Vivir sus deseos, agotarlos en la vida, es el destino de toda existencia.
HENRY MILLER
Mi padre decía que había palabras que llevaban dentro un gusano de luz. Recitaba para mí su lista de vocablos iluminados con aquella voz profunda y varonil que aún me parece escuchar. Yo seguía su huella sonora moviendo los labios, vocalizando sin voz, aprendiendo de memoria la manera de paladearlas, para guardarlas en ese lugar donde se guardan los tesoros de la infancia; esos objetos de valor que parecen inservibles hasta que un día te salvan la vida.
Esperanza era una de aquellas palabras.
Hoy recito aquella lista misteriosa y sabiamente memorizada: esperanza… Pellizco un poco de olvido a la realidad de estos días festivos hablando por teléfono, comiendo unas rosquillas que me trajo Isabel de no sé qué pueblo, asomándome a la ventana de la vida de los demás.
Uno de esos días marqué el prefijo de París para hablar con Alberto. Mientras escuchaba la espera, miré esa pared medianera que divide mi realidad y mi fantasía. En mi corazón palpitaba un cariño antiguo y cálido. Imaginé a mi amigo preparando la comida, españolizando el estómago de su amado con alguna salsa a base de aceite de oliva, tomate y pimiento, con mucho ajo y perejil de los tiestos de su infancia. Duchado, planchado, oliendo a colonia a pesar de las fritangas. Lo visualicé sonriendo, cuando era niño, cuchicheando en el portal, sentado en las primeras escaleras tras aquella araucaria que nos escondía. Ahora solamente nos faltaban las pipas y la inocencia.
—¡Estaba pensando en ti! —dijo antes de saludarme.
—¿Cocinabas? —me picó la curiosidad.
—Sí…, estoy haciendo un pisto a la bilbaína, con panes fritos y todo.
—¡Lo sabía!
Empezó contándome que llovía. Alberto y yo nos tanteamos como los ingleses, hablando del tiempo, rastreando el alma entre descripciones de nubes grises o soles radiantes. Eso nos da pistas. Fue adentrándose en su nostalgia y en mi parálisis. Llovía en París y en Getxo el cielo estaba empedrado. Cuando se percató de que estaba dispuesta a rodar por la escalinata de mis penas, cortó por lo sano, como él hace tan bien.
—¿Te maquillas? —lo dijo tras contarle, preocupadísima, que no duermo.
—Y eso… ¿a qué viene? —respondí contrariada, sabiendo que no me dejaría abandonarme a mis tristezas.
Para Alberto, maquillarse, y más concretamente pintarse los labios, es un índice de salud muy superior a un análisis de sangre convencional con resultados positivos. Le dije que sí. Le perdoné que me alejara de mis lamentos de aquella manera tan banal. Porque a él le permito lo que no concedo a otros. Por aquello del amor eterno.
Si las mujeres nos pintamos los labios, es que estamos dispuestas para la vida o para la guerra, que viene siendo lo mismo.
—Recuerda que un clavo saca otro clavo. —Lo vi venir—. Ponte esa blusita de flores verde que llevas en la foto de tu cumpleaños. La que con verde se atreve, por guapa se tiene…
Una parte del peso de nuestra educación ha estado en manos de los refranes. Mi madre y mi abuela terminaban las frases con ellos y te dejaban sin recursos. Son similares a esos clavos certeros que mi zapatero, Kini, pone en mis tacones.
Cuando fuiste martillo no tuviste clemencia, ahora que eres yunque, ten paciencia.
Amor con amor se paga.
Más rápido se coge al mentiroso que al cojo…
Y como si me hubiera leído el pensamiento, mi amigo siguió la conversación donde estaba mi cabecita.
—María, no hay pena que cien años dure.
A él no le gusta hablar de ti. Yo, muy pesada, lo intento, pero… me empuja a pasar página. Con mucho tiento, sin que se le note lo que no quiere decir. Tú sabes lo que sucedió. Alberto me quiso salvar de tu intensidad y no lo dejé.
Fueron aquellos días en los que me escapé a París para que sintieras mi ausencia. Para que me echaras de menos, para que te murieras por mí. Había descubierto tu affaire con la poetisa y mil kilómetros me parecían pocos entre tú y yo. No sabía si iba a poder volver a confiar en ti. Llegué a París y Alberto me esperaba en el aeropuerto Charles De Gaulle.
