañaba al paciente en el riesgo. En el riesgo y en la verdad.

La quimioterapia se hacía a la medida de la genética del paciente o de su cáncer. Los marcadores indicaban cuándo no se podía hacer nada y la multiplicación de aquellas células sin orden ni control se llevaría la vida por delante, se hiciera lo que se hiciese, y cuándo iba a triunfar la ciencia. Iban a tener que plantearse éticas economicistas, curaciones por tarifas. Los efectos del tratamiento, como el que estaba experimentando Mario, o la búsqueda del donante iba a ser el más pequeño de sus problemas. El rigor científico no lo era todo. El consuelo y la compasión debían acompañar a la ciencia; el analgésico para salvaguardar aquella inadmisible, en el fondo, inmortalidad a la que se caminaba.

En unos minutos estoy contigo.

Lucas

Mantenerse cerca. Muy cerca.

Är du ensam?…

Cuando pasaba por el Museo Marítimo, al borde de la ría, una chica le adelantó trotando suavemente. Era pequeña, bien formada, con las piernas fuertes y una camiseta que le ceñía la espalda. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo que oscilaba a izquierda y derecha como un caprichoso péndulo.

Le gustaba observar a las mujeres mientras ignoraban que eran observadas. Le tentaba sentir que era capaz de descubrir el diamante que encerraba la normalidad, esa casi vulgaridad que tenía lo cotidiano y en lo que, estaba seguro, había algo escondido y dulcemente secreto. Lo que despertaba su interés era la posibilidad de que le ofrecieran lo valioso que nunca antes habían ofrecido a otro. Sentía lo mismo al investigar. El descubrimiento poseía una erótica inigualable. Ser el primero en descubrir que una célula mutaba, el primero en acompañarlas a la felicidad, en verlas despertar, iluminarse cuando se saben deseadas, tomar esas decisiones hacia sí mismas, contemplar cómo se mueven mientras dura el cortejo. Aquello tenía una conexión con lo primitivo y animal que poseía. Nunca dudaba cuando se trataba de eso.

Martina decía que era perversión. Lucas, sin embargo, sostenía que existía más placer en contemplar y en mirar lo escondido. Quizás aquella fuera la razón por la que pensaba con atracción en su vecina. Porque la semilla crecía en su interior y, además, llevaba mucho tiempo sin la compañía de una mujer que le conectara con aquello que Aurelie le había ofrecido.

Durante unos segundos miró el contoneo de los glúteos de aquella chica, la forma de las caderas, las pequeñas prominencias de las paletillas, su pelo… En un movimiento automático se miró a sí mismo. Trajeado, unas gafas de marca ocultando sus ojos azules, una bolsa con tuppers en la mano y la clínica a unos metros esperándole.

Är du ensam?…

Su paciente estaba bajo los efectos secundarios de la quimioterapia, padecía una reacción inflamatoria de las mucosas provocada por esta. Le costaba hablar, comer, y las molestias le desbarataban aquel buen y hasta el momento inquebrantable ánimo. Era un hombre acostumbrado a la disciplina. Estaba habituado a interiorizar su sufrimiento como si formara parte de la propia alegría. No era fácil que se mostrara frágil ni que perdiera su sonrisa. Sin embargo, Lucas sabía lo invalidante que era su situación y cómo se sentían aquellos que no estaban acostumbrados a rendirse. No tenía demasiado para ofrecerle. Unos pocos paliativos para poner en la lista de alivios, el conocimiento de lo que le sucedía, recordarle que era capaz de llegar a la meta, hacerle saber que él iba a su lado… Le entregó un par de folios con los consejos que había ido recopilando de los propios enfermos. Eso solía servir; un protocolo a lo que ceñirse, un horizonte para no perder de vista. Distraerle, conducirle al siguiente punto de avituallamiento.

—Tómatelo como una pájara. Tu cuerpo reacciona. Vamos, tú puedes, Mario… —le animó—. Recuerda esas llegadas a meta. La satisfacción de haber sobrepasado el límite. Agárrate a lo que me contaste el otro día, cuando entraste en el maratón de Florencia y viste el Duomo llegando a meta, casi pude sentir el mismo fogonazo de belleza que tú sentiste…

Mario relajó los músculos de su cara. Asentía con la cabeza. Viajaba lentamente lejos de su dolor.