—Vengo como una hidra —le dije advirtiendo lo que le esperaba.
—¿Qué es eso?
—Un monstruo mitológico de siete cabezas, que no conocía la piedad y echaba un aliento pestilente y venenoso mientras vigilaba la entrada al inframundo. —Alberto me miraba petrificado—. Hércules consiguió vencerlo, pero le costó lo suyo. Cada vez que le cortaban una cabeza le salían dos.
—María, soy abogado, la mitología no es lo mío. Tú sabes que la psicología femenina me apasiona, pero ten piedad y dime de qué coño me hablas…
—Baltasar tiene un rollo con una poetisa —solté con la voz entrecortada—. Me ha jurado que es un rollo, pero yo no quiero concesiones ni engaños. Por eso soy una hidra. Creo en una relación libre, pero no de esta naturaleza. Estoy amargada, celosa, y no me cabe ni una contradicción más en el cuerpo.
—Ahora entiendo lo de la entrada al inframundo… —Alberto me protegía con sus brazos en mitad de la frenética actividad del aeropuerto—. Está clarísimo… Y lo de la libertad no hay quien se lo trague, te lo envasen como te lo envasen. París y yo te vamos a hacer olvidar los sonetos de tu cretino enamorado. ¡No sabe lo que tiene!
Iba emponzoñada de rabia. Le tocó escucharme, aguantarme, sostenerme y en medio de aquella ciénaga le hice confidencias de mujer humillada. Él me arrastraba por cafés maravillosos, por exposiciones, por restaurantes, por luces, puentes, y bateaux mouches. Me añadió una escolta de hombres maravillosos que me agarraban del brazo y me colocaban bien los foulards… Me arrepentí de haberle mostrado mi duelo. Él quería regalarme París, su corazón, su felicidad y yo estaba pesadísima, enquistada en mi drama. Me quiso aconsejar. Que te abandonara. Me enfadé con él. Te perdoné a ti. No vi París. Te mataste. Vino al funeral, nos fundimos al vernos y vuelta a empezar.
Pero, mientras me hablaba de sus planes, lo que en realidad deseaba era obtener datos de mi inimaginable vecino, así que fui al grano.
—¿Qué sabes de él?
El lado pragmático de mi adorado Alberto me contó los pormenores económicos y me leyó el nombre que figuraba en el contrato: Lucas Urrutia Denvurg. Eso ya lo sabía yo. Cuarenta y nueve años, médico oncólogo. Eso también lo sabía.
Nieves, la de la inmobiliaria, me había llamado días atrás. Su cliente le había pedido mi teléfono. Al parecer era un hombre «educadísimo» —según dijo ella— y quería presentarse. El corazón me había dado un vuelco. Accedí a la petición de la mujer sabiendo que lo que quería Lucas Urrutia era conocerme y desmontar la relación extrañamente dependiente que iba estableciéndose entre nosotros.
Alberto seguía hablando de gastos de comunidad, de cláusulas adicionales… Las tripas me pedían una descripción física y, en otras circunstancias, le hubiera pedido color de los ojos, altura, algo con que alimentar mis fantasías, pero no lo hice porque, de alguna manera, mi tabique es algo más que un muro. Me vino a la cabeza el misterio que envolvía el gesto que yo hacía —que se repetía muchas noches— cuando sacaba la mano de entre las sábanas y tocaba la pared para decirle que ahí estaba. Escuchando. Atenta a su presencia.
Ocultarle mi inusual comunicación con su inquilino me dejó un rastro de traición entre las páginas de nuestra amistad, pero tampoco podía mancillar aquella burbuja de intimidad. Cuando colgué pegué mi oreja a la pared. No se oía nada. Es muy difícil renunciar a un consuelo; quizás por eso, mi cabeza, que ya se ha vuelto errante, te hizo un hueco.
Quitarte la camisa, sentir tu piel, cerrando los ojos, nuestros suspiros cada vez más leves, el dulce sueño que venía con quietud y una certeza que al recordarla me arranca la voluntad. Teníamos un nido. Cálido. Amoroso. Cómplice. Divertido. Nuestro.
Ya no me siento deseada, Baltasar. No me miro en el espejo adivinando tus manos en mi cuerpo, tus ganas de mí. No elijo la ropa interior para que tú la descubras, sonrías y pongas cara golosa. Censuro esos pensamientos, porque me resulta imposible volver a subir la cuesta del deseo. Eso es harina de otro costal —siguiendo con los refranes—. Sin embargo, debo confesarte que días atrás, cuando esperaba la presencia de mi vecino, anhelé su cobijo, ese lugar que espanta el miedo y devuelve la paz; lo más parecido a un deseo.
He empezado a trastear entre tus cosas. A saciar mi curiosidad. Me obligo a hacerlo. Al revisar ese espacio en el que creabas, me hago sitio para rodar por el mapa que me guiará adondequiera que tenga que ir. Cuando estoy enfrascada en tus huellas, oigo a Susi caminar de puntillas. Es como si presintiera que finalmente me he atrevido a llegar a tu mundo y no quiere distraerme. Va y viene por la casa. Una casa que se ha vuelto en menos de un año demasiado grande. A veces, miro a mi alrededor y pienso que podría cerrar la escalera y vender el piso de abajo. Pero, si tomara esa decisión, perdería el jardín. Te empeñaste en comprar el primero A porque querías darme ese trocito de tierra. Pero tú y yo sabemos que lo hiciste para que no viera las toallas tiradas por el suelo, para huir cuando necesitabas hacerlo, para tener una guarida.
Ahora Susi lo limpia y la oigo suspirar:
—Esto no se toca, pero quitamos el polvo un poco por encima.
La casa huele a limpiador de pino, a su colonia de niños, a su trajín de hada madrina.
—Hala, ya está… Cerramos la puerta, dejamos todo limpio, y volveremos la semana que viene.
Utiliza ese plural mayestático para que sepa que todo lo que ella hace en la casa me atañe. Nunca habla de ti. Tiene terror a nombrarte y que, como consecuencia, yo me venga abajo. Cuando quiere hablarme de algo de mi pasado contigo, se refiere a ti con un aquel y mueve la mano, la revolotea en el aire como si tuviera una mosca rondándola.
¿Recuerdas el día que llegó? Nos habíamos enfadado por el motivo de siempre: tu desorden. Me ponía enferma luchar para que no dejaras los zapatos en cualquier lugar, para que no dejaras todo tirado, el baño hecho una pena, los ceniceros sin vaciar… Me había peleado ya con Fernando por el mismo motivo, y después con Gustavo, al que no iba a permitirle crecer sin ciertos hábitos. No me quedaba voluntad para aquellas contiendas domésticas.
Saliste de casa dando un portazo. Era sábado. Me quedé masticando aquella rabia, poniendo en orden mi refugio, porque esta casa siempre fue mi refugio. Una hora más tarde, cuando ya te echaba de menos, llamaron al timbre. Era Susi.
—Me manda el señor Baltasar. Me ha dicho que le pregunté a usted cuántos días a la semana quiere que venga. Que usted es la que manda, pero que él va a ser el que pague.
—¿Pero quién es usted? —No podía ni imaginar en qué iba a convertirse aquella mujer, pequeña y redonda, que tenía ante mis ojos.
—Soy Susi, la limpiadora.
No me quedó más remedio que rendirme. Se le había pasado el arroz cuidando a su madre y cuando murió no sabía hacer otra cosa que poner en orden la vida de los demás. Te adoraba y le daba igual que dejaras las cosas tiradas. El único defecto que tenía y tiene es que va narrando lo que hace como si fuera un periodista deportivo en la radio. Nadie le ha dicho las cosas que tú le decías.
Tu ordenador es un caos. Hubiera debido imaginarlo. Voy a necesitar tiempo para tratar de entender todas esas carpetas que abrías con posibles proyectos, mails que decidiste conservar, documentos escaneados… Todo te interesaba, ya lo sé. Tu mundo no era el mío. La vida era para ti un bazar bien abastecido, pero para mí hay un exceso de información. Al principio no sabía por dónde empezar. No quería mover nada; corregir algo que tú habías dejado me parecía un ultraje. Ya sabes…, las habitaciones que no se tocan, los armarios que no se vacían, el móvil que se conecta… Decidí volcar todo en un disco duro y trabajar sin abrir tus documentos. Comencé por lo más imperioso: tu correo. Estaba bloqueado, así que no había más remedio que intervenir.