—Verás —insistió el doctor Denvurg, mientras echaba una ojeada a las anotaciones de la enfermera: Mario tenía fiebre—, voy a contarte algo que te hará reír. Ayer tuve un día de esos complicados… Vivir solo tiene lo que tiene. Hay días en el que el campamento base se vuelve un enemigo…

Lucas le habló de sus cajas de mudanzas, de la búsqueda de servicio doméstico y de la confusión telefónica. Pronunció palabras que no quería verbalizar, relató con deseo, le prometió enseñarle sus fotos de llegada a los principales maratones y se detuvo en detalles, olvidándose de aquella cautela que casi siempre le impedía llegar a los destinos desconocidos.

—Yo no estoy solo, pero en este momento me siento solo porque nadie puede acompañarte en lo que sucede aquí dentro. —Se palpó el pecho—. A ti te pasa algo distinto, pero también estás jodido, permíteme que te lo diga, doctor. Tu vecina… —Le miró a los ojos con interés—. Las mujeres tienen una delicada fortaleza, ¿sabes? Cogen atajos para llegar al corazón. Esos caminitos no figuran en nuestro mapa, nos pongamos como nos pongamos. —Lucas asentía sonriendo—. Se pintan los labios y saben lo que le pasa a un bebé cuando llora. Hacen ambas cosas poniendo la misma intensidad en cada una de ellas.

—Ya…

—Tú, como yo, tratamos de encontrar la solución matemática. El mecanismo de la lógica. No la hay, créeme. Si supieras lo feliz que he sido al rendirme a lo primitivo que poseemos. Ellas y nosotros… Alicia… me ha enseñado que es fuerte como una roca y frágil como un pajarillo. Ese es el condenado secreto que nos vuelve locos. ¡Joder, Lucas!

Se llevó la mano a la boca. Los ojos se le humedecieron y se le crispó el gesto. Los cerró y le hizo un gesto a Lucas de que permaneciera allí, que aquello pasaba. El médico adivinó que probablemente al hablar, la lengua, o algún lugar de su boca, hubiera experimentado un agudo dolor.

—No te entretengas —prosiguió—. No se puede andar con cuentas pendientes en esta vida. «Correré esa carrera» —siguió hablando—, «volveré a Nueva York», «te amaré toda la vida»… —Mario hacía verdaderos esfuerzos para sobreponerse a sus dolores—. Tú me dijiste eso también… Y yo te digo lo mismo porque al parecer somos unos cenutrios y necesitamos ir una y otra vez sobre lo mismo. La meta, Lucas, es el hoy. El mañana es una quimera. Puede llegar o no. Lo que cuenta es la luz del día que amanece, no «ese mañana saldrá el sol»… —Su tono de voz iba subiendo—. ¡Llama a esa jodida puerta y entérate de lo que le sucede! Huélela… ¡Te mueres de ganas! Mete la nariz en su cuello y emborráchate de ella… No tengas cuentas con la vida. Entre ellas y nosotros solo está el desear estar dentro de ese círculo de fuego. Corremos la misma carrera, a distinto ritmo, es verdad; a veces ellas nos esperan y otras tenemos que esperar nosotros. ¿Y qué? Alicia ha llegado porque yo la esperaba. Con ella comprendo esa frase que decimos, como si fuera parte de la lista de la compra, «compartir la vida»… Llegar ahí es llegar, Lucas, a la meta. ¿A ti no te han preguntado muchas veces por qué corres?

—Sí, miles de veces.

—¿Sabes por qué lo haces?

—Creo que sí… —Lucas vacilaba, no sabía exactamente cuál de las múltiples razones que poseía era la respuesta que esperaba Mario.

—Yo corro para llegar a mí, del que me he pasado toda la vida alejándome. Las endorfinas, la felicidad, la paz contigo… Todo se trata de lo mismo, todo para poder compartir la vida…, el amor.

Volvió a cerrar los ojos. El aire de la habitación se había vuelto ligero. En él flotaban las palabras de Mario, ordenándose para quien las quisiera escuchar. Su lucha, y aquella sabiduría que llegaba cuando llegaba. Lucas le cogió la mano y se la apretó como se aprietan los hombres. Se volvió doctor.

—Descansa un poco. Voy a decirle a la enfermera que te ponga a punto. Gracias por tus consejos… —A Lucas le pareció poco aquella frase, y añadió—: Ya sé que suena bastante estúpido, pero eres un hombre afortunado.

—Lo sé. Y ese es el problema, que lo sé. ¿Sabes algo de mi compatibilidad?

—Todavía no —mintió.

La consciencia estaba hecha de pequeños jirones de lucidez.