Durante días fui eliminando los mensajes que colapsaban tu buzón. Estabas suscrito a las asociaciones más peregrinas, y eras miembro o usuario de todo cuanto te ofrecían. Tuve tentaciones de dar de baja tu dirección, pero ese sexto sentido que poseo no me permitió hacerlo. Estuve días mandando correos cancelando suscripciones, boletines, anunciando a amigos ocasionales que habías fallecido… Ejercí de viuda responsable.
Luego, poco a poco, fui llegando a los mensajes antiguos, a los almacenados por conceptos: recibos, escritores, proyectos, La tristeza de la alondra1, La tristeza de la alondra 2, 3, 4… En una de aquellas carpetas hallé correspondencia que habías mantenido y que me inquieta.
La tristeza de la alondra…
Tu última novela. Se había publicado hacía casi tres años. Daniela, tu agente, había vendido tu manuscrito a una editorial que apostó por ti. Se reeditaron tus obras anteriores y empezaste a ejercer de escritor de manera pública y social. Ahora me apena enormemente ver tu nuevo manuscrito terminado. No tiene título. Fue lo primero que encontré al encender el ordenador. Habías puesto tres equis y eso me hizo abrir la carpeta con prisa, creyendo que allí iba a encontrar todas las respuestas a mis preguntas. Reconocí aquel comienzo. Voy a imprimirlo y a devorarlo de un tirón porque solo tengo en mi cabeza esos párrafos que me leías cuando te entraban las dudas y necesitabas mi aséptica visión.
De nuevo tu mundo, Baltasar, de nuevo los restos de ti ensombreciendo mis deseadas certezas… Descubrir las líneas que escribiste, las relaciones que mantenías, me sume en un posesivo estado. El tiempo se esfuma y mi corazón reconstruye tu voluntad para hacerla mía.
Estaba ya en la cama, enfrascada en la relectura de tu novela, cuando tu teléfono —con esa musiquita que pusiste como sintonía y que cuando la escucho me hacer sentir algo que soy incapaz de describir— perforó el tiempo.
Lo miré como quien mira una bomba: evaluando los daños que podría hacerme al explotar. Dudé. Un instante, un pensamiento…, no cogerlo, ignorar de una vez por todas los restos de ti. Desprenderme de él, de la conexión de tu mundo. En esos segundos preciosos en que la musiquita perforaba mi vida tuve la certeza de que nadie iba a llamar a aquel teléfono salvo quien me amedrentaba con su voz. Comprendí en su tenaz insistencia que en realidad mi deseo era que el destino tomara las decisiones que yo no era capaz de tomar.
Sí. Te confieso que en mis madrugadas insomnes había visto en la tele a esas echadoras de cartas, lectoras de destinos que enredan con esos «Cariño, veo un hombre moreno con buenas intenciones…» o «El espíritu se ha ido en paz y te cuida…» a los que se sienten vulnerables y han perdido su capacidad de defensa. Sí. Ha habido muchos días en que mi historia no me sostenía y necesitaba creer en una vidente. En una señal que yo no controlara.
Mientras sonaba el teléfono tuve ganas de decirte, amor de mi vida, que dondequiera que estés te gustará saber que me haces falta. Mándame una señal. Demuéstrame que es verdad que tengo derecho a amarte. Déjame seguir creyendo que lo que compartimos fue lo más hermoso de este mundo. Mándame un ángel, un regalo, una historia que me robe. Lo mismo que buscabas tú antes de escribir La tristeza de la alondra: una historia de amor. Haz que el olivo enano, de aceitunas minúsculas que está como fosilizado, reviva. Dame fuerzas para que tenga ganas de salvarte y saber quién es tu alondra.
Mi realidad sobrevive en tus documentos, tus escritos, y las carpetas que almacenabas y que nunca tuve la tentación de mirar. Sé que tengo que buscar ese pájaro que decías que se confundía con la tierra por su color. Un ave que apenas abandona la superficie si no es para cantar y que vuela despacio a ras del suelo, titubeando.
Baltasar, he extendido ese mapa de recuerdos de mi vida contigo. He pasado mi dedo sobre tus desafíos, tu amor, tu búsqueda, y tu desesperación… Y mientras lo hacía, descubría y aceptaba que ha habido días en que no existí junto a ti. Si hubiera sabido que me ibas a faltar, hubiera detenido esas estúpidas contiendas en las que nos enredábamos. Ahora ya no puedo volver sobre mis pasos. Has borrado las huellas y, aunque conozca tu patria de memoria y sea una senderista pertinaz, hay recuerdos que te has llevado contigo y necesito conocer para poder descansar. Las dudas sobreviven a los demás sentimientos. Se apoderan del espacio. Son más fuertes que la certeza de una traición. Las dudas son como las mentiras, necesitan nutrirse de ellas para resultar verdad.
Había ordenado ese domingo los recortes de prensa, los cedés con tus entrevistas, clasificándolos y echando un vistazo a la época de la publicación. Aquella actividad hizo que los recuerdos comenzaran a aflorar, como si al revolver los papeles la historia se contara sola y las piezas que me faltaban estuvieran delante de mis ojos, pero camufladas.
Cuando alguien falta, lo vivido baila en la cabeza, juega al escondite, se disfraza. El tiempo pierde su orden y no sabes si aquello sucedió antes o después. Una no se atreve a pensar del todo por miedo a que con ese misterioso comportamiento que tiene nuestro cerebro nos robe un recuerdo que nos parece importante, esencial. El origen de tu novela y la correspondencia que hay en tu ordenador no me parecieron en ese momento lo que hasta entonces me había empeñado en creer: que eran caprichos de mi cerebro, que se empeñaba en ir a aquel punto una y otra vez.
Hace unos años, y mientras estaba trabajando en el jardín, viniste a contarme que habías encontrado la historia de amor que buscabas. Siento un escalofrío al recordarlo. Llegaste imbuido de aquella alegría desbordante que sentías cuando creías haber descubierto «el camino». Yo todavía no había comprendido que esos momentos de tu entusiasmo estaban borrachos de una devoradora ansiedad, que desaparecía algo de tu cordura en tus naufragios creativos. Que perdías los necesarios límites y todo parecía tener una justificación para hacerlo lícito. Hacía unos meses que habías tenido tu «patinazo» —como tú lo llamabas— y querías compartir todo conmigo de una manera casi obsesiva.
Me dijiste que habías descubierto la manera de escribir la mejor novela del mundo, que sabías cómo salvar esa grieta que sobrevivía en ocasiones entre la realidad y la ficción. Te escuché secándome las manos tras lavar unos tomates que acababa de recoger. Con entusiasmo me describiste de qué manera habías abierto una línea de investigación en Internet, un blog, que adoptarías una identidad falsa y te adentrarías en los foros para que la gente te contara su historia de amor.
Abrí los ojos como si me estuvieras contando que se había descubierto la vacuna contra la tristeza. La brújula que tengo en el estómago me hizo sentir un movimiento brusco hacia el oeste, hacia ese viento que despeina la cordura. Pero no dije nada. Esperé a que te explayaras en aquella peregrina idea. Recorrías la cocina como si declamaras en un teatro. Al parecer, alguien te había asesorado. Habías confeccionado tu anuncio, tus nicks, tus personalidades virtuales… Era demasiado tarde.
«Busco una historia de amor. Quienquiera que crea poseer una única y maravillosa historia, que me la cuente. No la compro. Tiene que ser un regalo. Yo pondré las palabras. La escribiré. Abstenerse cretinos, príncipes azules y supermanes».
Me lo contaste porque no te contuviste. Sabías que en esos momentos a mí se me caía el decorado de nuestra vida. Tenía que equilibrar tu alegría sin robártela. Estabas seguro de que me iba a mantener escéptica, que iba a parecerme un desatino, que no me parecía del todo ético que un escritor se nutriera de aquello para encontrar un guion. Que no procedía. Pese a haber tomado una decisión, querías mi aprobación.
Te atrincheraste en argumentaciones para callarme la boca. Me diste un discurso sobre nuevas tecnologías, soledades y comunicación, libertades y fronteras, sobre la ficción y la realidad que me dejó doblada y sin ganas de meterme en tus asuntos. Te dejé hacer, pero me quedó una sensación de desasosiego de la que no pude desprenderme.
Y comenzaron a llover historias.
Sabes bien que quería permanecer a tu lado, no cerca, pero a tu lado. Hice esfuerzos para aceptar la teoría del «todo vale». Casi llegó a divertirme aquella exhibición virtual de la intimidad de muchas parejas que volcaban en pequeñas narraciones las múltiples maneras de acceder o romper con el amor de su vida. Pero día a día aquello empezó a gustarme menos. Lo que llegaba a tu correo apestaba, desprendía ese hedor fétido que exhala la mala soledad, el fracaso, la desesperación.
Poco a poco algo denso, espeso, empezó a deslizarse por aquellos documentos que me leías entusiasmado, donde la gente confesaba desde inocentes descubrimientos de emociones desconocidas hasta perversas, macabras y truculentas historias. Yo pensaba que la posesión y la humillación anegaban cualquier semblanza con el amor. Me daban escalofríos aquellos destinos y derivas. Algunas historias poseían una fatalidad imposible de ignorar. La pasión hermanada con la tortura. Los inapreciables límites de la dignidad del ser humano, del amante, del amado… El amor era un tango cuerpo a cuerpo, una batalla donde tantas veces se perdía. El proyecto se apoderó de ti, te cautivó de una manera desconocida para mí. Pasabas días enteros sin salir de tu despacho, pegado a la pantalla del ordenador.
—Ten cuidado, mi amor —te decía en ocasiones—. En Internet están todos los desesperados del mundo. Es el mayor foro de soledades. Baltasar, detente, reflexiona… Mi instinto me dice que esto no es sano… —Creo que mientras te hablaba, tú habías partido ya con aquel barco y no me escuchabas—. ¿No te das cuenta de que en cada una de esas historias hay una agonía que no ha podido desencadenarse?
—Es una maravilla. —Ignorabas mis palabras—. Esta generación no tiene el peso que arrastramos nosotros. Son libres, se entregan sin miedo… Confiesan, se comunican sin límites.
—Sí, lo es. La maravilla del siglo, el milagro de la comunicación, el sueño de la virtualidad, pero, Baltasar…, has pedido una historia de amor. Te están contando cosas escalofriantes, asesinatos, perversiones, violaciones y estúpidas relaciones que nada tienen que ver con lo que tú buscas. Eso no es comunicación, ni entrega…
—No pasa nada. Tranquila. —Yo sabía que no tenía sitio en aquella aventura.
¿Estaba en nuestro silente compromiso amoroso aceptar sin rechistar tus locuras? ¿Justificarlas porque eras un creador? ¿Debe ser sordo y ciego el amor? ¿Dónde termina el respeto y comienza el miedo?
Te pedí que no menospreciaras aquellas confesiones. Me alejé de ti obedeciendo a ese instinto del que ahora pienso que nunca debí apartarme. Pero ya sabes, a veces una no obedece al instinto y el respeto que debemos a los demás lo complica. Un día viniste a decirme que ya tenías la historia y que habías dado con algo que contenía todo lo que buscabas. No te pregunté de dónde o de quién provenía. Tú querías que lo hiciera, me tentabas para que mostrara interés. Me dio miedo formar parte de aquello.
Sabías lo que querías. Lo tomaste y arrancaste a escribir. Era tu vida, mi compromiso, nuestra libertad. Aprendí a esperar como si fuera una gestación. La misma concentración, la misma manera de vivir dentro de ti con tu criatura, alimentándola. Escribías… Escribías. Te aislabas. Dejabas de pertenecer, sumergido en aquel mundo al que los demás no teníamos acceso; si acaso, y con mucho cuidado, llegar hasta la entrada de tu morada y esperar a que salieras. Pero ahora sé que al dejarme fuera o al no querer entrar yo me quedé sin entender que algo no salió como imaginabas.
Guardaste en tu ordenador parte de aquella correspondencia. La que yo estoy leyendo en este momento. Y esta vez, Baltasar, voy a poner los cinco sentidos en ello.
Antes de que sonara tu teléfono, la casa estaba en calma. Me había llevado a la habitación una caja de bombones además de La tristeza de la alondra. Susi había cambiado las sábanas y noté esa maravillosa frescura, el olor a limpio, la bendita redención de los lugares elegidos. Sobre la mesilla reposaba junto a mi teléfono el tuyo. Encendidos ambos. Y sonó.
Cuando decidí levantar el auricular, en ese momento —quizás por lo que releía, quizás por ese caprichoso baile de los recuerdos— ya había tomado algunas decisiones: dejar de rehuir a Daniela, tu agente. Llamarla, preguntarle. Consultar con un abogado, tratar de averiguar el número oculto de tu pantallita, que en ese momento se iluminaba machacona y amenazadoramente, eran algunas de ellas.
Descolgué y me quedé en silencio durante algunos segundos. Como si el interlocutor estuviera enfadado por no escuchar a nadie, su voz sonó distorsionada, casi puedo decir que gritaba…
—¡Él mataba! A la alondra también la mato él.
Me quedé paralizada.
Fue la primera vez que el recelo o los malos pensamientos se convertían en miedo. Miedo del de verdad. De esa sensación invasiva de frío en la circulación sanguínea, de ese chute de adrenalina que no hay manera de evitar.
Corrí el cerrojo que siempre se me olvida echar. Cerré las ventanas, comprobé que nadie pudiera entrar en mi casa sin que yo lo supiera…, pero el enemigo estaba dentro, Baltasar. Eso es el miedo. Esa fuerza que te prende porque no acabas de poder abrir los brazos y dejarlo volar. ¡Qué miedo da el desnudo! La libertad de la verdad. El miedo da tanto miedo que una acaba por vivir encerrada, sin darnos cuenta de que es él quien echa la llave y nos roba. Ahora sé que no hay vuelta atrás. Tengo que dejarlo salir. Quitarme esta cosa pegajosa, que embadurna mi pasado, mi presente y, como siga así, mi futuro.
Miedo de ti, miedo de mí, de ella, miedo de amar, de no hacerlo, miedo a saber, a no saberlo, miedo a ver, a ser ciega, a vivir sin ti, a vivir contigo.
Miré el reloj. Busqué el teléfono de Daniela. Comunicaba. Eran las siete y media de la tarde y estaba metida en la cama. Pensé en aquel nórdico horario que me imponían el miedo y la soledad, pensé en la proximidad de aquel vecino que quería conocerme, pensé en mi mundo y mis pensamientos aterrizaron en mi niño Gustavo y en que en ese momento estaría en su nuage Parisien.
Necesitaba amparo. Calor de ese que hace pequeños los terremotos, del que ilumina las cuevas y espanta los fantasmas… Y lo llamé. Cerré los ojos porque la voz es capaz de acariciar el alma y, cuando oí su voz, esa que convoca y remueve, le pedí que me dijera que me quería en francés. Y me dejé llevar…
Je t’aime, mon amour.
Mi niño se tira por el tobogán de los descubrimientos, Baltasar. Le susurran palabras de amor en francés, y eso no hay quien lo resista sin sonreír como un bobo. Está feliz en París. En una cuevita. Un alero de tejado. Una vergüenza de aquellas donde metían los burgueses de pro al servicio y que llaman chambre de bonne. Hace prácticas en una empresa que lo fichó cuando estuvo de Erasmus. Por el ojo de buey de esos doce metros de residencia, ve la torre Eiffel.
Yo veo desde mi gran ventanal un trozo de mar, a lo lejos. Un trocito metalizado que yo sé que es mi mar, el dueño de un horizonte donde saben reposar mis esperanzas y por el que —por esos caprichos de la voluntad— pienso que te has ido. Como el genio que sale y entra de la lámpara, tú te vas por mi horizonte y vuelves los atardeceres que te necesito, mientras Gustavo escala la torre Eiffel de sus sueños de amor.
Le he dicho que el sábado hice una lasaña de berenjenas y me acordé de él. Que tengo ganas de quererlo, de que venga y de que me cuente de esa francesita de la que me habla como si tuviera en sus brazos a la mujer de su vida.
—¿Qué tal el trabajo? —se interesó por lo único constante de mi vida.
—Bien. Ya sabes que es un poco monótono. No me puedo quejar. De vez en cuando encuentro alguna perla cuando muere un abuelo y nos donan los libros. Por lo demás…
—Mamá, ¿por qué no vienes un fin de semana?
—Sí, podría ser —le digo para que conserve las esperanzas.
—Dile a Isabel, o a la tía Beatriz, que te acompañen. Aunque vaya en Navidad, me gustaría que vinieras y conocieras a mi chica.
—¿Estás mirando pisos? —dije eludiendo esa petición a la que era difícil resistirse.
—No, no tengo tiempo. Mi portera, que es de Madrid, me ha prometido que si se entera de algo me lo dirá.
—¿Sabes?…, se ha alquilado el piso de Alberto.
—¿A quién?
—A un médico. No lo conozco. —Mis fantasías vinieron a la cabeza como si se trataran de pajarillos a los que echara migas de pan—. ¿Cómo va lo de tus vacaciones de Navidad?
—Ya he hablado con monsieur Dauphine. No me ha dicho que no, que ya es mucho decir. Veremos. Espero que no haya problema y pueda ir el dieciocho. Como soy el último mono…
—Te quiero, príncipe mío. Tú eres el rey de mi vida, mi tesoro, mi luz, mi gato encerrado…
—¡Mamá!
—Tú eres mi chiquitín, mi bailarín, mi duende y mi gigante.
—Vale —se conformó, con ganas de que siguiera.
Necesito decirle esas cosas. He aprendido mucho, Baltasar, sobre esas palabras que se quedan en el borde de la boca. A él le he escatimado dulzura. Me he guardado un trozo de mí que le pertenecía. Unas veces porque era muy niño, otras porque debía centrarse en sus estudios, otras porque me había enamorado de ti, porque se iba o porque te habías ido. Ha sido forjado para ser fuerte, porque he sido yo quien lo ha educado y tenía miedo de hacerlo débil. A las mujeres se nos cuela en el cerebro esa malsana idea de que la fortaleza está del lado masculino. Le di menos abrazos de los que hubiera querido y le puse más normas de las que hubiera necesitado. Siempre el temor, el miedo y detrás del miedo, como si fuera la cola del dragón, está la libertad… Pienso en mi miedo y me pregunto si existió antes de que te fueras o creció durante esta ausencia habitada.
Después de su llamada me sentía mejor. Pertenecer es en algunas ocasiones una redención. Apagué tu teléfono. No tenía sentido dejarlo encendido ni un minuto más. Justo cuando iba a llamar a Daniela sonó el mío. El día aún me reservaba alguna sorpresa.
—Dígame.
—Buenas tardes, soy Lucas Urrutia. Usted no me conoce… Me dio su teléfono Nieves, de la inmobiliaria Aristegui…
—¡Ah, sí! Buenas tardes. Me llamó para decirme que quería hablar conmigo… —lo interrumpí para hacerle el trámite más fácil. A fin de cuentas, le debía aquella extraña seguridad de saberle al otro lado de mi insomnio.
—Que esté al corriente facilita las cosas. Ya sabe… Los hombres no podemos estar sin sus servicios cuando vivimos solos… Nieves me ha dicho que usted es una profesional y conoce bien su oficio. —Estuve a punto de pronunciar algo, pero estaba tan sorprendida por el rumbo de aquel monólogo que decidí mantenerme en silencio—. No soy un hombre complicado en mis necesidades —siguió decidido a informarme de lo que no quería saber—, nada fuera de lo habitual y, en cuanto a las tarifas, nos arreglaremos sin duda. —Hubo un silencio al otro lado. Me pareció que esperaba algo. Justo cuando iba a colgar siguió hablando—. Si usted está disponible, yo preferiría que viniera a casa cuanto antes. ¿Sabe mi dirección?
Si me hubiera mirado a un espejo en ese momento, estoy segura de que estaba como un tomate. Era el efecto de un volcán que comenzaba su erupción.
—Que te den…
Colgué. Estaba furiosa. Mi vecino había cometido un error, pero por ese fallo había quedado con el culo al aire. Mi castillo de naipes se caía. ¿Cómo iba a esperar el consuelo de un hombre que necesitaba una profesional a domicilio?
Envuelta en una incómoda rabia, dejé de existir para mis fantasías, para ti, para mi vecino y para tu novela, a la que proyecté con una patada hasta la puerta del baño.
Era la primera vez que me enfadaba desde el veintidós de abril.
Terminaba noviembre.